XIII
KRIMINALRAT VON CHOLEVINSKY

Apoyado en la puerta que acababa de cerrarse, oía el latido descompasado y seco de su corazón. En la celda reinaba la oscuridad, el aire era pesado, saturado de alientos, asfixiante. En un primer momento no veía nada, tan sólo oía una condensada oleada de respiraciones; después, habituado a la oscuridad avistó el esbozo de unas tablas de madera colocadas a lo largo de las paredes y el pequeño espacio que las separaba de la puerta. El dolor que sentía en la zona costal le frenaba la respiración y debilitaba las piernas. Sabía que no aguantaría mucho más de pie, le costaba cada vez más respirar, pero no se movía del sitio. Desde la oscuridad llegó una voz preguntando por qué no se acostaba, después otra, interesada en saber el apellido y las circunstancias que lo habían llevado allí. No podía hablar. El corazón le daba unos golpes secos, con intervalos en los que estaba a punto de desmayarse. Por fin, hizo acopio de fuerzas y estirando el brazo palpó un sitio libre en el catre. Se encaramó con dificultad, colocó el cuerpo sobre el costado derecho para mitigar el dolor dentro de lo posible y se dijo a sí mismo: «Tranquilo». Quería llenar a conciencia la última tarea de su vida que llegaba a su fin y brindar un sentido humano y moral a los restos del tiempo que le quedaban. Tenía los labios cortados, susurraba con dificultad: tranquilo, contrólate. Puede ser que al ordenarse mantener el control y la tranquilidad tuviera en mente los conceptos del valor y la dignidad. Entrecerró los ojos para alejarse, encerrarse en sus pensamientos, sacudirse de encima la estupefacción que convertía al hombre en un animal apresado en una trampa. Quedaba poco tiempo y quería despedirse de la vida sin prisas. Su corazón se tranquilizó, ya respiraba mejor. Anotó este hecho en el pensamiento, a pesar de estar plenamente consciente de que esa función de su organismo ya no tenía ninguna importancia. Porque sabía que se fusilaba en cuarenta y ocho horas a los judíos pillados con papeles arios. Tenía por delante una última noche y un día.

Cuánto tiempo pasó desde que habían venido a por él, no lo sabría decir. Le pareció una fracción de segundo, porque todo de repente se encogió, se contrajo. También el lejano día, de hacía un mes, cuando vio a Teresa por última vez surgió de la memoria vivo y cercano como si hubiera sido ayer.

Teresa, junto a la puerta, oculta en la oscuridad del hueco de la escalera, dijo:

—Quiero que estés conmigo, no quiero distancia. Ven y quédate.

—Iré. Yo tampoco lo aguanto… —dijo él.

Después aún se paró en el descansillo y miró hacia arriba: ella no estaba. «¿Por qué te fuiste tan pronto? —pensó con pena—, quisiera verte una vez más…». Es lo que pensó entonces, y sintió una violenta contracción del corazón, porque las palabras sonaron a mal augurio.

Un instante más tarde se reía de su tonto corazón. Caminaba por la calle a paso firme, provisto de una cédula aria, el certificado de trabajo en una empresa alemana y unos quevedos que desde el primer día de su vida aria habían sustituido a las gafas. Era la única concesión a favor de las condiciones en las que se hallaba. Porque llevaba una vida normal, sin ninguna medida de seguridad. Su pésimo aspecto exigía esconderse bajo tierra, o armarse de una insolencia rayana en la locura. Desde hacía dos años vivía como un chiflado, y la suerte lo acompañaba siempre.

—¿Dónde te han cogido?

Abrió los ojos y con la mirada buscó al que preguntaba. Ahora ya veía sus caras, todas parecidas, el mismo cansancio y el color gris. Yacían hacinados unos junto a otros, con la expresión extenuada en los ojos, quemados por la fiebre de la vida que acababan de perder.

