XXVII
LA OTRA ORILLA

Levanté la cabeza y vi acercarse a alguien. Me enfadé, quise levantarme e irme, pero era demasiado perezosa. Busqué las gafas en el bolso: vi a una mujer baja, muy delgada, ya bastante mayor. Avanzaba a paso lento, pisando con cuidado, como si anduviera sobre cristal, aunque el del estanque era un camino cómodo, forrado de humedad incluso en las temporadas de sequía y calor. Lo sé porque cada verano paso unos días de vacaciones con unos amigos, dueños de una pequeña casa y de una maravillosa huerta de árboles frutales semisalvajes. Allí recojo la fruta, escardo los arriates invadidos por la maleza. Desde la casa, el camino al estanque es largo. Hay que atravesar el pueblo, luego seguir por la carretera hasta las últimas casas, y entonces girar a la derecha y tomar un ancho camino flanqueado de álamos que lleva a la orilla, donde hay dos troncos cortados; y más allá no hay sino pradera, juncos y cañas: no hay paso.

De modo que llegará aquí y se sentará sobre el tronco… ¡Con lo mucho que prometía el crepúsculo! Hay pensamientos que se marchitan bajo la mirada ajena, que la respiración de otros hiere, que cualquier rasguño en la soledad aniquila. Yo miraba a la mujer como a un enemigo. En absoluto era tan baja —a medida que iba acercándose la veía mejor— ni tan vieja. Cuarenta años como mucho, una cara simpática y afable. Pero seguía caminando de manera extraña, como retenida por un freno. Cuando salió de entre los árboles se detuvo un momento, como vacilando. Sólo después se adentró en la hierba levantando las piernas como si hubiera allí ortigas que abrasasen. Sin embargo, no había ni rastro de ortigas.

«Seguro que es tímida», pensé, y así como hacía un momento estaba dispuesta a espantar al enemigo, en ese momento casi solté el primer y estimulante «buenos días». Pero ella no miraba en mi dirección, creí que no me veía.

Se acercó a la orilla del estanque. El agua estaba turbia allí, se notaba el fondo limoso, sólo a más de una decena de metros de la orilla el agua se aclaraba de pronto adquiriendo una tonalidad azul y limpia. El estanque tenía una forma ovalada, estaba bordeado de vegetación salvaje, era poco pintoresco, plano y sin perspectiva. Lo único destacado era que olía a juncos.

La mujer se quedó así un buen rato, vagando con la mirada por la superficie del agua, una mirada que yo no lograba comprender. ¿Qué era lo que deseaba ver? ¿Qué era lo que buscaba? Me senté en la hierba sin apartar los ojos de la mujer. Ella estaba allí, a pocos pasos de mí, menuda, vestida con esmero, cuidando los detalles. Y sin embargo…

Pasó bastante tiempo antes de que volviera la cabeza con un movimiento suave y elegante; su mirada en absoluto parecía sorprendida (de modo que sabía que yo estaba allí). Dijo:

—Un precioso atardecer, y buena temperatura.

¡Y yo pensando no sé qué cosas! Me sentí arrepentida, contesté sonriendo:

—Hace bastante calor y es bonito este estanque.

—Sólo estos mosquitos…, demasiados…

Sacamos cigarrillos al mismo tiempo. Le di fuego, se sentó sobre el tronco a mi lado. Fumábamos en silencio. El sol ya se había puesto y el vaho se levantaba desde el agua.

—Estoy aquí por primera vez desde entonces —dijo de pronto.

La vi sorprendida por sus propias palabras, por la decisión de hablar.

—Por eso me había mostrado tan… tan… —buscó la palabra pero no la encontró—, por eso no quería verla. Entonces no había nadie aquí.

¡De modo que yo estaba en lo cierto! Me callé. Sabía que, independientemente de si digo algo y de lo que diga, iba a hablar ella. Sin preguntarle, sin incitarla, me lo contará todo, a mí, a una persona ajena, que ve por primera vez en su vida. La primera piedrecilla ya había caído; ahora esperaba la avalancha.

—No tenía valor, ¿sabe usted? Tenía miedo y siempre, a medida que se acercaba el día, buscaba excusas, encontraba argumentos en contra. Este año fue diferente. Primero, a principios de mes me dije: vas a pintar la casa, y el viaje cuesta dinero. Pero en aquel preciso momento sentí claramente que no quería pintar la casa y que quería venir aquí, que quería ver… —me miró—. ¿La estoy aburriendo?

Negué con la cabeza. Complacida, siguió hablando.

—Fue exactamente un día como hoy. El mismo día y a la misma hora. Entonces no tenía reloj, pero el sol ya se había ocultado y el frescor era igual que ahora… ¿Ve aquella casita, la última al lado de la carretera? Allí estuve escondida, es la casa de una familia amiga. Esto ocurrió ya al final, después qué hubieran fusilado a mis hijos y mi marido. Sé bien que decían de mí: «¿Cómo puede…?». «¿Para qué buscar la salvación? ¿Para quién?». Pero ¿sabe usted?, el instinto de la vida es una raíz imposible de arrancar. Ni siquiera después de la muerte de los más cercanos. Pero… usted es joven…, ¿qué sabrá de todo esto?

