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O muerto, extendido, frío y ensangrentado; Marialva con un puñal en el pecho; o vivo, asistiendo a la desesperación de Martim. En ciertos momentos llegaba a preferir la primera hipótesis, tanto le horrorizaba la segunda, la visión de hombre tan macho como Martim, hundido, abatido, liquidado para siempre. Sí, porque sin Marialva la vida es triste e inútil.

Curió imaginaba la escena: llegaría, miraría al amigo, se lo diría todo. Todo, no. No hablaría de los besos, de los mordiscos, de la mano que bajaba por el camino de las delicias en busca de los pechos. Hablaría, sí, de aquel amor de locura y perdición, surgido de repente, a primera vista, y del inmenso sufrimiento, la batalla sin cuartel para contener y arrancar del corazón aquel amor condenado. Se habían mantenido en un plano de pura amistad, como hermanos. Pero ¿quién puede resistir al amor, «cuando dos corazones entonan unísonos la canción de las nupcias sagradas» y «ni los vientos de la tempestad, ni las amenazas de la muerte pueden separarlos», como bien decía el Secretario de los amantes? No habían podido reprimir los sentimientos, cada vez más violentos, pero, haciendo de tripas corazón, habían conseguido, durante todo aquel tiempo, respetar la honra de Martim, inmaculada e intacta hasta el momento, a costa del inmenso sacrificio de los dos enamorados. Marialva lo hacía por gratitud, para no lastimar a Martim, tan loco por ella y tan abnegado siempre. Curió, por amistad lo hacía, por lealtad al hermano de santo, tan sagrado como si fuera hermano de sangre. Intacta, inmaculada, impoluta, la honra de Martim. Ni una sola mancha por mínima que fuera (¡ah, los besos, no podría hacer ninguna alusión a ellos, ni siquiera a sus paseos agarraditos de la mano!), pero el amor seguía devorándolos como las llamas del infierno. No conseguían, él y Marialva, soportar por más tiempo aquella situación equívoca y terrible. Por eso estaba allí, solemne y grave, delante de Martim. Para colocar en sus manos la decisión, el destino de ellos tres. Sin Marialva no podía vivir, prefería la muerte. Sabía cuán doloroso sería para Martim, pero…

Veía al amigo ante él, sufriendo. Humillado en su orgullo de hombre, de conquistador famoso; una vez el diario le había llamado «seductor», y la policía había andado tras él. Preterido por Curió, ese Curió sin suerte, tantas veces abandonado, antes despreciado por sus enamoradas, novias y amantes. Herido en su vanidad… Eso no era nada, sin embargo comparado con el dolor más hondo de perder a Marialva. Por ella había cambiado su vida el cabo. Quien antes era bohemio inveterado, se había transformado en un pacato ciudadano meticuloso, en marido ejemplar, casero, diligente, atento y tierno. El vagabundo se había transformado en un señor, casi en un aristócrata. Su hogar era la envidia de los amigos… Y allí estaba Curió, su hermano de santo, su íntimo, para destruir toda esa felicidad, para llevarse a su esposa, para ocupar el hogar del hermano como un soldado enemigo ocupa tierras y ciudades de un país invadido, viola esposas, novias y hermanas, arrebata los bienes más preciosos, destroza las vidas. ¡Tarea siniestra, trágico amor!

Desarbolado andaba Curió por las calles, rumiando esos horrores, conmovido y un tanto heroico. Heroico porque no dejaba de haber cierto peligro. Era la hipótesis de la muerte: difunto extendido al lado de Marialva. Pesando luego la desgracia de Martim vida adelante. Curió sentía ganas de llorar sobre su propio destino y el de Martim. A veces hasta se olvidaba de Marialva. Por la noche le vieron en una taberna, recitando frases y párrafos del Secretario de los amantes, los más intensos y emotivos.

Los amigos se preparaban también para los acontecimientos del día siguiente, acontecimientos que exigían un ánimo fuerte.

Nada mejor para templar los nervios y restablecer el equilibrio emocional que unas copitas de aguardiente bien medidas y pesadas, ingeridas la víspera. Así lo hacían en el cafetín de Isidro do Batualé, donde los curiosos señalaban a Curió con el dedo. Porque no se sabe cómo, la noticia había rebasado el grupo cerrado de los amigos y circulaba por distintos ambientes. Ciertas cosas no necesitaban ser contadas o reveladas, son adivinadas, percibidas por el sexto sentido de la gente, sin explicación y repentinamente. Pues así ocurrió con la proyectada visita de Curió a Martim. Hasta apuestas se cruzaron sobre la reacción del cabo. La mayoría de los apostantes jugaban por la paliza que iba a recibir Curió a manos de Martim, con unas bofetadas supernumerarias para la esposa abnegada y casi infiel. Al saber la tendencia de la bolsa, Curió se estremeció: aquella amenaza de paliza no era perspectiva agradable ni digna. No tenía el heroísmo de la muerte, era humillante y lamentable. Pero estaba decidido: no retrocedería.

