IV

El horror volvió a asaltar al comandante aquella noche, en la zona gris que era la media luz de una luna llena. Esta vez fue peor.

En el sueño, despertaba en su cama del campamento bajo la pálida luz del amanecer. En el valle, las chimeneas de los vagones crematorios eructaban humo negro. En el campamento no se movía otra cosa. Caminó entre las tiendas silenciosas y bajo las torres de guardia hasta llegar al funicular, que lo llevó por el bosque hasta los glaciares.

La luz era tan blanca que cegaba, y el aire, frío y escaso, le provocaba un escozor en el fondo de la garganta. El viento lo azotaba, levantando velos de nieve y hielo que sobrevolaban la superficie fracturada del gran río de hielo contenido entre las dentadas orillas de unas montañas negras de roca y blancas de nieve.

El comandante miró a su alrededor. Estaban excavando la cara occidental. Era la primera vez que veía aquel sitio. La pared se encontraba en el interior de una gran cuenca abierta con explosivos en el glaciar. Hombres, máquinas y perforadoras se movían como insectos en el fondo de aquel vasto tazón de resplandeciente hielo. La pared era completamente blanca a excepción de un reguero de puntos negros que desde la distancia parecían peñas. Era peligrosamente escarpada, pensó, pero para cortarla en un ángulo más suave hubieran necesitado más tiempo y el cuartel general siempre estaba metiéndoles prisa...

En lo alto de la rampa inclinada en la que las perforadoras arrojaban sus cargamentos aguardaba un tren, cuyo negro humo flotaba sobre aquel paisaje cegadoramente blanco. Los guardias pisoteaban el suelo para entrar en calor, unos ingenieros discutían con vehemencia junto al motor de la grúa y una cabaña vomitaba un turno de trabajadores que acababa de terminar su descanso. Un trineo lleno de presidiarios estaba bajando por una enorme hendidura en el hielo. Distinguió las hinchadas y heladas caras de los hombres, ataviados con uniformes y ropajes que no eran mucho mejores que harapos.

Hubo un trueno y una vibración bajo sus pies.

Volvió a dirigir la mirada al acantilado de hielo y vio que toda su mitad oriental se deshacía, se desmoronaba y caía con majestuosa lentitud y formando algodonosas nubes blancas sobre los diminutos puntos negros de los trabajadores y los guardias que había debajo. Las pequeñas figuras se volvieron y huyeron de la apremiante avalancha mientras esta se precipitaba por el aire y la superficie hacia ellos.

Unos pocos lo consiguieron. La mayoría no y, borrada en medio del resplandeciente tumulto, desapareció bajo la enorme oleada blanca. El ruido fue un trueno tan profundo que lo sintió en el pecho.

Corrió por el borde del acantilado de hielo hasta llegar a la parte superior del plano inclinado. Todo el mundo gritaba y corría de acá para allá. El fondo entero de la cuenca estaba llenándose de la blanca neblina de polvo de nieve y hielo pulverizado que cubría a los supervivientes en su huida del mismo modo que el hielo había enterrado a los demás.

El motor de la grúa trabajaba con un sonido agudo y chirriante. Las perforadoras se habían detenido. Se sumó al puñado de personas que estaban reuniéndose junto al plano inclinado.

Sé lo que pasa aquí –pensó–. Sé lo que me pasa. Recuerdo el dolor, veo a la chica, conozco esta parte. Sé lo que pasa. Debo dejar de correr. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué no puedo hacerlo? ¿Por qué no puedo despertar?

En el preciso instante en que él llegaba, la tensión que estaba soportando la perforadora –de la que aún tiraba la grúa– llegó a su límite. El cable de acero se partió en algún punto del interior del cuenco de niebla con un ruido parecido a un disparo. Subió hacia el borde de la cuenca, siseando y retorciéndose como una culebra, y arrojó la mayor parte de su horripilante cargamento en todas direcciones, como si fueran gotas de hielo despedidas por un látigo.

Empezó a gritarle a los hombres que había junto al borde, pero en aquel momento tropezó y cayó de bruces sobre la nieve.

Solo uno de los ingenieros se tiró al suelo a tiempo.

