XXIV
EL REFUGIO

Aquel verano tomé una ruta diferente de la que solía tomar. Era una línea secundaria, dividida en transbordos, el tren de pasajeros se arrastraba perezosa y ruidosamente por el paisaje monótono, raras veces rozando bosques, parando cada dos por tres en pueblos y ciudades cuyos nombres ni me sonaban. Después de una hora de viaje maldecía la desafortunada ocurrencia. Intentaba dormir, intentaba leer, me exponía al sol como un gato y mataba el aburrimiento con cigarrillos, una manera de hacerlo tan dañina como ineficaz.

El tren estaba vacío. Casi nadie viajaba por esos lares, y si ya por fin subía alguien, eran las mujeres campesinas con sus enormes pañuelos blancos llevando al mercado cestas abombadas que olían a nata y a leche, que subían en una estación para bajarse en la siguiente. En el pasillo un grupo de hombres discutían ruidosamente sobre el resultado del partido del domingo —al parecer el portero había fallado—. El revisor dormitaba.

Precisamente nos deteníamos en una de las diminutas estaciones —dos postes y un tablón de madera con el letrero, probablemente el pueblo estaba situado lejos de la vía— cuando vi a un hombre y una mujer subiendo al tren. En la ciudad no hubieran atraído mi atención, pero aquí, en pleno campo… Ella, de belleza cuidada, vestida con un traje sencillo pero de corte muy selecto, zapatos bajos, finos, que envolvían el pie como un guante. El hombre era un poco mayor, con las sienes ya sembradas de canas, alto, delgado, de rasgos afilados. Se echó el abrigo descuidadamente sobre el hombro. Llevaban una maleta y un enorme y exquisito bolso de viaje.

Me asomé por la ventana —no se veía nada más que avena, centeno, trébol rojo, un fino trazo del camino campestre en el que estaba dando la vuelta un carro de caballos, llevando tras sí una cola de polvo gris—. Parecía como si ellos hubieran venido en ese carro. ¿De dónde? ¿De casa de quién? A la legua se presentía en ellos la gran ciudad desde generaciones, y apostaría lo que fuera a que no volvían de visitar a la familia.

Entraron en mi compartimento; era el más próximo a la puerta. El hombre colocó el equipaje en el estante, ayudó a la mujer a quitarse la chaqueta. Parecía más joven, más niña, con la blusa cuyo color blanco subrayaba el de sus ojos: ojos que lloraban. Se sentó en un rincón, no junto a la ventana, aunque estaba el asiento libre, y cogió la mano del hombre con gesto asustado, como buscando apoyo. Pero ¡qué clase de apoyo podía recibir, si el cigarrillo en la mano de él temblaba exageradamente!

El tren dibujó un suave arco, desde la proximidad del bosque saltaron unas casitas repartidas alrededor del río; aparecieron de pronto, y de pronto volvieron a desaparecer detrás de la oscura masa de árboles.

«Calla, calla», oí las palabras pronunciadas en susurro, me giré y vi que la mujer estaba llorando. Lloraba en silencio, sin hacer ruido, las lágrimas caían por sus mejillas como pequeñas bolitas redondas. Era un llanto lastimero y el hombre repitió mecánicamente: «Calla, calla», como a una niña. Después me miró a mí, se inclinó sobre ella y dijo en un susurro más que claro: «Dé-ja-lo ya».

Ella no podía dejar de llorar. Ahora lloraba en voz alta, con la cara oculta entre las manos.

—Es una crisis momentánea —el hombre se dirigió a mí—, se le pasará enseguida… Recuéstate, querida —ahora le hablaba a ella en un tono ligeramente impaciente, la palabra «querida» sonó áspera—, y, ¿sabes?…, ríete de todo eso…

—¡¿Reírme?! —exclamó ella.

En su exclamación resonaba una amargura verdadera y profunda. Pensé: «No podrá reírse. Ella tiene razón». Me levanté, había que dejarlos solos. Bajé la maleta del estante, dispuesta a irme, cuando él dijo:

—No, no… Quédese, por favor, es mejor, no nos deje solos.

Me sentía turbada, sin saber cómo actuar.

Cogí el libro, pero él, por lo visto temiendo el silencio, inmediatamente preguntó:

—¿Puedo saber qué está leyendo?

Mencioné el título. Sí, lo conoce. «Tiempos de la ocupación, ¿no es así?». Ambos se rieron al unísono, y aunque su risa no era nada buena, no pude ocultar mi asombro.

