XII
SIN TÍTULO
Ocultos en los sombríos interiores de las casas, con las caras pegadas a los cristales húmedos de lluvia y de nuestro aliento, salvados hasta la próxima acción, mirábamos a los condenados reunidos en la plaza en el mismo lugar donde los días de mercado extendían su carpa los feriantes. Formados en filas de a cuatro esperaban la orden de emprender la marcha.
Llovía incesantemente, la lluvia no paró ni un momento en toda la noche. La misma que perduró en la memoria de los salvados como la noche de los ancianos. Porque aquellos que formaban filas de a cuatro eran hombres viejos y cansados, y muchos seguramente habrían tenido problemas para llegar al destino, el cañón verde cerca de la estación de ferrocarril donde antes nuestro hijos, y nietos de ellos, solían deslizarse en trineos.
Mirábamos también a los SS. Con sus largas capas que los protegían de la lluvia y sus altas y relucientes botas de caña paseaban a paso tendido, salpicando el barro alrededor de los ancianos, y uno de ellos, el más joven, corría cada dos por tres al extremo de la plaza, se guarnecía debajo del tejadillo encima de la puerta de la farmacia y oteaba alrededor. Ese otear nos inquietaba también, en los rostros de los SS aumentaba la impaciencia. Los únicos indiferentes eran los ancianos, esperando la orden de salida.
Finalmente, cuando el SS joven corrió por cuarta vez bajo el tejadillo de la farmacia y exclamó con alegría algo que no pudimos oír, pero que, en vista de su excitación, era una buena noticia, vimos una carreta de la comunidad entrando en la plaza y palas encima de ella. Vimos también cómo el joven SS dio una bofetada al cochero y los demás rodearon como un círculo negro a aquellos que formaban filas de a cuatro.
Fue entonces cuando (los ancianos de nuestra ciudad emprendieron el camino pasando junto a sus casas, y sus hijos y nietos ocultos detrás de las ventanas), fue entonces cuando se abrió la puerta de una de ellas y una mujer salió corriendo a la plaza. Era muy flaca, cubierta con un pañuelo, llevando delante una enorme barriga. Corrió detrás de aquellos que se iban, con la mano levantada en un gesto de despedida. Oímos su voz. Gritaba:
—Saj gesind, tate, tate, saj gesind…
Y entonces todos nosotros, ocultos en la oscuridad empezamos a repetir «Saj gesind», despidiendo con esas palabras a nuestros prójimos que iban al encuentro con la muerte.