Casi todos los demás fueron seccionados limpiamente por la guadaña del cable y cayeron con lentitud sobre la nieve chorreando sangre. Algunos eslabones de acero destrozaron el motor del tren con un estruendoso ruido metálico y se enroscaron alrededor de la estructura de la grúa como si estuvieran ansiando apresarla. Otros cayeron pesadamente sobre la nieve.

Algo lo golpeó en la parte alta de la pierna con la fuerza de un martillo neumático y le destrozó los huesos en un cataclismo de dolor. Impulsado por la fuerza del impacto, dio varias vueltas sobre la nieve mientras los huesos se hundían y clavaban y perforaban. Le pareció que duraba medio día. Fue a detenerse en la nieve, aullando. Estaba frente a la cosa que lo había golpeado.

Era uno de los cuerpos que la perforadora se había sacudido de encima en su ascenso, otro cadáver que aquella mañana le habían arrancado a hachazos y tirones a la nueva cara del glaciar como si fuera un diente podrido, uno de los testigos muertos que tenían que encontrar y extraer y, con toda diligencia y secreto, enviar a los vagones crematorios que esperaban en el valle para reducir las pruebas acusatorias a humo y cenizas. Lo que lo había golpeado y le había destrozado la pierna era uno de los cuerpos que habían arrojado al glaciar media generación atrás, cuando los enemigos de la Raza habían sido expulsados de los territorios recién conquistados.

El grito se abrió camino a la fuerza desde sus pulmones como una criatura desesperada por nacer bajo el aire gélido, como una criatura desesperada por unirse a los gritos que oía por todas partes junto al borde del plano inclinado.

El comandante se quedó sin aliento. Contempló el rostro duro como una roca del cuerpo que lo había golpeado e inspiró con un sollozo para volver a gritar. Era el rostro de una chiquilla, una niña.

La nieve le quemaba el rostro. No podía recobrar el aliento. Su pierna era una ardiente almenara de dolor que le iluminaba el cuerpo entero.

Pero no los ojos. Su visión empezó a apagarse.

¿Por qué me está pasando esto? ¿Por qué no puedo detenerlo? ¿Por qué no puedo despertar? ¿Qué me hace revivir estos recuerdos terribles?

Entonces el dolor y el frío desaparecieron, como si alguien se los hubiera llevado, y lo inundó otra clase de frío, y se encontró... pensando. Pensando en lo que había ocurrido. Revisando, juzgando.

... En el desierto los quemábamos inmediatamente. No había aquel descuido. ¿Habían tratado de hacer un acto poético enterrándolos en el hielo? Sepultados tan adentro que sus cuerpos permanecerían en el hielo durante siglos. Enterrados tan profundamente que nadie podría encontrarlos sin el esfuerzo atroz que nos estaba requiriendo a nosotros. ¿Acaso nuestros líderes habían empezado a creerse su propia propaganda? ¿Acaso pensaban que su régimen duraría un centenar de vidas y habían empezado a medir sus acciones con aquel futuro en perspectiva? ¿Veían los lagos de descarga que se extendían bajo la desgarrada y sucia falda de los glaciares, pasados todos esos siglos, cubiertos por los cuerpos flotantes que el glaciar había liberado al fin? ¿Había empezado a preocuparles lo que el pueblo pensaría de ellos? ¿Acaso, tras haber conquistado el presente de forma tan implacable, se habían embarcado en una campaña para conquistar también el futuro, para conseguir que los amara como todos nosotros fingíamos hacer?

... En el desierto los quemábamos inmediatamente. Atravesaban el ardiente calor y el polvo seco en los alargados trenes y a aquellos que no habían muerto en los negros vagones les ofrecíamos agua con generosidad. No había voluntad que pudiera resistir a la sed que engendraban los días asfixiantes pasados entre los muertos.

Bebían el agua envenenada y morían en cuestión de horas. Incinerábamos los cuerpos saqueados en hornos solares, nuestra ofrenda a los insaciables dioses celestes de la Raza y la Pureza. Y sí que parecía haber algo puro en el modo en que terminábamos con ellos, como si sus muertes les otorgaran una nobleza que nunca podrían haber alcanzado en sus mezquinas y degradadas vidas. Sus cenizas caían como un polvillo liviano sobre la pesada vaciedad del desierto, esperando a que se las llevara la primera tormenta de arena.

