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Al caer la tarde, tras la sentencia del tribunal, cuando los coches de la policía —en un despliegue de fuerzas como si fueran a enfrentarse con un ejército y conquistar posiciones casi inexpugnables— se aproximaron al morro de Mata Gato, bajaba por la vereda el entierro de Otália. Los policías, mandados por Chico Bruto y Miguel Charuto, iban armados de metralletas, fusiles, bombas lacrimógenas y sed de venganza. No volverían corriendo esta vez, no querían dejar piedra sobre piedra; los coches celulares, vacíos, volverían llenos.
Desde lo alto de la colina, Jesuíno Galo Doido observaba el entierro que desaparecía en la distancia mientras se acercaban las fuerzas de la policía. Traía en la mano el espantoso casco de minero transformado en yelmo militar. Se lo puso, mientras Miro, a su lado, esperaba órdenes. Montañas de piedras habían sido colocadas en la noche de vela. Los chiquillos se movían entre ellas. Algunos vivían en el morro, en las chozas alzadas cuando la invasión, pero la mayoría habían venido a enfrentarse con la policía en un acto de solidaridad. Estaba allí toda la vasta e invencible organización de los capitanes de la arena, sin reglamento escrito, sin jefatura electiva, pero poderosa y temida. Los chiquillos de hocico de rata, vestidos de andrajos, llegados de los más distantes callejones. Los chiquillos abandonados de Bahia, universitarios de la vida obstinada, que aprendían a vivir y a reír sobre la miseria y la desesperanza. Allí estaban esos enemigos de la ciudad como tantas veces los habían llamado los periodistas, jueces y sociólogos.
El entierro, acompañado por Tibéria y por sus chicas, se dislocaba un tanto apresurado. Aquellas cansadas mujeres habían pasado la noche anterior en vela. No podían faltar al trabajo dos noches seguidas. El crepúsculo caía sobre el mar. Otália daba su último paseo, vestida con el velo y la guirnalda, toda de blanco en su ataúd. La llevaban el cabo Martim y Jesús, Pé-de-Vento y Curió, Ipicilone y Cravo na Lapela.
Era el primer entierro desde la invasión de Mata Gato aunque habían nacido ya cuatro pequeños, tres niñas y un niño. Por lo que a los acontecimientos derivados de la sentencia se refiere, el día antes habían estado allí Jacó Galub y Dante Veronezi y les dijeron que no se dejaran impresionar con los «berridos del jefe de policía»; el asunto se resolvería bien, nadie sería expulsado del morro, no iban a derribar ninguna barraca. ¿Por qué entonces aquel despliegue de policías la tarde del entierro de Otália? Galo Doido y los muchachos, por si las moscas, asumieron sus responsabilidades de mando. Un chiquillo fue enviado a buscar a Jacó.
A partir de la sentencia del tribunal todo fue muy rápido. ¿Dónde estaban aquellas posiciones radicales, violentas irreconciliables? En el amor al pueblo, en la defensa intransigente de sus intereses, se allanaron todas las dificultades. Se superaron las divergencias, se encontraron las fuerzas adversarias y llegó el acuerdo. De él hablaremos, de aquella fiesta de auténtico patriotismo que unió a los hombres de la oposición con los del gobierno; a dirigentes de las clases conservadoras, con líderes de las clases populares, sus corazones latiendo al unísono al ritmo del amor al pueblo. Que se nos perdone si repetimos una y otra vez las palabras «amor al pueblo», pero si éste era realmente grande, si todos estaban preñados de ese amor y de él se nutrían, no vemos la manera de evitar la repetición de estas palabras, aunque ello suponga maltratar el estilo. Al fin y al cabo, no somos clásicos ni tenemos responsabilidades especiales para con la pureza y elegancia de la lengua. Lo único que deseamos es contar la historia y alabar a quien merezca ser alabado. Y puestas así las cosas, para no olvidar a nadie, lo mejor será elogiar a unos y a otros, a todos sin excepción.
La reconciliación de tantos hombres ilustres separados por divergencias políticas fue el tema grandioso y fundamental de la totalidad de los infinitos discursos, artículos, informes, editoriales, escritos en la fase final del problema de Mata Gato.
«¡Hemos vencido! Triunfo del pueblo y de la Gazeta de Salvador», anunciaban los titulares orgullosos del diario, y lo confirmaba la sirena que rasgaba los aires convocando a la multitud. La sirena de la Gazeta de Salvador, que sólo sonaba en gravísimas ocasiones, para noticias supersensacionales.
