IX
EL PERRO
Nuestro perro se llamaba Ching. Lo llamamos así porque el mismo día que apareció en nuestra casa los periódicos traían en las portadas las noticias sobre los altercados entre japoneses y chinos. Tras largas deliberaciones: «¿Será Rex?, ¿Lux?, ¿Ami?, ¿Kajtek?», nos quedamos con el chino, también porque el cachorro era un poco bizco, lo que, según Ágata, lo hacía semejante a un chino. Ágata jamás había visto un chino, la comparación era como la de la rueda con la velocidad, pero finalmente lo sugerido ganó.
—¡Es verdad! —gritábamos—, ¡los chinos tienen los ojos rasgados y bizquean!
—Los chinos no bizquean —chinchó el primo mayor, que ya tenía catorce años.
—Pero pueden hacerlo —decidió mi hermana.
—Es un chino, le viene que ni pintado —selló la discusión Ágata.
Ching, nacido de la madre Santuzza, una fox terrier de pedigrí propiedad del veterinario melómano, salió a su padre, y ya en unas pocas semanas estuvo más que claro que iba convirtiéndose en un chucho encantador. Lo único que sacó de fox terrier fue la forma del hocico, tal como aseguraba el experto en caninos de tres al cuarto, el vecino juez, y muchas veces nos apoyábamos en su opinión cuando los niños nos gritaban al sacar a Ching de paseo atado con una cuerda:
—¡Un chucho con correa!
—¡Pero con el cráneo de un fox terrier! —replicábamos no sin orgullo.
—¿Y el culo? —preguntaban los niños.
Ching sabía sentarse, dar la pata y traer el palo. Cumplía obedientemente todas las órdenes, aunque sin entusiasmo ni emoción, diríase más bien que con triste resignación o ensimismamiento filosófico, y había sido Ágata la primera en percatarse de ello. Un día, entrando con una fuente colmada de humeantes pierogi, afirmó:
—Este Ching es como un filósofo.
—¿De qué tendencia? —intentó burlarse el primo ilustrado.
—De la triste —contestó concretamente Ágata.
El perro era un triste, no cabía la menor duda. No corría por el jardín, despreciaba el hueso y una pelotita especial que le habían regalado, y no se hable ya de gallinas y gorriones que revoloteaban por el patio durante todo el día. La mayoría de las veces se le podía encontrar sobre el sofá, sobre su mantita peluda y suave de la mejor lana. Su mirada seguía a una mosca que paseaba por la ventana, y a las tiernas palabras: «¿Por qué está triste el pequeño Ching?», aullaba en voz baja de clarinete.
A la edad de dos años se trasladó definitivamente al office. Dormía con Ágata, gracias a lo cual obtuvo un nuevo mote, el del «amante de Ágata». Ésta lo quería de verdad. Ella, ya mayor, fenecida en su soltería, vertió todo su sentimiento en el chino bizco; lo cuidaba como a un niño, hasta tal punto de que solía llevarlo en brazos mientras preparaba confituras, haciendo caso omiso a nuestras observaciones referentes a la higiene. «En las cazuelas no se mete», replicaba a nuestras reconvenciones indignada por la frialdad de nuestros corazones, cien veces más grave a sus ojos que la falta de limpieza. Durante la guerra nuestro interés por Ching se enfrió precipitadamente, en realidad ya no hacíamos ni caso al perro, y sólo cuando nos acostábamos, llenas de temor ante la noche que llegaba, con la ropa preparada para poder vestirnos más rápido, aparecía Ágata con Ching sentado como un niño en su brazo doblado y decía: «Ching, un beso de buenas noches». Y Ching ladraba bajito, apenas movía la colita y nos daba un lametazo en la mejilla. Eran ceremonias terriblemente irritantes: ¿qué noche podía ser «buena»? ¡Quién tuviera paciencia con el perro! Pero como el primo que sabía responder a Ágata ya no estaba porque lo habían matado durante la primera acción, lo soportamos hasta que Ágata y Ching se fueron al pueblo y nosotros al gueto.
Antes de eso Ching, sin embargo, nos dio una prueba de la fidelidad de su corazón. Fue un examen que en aquellos tiempos segó más vidas de personas que de animales. La víspera de ambos traslados hubo en la ciudad otra acción, la más larga de todas las que habían hecho entonces, otra prueba de la casi increíble dimensión de términos tales como crueldad y bestialidad.
