IV
–Me habían asegurado –dijo Genar-Hofoen en el deslizatubo al impasible y cadavérico avatar de la nave– que solo estaría aquí un día. ¿Para qué necesito una habitación?
–Estamos acercándonos a una zona de guerra –dijo el avatar con tono neutro–. Existe la posibilidad de que no podamos descargar la Zona gris ni otras naves entre las próximas dieciséis y ciento y pico horas.
Un profundo y oscuro abismo del interior cavernoso de la Servicio durmiente se hizo visible un instante, cuando pasaron sobre él, y entonces el vehículo entró en otro túnel. Genar-Hofoen miró fijamente a la alta y angulosa criatura.
–¿Quieres decir que podría pasar aquí encerrado cuatro días?
–Es una posibilidad –dijo el avatar.
Genar-Hofoen lo fulminó con una mirada que esperaba transmitiera todas sus sospechas.
–Bueno, ¿y por qué no puedo quedarme en la Zona gris?
–Porque podría tener que marcharse en cualquier momento.
El hombre apartó la mirada y maldijo en voz baja. Había una guerra en marcha, sí, pero a pesar de ello, lo que estaba pasando era típico de CE. Primero, a la Zona gris se le permitía subir a bordo de la Servicio durmiente, cuando a él le habían asegurado que no sería así, y ahora esto. Miró de soslayo al avatar, que lo estaba observando con algo que podía ser curiosidad o mera estupidez. Cuatro días en la Servicio durmiente. Antes, cuando estaban atrapados en el módulo, había pensado que daría gracias cuando pudiera dejar a Ulver Seich y a su dron en la UGC para subir bordo de la Servicio durmiente, pero al final resultaba que no era así.
Se estremeció e imaginó que podía sentir los labios de Ulver en los suyos, el beso de despedida que le había dado unos minutos atrás. La sensación pasó.
Uau –se dijo, y sonrió–. Ha sido como volver a la adolescencia.
Dos noches y un día. Eso era lo que Ulver y él habían pasado como amantes. No era suficiente ni de lejos. Y ahora se enteraba de que iba a estar allí encerrado un máximo de cuatro noches.
Oh, bueno. Podía haber sido peor. Al menos el avatar no se parecía al que se había acostado con él. Se preguntó si vería a Dajeil. Miró la ropa que llevaba, un mono estándar de la Zona gris. ¿No era así como iba vestido cuando Dajeil y él se habían separado? No lo recordaba. Posiblemente. Sus procesos subconscientes siempre lograban maravillarlo.
El coche estaba aminorando. Se detuvo de repente.
El avatar señaló con un ademán la puerta deslizante que acababa de abrirse. Tras él, un pasillo corto desembocaba en otra puerta. Genar-Hofoen salió.
–Confío en que encuentres aceptables tus aposentos –oyó que decía el avatar en voz baja, tras él. Entonces, un suave tintineo y una débil corriente de aire en la nuca le hicieron volver la vista. El deslizatubo había desaparecido, la puerta transparente estaba cerrada y el pasillo había quedado vacío. Miró a su alrededor pero no había donde hubiera podido esconderse el avatar. Se encogió de hombros y continuó hacia la puerta. Al otro lado había un pequeño ascensor. Estuvo en su interior un par de segundos y a continuación la puerta se abrió. Salió con el ceño fruncido a un espacio mal iluminado, lleno de cajas y material y que, de alguna manera, le resultaba familiar. Flotaba un olor extraño en el aire... Las puertas del ascensor se cerraron silenciosamente tras él. Vio que había unos escalones a un lado, en una pared curva hecha de piedra. Sí que le resultaban familiares.
Creía saber dónde estaba. Se acercó a la escalera y empezó a subir.
De la bodega se salía por un corto pasadizo que conducía a la puerta principal del primer piso de la torre. Estaba abierta. Recorrió el pasadizo y salió al exterior.
Las olas lamían la brillante y resbaladiza grava de la playa. El sol casi había alcanzado su cénit. Una de las lunas ya era visible, una pálida cáscara de huevo medio escondida en el frágil azul del cielo. El olor que había reconocido antes era el del mar. El viento arrastraba los graznidos de las aves. Bajó hasta la playa misma, junto a las aguas, y miró a su alrededor. Era bastante convincente. El espacio no podía ser tan grande –las olas quizá fueran un poco simples, y demasiado regulares, además– pero desde luego daba la impresión de que la vista se extendía varios kilómetros. La torre era como la recordaba y los acantilados bajos que había tras las marismas salinas le resultaban igualmente familiares.
–¿Hola? –exclamó. No recibió respuesta.
Sacó su pluma terminal.
»Qué divertido... –dijo, y entonces frunció el ceño al ver la terminal. La luz estaba apagada. Apretó un par de botones para realizar una comprobación de sistemas. No pasó nada. Mierda.
–Ah hah –dijo una vocecilla áspera a su espalda. Se volvió y se encontró frente a un ave negra que estaba plegando las alas, posado en unas rocas–. Otro prisionero –graznó.