—Vinieron a buscarme a la oficina —contestó—. Intenté huir, pero tropecé en la calle y me caí. Si no fuera por eso no me habrían cogido. —Al mismo tiempo pensaba: «Así que es con ellos con quienes compartiré la última partícula de mi vida, sus gritos serán las últimas voces que cierren el mundo».

—¿Quién te delató?

Le sorprendió la pregunta; hasta ahora no había pensado en ello, y tampoco ahora encontraba la respuesta haciendo un repaso mental de acontecimientos de los últimos días.

—No lo sé. Desde hace dos años vivía del otro lado y nadie, nunca jamás, me ha puesto una zancadilla —contestó—. En una semana me iba a trasladar a otra ciudad…

Se echaron a reír. Hubiera esperado todo menos esas risas. Mas, un instante después, comprendió: era la risa del desprecio.

—¿No has estado en el gueto? ¿No te asfixiaban en un búnquer? ¿No oíste cómo disparaban a los tuyos? ¿No te bajaron los pantalones? Estás muy fresco, porque nosotros, los treinta de aquí, estamos ya bastante podridos…

En vano buscaba en la oscuridad: no veía al que hablaba. Suponía que tenía que ser un chico joven, tenía una voz clara, burlona. Hasta parecía extraño cómo podía estar allí, tanta fuerza había en él; y, sin embargo, no consiguió salvarse. Pero al momento recordó que ni la juventud ni la fuerza influían en esas cosas. Todo está sometido a la casualidad y a la suerte ciega, esa que le había regalado dos años de relativa tranquilidad.

—¿Cuándo se llevaron a la gente por última vez? —preguntó.

Callaron: había tocado su herida común. Pasado un instante de silencio alguien dijo:

—Hace cuatro días. Antes se llevaban a la gente cada dos días, pero ahora están liquidando el gueto. Ordnungsdienst dijo que la cárcel iría la última…

—¡Cuatro días de espera! —El dolor regresó de repente, le derrumbó.

—Te acostumbrarás. —Oyó la misma voz joven de antes—. Sólo hay que decir adiós a todo, e irás al paredón ligero como una pluma. Claro que a ti te resulta más duro, pero a nosotros…, ya estamos entrenados.

Yacía con la cara hundida entre los hombros diciéndose: «Voy a pensar en Teresa, voy a pensar en todo lo que era hermoso y bueno en mi vida. Es la única manera de defenderme. Voy a mantenerme así hasta el último instante. Teresa —musitaba— quiero despedirme de ti, quiero que estés conmigo hasta el final».

Pero no conseguía verla. Ante sus ojos había oscuridad y círculos giróvagos rojos y amarillos. No lograba recordar sus rasgos antes sabidos de memoria. Se decía: «Tiene el pelo claro, es alta y esbelta, tiene una cicatriz en la mejilla…». Pero ella no aparecía, eso era lo más terrible. Pidió ayuda al día en que ella había entrado en su vida; recordaba cada detalle, el helado de frambuesa en los platitos azules, su vestido verde y zapatos blancos. Vio la cara del camarero, que dijo: «A primera vista se ve que están enamorados»; aunque en aquel momento no lo estaban en absoluto. No veía a Teresa. Era un suplicio, pero prefería sufrir que irse sin mirar atrás.

Se oía a sí mismo diciendo: «Te liberaré de mi aspecto, eres clara, pareces una polaca y yo soy tan semítico…». Fue el día que salió la orden de llevar los brazaletes. Estaban sentados los dos en la habitación, sin encender la luz. Teresa estaba llorando.

—Será mejor así —le decía—, te irás, estarás sola, a nadie se le pasará por la cabeza… Iré cada mes…

—¿Vendrás en tren? ¿Tú…? —preguntaba (oía su voz) y rogaba—. No puedo, no sé hacerlo.

La obligó, se fue, y él la visitaba una vez al mes, tal como le había prometido. La próxima vez iba a quedarse con ella. Querían cambiar de casa; elaboró el plan de un escondite en el baño, «por si acaso…».

