XIX
LA BESTIA NEGRA
Me encontraba aún en el umbral, con la mano sobre el picaporte, cuando me topé con su mirada. En un primer momento no vi a nadie más, él atrajo toda mi atención. Miraba alerta, hostilmente. Tomé por un mal augurio la hostilidad de su mirada. «Malo —pensé sin quitarle la mirada de encima—, el viejo no me acogerá». Así estuve meditando y, al mismo tiempo, en voz alta, invocando el nombre de Dios. Sabía que el viejo estaba en el cuarto, sentado ante la mesa, el humo de su pipa me picaba en los ojos, lo sabía sin verlo. «Por los siglos de los siglos», replicó en voz baja. Sólo entonces aparté la mirada del enorme cuerpo sentado junto a la estufa y miré con atención al anfitrión. Era pequeño y huesudo, con un matorral de cejas encima de los ojos, Matylda me lo había descrito con exactitud, sin olvidarse siquiera de la verruga en el pómulo, asquerosa y peluda, ni del bigote canoso con las puntas rizadas hacia abajo. Era él, el tío de Matylda.
Así que dije muy alto que venía de parte de la sobrina de Dobrówka pidiendo un techo donde resguardarme durante una semana o dos. Un silencio siguió a mis palabras, el viejo se quedó callado, sólo se oía el jadeo de la bestia negra a la que yo temía mirar. Una rama golpeaba el cristal de la ventana, tras la que la noche figuraba negra y fría. Bajé el saco de la espalda, y sintiendo un enorme cansancio en las piernas, sin ser invitado, me senté en el banco junto a la puerta. El perro chasqueó la lengua sonoramente, lo que sonó como una aquiescencia, así que respiré con alivio.
—¡Vaya una granujilla esa Maty, no sabía que escondía a judíos! —se rió el viejo.
El término que aplicó al hablar de su sobrina estaba tan fuera de lugar como la risa que lo acompañó. Todos aquellos que hubieran visto a Matylda una sola vez, una mujer alta y seria, maestra retirada, se habrían indignado como yo. ¿Granujilla?… ¿Se burlaba de ella?
—¿Llevaba usted mucho tiempo en su casa?
—Medio año…
—Y ahora…, ¿ha pasado algo por lo que me lo envía a mí?
—Por miedo a un registro. Pide una semana, o dos…
—¿No le ha dado ninguna carta?
—No la quise, porque si la hubieran encontrado…
—Tiene razón. ¿Ha venido andando?
—Sí, a pie.
—Un largo camino… Y ¿qué? ¿No le ha cogido nadie?
—Lo conseguí. Aunque tenía mucho miedo.
—Claro, yo también tendría miedo en su lugar. Por lo general soy miedoso.
—Matylda dijo que usted no diría que no…
—¿Que no? ¿Y por qué? Matylda siempre sabe más que todos. No diría que no… Pues si ella lo dice…
Estaba como discutiendo con ella, no conmigo, y eso no sonaba peligroso. Pasado un momento añadió con seriedad:
—No puedo.
Lo dijo como con pena, suavemente. Comprendí que tenía miedo, y me levanté del banco. El perro, la bestia negra tumbada bajo la mesa, se levantó de golpe. De qué raza era lo ignoro, un chucho seguramente, pesado, grandote, semejante a un lobo. Salió de su escondrijo al centro de la pieza, olfateó mis piernas y gruñó un poco. «Éste sí que me delataría», pensé. La bestia negra me delataría… Agarré el saco que había dejado en el suelo, lo eché al hombro. ¿A dónde ir?… No tenía la menor idea.
—Quieto, quieto… —dijo el viejo—, no le dejaré irse sin cenar.
Se quedó pensativo un momento; luego atrancó la puerta y colgó una manta sobre la ventana.
—Hoy dormirá aquí, pero sólo hoy.
Muy entrada la noche me llevó al desván. Él se quedó en el vestíbulo sujetando una linterna y yo trepé por la estrecha y podrida escalera de madera. Ya arriba, cuando iba a deslizarme por el hueco cuadrado de cuyo interior salía un fuerte y asfixiante olor a heno, miré atrás, abajo. Allí estaba el perro con la cabeza erguida, vigilándome.