—Trastornaron al hombre, y tanto… —dijo finalmente él—. ¿Usted dónde estuvo, entonces?

—En un campo.

—Nosotros en un refugio. Aquí, en esta zona, en el pueblo donde subimos al tren.

—Sí —contesté—, lo comprendo. No resulta fácil volver a aquellos tiempos con el pensamiento, y aún más difícil tal como han hecho ustedes… Comprendo su angustia.

La voz de la mujer de pronto sonó muy alta:

—¡No es eso, señora! Se equivoca…

Empezó ella. Hacía una semana habían recibido una carta de sus tíos, los invitaban a un cumpleaños y para inaugurar su nueva, recién construida casa. Los tíos —así los llamaban y así quedó— eran aquellos que los habían acogido bajo su techo en 1943. Habían dado con ellos por casualidad. Después de semanas de deambular por el bosque, cuando en las mochilas ya faltaban tostadas y cebolla, las piernas estaban hinchadas y el otoño había barrido las bayas de arándanos, llamaron a la puerta de la primera casa.

Era al anochecer, y una mujer aún joven, fornida, estaba con sus quehaceres en el cuarto.

—¿Y vosotros, qué…? —preguntó. No supieron qué contestar. ¿De verdad se trataba sólo del pan?—. Aaah, sí… —Los miró con atención, su aspecto salvaje—. ¿De dónde vienen?

No contestaron. En el hornillo de la cocina hervía leche en una cazuela. Miraban la leche. Ella se acercó —grande y pesada—, y aún desconfiada, les sirvió un poco. Sorbían la leche como perros. Después les dijo que se fueran.

Se quedaron parados, así que repitió: «Rápido, idos, no sea que os vea alguien…».

Ella los echaba y ellos seguían clavados en el sitio…

El tren chirrió, frenó, la mujer calló. Su marido secó la frente rociada de sudor, se levantó, cerró la ventana, volvió a abrirla. Desde el pasillo llegaban las voces de los que subían. Un hombre con un niño en brazos abrió la puerta del compartimento y retrocedió diciendo: «¡Menuda peste a tabaco! No es para nosotros, hijo…». «¡Listo!», gritó el revisor. Bajo las ruedas retumbó el puente, la pequeña ciudad era silenciosa y como muerta. Un momento después entramos en el bosque.

—No podíamos irnos —siguió la mujer—. Estábamos mareados por el calorcillo, queríamos dormir. Yo pensé: «Es una buena mujer, nos dio leche», de modo que, cuando se acercó enfadada e impaciente para echarnos, cogí sus manos y pedí con palabras que sólo entonces no se ocultaron detrás de la vergüenza. En mis manos con heridas por las ramas del bosque sentía sus dedos secos y fuertes, y le imploré como un creyente le pide a Dios. Si los dedos se ablandaban, se ablandaría también el corazón. Abrió la puerta de una especie de despensa y dijo: «Esperad hasta que vuelva mi marido».

»Nos desplomamos sobre los sacos.

»Esa misma noche Olek tuvo una larga conversación con el dueño. El dinero que teníamos bastaría para dos, tres meses de nuestra manutención. No era nada. Pero nos comprometimos —si sobrevivíamos— a pagar la construcción de una casa nueva. Vivían en una choza medio derruida que olía a pobreza en cada rincón. Nos aceptaron. Esa primera noche bajo techo, el primero desde hacía semanas, lloramos como niños.

»La noche siguiente el dueño empezó a hacer un refugio. De joven había aprendido algo de albañilería, de modo que lo hizo muy rápido. Era un escondite de cemento situado en el sótano, muy justito, en el que apenas cabían dos personas. Pero bajábamos allí sólo cuando alguien venía de visita o cuando los alemanes estaban en el pueblo. Normalmente, de día estábamos sentados en la despensa, y al caer la noche, cuando la puerta estaba cerrada, en el cuarto. Olek jugaba a las cartas con el dueño, leíamos libros en voz alta. Sólo hacia el final de la guerra, cuando el ejército acampaba en las proximidades, no salimos del refugio durante dos meses. Esos dos meses fueron muy duros. Yo estaba mal de las articulaciones, pero eso no era lo más importante…, allí no nos podíamos tumbar. Estábamos permanentemente sentados. Hacíamos juegos de “geografía”: todos los ríos que empiecen por “A”, las ciudades con “B”, nos examinábamos mutuamente de vocabulario en latín. Después ya ni siquiera sentíamos hambre. Siempre sentados. Más de una vez los alemanes durmieron en la casa, oíamos sus pasos, bajaban al sótano, estaban al lado, detrás de una delgada pared oculta tras las patatas. El día que los dueños bajaron y dijeron: “Se acabó”, no fui capaz de alegrarme… Después, durante mucho tiempo, ambos estuvimos enfermos, y más que enfermos, porque el dueño, que nos visitaba en el hospital, mirando a Olek le dijo: “Se acabó mi casa…”.

