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El martes apareció el reportaje del año, a ocho columnas, en las páginas sensacionalistas de la Gazeta de Salvador, diario de la oposición, necesitado entonces de dinero y público, y amargado por la derrota electoral. El director del diario, Airton Meló, se había presentado como candidato a diputado, enterró en la campaña mucho dinero, de los otros principalmente pero también de las reservas del periódico. No fue elegido. Había quedado en una distante cuarta suplencia y decentemente no podía adherirse al gobierno. Mirando las fotografías hechas en el morro de Mata Gato (adonde volvió el lunes Jacó con el fotógrafo) y poniendo una carantoña de repulsa ante la visión de doña Filó, de boca desdentada abierta hacia la cámara en una sonrisa inmensa, con los hijos colgándole de caderas y brazos, Airton Meló, el probo periodista, «el guarda nocturno del dinero público» (como le había llamado su propio diario durante la campaña) explicó a Jacó:
—Un poco de palo a la colonia española no vendría mal. Estos gallegos son cada vez más agarrados, no sueltan un cobre por nada. Vamos a retorcer un poco a ese Pérez, divulgue la historia del kilo de ochocientos gramos. Con eso el diario no calumniará demasiado. Hay honrosas excepciones, claro. Ya verá como inmediatamente aflojan el dinero que necesitamos. Las cosas andan mal, amigo Jacó…
—¿Y el gobierno?
Airton Meló sonrió. Se consideraba un político de altura, sutilísimo, heredero de todas las mañas de los viejos bonzos de Bahia:
—Palo al gobierno, querido. Recio y fuerte. Que quede claro. Pero —bajó la voz en confidencia— no al gobernador. Para él, llamamientos a su conciencia de hombre público, a su corazón. Desde luego, él no sabe lo que está pasando, etcétera. Ya sabe usted cómo se hace… Ahora, porrazo al jefe de policía. Él es el hombre de la campaña contra el juego. Dice que va a acabar con el juego del bicho. El periódico, desgraciadamente, no puede salir en defensa de los bicheros, pero con esa historia de la invasión del morro la gente se le va a echar encima a Albuquerque (el jefe de policía se llamaba Néstor Albuquerque) y hasta derribarlo. Y tendremos financiada la campaña… Las gentes del bicho…
Encendió el puro, subió el humo. Miró a Jacó cariñosamente: Si la cosa sale bien, amigo, no lo olvidaré. Ya sabe usted que yo no soy ingrato…
Se sentía generoso viendo la posibilidad de ganar dinero en cantidad. Su tren de vida era caro, dos familias, casa civil y casa militar, y aquella emulación entre su esposa Rita y su amante Rosa para ver quién gastaba más. La doble RR, las ratas roedoras, como él mismo decía con cierto cinismo y gracia, acababan con sus finanzas. Jacó Galub miró a su director arrellanado en la poltrona. A Su manera era un gran hombre. Pero si él, Galub, fuese a confiar en sus promesas y esperar su generosidad, se moriría de hambre. Y Jacó Galub no pensaba morirse de hambre. Era ambicioso, tenía planes. Hacía sus jugadas por cuenta propia y si no reclamaba el salario de miseria que le pagaba Airton Meló, era porque usaba las páginas del periódico para sus trabajos personales. Era activo e inteligente, buen periodista, conocía a fondo lo que es una redacción, era uno de los mejores reporteros de la ciudad, y no tenía prejuicios ni sentimentalismos… Frío, a pesar de su aparente pasión, su deseo era hacerse un nombre, ir a Río, triunfar en la gran prensa de la capital, ganar dinero, hacerse con uno de aquellos empleos fabulosos… Lo conseguiría, estaba seguro. Sonrió él también para el «probo periodista»:
—Quede tranquilo. Vamos a orquestar una campaña formidable. El prestigio del diario va a subir como la espuma. Y la tirada también. Me pondré al frente de esa invasión.
—¡Échele emoción a los reportajes! ¡Corazón! Haga que todos lloren con la pena de esos pobres, desamparados, sin hogar… ¡Mucho corazón!
—Déjeme a mí…
Apenas salió, Airton Meló descolgó el teléfono y esperó la señal, impaciente. Cuando por fin la obtuvo, marcó un número. Respondieron, preguntó:
—¿Está Otávio? Soy el doctor Airton Meló.