¿Qué pasará si Teresa viene, preocupada por su silencio y su ausencia? ¿Irá a la oficina y preguntará por él? ¿O pasará por su piso? Se mordió los labios para no gemir.

El pequeño despertador de la estantería marca las ocho de la tarde. A esta hora llega su tren. Teresa, junto a la ventana, observa la calle detrás del visillo. Enfrente de la ventana está la panadería, los castaños flanquean la acera. Hace un mes tenían capullos, ahora seguramente ya estarán verdes. Teresa mira, sus ojos están claros de alegría. Después se oscurecen por el miedo. Se lleva la mano a los labios, como cada vez que algo la aterroriza. ¡La ve! ¡Por fin la está viendo!

—Teresa —susurra—, ten cuidado, tú debes sobrevivir…

Sintió una mano que lo tocaba y se estremeció como despertado de un sueño.

—¿Te han interrogado?

—No.

—Porque interrogan a todos; que no te asuste.

—¿Dónde? ¿Aquí?

—Cada día a las diez viene de ronda Kriminalrat von Cholevinsky.

—¿Alemán?

—Claro que alemán. ¿No has oído hablar de él? En el gueto lo conocen muy bien. Un tipo raro y un sádico…, por eso quise advertirte.

—¿A ti también te ha interrogado?

—Sí.

Quiso preguntar los detalles, pero se sintió tremendamente cansado y deseó a toda costa volver al silencio y a la soledad. Intentaba encontrar la imagen de Teresa esperando su llegada… La había perdido. No solamente a ella, todo se hundió en la penumbra, se dispersó como el humo, inaccesible, irreal. Todo aquello de antes. Quedaba la oscuridad de la celda pestilente, la gente con la que iba a morir. Y ese Cholevinsky… «Tranquilidad —musitó—, ¿qué más da un interrogatorio? Que sea rápido, sin demora».

No esperó mucho. El pasillo retumbó con el ruido de unas botas, la puerta de la celda tembló —alguien le estaba dando patadas del otro lado—. Se levantó de golpe y miró: no quería perderse el momento de la apertura de la puerta.

Oyó una potente y atronadora voz que preguntó:

—Ist jemand zugekommen?

Jawohl! —sonó de inmediato la respuesta sumisa.

Cholevinsky… Un susurro recorrió la celda. Él se recompuso, dominó el temblor.

—Die Neuen raustreten!

Se deslizó del catre, estiró su dolorido cuerpo. «Estoy tranquilo, Teresa», dijo en voz muy baja, y de pronto pudo verla nítidamente y muy cerca. Sonreía frunciendo ligeramente los ojos, el viento alborotaba su pelo, llevaba en las manos una gran pelota roja. «Es la foto de las últimas vacaciones», le dio tiempo a pensar.

—¡Al centro de la celda! ¡De frente! —tronaba la voz de Cholevinsky.

Se colocó de cara a la puerta cerrada. Desde arriba se filtraba la débil luz amarilla de una bombilla exhausta que iluminaba tan solo el centro de la celda; los catres seguían sumidos en la oscuridad.

—Name!

Contestó. Aún estaba esperando el momento en que se abriera la puerta. Aguzó la vista y vio en la mirilla un gran ojo vivo, humano.

—Wer bist du?

—Soy delineante.

—¡Lo que eres es un cerdo judío! —la voz se hizo más potente, ensordecedora—. ¡Repite!

Cogió aire.

—Soy judío.

—Ya te enseñaré lo que eres. ¡Al suelo!

Antes de que pudiera pensarlo ya estaba en el suelo. El hormigón del piso estaba frío, húmedo y apestaba.

—¡De pie! ¡Al suelo! ¡De pie! ¡Al suelo!

«¿Para qué?», se preguntaba a sí mismo, pero no tenía control de su cuerpo, como una pelota rebotaba una y otra vez sobre el suelo. En las sienes sentía el golpear de un martillo; ya no sabía si era el corazón o esa terrible, tronante voz.