La tumultuosa cuestión del morro de Mata Gato se había resuelto a satisfacción de todos, escribía el periódico. Menos de cuarenta y ocho horas después de la sentencia del tribunal, en un plazo que habría de quebrar varios récords burocráticos y parlamentarios. El amor al pueblo hace milagros. Notable ejemplo de patriotismo, digno de ser imitado por las nuevas generaciones, tan imbuidas de ideas extremistas. Victoria del periodismo honesto, al servicio del pueblo.
El presidente del tribunal de justicia era un viejo avisado y astuto; estaba informado de las negociaciones en curso, en las que participaban los diversos interesados: el benemérito comendador José Pérez, el valeroso diputado y líder de la oposición, Ramos da Cunha, el gobernador, el vicegobernador, el alcalde, concejales, el incansable Licio Santos, el doctor Airton Meló, gran hombre de la prensa, y también el periodista Jacó Galub, el atrevido reportero cuya acción valerosa merecía, además de elogios, justa compensación. Sin hablar del popular hombre de negocios —realmente quizá la única persona que gozaba de popularidad general—, Otávio Lima, cuya presencia en las conversaciones tal vez exigiese una explicación. La verdad sin embargo es que nadie exigía tal explicación. ¿Por qué vamos entonces a buscarlas y transcribirlas? ¿Por qué vamos a ser más exigentes que tantos hombres ilustres envueltos en este asunto? La presencia de Otávio Lima era recibida con absoluta naturalidad, puede incluso afirmarse que él representó un papel decisivo en el éxito de las conversaciones. En la solución de aquel intrincado problema, el gobernador intentó oír las opiniones más diversas, demostrando así su espíritu democrático y su visión de estadista.
Los moradores del morro no fueron oídos, nadie les preguntó nada, pero tampoco era necesario, ¿acaso todas aquellas reuniones y conferencias no tenían por objeto salvaguardar sus intereses? ¿No estaban presentes y activos tantos sinceros patriotas, amigos abnegados del pueblo? Sin hablar de la presencia modesta pero simpática de Dante Veronezi, cuya posición de hombre del morro, de indiscutido y respetado jefe de la invasión, ya nadie podía poner en duda: dos bloques de casas, construidas a toque de tambor, le pertenecían, y estaban ya alquiladas a buen precio. Dante iba y venía, de las reuniones al morro y del morro a las reuniones, y había convencido a Jesuíno y a los moradores de la inutilidad de sus preparativos bélicos. «Lo están resolviendo todo». En vez de barricadas y trincheras, de piedras y latas de agua hirviendo, hay que hacer gallardetes de papel, pancartas de saludo, cohetes y cadenetas. Para festejar, para conmemorar el éxito en la plaza pública. La policía había cercado el morro, pero Dante Veronezi pasó entre los coches y las ametralladoras, impávido. A su costa y bajo su dirección estaba siendo confeccionada una pancarta que anunciaba:
VIVA DANTE VERONEZI,
NUESTRO CANDIDATO
Así, un poco vagamente, sin designar el cargo para el que lo proponían y apoyaban. Dante, ante el rumbo victorioso de los acontecimientos, comenzaba a pensar seriamente en sus posibilidades para el cargo de diputado del estado. Concejal, seguro. Pero quién sabe: quizá tuviera condiciones para cargos más altos… De todos modos, candidato. Doña Filó, cuyo hijo más joven iba a apadrinar Dante Veronezi, dirigía su propaganda en el morro.