Y cuando Otávio Lima, señor del juego del bicho en la capital y en las ciudades próximas, se puso al teléfono, le comunicó:
—¿Eres tú, Otávio? Tenemos que vernos, amigo. Tengo al fin los triunfos para acabar con Albuquerque…
Una pausa para escuchar:
—Seguro… Una campaña sensacional. Sólo puedo decírtelo personalmente…
Sonrió ante la propuesta del otro:
—¿En tu despacho? ¿Estás loco? Si me ven por ahí ya empezarán a decir que has comprado mi periódico… En mi casa…
Otra pausa. El rey del juego del bicho preguntaba algo:
—¿Que en cuál de las dos? —repitió el periodista, y pensó un momento—: En la de Rosa; estaremos más cómodos…
Así, aquel martes, con un reportaje que ocupaba toda la tercera página, con llamada en la primera —una foto donde brillaba sin dientes y rodeada de hijos la exaltada doña Filó, cuyas declaraciones cortaban el alma— y todo el material firmado por Jacó Galub, inició la Gazeta de Salvador la campaña «en defensa del pueblo pobre sin viviendas, obligado a ocupar los terrenos baldíos», campaña que hizo época en la prensa bahiana.
Durante aquella primera semana, Jacó Galub desarrolló una actividad inmensa. Pasó gran parte de su tiempo en el Mata Gato, oyendo a la gente, animándola, afirmando que con el apoyo de la Gazeta estaban seguros, que podían construir cuantas chabolas quisieran. Y, en verdad, los reportajes fueron un verdadero reclamo. La primera invasión de la colina había sido casi una acción de amigos: Massu, Jesús, Curió, Lindo Cábelo, todos gente conocida, compadres, parientes, compañeros de trago y charla. Pero después de las hogueras de la policía y del inicio de los reportajes de la Gazeta, comenzó a aparecer gente de todas partes, transportando tablas, cajones, todo cuanto sirviese para construir. Y diez días después había más de cincuenta barracas, con tendencia a seguir aumentando en número.
Los reportajes de Jacó siguieron fielmente las instrucciones de Airton Meló. Palo al gobierno: jefe de policía violento o incompetente, a sueldo de los magnates de la colonia española. En el primer reportaje Jacó describía, a base de informaciones de Jesuíno y de otros moradores del Mata Gato, el comienzo de la cuestión: el pueblo sin vivienda encuentra aquellos terrenos baldíos y alza allí sus chozas. Después, la queja de Pepe Ochocientos a la policía —«el millonario José Pérez, hace años conocido por el pintoresco apodo de “Ochocientos Gramos”»— y la acción violenta dirigida por Chico Bruto —el habitual torturador de presos— por órdenes de Albuquerque «el tenebroso jefe de la policía, el intolerante bachiller de cortas letras y mucha soberbia». La paliza aplicada a Massu era descrita con todo detalle: el negro defendiendo su morada, la vida de su abuela y de su hijito, los policías los amarraron para prender fuego a la casa. La verdad, aunque Jacó hacía intervenir a Massu antes de hora y escondió la agresión del negro. A Massu no le gustó el escrito. En el reportaje aparecía como un pobre diablo a quien la policía zurraba de lo lindo sin que reaccionara. Trabajo le costó a Jacó aplacar su resentimiento.
El periodista atacó al gobierno, y sobre todo al jefe de la policía, pero no cargó contra el gobernador. Soltó unos elogios a su buen corazón y apeló a él. A su patriotismo. Es hora ya de que el gobierno se dé cuenta de que estamos en un país independiente —escribía Jacó— y no en una «colonia española». Había una poderosa colonia española en Bahia, compuesta en su mayor parte por hombres honrados y trabajadores a quienes debía mucho el progreso del Estado, pero entre ellos había también algunos rufianes de categoría, con enormes fortunas cuyo ilícito origen se proponía ir probando la Gazeta de Salvador en una serie de reportajes. Pero una cosa es que hubiera en Bahia una colonia española, y otra muy distinta que fuera Bahia una colonia española. Mientras tanto, el señor jefe de policía, señor Albuquerque, el rey de los animales como era llamado por su obstinación en perseguir a los que apostaban al bicho (¿con qué segundas intenciones?), obedecía corriendo una orden de Pepe Ochocientos Gramos para expulsar de tierras baldías, abandonadas, inútiles, a ciudadanos brasileños, honrados y trabajadores, cuyo único crimen era su pobreza. Para el jefe de policía no había crimen peor, afirmaba Jacó, pues era paniaguado de los poderosos, y sobre todo, como estaba probado, de los gallegos que se enriquecían hurtando en el peso.
Hacía tiempo que no se veía en la prensa de Bahia reportaje tan sensacional y violento, que alcanzara a gente tan importante. La edición del diario se agotó, y en los días siguientes hubo que aumentar la tirada.
