VII
DETRÁS DEL SETO

Agafia está de pie en el umbral de la puerta, apoyada contra el marco. Es baja y fornida, con una cara brillante, sus ojos son pequeños y carentes de forma, marrones, siempre velados por una especie de neblina lacrimosa que los hace parecerse a setas en vinagre, setas que a veces me divierten y otras veces enfadan. Eso no depende de mí, sino del humor de Agafia. Porque Agafia tiene sus malos humores, que manifiesta pegando sonoros portazos, removiendo enérgicamente las cacerolas y también lanzando relámpagos con sus pequeños e informes ojos. Ahora, por ejemplo, me gustaría pedirle que corriera las cortinas de las ventanas, esta tarde de julio hace bochorno, pero opto por no decir nada. Sé que Agafia se está preparando para relatar una de sus largas historias, que me brinda casi a diario desde hace veinte años, historias que si alguien las hubiera recogido, formarían la crónica viva de nuestra pequeña ciudad y nuestros vecinos. Las historias suelen ser enrevesadas, aunque versan de cosas sencillas y nada complicadas, repletas de detalles minuciosos sólo aparentemente inútiles. En el efecto final resulta que precisamente gracias a ellos la narración gana en plasticidad y expresión, se muestra redonda y bien terminada.

Las historias de Agafia forman el único hilo que me une al mundo exterior. Hace años que no dejo mi silla, vencida por una debilidad de las piernas; no veo a nadie y los sonidos del día me llegan ahogados y lejanos a través del alto y espeso seto plantado hace años por las manos de mi marido.

Sin embargo, desde hace un año, es decir, desde que fuimos víctimas del Herrenvolk y la vida se plagó de hechos crueles hasta entonces desconocidos, los relatos de Agafia se convirtieron en el único e indispensable medio que, de manera pasiva y puramente emocional, me permite participar en la historia de nuestros días.

Es menester reconocer que a Agafia le debo que mi casa, unifamiliar, amplia, situada en medio de un jardín con setenta y ocho árboles frutales, haya escapado a la confiscación de pisos para oficiales alemanes. Hasta hoy no sé cómo lo había conseguido. Ante mis insistentes preguntas lanzaba una respuesta lacónica que no aclaraba mucho: «Un pimiento les daré a estos malnacidos, no un alojamiento». La desaparición de la vajilla Rosenthal, de lo que me percaté unos días más tarde, me hizo pensar en el tema de la corrupción, y sobre todo que Agafia, cuando le pregunté, se puso hecha una furia: «¡La gente no tiene para comer, y usted con sus rosenthales en la cabeza! ¡Puaj!».

Me callé, avergonzada. Tenía toda la razón.

El sol aprieta lo suyo, en las cintas de sus rayos tiembla la neblina herrumbrosa del polvo que se levanta de las alfombras sin sacudir desde hace tiempo y de pesadas cortinas de brocatel. Agafia, ceñida con un trapo de cocina no demasiado limpio en vez de delantal, con la bandeja vacía en su mano bajada, de pie, en el umbral de la puerta (siempre relata de pie), se despereza. Esta vez presiento una sinfonía, una historia larga; haciendo un esfuerzo demasiado evidente me levanto de la butaca y me deslizo por la alfombra hacia la ventana para mitigar el sol. Un tirón de la cuerda borra de mis ojos la mancha clara de verdor, los girasoles espigados y graciosamente inclinados hacia el sur, silencia el zumbido de las abejas, me separa del aroma de la hierba calentada por el sol. La habitación se sume en una penumbra repentina de color de pesado vino tinto. Ahora estoy luchando con el espacio de unos pocos metros que me separan de la butaca y espero su ya tradicional observación jocosa: «¡Nada, no pasa nada… el movimiento es salud!». Pero Agafia no me mira, se nota que en su cabeza sopesa las primeras palabras —lo sé perfectamente— que caerán en cuanto vuelva a acomodarme en la roída butaca. Sentada enfrente de la puerta, levanto ligeramente la cabeza: estoy preparada. «Estoy preparada».