Marialva andaba exultante. Cantaba al arreglar la casa, risueña, jovial, olvidada por completo —o así lo parecía— del desagradable incidente de casa de Tibéria, días antes. Martim, arrellanado en la mecedora, organizando su complicada lista de juego, se entregaba también a la delicada tarea de verla ir y venir en una agitación juvenil, riendo sola por los rincones de la casa.

Riendo sola, anticipando las emociones del día siguiente, cuando Curió entrase en casa y ella viera a los dos hombres frente a frente, erguidos el uno ante el otro, armados de odio, capaces de todo, desde la agresión al asesinato, y sólo por su causa. Los dos, amigos íntimos desde los tiempos de su niñez vagabunda de pilluelos, ambos hermanos de santo, ambos dados a Oxalá, juntos habían hecho su ofrenda, juntos habían derramado la sangre del gallo y del macho cabrío sobre sus cabezas, jurándose lealtad mutua, y, por amor, por amor a ella, a Marialva, se enfrentaban ahora tras una muralla de odio, los ojos pidiendo sangre y muerte. Tal vez no llegasen a tanto, quizá apenas rodasen por el suelo en lucha corporal; en esto el cabo llevaba ventaja, era luchador famoso en las capoeiras. Curió no podría con él. Ventaja física en la lucha, pero quedaría la espina clavada en su corazón, porque Marialva había puesto sus ojos en el charlatán, había cambiado con él palabras de amor, había provocado su locura hasta el punto de llevarlo a enfrentarse con Martim.

Vería al cabo humillado ante ella, pidiéndole que se quedara, arrastrándose a sus pies. Victorioso en la lucha, pero herido para siempre, y nunca más sería el mismo Martim de antes.

Podría entonces Marialva decidir como mejor le pareciera. Continuar con Martim, un Martim definitivamente doblegado ante su voluntad, y se encontraría con Curió —para curarle las heridas con el bálsamo de sus promesas y de sus besos, y, quién sabe—… O bien quedarse a cama y mesa con Curió, ideal para marido, tan dócil y romántico, pero acostándose de vez en cuando con Martim. Disfrutaba acostándose con él, no podía negarlo. De cualquier manera, sería ella quien decidiera, y lo haría llegado el momento, dejándose llevar por la inspiración del instante, dictada por los rumbos de la entrevista. Reía por la casa Marialva, sin motivo aparente, reía tanto y tan satisfecha, que Martim quiso saber el motivo de tanta satisfacción.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado?

Ella se acercó y se sentó a sus pies, le cogió las manos, volvió hacia él aquellos ojos antiguos de súplica y miedo, ojos de víctima. Pidiendo, suplicando una caricia. Maquinalmente extendió Martim su mano sobre el pelo de Marialva. ¿Qué estaría maquinando? Cuando ponía aquellos ojos, cuando se vestía de humildad y dulzura, algo tenía entre manos, algún proyecto en marcha. Martim observó a aquella mujer encontrada en Cachoeira, en un día de soledad, cuando el hombre teme morir solo como un perro. Desde entonces había vivido con ella a trancas y barrancas, había transformado su vida. Si alguien se lo hubiera dicho antes, no lo hubiese creído…

—¿Me quieres, mi amor?

Martim acentuó la caricia de los cabellos como respondiendo a la pregunta. Pero su pensamiento estaba lejos de ella y veía el rostro adolescente de Otália. Era graciosa aquella chiquilla… Movió la cabeza, retiró la mano del pelo de Marialva queriéndose librar de todas ellas, de todas las mujeres. No era posible para un hombre solo dormir con todas las mujeres del mundo, pero había que hacer un esfuerzo para conseguirlo, así decían los viejos marineros. Martim se esforzaba, pero era imposible, el número de mujeres era excesivo, no había ni fuerza ni tiempo de hombre capaz de tal empresa. Quería volver a su lista de juego; el trabajo exigía tranquila reflexión, calma, cálculos difíciles y conocimientos especializados, capacidad de interpretar los sueños. Pero Marialva forzaba su atención, reclamando cariño, pruebas de amor. Bostezó Martim, no era hora, estaba estudiando las figuras del pavo y el elefante para el juego del bicho, había soñado con Pé-de-Vento cabalgando una nube de plumas de pavo real.

—Ahora no…

Se levantó brusca, salió entre un remolino de faldas y enaguas. Mañana vería, mañana pagaría caro ese despego de hoy, mañana por la mañana, hacia las diez.

¿Y si Curió no fuera? ¿No sería mejor enviarle recado por un chiquillo? Pero ¿por qué había de fallar? Estaba loco por ella, se arrastraba a sus pies. Como volvería a arrastrarse Martim cuando Curió llegase y le contase todo. Ella los veía, erguidos el uno contra el otro como enemigos mortales, los dos amigos íntimos hermanos de santo, blandiendo los puñales del deseo, de los celos, del odio, erguidos el uno contra el otro por amor a Marialva; sin ella no podían vivir; sin ella, sin su presencia, no quería vivir.