»Yo vivía en esa casa, en una habitación; no un sótano, sino una habitación normal, pequeña, oscura, pero con una cama. Una cama y una silla. De noche me sentaba en la cama, porque no podía dormir; de día en la silla. Zurcía sacos, cosía, tenía que hacer algo. Un momento de inactividad me situaba inmediatamente al borde de la locura. Me preguntaba a mí misma: “¿Por qué estás aquí sentada?, ¿para quién?”. Y seguía sentada. En la casa eran sólo mujeres: la abuela, la madre y dos hijas. Los hombres a veces aparecían de noche, se quedaban un día o dos, y desaparecían. Yo sabía lo que se estaba cociendo, pero no quería preguntar.

»Yo un día estaba sentada en la silla zurciendo calcetines, cuando entró la abuela. Estaba temblando, así que pensé que alguien había dado el soplo, y ella temía el castigo que le esperaba. Pero ella dijo: “Paulinka, debes huir. Tendremos un registro. El marido de mi hija cayó. Y no sólo él…, están buscando a mi hijo… Pueden venir aquí de un momento a otro… Cuando todo se tranquilice, volverás”. Me tuteaba, había sido mi maestra en el colegio. De repente me sentí alumna y dije: “Es una desgracia; me voy ahora mismo, señorita”. A lo mejor incluso hice una genuflexión de colegiala. No lo sé. Entonces todo era posible.

»“¿A dónde voy a ir?”, pensaba. El gueto ya no existía, la ciudad estaba ya judenrein. Además, no era mi ciudad. No tenía conocidos allí, a nadie, ni una sola persona. Estaba sin un céntimo y… no sabía andar. En cuanto salté por la ventana, directamente al jardín, me di cuenta al momento de que por haber estado sentada tanto tiempo me había olvidado de andar. Mis articulaciones estaban como oxidadas. ¿Sabe cómo andaba? Como una cigüeña.

»Mis amigos tenían un precioso jardín, con flores que yo, criada en la ciudad, jamás había visto… Hasta dolían los ojos de tantos colores. ¡Y el huerto! Me hubiera quedado en el huerto encantada, hacía mucho tiempo que no veía árboles ni hierba, pero no podía hacerlo, por respeto a mis anfitriones… De modo que salí despacio a la carretera, la de aquí (indicó con la mano), rectísima, blanca como un lazo recién planchado. Es ancha la carretera, pero yo me sentía como si estuviera andando por una cuerda. Me dirigí a la derecha, no en dirección a la ciudad. Buscaba con la mirada el bosque donde poder esconderme. Debía de estar lejos, en otra parte, invisible desde allí. A cada paso que daba, y había dado pocos, una fatiga creciente se apoderaba de mí. No estaba cansada: estaba abatida. Por todo. De nuevo me pregunté: “¿Para quién?, ¿para qué?”. Las fuerzas me abandonaron. Esa raíz, la que ya sabe, la raíz de repente se había aflojado…

»Al ver los álamos y, más allá, los matorrales y las praderas, pensé: “Es por allí”. A menudo habían hablado de este estanque, prohibían a los niños acercarse sin ir acompañados. Yo estaba segura de que era ahí donde tenía que ir. Me quedé más tranquila; sabía que ese era el camino correcto.

»Iba despacio y miraba alrededor. Todo era bonito, verde, aunque no tanto como hoy. El verde era más claro, ligeramente cubierto de polvo porque desde hacía semanas no había caído ni una gota de agua.

»Llegué hasta estos troncos y aquí me metí en el agua. Tal como estaba, sin siquiera quitarme los zapatos. El agua estaba templada, turbia y sucia. Pensé que era una suerte no haber topado con nadie, que podía hacerlo serenamente, en soledad. Avanzaba cada vez más lejos, más profundo. Empecé a pensar en mis hijos, en mi marido, en que su final había sido mucho más cruel que el mío. El atardecer era cálido y tranquilo y yo estaba tranquila y silenciosa. El agua me llegaba a la cintura, después por encima de la cintura… El fondo del estanque descendía suavemente. Avanzaba con dificultad porque las piernas se enterraban en el limo y a cada paso tenía que arrancarlas de él. Me decía: “Un paso más, sólo uno; allá en el centro está el agua profunda”. El sudor corría por mi cara, era duro ese camino de mi lenta agonía. Después el agua se tornó fría y transparente y yo sabía que me acercaba al objetivo. Comencé a caminar más rápido, ahora tenía prisa… Me faltaba aire en el pecho, oía zumbidos… Temía no tener la fuerza suficiente para llegar allí donde el fondo se me escurriría bajo los pies. Levanté la cabeza para tomar aire, y entonces…, ¿puede imaginarse lo que ocurrió entonces? Vi claramente, delante de mí, cerca…, la otra orilla. El estanque era poco profundo… Siempre lo había sido, pero entonces más, por la sequía, la falta de lluvia. Caí al suelo exhausta, empapada, viva».

Pensé que iba a decir algo más, pero estaba callada, mirando la otra orilla, y su rostro, que se había vuelto más gris con el anochecer, seguía siendo suave y agradable.

—Gracias —dijo al cabo de un rato.

Quise preguntar qué pasó después, pero supe que no iba a decir nada más. La oscuridad se estaba espesando, descubriendo las estrellas. Un pájaro rezagado saltó de una rama y voló bajo rozando el agua con sus alas.