14
A partir de la fiesta de Tibéria los acontecimientos se precipitaron.
Hay siempre un momento en cualquier historia, en que «los acontecimientos se precipitan», y es, en general, un momento emocionante. Hace tiempo que deseaba que ocurriera algo semejante en esta historia del casamiento del cabo, donde en verdad poca cosa acontece y todo a ritmo lento. Aun ahora, el anuncio de la precipitación de los acontecimientos no significa que hubieran avanzado con rapidez, aunque sí que entraron en ebullición. Preparándose para el desenlace del amor de Curió y Marialva.
Cuando se calmó la crisis, y los nervios le permitieron razonar, Marialva empezó a vivir para su venganza. El escándalo que perturbó la fiesta de Tibéria había venido a concretar sus peores recelos, aquella sensación de peligro que la perseguía desde su llegada a Bahia.
O tomaba medidas inmediatamente o el cabo acabaría por meterle el cabestro y clavarle las espuelas. Y un día, inesperadamente, tranquilamente, podía marcharse dejándola como si fuera un trapo sucio. Pues ella no lo iba a permitir. Aprovecharía mientras él aún estaba enamorado, mostraría el valor de Marialva y lo colocaría de rodillas a sus pies. Para eso contaba con Curió y su pasión desesperada. Porque es curioso comprobar que Marialva no guardaba rencor ni a Tibéria ni a Otália por los ruidosos acontecimientos de la fiesta de cumpleaños. Deseaba, claro, demostrarles, a ellas y a las demás mujeres del negocio y adyacentes, su poder sobre Martim, cómo podía hacerlo llorar, cómo podía reírse de él. El rencor se lo tenía a Martim, a su risa, para ser más exactos, por la manera como se divirtió a su costa. En lugar de abandonar inmediatamente a aquel palillo de tambor, de volverse hacia ella, Marialva, humilde y arrepentido, explicando la poca importancia que tenía que estuviera bailando con otra, se había quedado entre las dos, casi incitándolas a la pelea, satisfecho de verse objeto de disputa y bofetadas y patadas en los tobillos. ¡Pero esto no iba a quedar así! ¡Se vengaría! Y pronto, cuanto más pronto mejor, antes incluso de que se apagaran los ecos del barullo y de la fiesta. Verían todos la humillación de Martim, se reiría en su cara, lo convertiría en motivo de burla, en el hazmerreír de todos. Lo señalarían con el dedo, todo su orgullo iba a acabarse de una vez para siempre.
Sin embargo, sus planes estuvieron a punto de fracasar, amenazados por la inicial falta de colaboración de Curió. Marialva había planeado la manera de arrojar al rostro del cabo sus amores con Curió, arrastrar los cuernos de Martim por la vía pública. Para ello era preciso colocárselos inmediatamente, convertirse en la amante de Curió. No le parecía difícil. Al contrario. ¿No se estaba consumiendo Curió en el deseo de dormir con ella? Bastaría una palabra o un gesto para que se acercara a ella delirante.
Pero no sucedió lo que pensaba. Aunque cada vez más apasionado y desvariante, Curió poseía reservas morales prácticamente inagotables. Le era imposible traicionar al amigo. Moriría de amor y de deseo pero no se iría a la cama con la esposa de su hermano (de santo).
Todo ocurrió dos días después del suceso, cuando aún hervían los comentarios. Martim, que aparentemente había regresado a la misma vida sosegada de marido casero, tenía que salir para conseguir dinero. Había gastado mucho en la fiesta de Tibéria: regalo para la festejada, ropas para Marialva, zapatos y medias, pulseras y pendientes. La caja estaba a cero. Martim se metió la baraja en el bolsillo y zarpó en busca de alguien con quien armar la timba. Marialva mandó corriendo a un pilluelo del muelle para que avisara a Curió. Mientras tanto se arregló, con un peinado caprichoso, perfumándose, escogiendo un vestido capaz de resaltar aún más los encantos de su cuerpo. Bajó hacia el Unhão, y lo esperó en el puente desierto.
Curió aquellos días no trabajaba. Su desesperación le había llevado a abandonar la tarea para entregarse a la bebida por completo, y si aún le fiaban era por la pena que daba a todos. Jamás le habían visto en tal estado, pobre Curió, siempre apasionado y siempre abandonado. Esta vez, no obstante, la cosa parecía más seria y duraba más de lo habitual: dos, tres días de aguardiente era la medida necesaria para curar las anteriores pasiones de Curió. Esta última, sin embargo, sobrepasaba todas las previsiones, y hasta llegaba a hablar de suicidio. El pillete lo encontró en un tabernucho, en las inmediaciones del mercado, sólo ante una copa de cachaza.