Un momento después me hallaba tumbado en el heno, hecho polvo, semiinconsciente. Sólo entonces me venció el cansancio de la caminata de todo el día y del miedo que aún, sólo de pensar en el tramo recorrido, me causaba temblores. Me quedaba pasmado pensando cómo, por qué milagro, había conseguido recorrer los quince kilómetros que separaban Dobrówka de la cabaña del tío de Matylda. Ya no pensaba en el mañana. De abajo llegaba el ruido de los pasos del viejo moviéndose por el cuarto. Después cesó, me sumí en el silencio, me hundí en el sueño.
De pronto me estremecí, volví a la realidad. Mi oído aguzado y bien entrenado captó pisadas suaves, casi imperceptibles. Me paralizó el miedo, aunque sabía que era el perro que subía la escalera despacio, cuidadosamente. Oía su respiración silenciosa. Recordé la mirada hostil, el enorme y pesado cuerpo, y aquello que alguna vez había leído de que solían lanzarse a la garganta. Me encogí en un rincón, un sudor frío corrió por mi frente, me tapé la cara con las manos; cuando las retiré, después de un buen rato, estaban totalmente húmedas. El perro se detuvo en el último peldaño de la escalera, con las patas delanteras apoyadas en el umbral del desván. Dos llamas verdes, sus ojos, brillaban en mi dirección. Vencido por un ataque de miedo irracional le dije en voz baja: «¡Vete!, ¡fuera!». Obediente, se dio la vuelta y bajó.
Por la mañana temprano (noté que era de día gracias a un rayo de luz que se colaba por una rendija del tejado) el tío de Matylda, sin decir palabra, puso ante mí un cuenco de leche y pan.
—¿Tengo que irme? —pregunté. No contestó.
Nunca hablaba conmigo, y si no fuera por la comida que dos veces al día dejaba en el umbral del desván, podría pensarse que yo no existía para él. En cambio, la bestia negra —porque así llamaba en mis pensamientos al can— me visitaba cada noche, cuando toda la casa se sumía en el silencio. Trepaba la escalera sin apenas ruido, se detenía en el peldaño más alto y sus ojos brillaban. Así se quedaba hasta que yo le decía «fuera» o «vete ya». Me acostumbré a esas visitas; incluso, pasada una semana, las esperaba no sin cierta impaciencia. Pero jamás se me ocurrió llamar al perro, aunque hoy, después de todo lo ocurrido, sospecho que él lo esperaba. Por lo visto, el miedo que me había causado la primera noche estaba aún latente, la desconfianza, tan solo adormecida. Una noche esperé en vano: no vino. Esperé largo rato; después me dormí, no sin dificultad.
—¿Y el perro? —pregunté por la mañana a la mano que me deslizaba el cuenco de leche.
—Matylda ha dado la señal de que puede volver.
No me fijé en que la respuesta no era la correcta. El pensar en volver con la buena de Matylda me produjo una alegría grande y cálida, mezclada con el miedo. Me alegraba de poder volver al escondite seguro, y al mismo tiempo me daba pavor el camino de vuelta.
No era un camino seguro; pasaba por una gran aldea, Siniawka, que no había manera de evitar. Abandoné el desván absorbido por pensamientos buenos y malos.
El tío de Matylda murmuró algo cuando le agradecí su hospitalidad, y sólo en el umbral me hizo volverme, llamándome:
—Camine lo más rápido posible para pasar Siniawka durante la niebla…
El aire fresco me cortó la respiración, me agarré a la cerca, respiré hondo. La hora era muy temprana y la niebla espesa. Cerré cuidadosamente la cancela, emprendí el camino. Traté de caminar enérgicamente, lo cual no era nada fácil, habida cuenta de que había olvidado cómo se movía uno. El espacio abierto me asustaba, desde hacía varios meses había estado encerrado en un cubículo de dos metros cuadrados. Me arrepentí de no haber cogido un palo que me sirviera de bastón; podría moverlo al compás de la marcha, y apoyarme sobre él. El pensar en el bastón que no tenía me absorbió hasta tal punto que sólo después de haber dado más de una decena de pasos percibí el sonido de otros bien conocidos, suaves y silenciosos. Me volví: el perro corría tras de mí.