El presidente del tribunal de justicia estaba al corriente de todo eso. «Todo eso», naturalmente, no incluye el parentesco afectivo y moral de Dante y doña Filó. Nos referimos a las entrevistas y negociaciones en curso. El presidente no era ningún lerdo, no se llamaba Albuquerque, como la sañuda bestia que ocupaba la jefatura de policía. Sabía él también cuál era la obligación del tribunal, su responsabilidad, su deber: hacer respetar las leyes, garantizar sobre todo el artículo constitucional que hacía inviolable la propiedad privada. Que se arreglasen los políticos como pudieran, que echaran mano de todas sus componendas, para eso existían y politiqueaban. El tribunal tenía que limitarse a reafirmar el derecho constitucional a la propiedad de la tierra y condenar el crimen que suponía el desacato a ese sagrado derecho, crimen cometido por los invasores de Mata Gato. La sentencia del tribunal fue una obra maestra de jurisprudencia y mano izquierda. «La justicia es ciega», repetía, añadiendo no obstante al viejo lugar común sentidas palabras, por no poder el tribunal considerar siquiera la conmovedora estampa de doña Filó, madre sufrida y amantísima, con tantos crios pidiendo teta. Ciega la justicia, y obligados los jueces a ser sordos a tales clamores. Correspondía a los miembros del poder legislativo y del ejecutivo la busca de solución política al problema, respetando el derecho de propiedad, garantizado por la Constitución, y atendiendo al mismo tiempo a los intereses de aquellas pobres gentes acosadas por la mala fortuna. El tribunal confiaba en que Dios, suprema fuente de sabiduría, iluminase a los gobernantes y a los diputados, y recomendaba —no podía hacer otra cosa— a la fuerza y a la prudencia de la policía la ejecución de la sentencia condenatoria de los invasores del morro, que debían ser desalojados, y entregados los terrenos que ocupaban a su verdadero propietario.
Sentencia brillante con la que el tribunal se reafirmaba como guardián de la propiedad privada y, al mismo tiempo, parecía insinuar, sugerir, una solución política. Así, cualquier acuerdo que hiciera caduca la sentencia condenatoria parecería resultar de la propia sentencia, de la sabiduría del tribunal. ¿No estaban el gobernador y los diputados tratando a espaldas del tribunal y de la policía? El jefe de policía era una vaca presuntuosa, pero él, el presidente del tribunal, no se dejaría pillar los dedos. A su costa no iba a sacar ningún sinvergüenza diploma de genio. Con la sentencia atiborrada de razones y de astucia, aparecía el tribunal como el verdadero iniciador de cualquier solución de compromiso. Y dio órdenes a los funcionarios para que no enviaran la sentencia a la policía hasta que él, expresamente, lo ordenara.
El doctor Albuquerque, cabalgando en su genealogía, en su ambición y en su suficiencia, era el único en no darse cuenta del intenso movimiento que se estaba desarrollando en la sombra, en busca de solución al conflicto Mata Gato. Nunca había visto su posición tan sólida y brillante. Aún la víspera, intentando sacar algo en claro de los rumores recogidos entre líneas por la prensa, oyó como el gobernador le reafirmaba toda su confianza. Añadió su excelencia que el problema de Mata Gato escapaba por entero a las atribuciones del gobernador. Era la justicia la que tenía que decidir, y la policía cumplir las decisiones del tribunal. El doctor Albuquerque salió segurísimo de palacio. En la puerta se cruzó con Licio Santos, y respondió secamente al rendido saludo del concejal. Si no estuviera aquel canalla protegido por la inmunidad de su cargo, ya lo habría metido en la jaula.
Los diarios de la oposición, presentando al jefe de policía como un bárbaro intransigente, pintando de él un retrato siniestro, le prestaban, sin proponérselo, un excelente servicio. Lo acreditaban ante las clases conservadoras como un líder firme y decidido. Mientras otros vacilaban, brujuleando en busca de votos, halagando al populacho, él aparecía como indómito campeón de los propietarios. Cuando la hora sonase, ¿quién iba a ser el líder natural de cuantos temiesen la ola subversiva, la marea alarmante del socialismo que hacía sonar —en su limitada opinión— sus trompetas anunciadoras en el morro de Mata Gato? A la hora de hacer frente a los revolucionarios, ¿quién más indicado que él para gobernar el estado con mano de hierro? En su despacho, esperando que le fuera comunicada oficialmente la sentencia del tribunal, el doctor Albuquerque se veía ya en el palacio de Aclamaçao, teniendo ante él, humillado y mustio, al rey del bicho, a aquel hijo de perra de Otávio Lima.
