VI

Ren corrió por la arena y entró en el agua, chillando, riendo y chapoteando. Su cabello largo y rubio se volvió oscuro al mojarse y se le pegó a la piel cuando volvió a salir. Se acercó dando saltos al lugar en el que su madre, Zreyn y Amorphia se habían sentado, con una toalla de colores chillones y una sombrilla. La niña se arrojó en los brazos de su tía Zreyn, quien sonrió y la cogió, y a continuación dejó que se escabullera y se alejara corriendo por la playa detrás de un ave marina que se había posado en la arena para echar un sueñecito. El pájaro batió pesadamente las alas y se alejó al vuelo, perseguida por la chica y sus gritos.

La niña desapareció detrás de la alargada casa de un solo piso que había entre las dunas, detrás de la playa. Los bordes decorados de la marquesina de la galería se mecían y sacudían bajo la cálida brisa que traía el mar.

En el porche se sentaba la imagen de Gestra Ishmethit, contemplando ensimismada el modelo a medio construir de un navío de vela, que descansaba sobre una mesa. El hombre tenía sus propios aposentos, en uno de los Compartimientos Generales de la Servicio durmiente, entre montones de naves de guerra, pero Ren lo había persuadido de que dejara que su imagen en tiempo real se reuniera con ellos la mayor parte de los días, y a veces, en las ocasiones importantes, incluso se presentaba en persona. Ocasiones que consistían, más que nada, en los cumpleaños de Ren, celebrados a petición propia una vez a la semana.

Zreyn Tramow miró a Dajeil.

–¿Alguna vez has pensado –dijo– en pedirle a la nave que volviera a construir el lugar en el que vivías antes?

–Todavía hay una versión en ese Compartimiento Limitado, ¿no? –dijo Dajeil mirando a Amorphia. El avatar, ataviado con una sencilla falda negra y una piel que parecía que nunca se broncearía, sostenía un largo cabello rubio bajo la luz de la línea solar y lo estaba contemplando. Se dio cuenta de que le estaban hablando y miró a Dajeil.

–¿Qué? –dijo–. Oh, sí. El hangar en el que estuvo retenido Genar-Hofoen. Sí, la torre sigue ahí.

–¿Lo ves? –dijo Dajeil a Zreyn. Rodó sobre la toalla para salir de debajo de la sombrilla, cerró los ojos, se puso las manos detrás de la cabeza y se tendió de espaldas para igualar el bronceado.

–Me refiero a todo entero –dijo Zreyn mientras se estiraba en la toalla–. Los acantilados y todo lo demás. Hasta el clima, si fuera posible –dijo, mirando al avatar, que seguía estudiando cómo incidía la luz sobre uno de los rubios cabellos de Ren.

–Perfectamente posible –murmuró.

–¿Todo entero? –dijo Dajeil, arrugando el gesto–. Pero si es mucho más bonito así. –Alargó el brazo sobre la arena y se puso un sombrero de paja en la cabeza.

Zreyn se encogió de hombros.

–Lo que pasa es que me gustaría ver cómo hace algo así, supongo. –Levantó la mirada hacia la línea solar–. Moviendo toda esa roca, creando pequeños océanos... Tienes que recordar que de donde yo vengo, no damos por hecho todo ese... poder, como vosotros.

Dajeil levantó el ala del sombrero y la miró con los ojos entrecerrados. Zreyn hizo un gesto avergonzado.

–Lo siento. ¿Se nota mucho mi primitivismo?

Habían despertado a Zreyn Tramow para decirle que, finalmente, su nombre había sido utilizado en una conspiración. La Servicio durmiente no sabía si esto era necesario, pero era el tipo de cosa que dictaba una cortesía extrema y, al finalizar la breve guerra, todo el mundo estaba comportándose con una corrección casi exquisita. Además, tenía el presentimiento que la civilización actual podía interesarle lo bastante para inducirla a renacer y le gustaba la idea de provocar esta respuesta. Tenía razón. Zreyn Tramow había pensado que la galaxia era un lugar que merecía la pena volver a conocer, de modo que había cultivado un cuerpo nuevo para ella, pero entonces, mientras la nave esperaba, impaciente, a que concluyeran las investigaciones y pesquisas posteriores a la guerra, al enterarse de que tenía la intención de tomarse un descanso recorriendo la galaxia, le había preguntado si podía acompañarla.

Gestra Ishmethit, cuyo estado mental había sido arrancado de su cerebro agonizante en el frío de los depósitos de naves de Miseria por una Regulador de actitud embargada de culpabilidad y que le había sido arrebatado a esta por la Hora de matar justo antes de que se destruyera a sí misma, había despertado también y se había encontrado con el obsequio de un cuerpo nuevo. La muerte no había desarrollado sus habilidades sociales ni había saciado su afán de soledad, de modo que también él había pedido permiso para permanecer a bordo de la nave gigante.

Ren, Dajeil, Zreyn y él eran sus únicos pasajeros.

–Sí, estás siendo una pesada. Para ya –le dijo Dajeil. Zreyn se encogió de hombros. Dajeil volvió la vista hacia las dunas, la arena dorada y el brillante cielo azul–. Además, es un viaje muy largo –dijo–. Puede que nos aburramos de esto y decidamos dejarlo como estaba.

–Espero que me aviséis –dijo Amorphia.

Dajeil volvió a mirar a su alrededor.

–Me alegro de que me convencieras para reformar el lugar, Amorphia –dijo.

–Me complace haberte ayudado –dijo el avatar, asintiendo.

–¿Has decidido ya adónde vamos? –preguntó Zreyn.

El avatar asintió.

–Creo que si... Leo II –dijo.

–¿Y Andrómeda? –dijo Zreyn.

Amorphia sacudió la cabeza.

–He cambiado de idea.

–Maldición –dijo Zreyn–. Siempre había querido ir a Andrómeda.

–Demasiado abarrotada –dijo Amorphia.

Esto no pareció convencer a la mujer.

–Tal vez podríamos ir... después –sugirió el avatar.

–Pero, ¿viviremos para llegar a Leo II? –preguntó Dajeil, abriendo los ojos y mirando a la criatura.

El avatar puso cara de consternación.

–Tardaremos bastante –admitió.

Dajeil cerró los ojos de nuevo.

–Siempre puedes Almacenarnos –dijo–. ¿Crees que sería posible?

Zreyn se echó a reír.

–Oh, podría intentarlo –dijo el avatar.

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