Cuando llegó al Unhão ya lo estaba esperando ella, melancólica y bella, sentada en el puente, mirando el mar con la vista perdida. Curió suspiró. Hombre más desgraciado no lo había en el mundo. Por muchas desgracias que le sucedieran vida adelante, jamás sería tan marcado y perseguido por la suerte como ahora. Amaba y era correspondido —¡no podía creer que mereciera tanto!— por aquella bellísima mujer, pero ¡ay, Dios!, tan leal como bella, tan decente como encantadora. Ligada como estaba por lazos de gratitud a un hombre a quien no amaba, le era fiel, contenía deseo y pasión, limitando su amor a un ansia sin salida, a un deseo irrealizable, a un amor platónico. ¿Había mayor desgracia? ¡Imposible!
Más infeliz saldría de la entrevista, más infeliz y desgraciado. Contento sin embargo de sí mismo, orgulloso de haber encontrado fuerzas para resistir cuando ella, vencida en la batalla, se entregaba. Por muy poco no ornamentaron entre los dos la testa de Martim. Pero Curió había demostrado ser un amigo digno y leal.
Porque apenas llegado, y cambiadas las primeras frases de exaltación, ella dijo:
—Querido, no lo soporto más… Pase lo que pase, suceda lo que suceda, quiero ser tuya… Sé que es un error, pero ¿qué puedo hacer?
Curió abrió desorbitadamente los ojos. No estaba seguro de haber entendido bien. Le pidió que se lo repitiera, y ella lo repitió con una voz cada vez más exaltada, una llama devoradora, a punto de colgarse allí mismo de su cuello y besarlo, con aquel primer beso siempre rehuido.
Vaciló Curió. Mucho la deseaba. Había soñado con ella en todas sus noches mal dormidas; a las mesas del bar ella llegaba, andando de su brazo, con la cabeza apoyada en su hombro; a través de la niebla de aguardiente se había desnudado ante él una y mil veces; su cuerpo esplendoroso, cubierto todo de lunares negros, el vello perlado de rocío, su aterciopelada flor. Mucho la había deseado, sí, y mucho había sufrido por su amor, pero, por otra parte, tranquilo en su drama, pues Marialva había levantado desde el principio la barrera de la imposible realización de aquel amor. No había tenido, en verdad, en ningún momento que decidir entre el amor a Marialva y la lealtad a Martim, amigo, hermano, hermano de santo. Y ahora venía ella, así de repente, y se le ofrecía. Dispuesta a hacer cuanto él quisiera y deseara, a irse para siempre con él o apenas dormir en su lecho para volver luego a su casa.
Se hundió Curió en su tragedia. Era un arbusto al viento, un navio arrastrado por el temporal. Ante él, Marialva, todo cuanto aspiraba a poseer. Pero entre él y Marialva se alzaba Martim, ¿qué hacer? No, no podía levantar el puñal de la traición contra un hermano, y mucho menos por la espalda. No. No podía.
—No. No podemos… —sollozó desesperado. ¡No! ¡Es imposible!
Grito desgarrador, decisión suicida pero irreductible. Se cubrió el rostro con las manos y acabó de destruir su vida, de cortarle toda perspectiva. Pero seguía siendo un amigo fiel y leal.
No era aquello lo que Marialva había esperado. Ni siquiera se había preparado para tal respuesta. Había creído que se lanzaría delirante, arrebatado, que la llevaría a su cuarto del Pelourinho, en la pendiente de un sobradón antiguo. Había imaginado incluso cómo contener su entusiasmo, cómo irse entregando poco a poco, en aquel primer día los besos, los abrazos, elevando el deseo, hablándole de otra cita. Y sin embargo… Quería hacer de él su amante para vengarse de Martim y tropezaba ahora con las reservas morales de Curió, invencibles.
No, le explicaba Curió agarrándola de las manos, no podía ser. Entre ellos no podía haber nada sucio, su amor era un amor de renuncia y sacrificio. Para que un día pudiesen ser el uno del otro, era necesario que dejara de haber entre ella y Martim cualquier lazo, cualquier compromiso. Ella misma lo había dicho muchas veces, estaba obligada a Martim, le estaba agradecida, no podía. No tenía derecho a perder la cabeza como sucedía ahora. Ni ella ni, mucho menos él. Su amistad con Martim venía de años, de cuando Curió, niño aún, pedía limosna en la calle y andaba con los golfillos de las playas. Martim ocupaba un puesto destacado entre estos pilluelos vagabundos, y había extendido su mano protectora sobre el novato, impidiendo las persecuciones y abusos de los más viejos. Después, mozos ya, cuando se iniciaban en los ritos del candomblé, habían descubierto que ambos eran de Oxalá, Martim de Oxalufã, Oxalá viejo, y Curió de Oxaguiã, Oxalá mozo. Juntos se sometieron al rito más de una vez, la madre de santo derramó sobre sus cabezas la sangre de los animales sacrificados, para que la misma sangre los limpiara a ambos. Juntos ofrecieron sacrificio, pagando a medias los gastos. ¿Cómo podía acostarse con la mujer de Martim, por muy delirante que fuera su pasión? No. Martim era sagrado para él. Prefería matarse y matar a Marialva.
