XXV
LA ALEGRE ZOŚKA

Dice que ya está bien, porque hizo una te-ra-pia y un médico, muy bueno, la ayudó. Es alegre, vive en una habitación alegre que ella misma amuebló, ella sola confeccionó las cortinas de muselina, ella sola bordó el mantel, ella sola, sola, sola, porque ¿con quién otro podría ser?

—Yo so-li-ta.

Algunas palabras las pronuncia lenta y rítmicamente, separa las sílabas con pausas, no se sabe si es para subrayar el significado o si le quedó eso de los tiempos de antes. Pasó muchos años en un orfanato, ahora vive en su propia casa y trabaja en una fábrica textil. Le gusta coser. «Cuando coses no hace falta hablar», dice riéndose. No es porque tenga problemas con el habla, no. La terapia le ayudó mucho pero —vacila un momento— no es de las que les gusta hablar. Aprendió a callar, y esta costumbre se le quedó para siempre.

Mira alrededor, a ver si todos la han comprendido:

—El hábito es la segunda naturaleza —aclara.

Tiene una cara lisa de niña y es de constitución delicada.

—Cuando me encontraron entonces yo era como un monito. Mo-ni-to. Humana y animal al mismo tiempo. Tenía las manos muy largas, el pelo hasta la cintura y el cuerpo lleno de costras. Hablaba… así —se ríe, dibujando unos gestos con las manos—. Me preguntaban: «¿Quién eres?». Y yo… así —eleva los hombros, abre los brazos—. Preguntaban: «¿Cómo te llamas?». Y yo… hacía así… Me sentaba en el patio en cuclillas, la gente alrededor y los niños me señalaban con el dedo: «Mo-ni-to». Y los mayores decían: «Es muda. Es judía y muda». ¿Lo comprende?

Vierte un poco más de té, acerca el plato con galletas que ella misma horneó. Le gusta cocinar, hacer cosas al horno.

—En la fábrica me llaman «la alegre Zofia».

¿Por qué? Porque es alegre, le gusta reírse por cualquier cosa. Todo se revela en ella acompañado de alegría. Porque hay mujeres que tienen estados de tristeza de todo tipo, a raíz de lo que pasaron. No ella. Hasta parece extraño. Lo poco que le gusta hablar y lo mucho que le gusta reír. Ha oído al médico decir que eran sín-to-mas.

Alisa el mantel bordado por ella en colores, y a mi petición de que cuente algo más sobre sus vivencias replica con una sonrisa embarazosa:

—¿De qué hablar, señora? Me pasé en ese pajar dos inviernos. Es decir —cuenta—, llegué en otoño, después pasó el primer invierno, después la primavera, el verano, el segundo otoño e invierno, y aún un buen trozo de otra primavera.

Dos meses estuvo escondida en vano por no saber que la guerra había terminado. Y si los campesinos no hubiesen querido demoler el pajar abandonado y sin dueño en la linde del bosque, a saber cuánto tiempo más se habría quedado allí. Se queda pensando un momento y después dice: «Creo que no mucho tiempo más, porque el médico dijo que me hubiera muerto».

Nunca nadie había entrado en el pajar; una vez o dos los chiquillos se metieron dentro, pero no subieron allí donde estaba ella, bajo el tejado; permanecía tumbada junto al poste que soporta el tejado, y de noche se deslizaba abajo para buscar raíces. También para robar remolachas y patatas. Recuerda el día feliz en que encontró una lata de metal.

—¿Sabe qué hice con esa lata? —se troncha de risa—. Hice un pequeño orinal. Lo tapaba con una piedra.

Otra lata que encontró le servía para el agua.

—Cuando tenía agua en la lata, un montoncito de raíces y patatas, estaba tranquila. Estaba tumbada en silencio, pellizcando de vez en cuando un trocito de raíz, otras veces masticando un bocado de patata…, bebía agua…

Durante todo ese tiempo no emitió ningún sonido.

—¿Qué más? —se pone pensativa, como buscando una respuesta—. No lo sé… —Finalmente dijo—: Lo que mejor recuerdo es aquel silencio mío. Pero no se puede contar nada con palabras sobre ese silencio. El callar es lo contrario a emitir voz, y las palabras son voz —explica—. Entonces yo pregunto.

No, no sabe dónde nació, ni quiénes eran sus padres. Lo olvidó todo. Tampoco recuerda cómo llegó al bosque; lo que sí recuerda es que estuvo deambulando por el bosque antes de esconderse en el viejo pajar.

De repente se muestra muy animada:

—Después de la guerra me llevaron por los pueblos vecinos donde antes habían vivido judíos, y hasta me llevaron a la ciudad. Me exhibían como en un circo. «¿De quién es?», preguntaban. En los pueblos ya no había judíos, en la ciudad quedaban cuatro. No me conocían. Y ya no se pudo hacer nada. Las cosas tuvieron que quedar así. El nombre lo elegí yo. Zofia. Bonito, ¿verdad? Me gustó.

No pregunto más, pero Zofia se detiene pensando en algo y, por primera vez, una expresión concentrada aflora en su cara. En este momento realmente semeja un monito desamparado. Dice:

—Cuánto sufrieron los demás… Y a mí nadie me había pegado, ni torturado… No he visto nunca a un alemán con mis propios ojos… Pero es como si me hubieran matado. Porque no soy la misma. El nombre, el apellido, la fecha de nacimiento no son míos. El doctor dijo: es el trau-ma. No sé qué hubo antes ni cómo era yo. Así que es como si no existiera.

Unas gotitas diminutas invadieron su frente. Las secó con el dorso de la mano y era como si con ese gesto borrase los pensamientos que la atormentaban, porque volvió a sonreír:

—¿Ha conocido alguna vez a una persona a la que la guerra mató pero que sigue viviendo?