—Adiós, perrito —dije, y por primera vez toqué su pelaje cálido y agradable al tacto. Se estiró bajo mi mano, bostezó sonoramente, tras lo cual, movido por una energía repentina, se sacudió como después de un baño y miró hacia arriba, me miró a mí—. Hala, vuelve a casa, yo debo irme —le decía, pero el perro no se movía del sitio y no me quitaba los ojos de encima. Era evidente que me estaba diciendo algo, y aquellos que entienden el habla canina comprenderían sin dificultad de qué se trataba. Pero yo hasta entonces no había tenido mucho trato con los perros y nunca se me había ocurrido que se pudiera hablar con ellos.
Impacientado, aceleré el paso; pero el perro, normalmente tan obediente cuando lo echaba del desván, esta vez hacía caso omiso a mis órdenes. Marchaba a mi lado, tranquilo y compasado, de vez en cuando frotándose contra mis piernas. Caminábamos al mismo paso, hombro con hombro, si se puede utilizar aquí esta expresión (y sí se puede, con total seguridad, hoy lo sé a ciencia cierta). Ignoraba su nombre, de modo que me dirigía a él llamándolo «perro».
Todavía no sabía qué iba a hacer él; cuando llegamos al final del sendero que cruza el prado creí que allí, en el inicio de la carretera, llegaría la despedida. Le estaba agradecido por haberme acompañado en el primer tramo del trayecto, más seguro que los siguientes, cierto, pero difícil, porque el hombre nunca está más solo que en los primeros momentos de la soledad; por suerte existe la operación llamada «acostumbrarse», uno de los dones que nos dio el destino en un momento de generosidad.
El camino a través de la extensa superficie del prado era el comienzo de mi soledad en el mundo hostil y ajeno que me rodeaba, y ahora, al acercarnos a la carretera donde, como creía, íbamos a despedirnos, comprendí que la pena que se había apoderado de mí al emprender el camino por la falta de un bastón en que apoyarme, hubiera sido el penoso lamento de un ser abandonado por todos.
Pensando en esto, me detuve ante la zanja que separaba la ruginosa hierba otoñal del camino adoquinado. La niebla se disipó, se hizo de día y el cielo se volvió de color rosado.
—Vamos, ahora, rápido a casa, tu amo te espera, vuelve, vuelve con él… —le dije al perro, que con la nariz pegada al suelo iba y venía corriendo a lo largo de la profunda cuneta llena de agua de lluvia—. ¡Ya basta, basta, a casa! —le ordenaba en voz baja indicando con el brazo el sendero que acabábamos de dejar.
Ni caso. Hundió la nariz en la tierra, mordisqueó una brizna de hierba y de pronto cruzó la cuneta de un salto. Se detuvo en la carretera, su rabo se movía como un péndulo. Ladró. ¡Qué revelación! Lo comprendí: «¡Salta —me decía—, salta rápido!».
Me quedé como clavado en el suelo. Si él saltó la zanja, si me decía «salta»… Tomé impulso y volé por encima del agua sucia, aterrizando en la carretera, al lado del perro. Me agaché y alargué la mano para acariciarlo. ¡Qué va! No quería cariñitos, tenía prisa, ya corría hacia delante con el rabo alegremente levantado, apenas lograba seguirlo.
Reverberó el sol, en la carretera aparecieron los primeros carros de caballos. Su traqueteo quebró el silencio de la mañana, pero no perturbó la tranquilidad que había en mí gracias a los blandos pasos que me acompañaban. Sólo cuando el sol se elevó y desde la colina avisté las casas de Siniawka dispersas por el valle, mi tranquilidad sufrió un cierto deterioro. Dado que ya habíamos recorrido un buen tramo del camino, me desvié de la carretera hacia un soto, pensando en descansar un rato; él, obedientemente, me acompañó. Me senté con la espalda recostada en el tronco de un árbol; el perro se sentó cerca, a un metro de mí. Le interesaba el entorno, tensaba las orejas, giraba la cabeza a derecha e izquierda y golpeaba rítmicamente el suelo con su rabo tieso. Me chocó la expresión de alerta en su hocico que tanto me había asustado la primera noche y que irracionalmente había relacionado con hostilidad, mientras que ahora, ya sabiendo un poco más de él, la leí de manera diferente, es decir, como la expresión de estar vigilante, totalmente avizor, la postura defensiva contra cualquier sorpresa. Tal estado debería acompañarme a mí, no al perro, era yo quien debería aguzar el oído, girar la cabeza a derecha e izquierda y mantener la atención. Pero yo permanecía sentado, abatido, fatigado por la caminata, resoplando ligeramente, con los párpados que se cerraban bajo el peso de la somnolencia.