»Y después empezamos todo de nuevo, éramos pobres, desharrapados, y si no fuera por mi marido…».

—¿Qué hacer? —intercaló el hombre—. Me puse a trabajar y poco a poco todo se puso en orden. La primera cantidad ahorrada se la mandé a los tíos. Y así, a lo largo de tres años, cada mes… Venían a visitarnos, cómo no, estábamos solos, no quedaba nadie de la familia, así que ellos, como si… En primavera terminaron de construir la nueva casa, tres estancias con cocina, nos invitaron a ir allí y que la viéramos, pero las cosas se complicaban, el trabajo, la enfermedad de mi mujer (las articulaciones, como siempre)… Hace una semana recibimos una carta: nos invitaron al cumpleaños del tío a su nueva casa…

Respiró hondo, encendió otro cigarrillo. Durante un momento reinó el silencio. ¿No se atrevía?

Ella fue la primera en interrumpir el silencio.

—Fuimos allí, por primera vez, cinco años más viejos. ¡Qué digo, cincuenta años más viejos! Yo le decía a Olek: «Mira, este puente…, aquí dormimos… ¿Y de la ciudad de W., te acuerdas? ¿Y de la estación en N.? Allí compramos los billetes, y teníamos miedo de subir al tren. Piensa —le decía—, estamos vivos, estamos juntos…, no hay peligro…». Estaba feliz. Saludaba agitando la mano por la ventanilla al tío, amo de la casa, que nos esperaba en la estación. Nos subimos al carro mullido de paja, el corazón me latía muy fuerte. Esperaba la curva que descubriría la casa y el jardín. Me había olvidado de que tenían una casa nueva. Bonita, pero la cabaña me hubiera reconfortado. ¿Y la casa? Como todas las casas. Con su tejado rojo. En el umbral espera la dueña vestida de fiesta, y yo siento pena, porque, aunque me río y doy besos, añoro aquella vieja casuca. Nos invitan a pasar —todo limpio, los suelos encerados con cera roja, visillos de cretona en las ventanas—. La mesa está repleta de embutidos, de vodka. Olek enseguida se da cuenta de qué me pasa y me dice en voz baja: «No te pongas histérica…», y en voz alta alaba lo bien que lo han amueblado todo. El dueño sirve el vodka, quiere brindar, pero su mujer dice: «No, primero que vean la casa».

«Empezamos por la cocina, después el cuarto de estar, un dormitorio, y otro más, el del hijo, que había regresado del servicio militar. Queremos volver, cuando dicen: “Y hemos pensado también en vosotros. Aquí”.

»El amo apartó el armario, yo miré: vi una pared blanca y vacía. Pero cuando se agachó y estiró el brazo hacia el suelo, agarré a Olek de la mano. Aún no veía nada, pero conocía muy bien este movimiento.

»El dueño levantó la tabla de madera encerada en rojo y nos invitó a mirar dentro: “Ahora, si pasa algo, no estaréis hacinados como gallinas, es un refugio de película, ¡con confort!”.

»Me incliné y vi la escalera que bajaba al fondo de un cuarto oscuro sin ventanas ni puertas. Tenía dos camas, dos sillas y una mesa».

***

El tren daba sacudidas en los cambios de vía, aceleraba. Nos acercábamos a la ciudad. El cielo palidecía, detrás de la ventanilla surgieron las casitas del extrarradio protegidas por setos bajos y recortados.

—¿Cómo aceptarlo? —preguntó el hombre—. Esa condena al refugio, a la muerte de nuevo. ¿Y dictada por quién? Por gente buena, que te desea lo mejor. Eso es precisamente lo que me aterra… ¡Preparar refugios por buen corazón! ¿Sabe usted qué quiere decir esto? Allí, en la casa, era como si me inclinara sobre mi propia tumba… Terrible…

—Terrible —repetí, y añadí algo sobre el contagio de la guerra, y sentí vergüenza, porque eran frases tan lacónicas, tan educadas… Pero ellos no escuchaban, tenían prisa por bajar del tren, su paso rápido y frenético parecía más bien una huida.