Exagero al decir que fue el doctor Albuquerque el único sorprendido por los acontecimientos. También algunos diputados de segunda fila y algún que otro secretario de Estado permanecían en la inopia, y apenas tuvieron tiempo de ponerse a aplaudir. Además, las cosas se precipitaron de tal modo que el diputado Polidoro Castro —«Castrinho das francesas», antiguo chulo en la calle Carlos Gomes cuando la calle Carlos Gomes era zona de busconas— quedó en posición ridicula. Ese Castro de la antigua crónica estudiantil, con ficha en vagos y maleantes, había alzado el vuelo al interior y allí se casó con la hija de un hacendado y se convirtió en hombre de altas virtudes morales. Volvió a la capital ya medio calvo y con una credencial de primer suplente de diputado en la Cámara del Estado por un partido gubernamental, para asumir su mandato mientras el titular del escaño iba a darse una vuelta por Europa por cuenta de la casa, de modo que todos quedaron contentos. Decidido a brillar en la tribuna, vio su oportunidad en el proyecto Ramos da Cunha. Se convirtió en su crítico más minucioso y feroz, lo desmontó párrafo tras párrafo, y con irritante erudición de picapleitos de pueblo y una lógica cartesiana de amante de viejas putas francesas, fue reduciendo a jirones «aquel montón de estupideces demagógicas, de nuestro fogoso Mirabeau de secano»… Todo eso en tres discursos largos e irresponsables.
Estaba en medio del tercero —con evidente placer, en plena admiración ante la fuerza de sus argumentos, de sus citas, algunas latinas, de su timbre de voz— la tarde siguiente a la sentencia. Estaba refiriéndose a ella exactamente, a la coincidencia entre la argumentación jurídica de sus discursos y la «luminosa lección del tribunal» cuando entró apresurado en el recinto el líder de la mayoría, procedente de palacio. Echó una mirada de reojo al orador que peroraba en la tribuna, secreteó con algunos diputados de la mayoría, se dirigió a Ramos da Cunha, ocupado en interrumpir a Polidoro, y se sentaron los dos en un rincón a cuchichear. Polidoro Castro, envuelto en su propia voz, no prestó gran atención al líder. No vio como se dirigía a la mesa y hablaba al oído del presidente. Sólo volvió de su embebecimiento, maravillado él mismo de su portentosa elocuencia, cuando vibró la campanilla del presidente:
—Está agotado el tiempo del noble diputado…
No era posible. Tenía derecho a dos horas y ni siquiera había agotado la primera. El presidente estaba equivocado. No, no estaba equivocado el presidente, y sí el noble diputado. Su tiempo estaba realmente agotado. Al volverse hacia el presidente dispuesto a discutir aquel absurdo, Polidoro se dio de ojos con el líder y comprendió. Alguna grave comunicación política acababa de llegar, y había que comunicarla a la casa. El líder deseaba la tribuna. No estaba mal: así podría pronunciar luego otro discurso, el cuarto…
—Termino, señor presidente…
Remató sus conclusiones, prometiendo continuarlas en forma aplastante en otra intervención. ¿Por qué diablos sonreía Ramos da Cunha ante tal amenaza? No sólo sonreía sino que hasta se sentó a su lado, en la primera fila, para oír desde allí la intervención del líder de la mayoría, que estaba ya en la tribuna carraspeando ante el pleno, silencioso, atento. Ramos da Cunha, con su proyecto destrozado, miraba al techo, embotada ya su sensibilidad moral, pensaba Polidoro.
El líder del gobierno solicitó la atención de los señores diputados. Venía de palacio y hablaba en nombre del gobernador. El silencio de las grandes ocasiones dio mayor peso a las palabras del líder. Venía de palacio, repitió, y sentía el cosquilleo de sentirse importante, de manifestar su intimidad con las salas y los corredores de palacio, donde él, líder del gobierno, iba y venía sin necesidad de pedir previa audiencia. Allá, en compañía del señor gobernador, del vicegobernador, del alcalde de la capital, del secretario de Obras Públicas y Pavimentación y de otras autoridades, había participado en una reunión en la que fue estudiado desde sus complejos y diversos ángulos el agudo problema de la invasión del morro de Mata Gato.