—Óyeme —le dije. Sin prisas, volvió su cabeza hacia mí, descubriendo sus incisivos blancos y afilados—. Óyeme, voy a echar una cabezadita…
No sé si lo dije en voz alta o sólo con el pensamiento, quizá fuese un murmullo o el balbuceo de un beodo, porque sentía estar sumergiéndome en la cálida profundidad del sueño, me hundía en el abismo delicioso, aunque no infinito, dado que mi conciencia registró la dolorosa toma de contacto con el suelo cuando mi cuerpo se desplomó desde la posición sentada.
El sueño que me había derrumbado tan de golpe no era tan profundo por lo visto, ya que oía mis propios ronquidos, demasiado sonoros y, en mi situación, indudablemente inoportunos. Es más: dormido veía con total claridad el soto de abedules y al perro guardián a mi lado, también mi pensamiento era demasiado agudo para un hombre sumido en el sueño; pensé que podía descansar una horita, dormir, retrasar una hora el difícil encuentro con Siniawka si el perro a mi lado me protegía con tanta devoción. Pero, apenas hube formulado este pensamiento, el perro se levantó de golpe y, con el rabo entre las piernas, corrió a toda prisa hacia la carretera. Corría y se alejaba, como huyendo. Yo lo llamaba, pero como no conocía su nombre le decía «¡perro!», o mascullaba «¡bestia negra!». Él iba desapareciendo de mi vista convertido en un punto negro menguante o una raya negra saltando por la calzada. No le reprochaba haberme dejado tan subrepticiamente; el miedo pegajoso, húmedo, se apoderó de mí otra vez, al quedarme solo de nuevo.
Debí de agitarme en sueños y gritar, porque cuando me desperté tenía los labios llenos de babas y el rostro húmedo. La bestia negra estaba encima de mí aullando en silencio. Levantó la pata, y con un movimiento suave tocó mi hombro una y otra vez.
Atravesamos Siniawka sin contratiempos. No escurriéndome a hurtadillas entre las casas, como cuando había pasado por aquí por primera vez. Ahora íbamos los dos por el camino que cruzaba el pueblo, a la vista de todos. Los niños gritaban: «¡Qué perro más grande!». Y también: «¡Jesús, qué negro es!». Lo de negro podía referirse igualmente a mí, podía desencadenar otra palabra diferente y mortífera. ¡Claro que sí! Pero yo tenía al perro, no estaba solo, y la gente como yo no tenía perros. Caminaba al paso sereno de un amo que venía de visitar el pueblo vecino acompañado de su perro.
A las cuatro llegamos a Dobrówka. Hubo que esperar hasta el anochecer para poder entrar en casa de Matylda bajo la capa protectora de la oscuridad.
Esperamos entre juncos, junto al estanque. Las ranas croaban. El perro, sintiendo que el final del trayecto estaba cerca, dormitaba recostado a mis pies. De vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba, miraba en derredor y, a continuación, ya tranquilizado volvía a dormirse.
Después del anochecer nos acercamos a la casa de Matylda. Subí corriendo la escalera del alto porche, llamé al cristal con la señal acordada. La puerta se abrió un poco, y la figura alta y seria de Matylda apareció en el umbral.
—Gracias a Dios…, temía tanto este camino…
—Doña Matylda, por favor…, algo de comer…, él está allí, en el patio, tiene hambre…, cualquier bocado…
—¿Quién? ¿Qué dice?…
—El perro.
Me miró como si yo estuviera loco.
—¿Qué perro? Cierre la puerta rápido, ya…
—Está sentado abajo, junto a la escalera. Es el perro de su tío. Hizo todo el camino conmigo. Me acompañó hasta aquí. Gracias a él…
La cogí de la mano, no me creía, pensaba que estaba delirando.
Bajamos corriendo la escalera al patio. No había nadie.