Lo último que los hornos incineraron fue a los trabajadores del campamento –gaseados en sus dormitorios, principalmente– y toda la documentación: hasta la última carta, hasta la última orden, hasta el último formulario de requisa, el último albarán, el último archivo, la última nota y el último memorando. Nos registraron a todos, incluido yo. La policía secreta fusiló en el acto a todos aquellos que habían cometido la torpeza de tratar de ocultar un diario. La mayoría de nuestros efectos personales acabó también convertida en humo. Lo poco que nos permitieron conservar había sido registrado tan exhaustivamente que bromeábamos diciendo que habían logrado lo que ni la lavandería: quitarles hasta el último granito de arena.

Nos separaron y nos trasladaron a puestos diferentes por todos los territorios conquistados. Los encuentros no estaban bien vistos.

Pensé en poner por escrito lo que había ocurrido. No para confesarme, sino para explicarlo.

Y nosotros también sufrimos. No solo por las condiciones físicas, que ya eran malas de por sí, sino en nuestras mentes, en nuestras conciencias. Puede que hubiera algunos salvajes, algunos monstruos que lo glorificaron (y quizá sirvió para que hubiera algunos asesinos menos en nuestras calles durante aquel tiempo) pero la mayoría de nosotros sufría agonías intermitentes y se preguntaba en los momentos de crisis si de verdad estaríamos haciendo lo que debíamos, a pesar de saber en el fondo de nuestros corazones que era así.

Muchos teníamos pesadillas. Las cosas que veíamos todos los días, las escenas que presenciábamos, el dolor y el terror... Estas cosas no podían cuando menos que afectarnos.

Aquellos de los que nos encargábamos: su tormento duraba pocos días, puede que un mes o dos, y entonces todo terminaba para ellos tan rápida y eficazmente como era posible.

Nuestro sufrimiento se ha prolongado una generación entera.

Me enorgullezco de lo que hice. Ojalá no me hubiera correspondido a mí hacer lo que había que hacer, pero me alegro de haberlo hecho lo mejor posible, y volvería a hacerlo.

Por eso quería poner por escrito lo que había ocurrido. Para dejar testimonio de nuestra fe, nuestra dedicación y nuestro sufrimiento.

Nunca lo hice.

También me enorgullezco de eso.

Despertó y había algo dentro de su cabeza.

Volvía a estar en la realidad, en el presente, en el dormitorio de la habitación que ocupaba en el complejo de retiro, cerca del mar. Podía ver cómo incidían los rayos del sol en los azulejos de la balconada, en el exterior del cuarto. Sus dos corazones gemelos latían con fuerza y las escamas de su espalda se habían erizado y le picaban. Le dolía la pierna con el eco del dolor de la herida que había sufrido hacía tanto en el glaciar.

El sueño había sido el más vivido hasta la fecha y también el más largo, extendido hasta la avalancha del acantilado occidental y el accidente de la perforadora (sumergido como había estado en las profundidades de su memoria, enterrado bajo el temible y blanco peso del dolor recordado). Aparte de esto, lo que había experimentado había salido de su curso habitual, del paisaje acostumbrado de sus sueños, impulsado hasta allí por la rememoración del accidente y la imagen de sí mismo tratando de recobrar el aliento mientras contemplaba, paralizado por el asombro, el rostro de la chica muerta.

Se había encontrado pensando, explicándose, hasta justificando lo que había hecho en el ejército, durante la parte más importante de su vida.

Y ahora podía sentir algo dentro de su cabeza.

Lo que quiera que había dentro de su cabeza lo obligó a cerrar los ojos.

~ Por fin –dijo. Era una voz profunda, parsimoniosamente autoritaria, dotada de una pronunciación casi perfecta.

¿Por fin? –pensó (¿Qué era aquello?)

~ Tengo la verdad.

¿Qué verdad? (¿Quién era aquello?)

~ La de lo que hiciste. La de tu pueblo.

¿Qué?