Hizo una pausa. Elevó el brazo derecho para reforzar sus palabras. El ilustre gobernador del estado, dijo, a cuya humanísima intervención anterior se debía el que no se hubiera derramado sangre del pueblo cuando los habitantes del morro, llevados por la necesidad, invadieron y ocuparon tierras ajenas; su excelencia, siempre atento y al servicio de las causas del pueblo, ahora atado de manos al no poder impedir la acción de la policía, colocada bajo las órdenes del tribunal para la ejecución de la sentencia; su excelencia, el benemérito gobernador —repetía a boca llena, escupiendo salivillas de satisfacción—, apoyándose en las propias razones de la sentencia, que aconsejaba al ejecutivo y al legislativo que buscaran una solución política capaz de evitar la acción de la policía; su excelencia, ese ejemplo de político consciente de las necesidades del pueblo, ese humanista, había resuelto dar una prueba más de la grandeza de sus sentimientos y de su amor al pueblo. En la Asamblea del Estado, allí, en aquella casa de la ley y del pueblo, se hallaba en discusión un proyecto de ley que mandaba expropiar los terrenos del morro de Mata Gato, proyecto cuyo autor era el noble líder de la oposición doctor Ramos da Cunha, cuyo talento y cuya cultura no pertenecían exclusivamente a la minoría y sí a toda la Asamblea, al estado todo de Bahia, al Brasil (aplausos, muy bien, murmullos generales de aprobación, y la voz de Ramos da Cunha: «Su excelencia es muy generoso, noble colega»). Pues bien: en nombre y por decisión del señor gobernador, venía a comunicar a la Asamblea el apoyo unánime de los escaños gubernamentales, o sea de la mayoría, al patriótico proyecto del señor líder de la oposición. Ante el pueblo no había gobierno y oposición, y sí diputados al servicio de sus intereses. Así lo había dicho el señor gobernador, y el líder repetía sus admirables palabras. Así pues, él, líder de la mayoría, pasaba a manos del señor presidente, firmado por él y por el líder de la minoría, un informe pidiendo urgencia para la votación de la materia. Para terminar, deseaba decir cuán orgulloso se sentía de servir a figura tan noble como el jefe del gobierno. Su gesto magnífico y magnánimo sólo encontraba similar, en el marco de la historia del Brasil, en el de la princesa Isabel, la Redentora, al firmar el decreto de abolición de la esclavitud. El señor gobernador era la nueva princesa Isabel, el nuevo Redentor.
Descendió de la tribuna en medio de los más estruendosos aplausos.
—Se va a armar la gorda… —El periodista Mauro Filho, en los bancos de la prensa, se frotaba las manos.
En la tribuna, con los brazos abiertos, Polidoro Castro soltó el chorro de su elocuencia:
—Señor presidente, quiero ser el primero en felicitar al ilustre señor gobernador del estado por esta histórica decisión, inmortal decisión, que el noble líder de la mayoría con su palabra elocuente acaba de comunicar a la casa. Tuve ocasión de analizar el proyecto de Ramos da Cunha, cuyo talento fulgura como estrella diamantina en el cielo de la patria, y si lo discutí en esta tribuna, jamás intenté disminuir sus altos méritos. Señor presidente, quiero decir que me coloco enteramente al lado del proyecto, que le doy mi entero apoyo. Y aprovecho la ocasión para transmitir al señor gobernador mi incondicional adhesión…
El periodista Mauro Filho volvió a sentarse:
—No hay quien pueda con ese Polidoro… Es demasiado fuerte… Por algo les sacaba dinero a las francesas… Tiene una cara más dura…
A toque de tambor el proyecto inició el proceso de primera votación. Hervían las noticias en las redacciones. Los periodistas la gozaban con la metedura de pata del líder de la mayoría presentando al gobernador en figura de princesa. Algunos se asombraron del exaltado apoyo de Polidoro Castro. Pero ¿qué derecho podían alegar para impedir su exaltación patriótica?
Las últimas noticias informaban de que técnicos y peritos se encontraban en la secretaría de Obras Públicas en conferencia con el comendador José Pérez y sus abogados e ingenieros. No llegaban a un acuerdo con relación al valor de los terrenos, calculado por metro cuadrado. Los peritos se apoyaban en la lejanía de la ciudad, la falta de canalizaciones y servicios y la escasa salida de los terrenos de aquella zona. El comendador José Pérez, apoyado en planos, proyectos e informes consideraba ridículo el precio arbitrado. ¿Querían hacerse un nombre? ¿Querían palmas y votos? ¿Querían elogios de la prensa? Él estaba de acuerdo, nada tenía que objetar, siempre que no fuese a costa suya, siempre que no fuese él el único en pagar el pato. ¿Cómo se atrevían a proponer aquel precio ínfimo cuando todos los estudios, cálculos y planes estaban hechos y señalado ya el inicio de la venta de parcelas? ¿Ahora que tenía a su favor la sentencia del tribunal? ¿Sabían el precio a que iba a ser vendido el metro cuadrado según el proyecto de parcelación? ¿Y el precio de la sentencia?