Eso no. No estaba en los planes de Marialva dejar que la mataran ni suicidarse. Andaba corroída por el odio desde la fiesta de Tibéria, pero la idea de la muerte quedaba muy lejos de sus propósitos. Quería, eso sí, vengarse del cabo, tenerlo a sus pies, humillado, destrozado.
En medio de aquel festival de desespero y lágrimas, de juramentos de amor y amenazas de muerte en el que Curió mezclaba frases extraídas del Secretario de los amantes con sus palabras más sinceras, una frase llamó la atención de Marialva y le dio la clave para la mejor solución, desde su punto de vista.
Fue cuando ella, tratando de levantarle los bríos y también porque estaba furiosa, herida en su vanidad —por primera vez era rechazada por un hombre, ella, que había venido a ofrecerse, cuando ordinariamente era perseguida por todos—, le escupió su desprecio:
—Eres un cobarde. Tienes miedo de Martim…
Curió se estremeció. ¿Miedo? No tenía miedo de nadie ni de nada, ni siquiera de Martim. Lo respetaba, sí; sentía por él una honda amistad. ¿Cómo entonces traicionarlo, apuñalarlo por la espalda, engañarlo a escondidas? Si aún fuese con su conocimiento…, con franqueza, de frente…
Con conocimiento de Martim… Marialva volvió a la dulce voz de miel, a mostrarse apasionada. Volvió a ser la buena y leal Marialva de antes.
—¿Y si se lo contásemos? ¿Y si tú fueses a decírselo? ¿Decirle que nos queremos y que queremos vivir juntos?
Era una idea nueva. La verdad es que no se puede decir que entusiasmara a Curió desde el primer momento. Pero ¿cómo negarse a hacerlo? Marialva estaba en la cumbre de su entusiasmo. Era exactamente lo que más podía desear: Curió diciéndole a Martim que la amaba; ella asistiría a la escena, Martim se arrojaría a sus pies, tal vez se alzara furioso contra Curió, los dos hombres disputarían por ella. Hasta es posible que se mataran, que murieran por ella… Quedaría así vengada de Martim, y podría decidir con cuál de los dos habría de vivir, con cuál de los dos dormir. Tal vez se quedara con Martim ya que estaba instalada con él, pero poniéndole los cuernos con Curió. O se marcharía con Curió, heredando muebles y casa, y se acostaría de vez en cuando con Martim. Al fin y al cabo también le gustaba acostarse con él y no quería perderlo. Sería su día de gloria cuando Curió atravesase el umbral de su puerta para hacer la comunicación oficial.
Curió movía la cabeza dubitativamente: no, no estaba bien ir a Martim para contarle todo. ¿Para qué? ¿Imaginaba Marialva lo que podía ocurrir? ¿Imaginaba cuál sería el sufrimiento de Martim? ¿Qué especie de locuras podía hacer? Marialva sonreía. La idea iba madurando en su cabeza, era su venganza, su día de gloria, su triunfo. No cedería. Curió no tenía escapatoria. Tenía que presentarse ante Martim y decírselo todo, contárselo todo, disputarle su mujer.
Sus manos tocaron el pelo de Curió.
—No has entendido lo que te he dicho al llegar. Creías que quería acostarme contigo, engañar a Martim sin que él lo supiera…
—¿Y no…?
—Pero ¿qué es lo que piensas de mí? ¿Me crees capaz de una cosa semejante? Lo que yo quería es que fueras a hablar con Martim. Estoy segura de que comprenderá… Será un trago amargo porque está loco por mí, pero lo comprenderá. Y aunque no lo acepte, con eso termina la obligación que teníamos y podremos seguir libres nuestro camino… ¿No crees?
—¿Quieres decir que si voy a hablar con él, aunque él no esté de acuerdo, quedamos libres para marcharnos…?
—Claro…
—Pero él jamás estará de acuerdo.
—Bueno…, pero ya habremos cumplido nuestra obligación ante él. Si no lo crees, pregunta a Jesuíno… No lo puedes traicionar por la espalda, desde luego, y yo tampoco puedo. Pero si se lo dices… Entonces podremos hacer lo que nos parezca…
Todo le pareció muy claro a Curió.
—Creo que tienes razón…
—Claro que la tengo…
Y por primera vez le dio un beso. Un beso largo, de aquellos que sólo ella sabía dar, con los labios y la lengua. Él tuvo que forcejear para desprenderse.
—Aún no. Sólo después de hablar con él.
—¿Y cuándo irás a verle?
Pero Curió pedía un plazo. Quería acostumbrarse a la idea. No era tan fácil como parecía.