Algunos de los habitantes del morro cuyas fotos aparecieron en el periódico, hicieron declaraciones preparadas por Jacó. Dagmar la bella aparecía en traje de baño, en poses cinematográficas, lo que le valió unas tortas de Lindo Cábelo. Su mujer no tenía por qué andar enseñando los muslos y los pechos en las páginas de los diarios. Después de la paliza, Dagmar acusó al fotógrafo de falsario, que había hecho las fotos sin que ella se diera cuenta, discutible afirmación, por no decir mentira descarada. Pero eso son asuntos de familia en que no vamos a meternos. Constataremos solo, para sumarla a nuestra experiencia de las mujeres y de la vida en general, que Dagmar quedó no sólo más discreta sino también más cariñosa tras las bofetadas.
Rayó a gran altura doña Filó. Desgreñada y magra, con su negro vestido desgarrado, un hijo a cada cadera y los otros en torno, era la imagen de la pobreza. Hasta revistas de Río, que siguieron los acontecimientos, compraron las fotos para publicarlas. Se las compraron al fotógrafo, claro. Filó no vio un cobre de sus derechos. Pero, en compensación, quedó muy orgullosa viendo su retrato en los periódicos. Empezó a cobrar más caro el alquiler de los chiquillos, que ahora tenían un cartel y un nombre. Jacó le atribuyó la frase de Jesuíno: «Ellos las derribarán, pero nosotros volveremos a construirlas». Y al correr del tiempo la frase pasó a ser considerada del propio Galub, pues el periodista la repitió muchas veces en sus reportajes, como afirmación y como amenaza, sin acordarse del autor, hasta quedar convencido él mismo de que la frase célebre era suya. Paternidad ligeramente disputada por el diputado Ramos da Cunha, líder de la oposición en la Asamblea Constituyente, fogoso tribuno. En uno de sus discursos, el político, soltó una dramática perorata:
—Puede la prepotencia del señor jefe de policía, puede la soberbia del millonario Pérez, puede el desinterés del gobierno, pueden las autoridades y sus sicarios incendiar las casas del pueblo. Nosotros, el pueblo, las levantaremos nuevamente. Sobre las cenizas de los incendios criminales, nosotros, el pueblo, construiremos nuestras casas. Diez, veinte, mil veces, si es necesario.
Era el líder una figura desconcertante. Abogado, hijo de un coronel del interior. Heredero de latifundios inmensos no poseía sin embargo terrenos en la capital, y quería aplastar al gobierno. Su iniciación en la vida pública era reciente. Su padre lo había elegido diputado. Mientras no se tratase de la reforma agraria, el joven líder Ramos da Cunha, de verbo fácil y sonoro, era hasta progresista, y con frecuencia la prensa usaba ese adjetivo para calificarlo. A causa de la campaña iniciada con motivo de la invasión del morro de Mata Gato, llegó a ser acusado de ideas comunistas. Aunque eran éstas, evidentemente, sospechas falsas, calumnias de sus enemigos políticos, le daban cierta aura popular.
Volviendo a doña Filó, tal vez haya sido ella la mayor beneficiada de los reportajes de Jacó Galub. Moralmente hablando. Era presentada como madre amantísima, que se mataba a trabajar para mantener a aquellos siete hijos. Vagas referencias a un padre desaparecido le servían de cobertura moral, transformándola en esposa abandonada, víctima de la defectuosa organización social y del marido. No vamos a negar las virtudes de doña Filó, muy digna ella, mujer trabajadora como hay pocas. Pero eso de hacerla víctima de un marido sinvergüenza no es serio. Nunca tuvo marido ni quiso ligar un hombre a su destino. El hombre en su opinión, sólo servía a la hora de hacer el chiquillo. Luego sólo daba trabajo y confusión. Del único de aquella gente del morro que Jacó no consiguió retrato fue de Jesuíno Galo Doido. Veía a Jesuíno rondando por allí, sentía que era él quien orientaba a los demás, el consejero a quien todos se dirigían en las horas difíciles, pero cuando aparecía con el fotógrafo, el vagabundo se escabullía.
No es que Galo Doido fuera más modesto o menos vanidoso, diferente a los demás. Pero era un viejo zorro con mayor experiencia y no quería retratos en los periódicos. Una vez, hacía tiempo, había aparecido una foto suya tumbado en Rampa do Mercado, al sol, con una colilla de puro en la boca, feliz la sonrisa, ilustrando un reportaje escrito con ternura y poesía, por un tal Odorico Tavares. Pues bien, durante meses la policía estuvo acosando a Jesuíno con cualquier pretexto, lo buscó por todas partes con ánimo de meterlo a la sombra. Los maderos llevaban en los bolsillos recortes del periódico con la foto de Jesuíno. De nada valía que el poeta Odorico le llamara «el último hombre libre de la ciudad», su libertad era una trampa. De fotos en los periódicos le bastaba con aquélla.