Licio Santos iba de un lado a otro, iba del comendador a los peritos. Donde hubiera dinero allá estaba él, en cada propina dada o arrancada, en cada níquel que cambiaba de bolsillo en esa historia de la invasión del morro de Mata Gato él tuvo su porcentaje. Iba del gobernador al vice, del alcalde al presidente de la Asamblea, de Airton Meló a Jacó Galub. Llevaba los recados de Otávio Lima, y mezclado con el problema del morro solucionaba el del juego del bicho. Al mismo tiempo estaba en formación un frente único que reuniría a los diversos partidos en apoyo del gobierno. Se hablaba de Ramos da Cunha para una secretaría y de Airton Meló para otra. Se citaban nombres para sustituir al doctor Albuquerque en la jefatura de policía.
Al caer la tarde dio fin la primera votación del proyecto. Un requerimiento, firmado por los líderes, pedía la convocatoria extraordinaria de las comisiones de Justicia y Finanzas para aquella misma noche. Así el proyecto podría ser votado en la última discusión del día siguiente e inmediatamente promulgado.
En la policía, nervioso y sobre ascuas, el doctor Albuquerque esperaba la sentencia. No comprendía aquel retraso. Hacía veinticuatro horas que había sido dictada por el tribunal. ¿Cómo no había llegado aún a sus manos? Burocracia incompetente si es que no había allí algo peor. Las noticias de la Asamblea y del palacio lo tenían preocupado. Había intentado comunicarse con el gobernador, pero su excelencia no estaba, nadie sabía dónde encontrarlo. El doctor Albuquerque resolvió precipitar los acontecimientos.
Ordenó el cerco del morro. La policía, bien provista de munición y utilizando varios vehículos blindados, debía ocupar todo el área en torno al morro. Acampar allí. Que no dejasen pasar a nadie. Que detuvieran y encerraran a quien bajara de Mata Gato. Apenas llegara la sentencia con el oficio del tribunal, serían dadas las órdenes para la ocupación del morro y la destrucción de las chabolas. Como máximo al día siguiente por la mañana. Chico Bruto, encargado de dirigir la importante operación, preguntó si tenía carta blanca para actuar con mano dura.
—Con la mayor firmeza. Si intentan oponerse, use la fuerza. Rechace con violencia cualquier intento de agredir o desmoralizar a la policía. No quiero ver otra vez a la policía ridiculizada por esos revoltosos…
—Esta vez no ocurrirá. Puede quedar muy tranquilo…
Casi al llegar al morro se cruzaron los policías con el entierro de Otália. Chico Bruto entreabrió los labios en una sonrisa de dientes pobres. Comentó con Miguel Charuto, a su lado en el coche:
—Como hagan el bestia va a haber un montón de entierros…
Miguel Charuto lo que quería era meter al cabo Martim en la cárcel. Y si pudiera, de paso, romperle la cara, mejor que mejor.
No sabía él que el cabo Martim había dejado de existir a la salida del cementerio. Estrechó la mano de los amigos, besó las gordas mejillas de Tibéria, envejecida de repente. El gran patache de Militao, de tres mástiles, el Flor das Ondas, lo aguardaba pronto a levar anclas. Se dirigía a Penedo, en Alagoas, y recibía a Martim como pasajero a petición de mestre Manuel. Pero Martim ya no era Martim; su rostro duro, pétreo, no recordaba la cara picara, alegre, risueña del antiguo cabo del ejército. Sus ojos quemados, sin lágrimas, no eran los ojos vivos y llenos de calor del cabo Martim. Había abandonado para siempre su grado y nombre. El cabo Martim ya no existía, ¿cómo vivir sin Otália? En el mar nocturno, estaba vacío, no era nadie, sentía el peso de la cabeza muerta sobre su pecho, sus finos cabellos, su velo de novia.
Después, cuando llegara a la ciudad desconocida, sería otro, empezaría otra vez. Con la misma ligereza de manos trabajando la baraja, el mismo golpe de vista para los dados, pero sin aquella picardía, aquel vivir cada instante con plenitud, aquella gracia, aquel encanto nunca más irresistible. El sargento Porciúncula, con los hombros un poco curvados como si llevara un peso a la espalda. Cargaba con su muerta, jamás quiso dejarla en el suelo, descargar la pesada carga. Nunca abrió su boca para contar la historia, nunca la compartió con nadie. Sobre él, en sus hombros, Otália, vestida de novia.