Nos escondimos —siete personas— en el lugar que antes había sido pocilga, que, además de no disponer de ninguna de las condiciones de un escondite, por no tener no tenía ni puerta, aunque tuvo que haber sido sólida en el pasado, como parecían probarlo el arco encima del hueco de la puerta y los clavos y ganchos que de él salían. Un refugio sin puerta es una locura evidente. Sin embargo, entonces nos salvó precisamente la falta del cierre. Los alemanes que revisaban el patio y los lugares de la finca, al ver una puerta cerrada la tiraban sin rechistar, condenando de este modo a muerte en Bełżec a las siete personas sentadas sobre restos de paja, vestigio de la época porcina. No obstante, al ver un agujero negro en vez de una puerta, apenas tapado con un cúmulo de ramas secas desprovistas de hojas, pasaron de largo con la conciencia tranquila, sin sospechar de la existencia de personas ocultas en el interior. El momento en que en el arco de la inexistente puerta apareció la silueta del soldado cuya mano sacudió descuidadamente el tronco del manzano que se había secado el verano pasado, fue como una suspensión en la vida, como encontrarse en una tierra de nadie entre la vida y la muerte.
El hecho de que Ágata contestara obstinadamente «nie znaju, nie znaju» a las preguntas chillonas, era comprensible y obvio. Tan obvio como no correspondido, como a menudo suele ocurrir con la gente que nos ama incondicionalmente. Pero ¿y el triste, timorato y ya malquerido chino Ching?
Se lo arrancaron de los brazos a Ágata, avisándola de que no dijera ni una palabra, le dieron una salchicha que el hambriento perro comió con ganas, y después, con voz suave, le dijeron que «buscara» un amo.
—¿Dónde está… el amo… la ama… el amo… la ama… dónde?
Ching los miró tranquilamente (Ágata juraba después que había hecho un gesto de negación con la cabeza) y ni se inmutó. Mirándolos a los ojos permaneció sentado. Y ellos venga a lastimar el idioma: «Buscar señor tuya…, buscar señora».
Entonces, por una única vez en su vida una energía inusual brotó en él, porque no solamente se puso a ladrar como un descosido, sino que incluso agarró al alemán por la pantorrilla.
Sentados en la pocilga oíamos perfectamente los debates entre los SS y el perro, que terminaron con la victoria del can. Es cierto que recibió un puntapié, aunque soportó el golpe en silencio, y sólo estuvo temblando después hasta la noche, como las personas que no logran tranquilizarse tras un esfuerzo que supera su capacidad nerviosa.
La vida de Ching terminó de manera trágica; tuvo una muerte inhumana. Fue un año más tarde, unos días después de nuestra huida del gueto. Su muerte tuvo todos los rasgos crueles típicos de la muerte a manos de los SS.
Su momento fue un mediodía de verano, y su lugar el patio de la casa del cuñado de Ágata, a donde esta se fue a vivir con sus familiares tras haber abandonado la nuestra. Allí, precisamente, la encontraron los alemanes que llevaban buscándonos desde hacía tres días, sentada delante de la casa, furiosos porque sabían que era imposible que les otorgaran un premio por haber perdido a la familia huida, y por la cantidad de revisiones infructuosas en las casas polacas de los conocidos y vecinos de los huidos. El resultado de su conversación con Ágata colmó el vaso. La ira, aderezada con una sensación indigerible para un Herrenvolk que se precie, la impotencia, tenían que encontrar escape. Al instante decidieron ampliar las leyes de Nuremberg, abarcando con ellas no solamente a las bisabuelas judías sino también a los perros de los judíos.
—¡Te colgaremos por ellos! —gritaron, y también lo hizo Ágata al contárnoslo después, añadiendo que las caras de los verdugos eran rojas como las peonías del jardín del cuñado.
La obligaron a traer una cuerda. No encontró una cuerda gruesa, pero fue suficiente con una fina porque el perro era flaco. Cuando le silbaron se acercó sin resistirse, temblando, como era su costumbre. Lo colgaron de una rama del cerezo, y después se alejaron en su motocicleta, con una muerte más a sus espaldas.