~ La evidencia estaba por todas partes: en el desierto, enterrada en marga, absorbida por las plantas, hundida hasta el lecho de los lagos, y también en el registro cultural: la repentina desaparición de obras de arte, los cambios en la arquitectura y la agricultura. Aún quedaban unos pocos registros escritos –libros, fotografías, grabaciones sonoras, índices, que contradecían las historias reescritas– pero seguían sin explicar cómo era posible que tanta gente, tantos pueblos, parecieran esfumarse tan de repente, sin el menor signo de asimilación.

¿De qué estás hablando? (¿Qué era aquella cosa que había en su cabeza?)

~ Tú no creerías lo que soy, comandante, pero estoy hablando de una cosa llamada genocidio y de las pruebas sobre él.

¡Hicimos lo que había que hacer!

~ Ya sabemos eso, gracias. Hemos tomado nota de tus excusas.

¡Creo en lo que hice!

~ Lo sé. Tuviste el residuo de decencia de cuestionarte ocasionalmente las cosas pero en última instancia, en efecto, creías en lo que estabais haciendo. No es una excusa pero sí un argumento.

¿Quién eres? ¿Qué te da derecho a meterte en mi cerebro?

~ Mi nombre sería algo parecido a Zona gris en tu lengua. Lo que me da derecho a meterme en tu cerebro, tal como tú lo expresas, es lo mismo que te dio a ti el derecho de hacer lo que les hiciste a aquellos que asesinaste: poder. Poder superior. Un poder enormemente superior, en mi caso. No obstante, me han llamado y ahora tengo que irme, pero regresaré dentro de pocos meses y entonces continuaré mis investigaciones. Aún queda suficiente en ti para construir un caso más... triangulado.

¿Qué? –pensó, tratando de abrir los ojos.

~ Comandante, no podría desearte un destino peor que el que ya sufres, pero puede que te convenga reflexionar sobre esto mientras estoy fuera...

Al instante volvió a encontrarse en el sueño.

Atravesó la cama. La solitaria sábana, blanca como el hielo, se desgarró debajo de su cuerpo y lo dejó caer en un tanque de sangre sin fondo. Lo atravesó hasta llegar a la luz, y al desierto y a la línea férrea que atravesaba las arenas. Cayó en uno de los trenes, en uno de los vagones, y allí estaba con su pierna rota, entre el hedor de los muertos y los gemidos de los vivos, atrapado entre los cuerpos cubiertos de excrementos con las llagas supurantes y el zumbido de las moscas y la cólera al rojo blanco de la sed en su interior.

Murió en el vagón de ganado, después de un infinito de agonía. Tuvo un instante fugaz para echar un vistazo a su habitación de la residencia. A pesar de su estado de dolor y terror, tuvo el tiempo y la presencia de ánimo necesarios para pensar que aunque parecía como si hubiera pasado un día al menos en la tortura del sueño, en el dormitorio todo seguía exactamente igual que antes. Entonces volvieron a sumergirlo.

Despertó sepultado en el glaciar, agonizando de frío. Le habían disparado en la cabeza pero la herida solo lo había paralizado. Otra interminable agonía.

Recibió una segunda impresión de la residencia. La luz del sol seguía incidiendo en el mismo ángulo. Nunca hubiera imaginado que fuera posible sentir tanto dolor, ni en un momento, ni en una vida, ni en un centenar de vidas. Descubrió que tenía el tiempo justo para flexionar el cuerpo y moverse la anchura de un dedo en la cama antes de que el sueño se reanudase.

Entonces se encontró en la bodega de un barco, atrapado con miles de personas en la oscuridad, rodeado de nuevo por el hedor y la porquería y los gritos y el dolor. Ya estaba medio muerto dos días mas tarde, cuando se abrieron las válvulas y los que seguían vivos empezaron a ahogarse.

El limpiador encontró al viejo comandante retirado a la mañana siguiente, hecho un ovillo a poca distancia de la puerta. Sus corazones habían fallado.

La expresión de su rostro era tal que el celador de la residencia estuvo a punto de perder el conocimiento y tuvo que apresurarse a tomar asiento, pero el médico declaró que, probablemente, su fin había sido rápido.

Excesión
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
notaautor.xhtml
prologo.xhtml
parte1.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
parte2.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
parte3.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
parte4.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
parte5.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
parte6.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
parte7.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
parte8.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
parte9.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
parte10.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
parte11.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
parte12.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
epilogo.xhtml
autor.xhtml