XV
LA MUERTE DE LA ZARINA

La muerte de la Zarina hubiera sido una de los millones de muertes anónimas, si no fuera por el hecho de que ocurriera un día precioso y delicado (lo de delicado tan solo me lo figuro, mucho de lo que voy a contar será cosa de la imaginación, aunque sólo en la parte del atrezo, no en la anatomía de lo sucedido), al atardecer, cuando los árboles explayan sus largas sombras y el aire está saturado de una ligera neblina azul que se espesa y va oscureciendo poco a poco, aunque aún falta mucho para la llegada de la noche. La muerte se cumplió precisamente a esa hora del día, la hora que anima a los cansados por toda la jornada de trabajo a dar un paseo por la ciudad.

El hecho de que B. decidiera pasear por las calles en las que ya se recostaban las largas sombras del sol poniente despojó a esa muerte del anonimato, la situó con precisión en el tiempo y el espacio, creó un testigo. Cuando B. se inclinó, la Zarina estaba aún con vida, pero enseguida dejó de respirar.

No se parecía para nada a una Zarina. Parecía más bien una buena, robusta moza campesina, porque siempre estaba sonrosada, su cara era redonda, con hoyuelos en las mejillas. Tenía el pelo espeso y pesado. Se reía mucho y en su sonrisa enseñaba unos dientes muy menudos y muy blancos. La suya era una risa fina y pícara, y toda ella era frondosa y grande. La llamábamos Zarina, obedeciendo a la visión de un poeta que había conocido a Stefania en invierno. El poeta se encontraba bebiendo un huevo crudo cuando en la estancia entró ella, como empolvada de escarcha, roja por el frío, ataviada con una casaca de piel de cordero y calzando botas altas. Al verla dejó cuidadosamente el huevo a medio consumir en el poyete de la ventana. «¡Zarina!», exclamó. Era flaco y llevaba una barba picuda, al lado de Stefania parecía un enano. De modo que se quedó con lo de Zarina por el gran poder que tienen los poetas sobre nosotros, incluso cuando ven una corona y un trono allí donde hay una gavilla de heno. A ella le gustó mucho esto, se rió contenta y graciosa, seguramente de la misma manera se rió al ver a Kürch caminando de frente hacia ella por la calle, sorprendido, asombrado cuando —me lo imagino— exclamó: «¡Stefania!». Pronunciaba su nombre en polaco, Stefania, no Steffi, lo que era una prueba más de su simpatía. Los demás gendarmes —ella era limpiadora en la Feldgendarmerie— la llamaban Steffi.

No sé qué calle era, seguramente una de las principales y probablemente la calle mayor, un tipo de avenida con una doble fila de árboles protegiendo la zona peatonal que corría por el medio; en la desembocadura se dibujaba la plaza redonda con su fuente, reverberaban torres y cúpulas. Allí sitúo el encuentro entre Stefania y Kürch, un alemán flaco, de cráneo calvo en forma de pera, con gafas redondas y, por supuesto, el uniforme de la Feldgendarmerie. Más aún: me parece que tuvo que ocurrir precisamente en las proximidades de la plaza de la fuente, rodeada de bancos y arbustos de jazmín, porque allí solían sentarse las madres con sus niños, así que seguramente allí iba Stefania con aquel niño. No sé si era niño o niña, pero sé cómo era Kürch, porque lo había visto.

Lo vi en la casa campesina donde vivía Stefania con sus padres después del traslado forzoso, a las afueras de una pequeña ciudad (era mi ciudad natal y la de Stefania), con jardín, una casa tan baja que las alceas y otras flores rojas alcanzaban las ventanas. Era una casita pintoresca llena de aroma a hierbajos y a menta. Ahora advierto su aspecto pintoresco, porque entonces sólo pensaba: bien situada, cerca del bosque.

La madre de Stefania, una mujer menudita, acababa de encender la lámpara de petróleo —no había luz en la casa—, bebíamos un té pálido y aromático de pétalos de rosas del jardín, el cielo se tiñó de negro y sonaron unos pasos en el patio. Ambas, madre e hija, se comunicaron con la mirada, ambas dijeron en voz alta: «Bitte». Kürch entró en la estancia, a la luz de la lámpara brillaban sus gafas, no dijo «Heil Hitler» sino «Guten Abend», con su acento aldeano sajón: supongo que se sentía bien en esa casa campesina, quizá le recordaba a la suya en Sajonia, Stefania debía de saberlo y tenerlo en mente.

Puso una botella de vino sobre la mesa, lo hizo discretamente, no sin un cierto pudor, sonriendo: «Na ja… Wie geht’s… Na ja…».

Fue entonces cuando lo vi.

Sorbía el té y la nariz se le enrojecía. No se quedó mucho tiempo, quizá por mi presencia, porque yo lo observaba sin decir palabra; habló de la carta que había recibido de su casa, no enseñó fotografías, seguramente ya las conocían.