«Hoy fusilaron en el campo dos camiones de judíos», dice Agafia mirándome con sus ojos lagrimosos. Como por reflejo levanto las manos hacia las sienes, pero las vuelvo a bajar inmediatamente, reñida por una mirada afilada. «Hay que saberlo». Recuerdo sus palabras cuando, después de su primer informe de las crueldades cometidas por los alemanes en nuestra pequeña ciudad, protesté débilmente: «Agafia, no puedo escucharlo…, estoy enferma. Ten piedad». «Hay que saberlo, verlo. Y recordar», respondió, y a partir de aquel momento no me atreví a interrumpirla.

—Los fusilaron a todos; la señora aún estaba durmiendo. Yo me levanté pronto; mi hermano y yo íbamos a ir a Lubianki a por harina. ¡No hay ni pizca de harina en la despensa! Llegamos allí, eran las siete de la mañana. Mikołaj escondió el saco debajo de la paja; no tomamos leche, aunque nos convidaron. Pensamos: «Es hora de volver, para qué ponerse a la vista de los alemanes de día». Además, resulta agradable viajar por la mañana, hace fresco, los pájaros no dejan de parlotear en el bosque, el rocío se extiende sobre la hierba, y más allá, en los campos, la niebla blanca es como el trigo sarraceno en flor. Hablamos Mikołaj y yo de los viejos tiempos, cuando él estaba rondando a la hija del molinero, que después se casó con otro. Mikołaj hasta se tenía que sujetar de la risa cuando le recordé aquellos cortijos («cortejos», corrigió él mismo). Ya le he dicho que la niebla cubría los campos y ocultaba el mundo. Así que cuando salimos del bosque aún no se veía nada. Sólo el caballo levantó las orejas y empezó a moverlas nervioso. Ya ve usted, el caballo fue el primero en captar que el mal estaba al acecho. Nosotros nos dimos cuenta sólo cuando se oyó el trueno del disparo. Siwy, el caballo, se encabritó, Mikołaj tiró de las riendas, saltó del carro. Estábamos en medio del camino, sin saber qué hacer. Se oían voces, ni cerca ni lejos, como si la niebla nos estuviera metiendo algodón en los oídos. Cada pocos minutos se oía un disparo, algún grito y luego el silencio. Yo estaba empapada de sudor, y donde más, aquí, entre los pechos, la camisa se me pegó al cuerpo como después del baño. «No tengas miedo» —me dijo Mikołaj—. «Disparan a los judíos. Baja del carro y vete al bosque. Ahora no podemos pasar. Hay que esperar a que terminen».

Dio la vuelta en silencio, dejó el caballo entre los avellanos, apartado del camino, y mientras tanto la niebla se disipó, y cuando me senté en la hierba al borde del bosque ya se veía todo, todito…

Parece que Agafia vio la palidez de mi cara, porque se interrumpió y con una mirada irónica observaba cómo estiraba la mano para coger el vaso de té. Un poco de azúcar cayó de la cucharilla: mi mano temblaba.

—Si le digo a alguien que es usted tan sensible, se echaría a reír. Hoy día la sensibilidad que hace falta tener debe ser dura, sí, muy dura. Cualquier otra no vale una mierda.

Las setas marinadas de Agafia destellaron con severidad; aparté el vaso.

—No eran muchos, lo más unas setenta personas, y unos pocos alemanes. Los habían cogido de noche, en la periferia, en ese barrio junto al estanque. Ahora los cogen a menudo porque no caben todos en el gueto. Los alemanes andan de aquí p’allá, con los fusiles en ristre, y cuando alguno grita es como si ladrara un perro. Los judíos abren zanjas, en algunas ya hay algún que otro cuerpo. Cavan en silencio, con aplicación, no de cualquier manera. Piense, señora: «Cavarse la tumba a uno mismo… ¿Qué sentirían al cavar esas tumbas? ¿Lo sabe usted?».

