XXII
LA ASTILLA

La muchacha puso la mano sobre su hombro, una mano cuidada, menuda, con las uñas como flores pintadas de color rosa.

—Ya basta, querido. Me has prometido… Caminaban por un sendero empinado de las tierras montañosas del país vencido, tierras de aspecto pulcro y alegre, porque no habían sido arañadas por la guerra. Especialmente preciosas se les antojaban las praderas cubiertas de hierba densa, no segada desde hacía tiempo, abigarradas por la variedad de flores, rumorosas con la música de los grillos. Ese año el verano llegó antes que de costumbre; apenas empezado el mes de junio, el aire ya estaba saturado de aroma de tilos.

Ambos eran muy jóvenes. Iban de excursión. Cuando la muchacha dijo «basta», el muchacho calló azorado, pidió perdón con una sonrisa y dijo en voz baja:

—Pero, sabes, hay que contar todo esto hasta el final. Y como yo sólo te tengo a ti, a nadie más… Esto es como una astilla clavada profundamente y que hay que sacar para que la herida no se llene de pus, ¿entiendes?

—Lo entiendo, lo entiendo, pero no se puede siempre… infinitamente… siempre sólo aquello. Y tú, desde… —aquí vaciló, porque se conocían hacía apenas una semana— desde hace varios días no dejas de hablar de ello. Yo… por tu bien… Pero si consideras que así es mejor…

Abrió sus bonitos brazos en un gesto de impotencia y se rindió.

—Qué bonito es todo esto —dijo el muchacho—, ha sido una buena idea salir de excursión. Fue tuya. Deberías siempre tener buenas ideas; yo aún no sirvo para nada.

—No te preocupes. Yo al principio pensaba que ya nunca sería capaz de sentir alegría por un vestido bonito —se rió ella.

Llevaba un vestido claro, abigarrado como la pradera.

—¿Tú? Tú sí que has tenido mucha suerte. Has pasado por todo en el campo, alimentando gallinas…, no, no te enfades, de verdad que es una suerte enorme, y por eso eres tan preciosa y tranquila y tanto te necesito. ¡Qué piernas más bonitas tienes! Quisiera pintarlas algún día. Tengo que hacer el bachillerato y estudiar. Siempre quise pintar. Siempre, es decir, antes de la guerra. Pero entonces tenía trece años…

El sol se apagó cuando entraron en el bosque; era espeso, las coníferas parecían colocadas en filas como soldados, el manto de hojas caídas cedía suavemente bajo los pies.

—Entonces —dijo la muchacha— por la noche iremos al cine. O a bailar. ¿De acuerdo?

El muchacho se agachó, cogió una piña del suelo, la olió.

—Descansemos un poco —dijo.

Se recostaron en el suelo, de cara al cielo limpio, de color azul pálido, suspendido encima del bosque.

—Mi madre estaría muy feliz —dijo él.

Tenía los párpados semicerrados, las largas pestañas subrayaban el tono gris de su rostro. Esperó un momento, pero la muchacha no preguntó «¿por qué?». De modo que continuó hablando:

—Estaría muy feliz si supiera que yo estoy aquí, tumbado en el bosque, con la muchacha que amo, que estoy tumbado en un día precioso y alegre y ningún peligro me amenaza. Porque seguramente ella pensaba en esto, entonces…

De nuevo calló. La muchacha yacía inmóvil, con las manos debajo de la cabeza, mascando una brizna de hierba.

—Lo de mi madre fue lo peor —dijo él pasado un instante—. Peor que el búnker en el bosque cuando durante una semana me alimenté de hojas y raíces (¿te acuerdas?, ya te conté), peor que las palizas en el campo. Tus manos son como las de mi madre. Era muy guapa. Vivíamos en una habitación pequeña y sucia, mi padre ya estaba en el campo de concentración, y no teníamos nada que comer. Pero mi madre seguía siendo guapa y alegre y jamás delante de mí mostraba que tenía miedo. Porque yo tenía un miedo atroz. Ella también, yo lo sabía; a menudo, de noche, me despertaba su llanto ahogado; entonces me quedaba calladito como un ratoncillo para que pudiera desahogarse en soledad. Antes de que pasara lo que te voy a contar, mi madre lloraba de noche con menos frecuencia, porque íbamos a conseguir papeles y pasar al otro lado. Entonces era yo quien no conseguía dormirme, tanto miedo tenía de que los papeles no llegasen a tiempo, que se retrasasen. Ella estaba tranquila, me enseñaba diferentes oraciones, y cómo santiguarse, y los villancicos, porque la Navidad estaba cerca. Aquella noche tampoco dormí. Oí cuando entraron en el portal, pero el miedo me quitó el habla, yacía paralizado sin poder gritar «mamá». En la planta baja se oyeron lamentos; golpeaban… Grité sólo cuando ya estaban subiendo la escalera… ¡Cómo crujían las escaleras!… Aún hoy oigo ese crujir… Es ridículo, ¿verdad?

Calló, se quedó escuchando un rato. Sopló una ráfaga de viento y algunas piñas cayeron de los árboles. El ambiente era caluroso como antes de una tormenta.

—¿Cómo lo hizo? No lo creerías; en unos segundos. Muchas veces, después, lo pensé. Seguramente ella venía meditando ese momento, con tanta rapidez y destreza como actuó. Saltó de la cama, de un solo gesto recogió las sábanas y las guardó en el cajón de la cómoda, en un segundo recogió la cama plegable en la que dormía y la metió detrás del armario. Después me agarró de la mano y me empujó al rincón detrás de la puerta, que abrió de par en par, como en un gesto de invitación, antes de que ellos la golpearan. La pesada puerta de roble me aplastó contra la pared y me ocultó. En la habitación había una sola persona y una sola cama. La oí preguntar en alemán: «¿De qué se trata?», con una voz tan tranquila como si le hablara al cartero. Le dieron una bofetada y la obligaron bajar, tal como estaba, en camisón…

Respiró hondo:

—Es casi todo. Casi…, porque, ¿sabes?, cuando mi madre me empujó contra la pared con la puerta yo, sin saber cuándo, agarré fuerte el tirador y lo sostuve con fuerza, aunque de todas formas no se hubiera cerrado sola; era una puerta muy pesada y el suelo era desigual.

El muchacho calló, espantó una abeja. Dijo aún:

—Daría mucho por borrar ese… tirador… —y añadió sonriendo, con una sonrisa de disculpa—: Debes tener mucha paciencia conmigo, querida, ¿de acuerdo?

Con un movimiento lento se dio la vuelta y miró la cara de ella. La muchacha era preciosa, ligeramente sonrosada. Entreabrió sus cálidos labios y respiraba tranquila y compasadamente. Estaba dormida.