III
Genar-Hofoen despertó con un dolor de cabeza que tardó minutos en desaparecer. El control de dolor que necesitaba requería demasiada concentración para que alguien que se encontraba tan mal como él pudiera realizarlo a cabo con rapidez. Se sentía como un niño en una playa con una pala de juguete, tratando de levantar una muralla para contener al mar mientras la marea subía a su alrededor. Las olas seguían llegando y él estaba constantemente apilando arena en las pequeñas brechas que se abrían en sus defensas, y lo peor de todo era que cuanta más arena apilaba, más hondo tenía que cavar y más arriba tenía que arrojarla después. Al cabo de algún tiempo, el agua empezó a rezumar por el fondo de su fuerte y se rindió. Se limitó a inhibir todo el dolor. Si alguien le acercaba una llama a los pies o se pillaba los dedos en una puerta, tendría que aguantarse. No era tan tonto como para sacudir la cabeza, así que imaginó que sacudía la cabeza. Nunca había tenido una resaca parecida.
Trató de abrir un ojo. No parecía tener demasiadas ganas de cooperar. Lo intentó con el otro. No, ese tampoco quería enfrentarse al mundo. Qué oscuro. Era como estar envuelto en una capa negra o algo...
Se estremeció; los dos ojos se le abrieron al instante, doloridos y llorosos.
Estaba frente a una especie de pantalla holográfica de grandes dimensiones. Espacio; estrellas. Bajó la mirada y descubrió que le costaba mover la cabeza. Lo habían sentado en una silla grande, muy cómoda pero también muy segura. Estaba forrada de una especie de piel suave, ligeramente reclinada y despedía un aroma muy agradable, pero tenía unos grandes aros acolchados que lo sujetaban por antebrazos y tobillos. Una barra igualmente forrada de piel le inmovilizaba la parte inferior del abdomen. Trató de mover la cabeza una vez más. Estaba dentro de una especie de casco, abierto por la parte delantera, que parecía unido al respaldo de la silla.
Miró a un lado. Pared cubierta de piel; madera barnizada. Un panel o pantalla que mostraba lo que parecía un cuadro abstracto. Era un cuadro abstracto: uno famoso. Lo reconoció. Techo negro, luz titilante. Justo delante de la pantalla. Una alfombra en el suelo. Hasta el momento, se parecía mucho al típico módulo de la Cultura. Muy tranquilo, aunque eso no significaba nada. Miró a su derecha.
Había dos asientos idénticos al otro lado del camarote... Probablemente fuera un camarote y, casi con toda certeza, aquel era un módulo de nueve o de doce personas. Como no podía mirar hacia atrás, no podía asegurarlo. El asiento del centro, el que tenía más cerca, lo ocupaba un voluminoso dron, de aspecto bastante anticuado, cuyo cuerpo plano descansaba sobre el cojín. La gente siempre decía que los drones se parecían un poco a las maletas pero a Genar-Hofoen este le recordaba más bien a un trineo de los antiguos. Por alguna razón, daba la impresión de estar contemplando la pantalla. Su campo de aura parpadeaba, como si estuviera experimentando rápidos cambios de humor. Principalmente, mostraban una mezcla de gris, marrón y blanco.
Frustración, desagrado y cólera. Una combinación no demasiado alentadora.
En el asiento más lejano había una preciosa joven que se parecía un poco a Dajeil Gelian. Tenía la nariz más pequeña, los ojos no eran del color correcto y llevaba el pelo peinado de manera diferente. Costaba saber si su figura guardaba algún parecido con la de la otra mujer, porque se encontraba dentro de lo que parecía un traje espacial enjoyado; un traje rígido estándar de la Cultura, con placas de platino o plata e incrustado generosamente de piedras, que desde luego brillaban y resplandecían bajo la luz del techo como si fuesen rubíes, esmeraldas, diamantes y cosas por el estilo. El casco del traje, igualmente incrustado, descansaba en el brazo de su asiento. Ella no estaba maniatada al asiento, advirtió.
Tenía una expresión tan grave y severa en el rostro que, seguramente, en cualquier otra persona hubiera provocado una fealdad suprema. En ella resultaba encantadora. Pero probablemente no fuera el efecto que ella deseaba. Decidió arriesgarse a sonreír. El casco abierto que llevaba debía de permitir que la chica lo viera.
–Umm, hola –dijo.
El viejo dron se levantó y se inclinó hacia delante como si lo estuviera mirando. Volvió a dejarse caer sobre el asiento, con los campos de aura apagados.
–No tiene caso –anunció, como si no hubiera oído lo que el hombre acababa de decir–. Estamos atrapados. No hay sitio adonde ir.
La chica del otro asiento entornó sus furibundos ojos azules y fulminó a Genar-Hofoen con la mirada. Cuando habló, su voz era como un estilete de hielo:
–Todo esto es culpa tuya, repugnante montón de basura –dijo.
Genar-Hofoen suspiró. Estaba perdiendo la consciencia de nuevo, pero no le importaba. No tenía la menor idea de quién era aquella criatura pero le gustaba de todos modos.
Volvió la oscuridad.