Sacudí la cabeza.

—¡Yo lo sé! Nada, señora, no sentían nada, porque ya antes estaban como muertos… Cuando empezaron a disparar de nuevo, me puse en pie de un salto, quería correr al bosque, lejos, para no ver. Pero no lo hice. Algo me retenía en el sitio, me decía: «Mira, no cierres los ojos». Y yo miraba.

Se quedó callada. Yo permanecí inmóvil, sintiendo la inercia del cuerpo, el peso de mi invalidez, más que en otras ocasiones. Agafia apartó la bandeja que llevaba en las manos, sacó un trapito y se secó el rostro. Se acercó, cogió una silla. Era inusual que se sentara; un miedo incomprensible se apoderó de mí.

—¿Sabe quién estaba entre ellos? —preguntó en voz más baja, sin quitarme el ojo de encima—. Aquella joven, tan morena que usted había echado…

—¿Y cómo lo sabe, Agafia? —pregunté irritada—. ¡Si no la pudo ver!

—Lo sé. —Y yo sabía que decía la verdad. ¿No había dicho: preciosa como sacada de un cuadro, morena, largas trenzas…?—. Lo sé. Hasta sé de quién es hija.

Me miraba, y de ese mirar me entró una debilidad; quería decirle que dejara de mirarme así, que una cosa no tenía nada que ver con otra, pero mis labios permanecieron petrificados y mudos. Movía la boca sin emitir un solo sonido. Me encogí. De pronto sentí el aroma de las flores, vi el rostro pálido y delicado de aquella muchacha de quince años.

—¿Acaso estoy diciendo que es usted culpable de su muerte? —Oí la voz de Agafia: sabía leer los pensamientos.

«No tengo la culpa de nada», quise gritar pero, aunque ya había recuperado la fuerza de la voz, en este momento comprendí de súbito que no podía pronunciar estas palabras con la conciencia limpia.

Y Agafia comprendió que yo lo sabía.

Se levantó. Su figura baja y robusta me pareció de pronto majestuosa y soberana. Volvió a colocarse el trapo alrededor de la cintura, recogió la bandeja de la mesa, los platos. En la puerta se dio media vuelta.

—Estaba desnuda en el campo vacío, bañada por el sol, esperando la muerte. Pero aquel que la apuntaba no pudo disparar. Se conoce que tenía el ojo sensible a la hermosura. Él apuntaba y ella esperaba. Luego se acercó otro corriendo, uno de pelo claro, gritó algo en su lengua, apartó al primero y disparó. Ella sacudió los bracitos en el aire y cayó, y así se quedó.

Nos medíamos con la mirada en medio de un gran silencio, Agafia y yo. Finalmente bajé los párpados y ella salió de la habitación dando un portazo. El siguiente sonido que llegó a mis oídos fue el ruido metálico de las cacerolas.

Lo más difícil es el momento de levantar el cuerpo. Después, al sentir el apoyo del bastón, la sensación de inercia disminuye el esfuerzo que he de hacer al levantar los pies. Los veinte años me familiarizaron con la invalidez, tal como me familiaricé con la presencia inseparable de Agafia, o con la soledad que se apoderó de mí cuando me dejó mi marido. A veces incluso me parece que la vida pasada entre las cuatro paredes de mi casa y las cuatro paredes verdes de mi precioso jardín ha sido feliz.