—¡Baila! ¿Me oyes? ¡Baila o disparo! Ein jüdisches Tanzele! Eins, zwei, drei! ¡Aplaudir con las manos! Schneller, schneller!

«Soy un juguete, una peonza, quiero parar y no puedo». Chorreaba sudor, ardía.

Halt! ¡Desnudarse! ¡Toda la ropa! Schneller, schneller!

No eran suyas las manos que lo despojaban de la americana, le arrancaban los pantalones y la ropa interior, no era él aquel hombre desnudo.

—¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con tu Sara? ¡Contesta!

«¡Teresa!». Pidió su ayuda y de pronto volvió en sí.

—¡Contesta o te mato como a un perro!

Él estaba inmóvil mirando hacia delante. Aún no era capaz de emitir un sonido, pero ya notaba cómo todo en él se callaba, se apagaba el fuego. «¡Dios —dijo para sus adentros—, cómo pude…! ¿Para qué…?».

—¡Contesta —retumbó la celda— o disparo!

—¡Dispara! —gritó. Se liberó y se relajó.

Se hizo el silencio. Oía las respiraciones precipitadas de los presos y un susurro débil a sus espaldas.

—¡Dispara! —volvió a gritar. Ahora era él quien daba órdenes, él exigía. Sin bajar la mirada de la mirilla, quería recibir el tiro conscientemente, como ser humano que era.

El silencio se alargaba y no llegaba ningún ruido desde detrás de la puerta. Después oyó un fino hilillo de risa. Procedía del interior de la celda, era cada vez más osado y más claro. Súbitamente se dio la vuelta. Reverberaron las caras divertidas, los prisioneros apenas controlaban la risa.

De repente comprendió. Se lanzó a los catres como un salvaje.

En una esquina oscura, en el catre inferior, un muchacho no tuvo tiempo de apartar la caña negra cortada de una bota. «¡Kriminalrat von Cholevinsky!». Lo amenazó con la mano, pero esta le pesaba mucho, cayó abajo.

—¡Bestia! —balbuceó.

Llegó a su catre, se derrumbó y ocultó la cara entre las manos.

—¡Eh, novato, escucha! No te pongas dramático, vístete. ¿No se puede bromear un poco? Cuando pases aquí algún tiempo con nosotros vas a partirte de risa. ¡Lo que dice la gente! De ellos, de las mujeres… Y ninguno se da cuenta… Tú, primero, nos estropeaste la diversión. ¿Sabes quién golpeó la puerta y encendió la luz? ¿Quién miraba por la mirilla? Ordnungsdienst, para ellos también es una buena diversión…

—¿¡Cómo podéis!? —gritó—. Vosotros…

—¿Que cómo podemos? Un día más, dos, y todos morderemos tierra.

***

Los sacaron esa misma noche, poco antes del alba. Las estrellas palidecían, el viento anunciaba la primavera. No veían el cielo, no sentían el viento. Una lona los separaba del mundo. Cuando el camión empezó a rodar suavemente, comprendieron que habían abandonado la ciudad y que estaban en la carretera. Alguien dijo: «La primera curva a la izquierda Krzemionki…, allí…, el foso…».

Él miraba por un agujero de la lona desgarrada. La niebla del amanecer se extendía por los campos. «Acabarán con nosotros antes de que se levante el sol», pensó.

Un momento después aparecieron en la carretera las señales amarillas de tráfico; apenas pudo susurrar: «Ahora… un cruce de caminos».

Se quedaron petrificados, contuvieron la respiración. El camión aminoró la marcha, se inclinó y bruscamente giró a la derecha, en la dirección marcada por el rótulo: «Auschwitz». Alguien lo agarró de la mano, escuchó un sollozo ahogado. En la pálida franja de luz vio un rostro joven, imberbe. Cholevinsky estaba llorando.