VI
EL LOCO

Todos ellos me toman por loco…, pero yo no estoy loco. Es lo que se dice de cualquiera que tiene mal la cabeza, pero la mía está sana. ¡Ojalá Dios me la dejara mal! El que está mal es mi corazón, pero eso ya no tiene remedio.

Tengo las piernas torcidas —ya lo ve usted— y una joroba. Altura, uno cincuenta. Mi cara es tal que todos los niños me tienen miedo; pero los míos eran unos buenos niños y cada mañana, cada noche, me daban un beso en la mejilla diciendo: «Buenos días, papá», «Buenas noches, papá».

¿Sabía usted, señor doctor, que a la gente tan fea solían nacerles unos hijos hermosos? ¿Lo ha oído decir? Mis hijos eran hermosos. Tenían el pelo claro, ¡seda pura! Y las piernas rectas, y rollizas como salchichas. Yo y mi mujer, que era sólo una buena mujer, decíamos: «Dios es justo, dio a los hijos aquello de lo que nosotros carecemos…». Eran tres, todas niñas. La mayor de siete años, la pequeña de tres.

¡Soy barrendero! Barría las calles y había mucho por barrer, era un pan duro de ganar, entre tanta pestilencia. Luego no conseguía quitármela ni lavándome en los baños. En estos baños. La mayor iba al colegio y trajo las notas, todo sobresalientes, de arriba abajo. En la escuela a veces decían: su papá es barrendero, pero ella… tiene el corazón de oro, decían. Ésa era mi niña… ¿Se puede entender, señor doctor? No se puede.

Después barría en el gueto, eso sólo se llamaba barrer. ¿Las basuras hacían daño a alguien? Y tenía una escoba y con esa escoba daba vueltas. Las niñas tenían hambre; mientras andaba así, a veces encontraba algo para… ya sabe usted… Otras veces alguien me daba algo.

Las pequeñas no lo comprendían, pero la grande…, ah…, era un tesoro. Igual: cada mañana «buenos días», cada noche «buenas noches». Yo le decía: «Duerme tranquila. Tranquila…».

Cuando llegó la primera acción dijeron que me iban a llevar, porque se llevaban a los lisiados, y yo soy enano y tengo chepa. Me escondí en el tejado.

¡Señor doctor! Con la segunda acción nos escondimos en el bosque. Y cuando la tercera yo andaba por las calles con mi escoba, porque entraba a trabajar a las cinco, y todo empezó a las tres y media. ¿Sabe usted qué clase de escoba es? De junco, larga y tupida. ¿Ve usted mi altura? Uno cincuenta.

Cuando los camiones pararon en la plaza delante de los baños me acurruqué en un rincón entre dos casas, tapado por la escoba. Ni los de las SS ni el Ordnungsdienst pensaron que había un hombre allí, porque sólo veían una escoba. Yo temblaba tanto que la escoba temblaba conmigo. Lo oía todo, porque los encerraban en los baños antes de cargarlos en los coches. Yo me decía: «Dios, dame, dame». Y no sabía qué tenía que darme. ¿Sabía yo que existía ese Dios? Qué va…

Sabe usted…, alguien huía corriendo, y con la mano rozó la escoba, que cayó, y si alguien hubiera mirado en el rincón, habría sido mi final. Yo tenía miedo de levantarla, porque ya los llevaban a los camiones.

¡Doctor! En el primer camión, de pie, estaban mis niñas, mis tres… Yo veía que la mayor lo comprendía todo y que las pequeñas lloraban de puro miedo. De pronto dejaron de llorar, y la más pequeña, de tres años, exclamó: «¡Papá, papá, ven con nosotras!».

Me vieron. Sólo ellas me descubrieron en mi rincón. Sus ojos, ¡doctor! ¿Y qué piensa? ¿Que yo, su padre, salí, corrí hacia ellas, sí?

Pero yo puse el dedo en la boca, y mordiéndolo de miedo y sacudiendo la cabeza, les indicaba que no se podía gritar, que estuviesen calladas: «¡Chist!».

Las pequeñas gritaron una vez más, pero la tercera, la mayor, les tapó la boca con las manos. Después ya se mantuvieron calladas…

Deme ahora el certificado ese de que no estoy loco, porque si no, me echarán del trabajo y me encerrarán en el hospital.

O bien deme… el remedio para que no siga escondiéndome y gritando: «¡Voy!, ¡voy!…». Porque ellas ya no lo oirán.