Paso a paso me muevo renqueando a lo largo de la habitación en que la penumbra de color vino tinto (¿color sangre?) es aún más espesa porque el sol ya se desplazó del sur hacia el poniente. Mi bastón terminado en una contera de goma emite un sonido sordo y seco. Con la otra mano voy tocando los muebles que me sirven de apoyo por el camino: la mesa de roble, un amplio aparador también de roble, la biblioteca. Avanzo despacio, como pensándolo, en contra del sano juicio que me ordena no moverme del sitio. Voy, quizá, obedeciendo a la mirada de Agafia, ante la cual, hasta hoy día, conservo el miedo de un niño enfermo. El resplandor de la luz irrumpe por la puerta abierta, golpea los ojos hasta causar dolor. Por lo general reina el silencio, las abejas, tan ruidosas al mediodía, callaron, sólo se oyen los grillos y los gorriones picoteando las cerezas. Los girasoles desviaron sus cabezas siguiendo al sol, que ya estaba a punto de ocultarse. Es, para mí, el momento más precioso, porque detesto los amaneceres que prometen florecimiento, y tampoco me gustan los mediodías pavoneándose de su plenitud. En cambio, el ocaso, que lenta pero inevitablemente desciende hacia la noche, no despierta en mí inquietud ni pena. El sendero flanqueado de grosellas me lleva hacia el objetivo. Precisamente aquí, entre las flores plantadas hace años en imaginativos macizos y que hoy forman una maraña frondosa, aquí vi a esa muchacha, a esa niña. Yacía en el suelo medio desnuda, su belleza me dio una punzada en el corazón. Delgada, delicada, sólo cuando levantó la mirada me di cuenta: era una niña.

—¡Qué vergüenza! —grité—, ¡vergüenza y deshonra! ¡A esta edad! ¡En un jardín ajeno!… ¡Fuera de aquí! ¡Ahora mismo!… No miraba al muchacho, sólo a ella. Se levantó avergonzada, tapando apresuradamente su desnudez.

—Le pedimos perdón, señora —musitó.

En los ojos llevaba aún la calidez del amor, y en los movimientos una extraña pesadez sensual, nada natural para su cuerpo de niña. Se iban alejando mientras yo no dejaba de gritar algo sobre la podredumbre y la obscenidad a las que se entrega la juventud apenas salida de la infancia.

—¡Es una vergüenza! —repetía—, a esta edad… Vergüenza e indecencia…

A medida que yo seguía gritando, los ojos de la muchacha se enfriaban, se llenaban de ira. Pensé que se iba a lanzar contra mí. Pero ella sólo dijo suavemente, con amargura:

—A nosotros todo nos está prohibido, ni siquiera podemos amarnos, alegrarnos la vida. Lo único que nos está permitido es morir. ¿A esta edad, dice usted? ¿Acaso llegaremos a otra? Vamos, Zygmunt —se dirigió al muchacho—, vámonos de aquí.

Se fueron por el mismo sendero por el que yo acababa de llegar. Cuando el muchacho se dirigió a ella comprendí que ella estaba llorando. El muchacho dijo:

—Calla, mi amor. Es una vieja envidiosa, coja. Calla…

Los seguí con la mirada hasta que desaparecieron, expulsados del Paraíso. Después contemplé con pena las flores arrugadas y la hierba aplastada. Y pensé que, en realidad, no había visto al muchacho. Un chico estaba con ella, lo sé; se llamaba Zygmunt; pero yo no lo vi.

Ahora las flores crecen allí espigadas, intactas. Los últimos pies que pisaron esa hierba fueron los de ellos dos. ¿Qué es lo que estoy buscando al inclinarme? ¿Aquel instante de amor y felicidad que ávidamente deseaban salvar de la vida asesinada? ¿Del que yo los despojé? ¿Qué palabras susurran mis labios? «Sacudió los bracitos en el aire, cayó, y así quedó…».

Qué bien que se acerca Agafia, que siempre sabe cuándo la necesito. Viene hacia mí con su paso decidido, con su cara de buena aunque aún severa. Ya está junto a mí, siento su mano en mi hombro.

—… Eh, eh —dice en tono de reproche bondadoso.

Volvemos en silencio. Sólo se oye el crujir de la grava en la senda y nuestra respiración.