XVI
CERDO
En el pajar se ocultaba un hombre. Ya no era joven, llevaba mucha vida a sus espaldas. Desde hacía dos semanas estaba escondido detrás de un tabique hecho de paja; un cobijo de mírame y no me toques. No era su primer escondite. Su recorrido por desvanes, pajares, sótanos, y hasta mausoleos familiares en el cementerio, pagado a manos llenas con dinero cantante y sonante, duraba ya muchas semanas. Cada día y cada noche de aquellas semanas seguramente bastaría para llenar las hojas de un libro si la pluma sola pudiera soportar el peso de su desesperación y su impotente soledad.
Pero él existía. La vecina ciudad, su ciudad natal, que conocía como la palma de la mano, ya estaba medio muerta, destripada por el Sonderkommando. «El barrio» encogió hasta el tamaño de unas pocas casas habitadas, en otras las puertas estaban provistas de un sello y por las ventanas se veían sábanas, cazuelas y ropa esparcida por el suelo.
El verano era precioso, canicular, propicio para la recolecta. En el diminuto desván hacía un calor asfixiante, en los pocos metros cuadrados reinaba el polvo de paja seca. El hombre abrió una pequeña rendija en la pared exterior del pajar. Por esa rendija podía, con un solo ojo, abarcar un trozo del mundo: la pradera delante de la casa campesina y la cinta de la carretera. La casa estaba situada junto al camino principal que unía la ciudad con T., la capital de la comarca.
El hombre pasaba días enteros junto a la rendija. Respiraba y miraba, una vez con el ojo izquierdo, otra con el derecho. Fue testigo de fracciones de acontecimientos de cada día: pasó la dueña de la casa, un carro tirado por un caballo salió a la carretera, el niño se cayó…
No podía fumar por el peligro de incendio, y la rendija le salvaba la vida: podía ver.
Ya había repensado y rumiado toda su vida, mantenía largas horas de conversaciones con personajes imaginarios, recitaba textos en latín devueltos en oleadas de laboriosos ejercicios a las playas de la memoria y estaba cercano al trastorno disociativo de identidad, lo cual constataba con la objetividad de un médico. Escuchaba disparos en la ciudad, escuchaba el silencio. También contaba. Contaba los pasos de la gente que se movía por la casa, los golpes del hacha cuando cortaban la leña. En este desván la rendija era su salvación.
Aquel día le despertó un murmullo de motores. Fuera, la oscuridad aún no se había disuelto y poco podía ver. Pero lo sabía: los coches venían de T. y se dirigían a la ciudad. Por el runruneo pesado reconoció que eran camiones. Se pegó a las tablas de la pared, y por los aldabonazos de su corazón, por un momento ni siquiera oyó el gruñido de los motores diésel. Sabía perfectamente qué significaban; pensó que la última vez, cuando aún estaba en la ciudad, salieron de allí veinte camiones repletos hasta los topes… «Vienen a por los que quedan…», —musitó—, «el resto de los que permanecemos vivos…».
Pronto el extrarradio se sumió en el silencio y poco a poco clareaba el día. Las flores amarillas del prado cuyo nombre no lograba recordar brillaron al sol. Permanecía pegado a la rendija con el ojo clavado en el trozo de carretera, aunque allí no pasaba nada. De momento, no pasaba nada.
Después pegaba la oreja a la rendija y escuchaba. Pasada una hora, que le había parecido una eternidad, captó un grito lejano y distante. Se tambaleó, cerró los ojos, pero el hecho de cerrarlos no le aliviaba. Lo veía todo con la exactitud del testigo ocular de cuatro acciones de las que salió entero de milagro.
Los gritos se hacían más fuertes… ¿o sólo se lo parecía? Pero los disparos no podían ser una ilusión. Amortiguados por la distancia de dos kilómetros caían uno tras otro, caóticamente, de diferentes direcciones. Se encogió en un rincón con las manos sobre los ojos. ¿A quién cogieron? ¿A quién estaban torturando? Los conocía a todos, había sido médico de todos ellos…
De pronto se sacudió la inercia y se pegó a la rendija. Volvían. Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, clavó el dedo en la rendija para agrandarla: ahora veía mejor.
El prado colindante a la carretera estaba lleno de mirones. Reconoció hasta a los hijos de los dueños de la casa que le ocultaban. Llenos de curiosidad miraban en dirección a la ciudad, desde donde llegaba el fragor estridente de los camiones. En esa dirección el camino era de subida.
—No puedo… —dijo en voz alta, y se apartó al rincón, pero se incorporó inmediatamente y siguió mirando, ahora sin parpadear.
Los dos primeros coches los vio claramente; le pareció reconocer a la mujer con los hombros caídos, como inermes. Pero el tercer camión ya se sumió en la niebla. Nadie gritaba, ni llamaba, ni se lamentaba.
Había contado seis coches cuando, de repente, se oyó un chillido inhumano. Se quedó petrificado. Hubo un tumulto entre los mirones, se lanzaron en masa a la carretera.
¿Qué pasó? ¿Alguien intentó escapar? Pero los coches no se detuvieron y tampoco se oyó ningún disparo. El chirriar de los motores desaparecía entre el lamento de las voces de los que estaban mirando. Se iban dispersando, enfadados, departiendo en alto ampliamente.
Por poco no aguanta hasta la llegada del dueño, a la noche, temblando de excitación:
—¿Qué pasó?
—Pasó… —contestó el dueño con su acento cantarín de Wolyn—, ¡que los parta un rayo! ¡Atropellaron al cerdo!
No. Esa noche no tomó ni un bocado de la cena, no pegó ojo hasta el amanecer. Se preguntaba a sí mismo: ¿y cómo salvarse?
***
Después de aquel hubo otro desván más, bosque, finalmente, semienterrado en un agujero debajo de la pocilga sobrevivió los últimos meses de la guerra. La mujer del dueño era pobre, pero le daba de comer, lo protegía, y cuando enfermó seriamente, con toda la sencillez de su alma prometió enterrarlo debajo del manzano más bonito de la huerta. En su casa se salvó. Cuando lo sacaron del escondite subterráneo —porque no podía andar por sí mismo, sucio y piojoso—, dijo:
—¿Sabe, señora?, aquella vez, cuando atropellaron al cerdo, no creía que aún quedara gente de verdad…
—Sí, sí —le contestó como se contesta a un niño, pero como era razonable y tenía los pies sobre la tierra, en su alma pensó: «¡El pobrecillo se ha vuelto loco de la alegría, y me está hablando de cerdos!».