Se levantó sin ganas, se hizo el remolón antes de irse. Stefania sonreía complaciente y con un punto de picardía.

«Es un hombre decente», —dijo después, mientras mirábamos por la ventana cómo Kürch se alejaba por el camino en dirección a la ciudad—, «le avergüenza todo esto, nos compadece… Le duele que yo tenga que fregarles los suelos. Nos visita a menudo, gracias a él aún sigo trabajando allí y tengo un buen ausweis…».

¿Qué le habrán dicho a los padres cuando su hija de repente desapareció? Supongo que tal conversación nunca tuvo lugar. Porque Stefania desapareció de nuestra ciudad la víspera del traslado al gueto. ¿Dónde fue? ¿Cómo? ¿Fue la primera en atreverse a dar este paso? Nadie sabía, nadie preguntaba.

Únicamente B., después de la guerra, y no los padres —ya habían muerto—, dijo que era cuidadora de un niño en una familia alemana en una ciudad alejada de la nuestra unos doscientos kilómetros. B. vivía en el mismo barrio, la veía a menudo, generalmente por casualidad. Ella pasaba mucho tiempo al aire libre, en los parques y en las plazas.

De modo que cuando en esa calle que dibuja mi imaginación vio acercarse de frente a ese enclenque con el cráneo en forma de pera, no vaciló ni un momento, quizá hasta acelerase el paso, sé que no titubeó porque, aunque pudiera esquivar el encuentro del que ignoraba se convertiría en su destino, no debió de haberle dicho todo. Pero lo hizo. La habitación de la casa aldeana donde había estado sentado a la mesa de los padres sorbiendo té o bebiendo vino resurgió de repente de las tinieblas de otro mundo. A distancia planetaria, estaba tan cerca… Kürch en uniforme de la Feldgendarmerie no era sólo Kürch: era un cúmulo de imágenes que revolotearon alrededor de ella: la casa, los padres, la ciudad natal, la voz de la madre y también la voz de él, de Kürch, compadeciéndose, doliéndose del sino de ellos. Seguramente no vaciló, mientras que él, cuando sorprendido y estupefacto reconoció a Stefania en la muchacha sonriente llevando de la mano a un niño bien alimentado, a la que quizá hacía tiempo consideraba inexistente, aniquilada, cuando al observarla constató la falta del brazalete blanco en la manga, primero sorprendido, exclamó su nombre (¡así tuvo que haber ocurrido!), y sólo después, en algún momento, o cuando con una sonrisa relajada ella le daba la mano, o después, cuando le estaba contando todo, él se sorprendió por segunda vez, esta vez por el orden trastocado de las cosas, y él mismo añadió el resto. Ella debía haberlo esperado y temido; pero no lo esperaba ni lo temía. Hasta parecía asombroso lo incontaminada que estaba en los tiempos que corrían, qué ajenas para ella eran las leyes ajenas y las normas sagradas de él. Ella conservaba la confianza, y la confianza en aquellos tiempos equivalía a la falta de imaginación. Hasta sospecho que le contó a su patrona lo del encuentro, que era una buena disculpa, y avisó de que esperaba una visita.

B. contó que aún antes de que anocheciera había salido a dar una vuelta por la ciudad, así que tuvo que haber ocurrido —como ya mencioné— a la hora del atardecer, a la que el sol se pone y sobre la ciudad pende una fina neblina y las sombras de los árboles se explayan en las calles.

No fui capaz de imaginarme, cuando entraron ellos, las palabras que pronunciaron, ni siquiera la expresión de la cara de Zarina (ahora de nuevo es Zarina para mí), un destello de pavor que le hizo comprender: sin haber sido testigo de su encuentro con Kürch, lo veía de manera clara. Sólo el salto, el lanzamiento del cuerpo (eran tres, Kürch y otros dos, en medio de una gran habitación cuyas ventanas estaban abiertas sobre las copas de los árboles del callejón, una ventana del cuarto piso), sólo el salto, el lanzamiento del cuerpo, su vuelo hacia el suelo y el súbito alejarse del cielo encima, el vuelo que la arrancó del área de las leyes del tiempo existente y la entregó a la eterna, igualitaria, ley de la gravedad.

Ahora, en el momento de su muerte, no menosprecio el grito del poeta.

Al pasar por el callejón, B. oyó gritos, después vio un pequeño grupo de personas, entre ellas tres alemanes de uniforme. Llevado por el instinto se abrió paso y se inclinó sobre la muchacha que yacía en el suelo. Zarina aún estaba con vida. Tenía los ojos abiertos, mirando al cielo que hacía un instante volaba hacia arriba y se detuvo cuando su cuerpo entró en contacto con el suelo.