XVII
TITINA
El comandante le dijo a Ludek —quizá porque era el más pequeño—: «Trae a Titina». Nada más que esto, ninguna lista de las que había entregado a aquellos que acababan de salir del edificio de la Judenrat dispersándose por la ciudad. Ludek preguntó: «¿Sólo eso?». Pero el hombre calvo y bajo que era el comandante no contestó y cerró la puerta ante sus narices.
Detrás de la puerta señoreaba una tempestad de voces. La noche era cálida, ventosa, la superficie congelada del río empezó a fragmentarse y el ruido del agua se oía en toda la ciudad. En las casas no se veía ni una luz, todo era negro, bituminoso, como un sueño.
Avanzaba a paso rápido, la voz del río cobraba fuerza. Titina vivía junto al puente. «Buenas noches, señora», se dijo en el pensamiento, y oyó a Titina responderle: «Bonsoir, jeune homme…». «Bonsoir, madame», corrigió él. Ella cuidaba de que hablara con ella sólo en francés. Él recordaba un pequeño escritorio junto a la ventana, un tomo gordo de Larousse, la cubierta dorada de Cartas desde mi molino… Y el olor a humedad de la sombría habitación. Ya por entonces parecía que Titina iba camino de volverse loca. Aquel hedor… No ventilaba la casa. Bajo sus ventanas crecían abetos oscuros, jóvenes. «La morrrada entrrre los árrrboles», decía ella de su casucha. Pronunciaba la erre gutural, como corresponde a una profesora de francés.
—Comment va ta maman?
—Merci, elle va bien.
Mamá estaba en camisón, sin bata. «Ludek, vienen a buscarte…». Y se puso a llorar: «Hijo mío…». El escote del camisón revelaba su cuello flácido, con piel de gallina y arrugas faltas de una capa de grasa.
Se puso ágilmente el pantalón, la cazadora, la gorra con visera reluciente.
—Mamá, ¿dónde está la porra?
—Pediré a los Marciniak…, te esconderás en el pajar… hijo…
Un mes antes lloró porque no lo habían aceptado. Kilómetros de idas y venidas en busca de recomendaciones, horas de espera en la antesala del Judenrat ante la puerta del presidente.
—Quiero salvarte —decía ella.
—No te pongas histérica, mamá. Ahora…
Ella levantó los brazos hacia el cuello como si quisiera ahogarse con sus propias manos, en un gesto de desesperación máxima (de la misma manera se había comportado cuando se llevaron al padre).
—Yo no sabía… no suponía que… —dijo con dificultad. Lo agarró del hombro. Él se soltó de manera delicada pero firme.
—Déjalo, mamá. Tengo que irme —dijo.
Ella quiso abrazarlo, darle un beso; la detuvo con la mirada, aun sabiendo qué significaría ese abrazo: la madre imploraba su perdón. «Elle ne va pas bien».
—¡Querida doña Zofia, la belle Sophie y su pequeño muchachito! —La voz de la señora Titina es baja y ronca como la de una bruja. El vestido largo de tela brillante susurra, sobre las uñas reverbera la costra de rojo sangre coagulada—. ¡No quiero caramelo, no! Se acostumbrará, sí se acostumbrará —ruge la voz brujil, y mi madre se parte de risa frívola.
—¿Por qué no ventila la casa, señora Titina?
Un grito se oyó desde el lado de la colina del castillo. Se detuvo, escuchó. Y después ya no quedó nada más que el silencio, nada más que el susurro del río. Del río y de su propio corazón. «Está medio loca, ¿y si en realidad ya se ha vuelto totalmente loca?», se dijo en voz alta. Volvió a detenerse. No, no, estaba equivocado. El interior de la ciudad ya estaba despierto. Alguien estaba corriendo, alguien gritó una y otra vez, alguien llamaba sin cesar. Se quitó la gorra y expuso la frente al viento. Olía a primavera. «Si me escapo, me echarán». En el otro extremo de la ciudad, en las cercanías de la estación de ferrocarril, sonaron motores. «Se trasladarán hasta los baños públicos y allí esperarán. ¿Cuántos coches? ¿Seis? ¿Cinco? ¿Cuántos nombres hay en la lista? Viejos, inválidos, locos… ¿Cuánta gente exigían?». Se inclinó por la barandilla del puente. Bastaría con un impulso del cuerpo y podría irse nadando llevado por las olas entre el enorme rugido. «“Ludek, cuida de la mamá, sé fuerte y obediente”. ¿Qué es ser fuerte y obediente? Desplazar el punto central del peso del cuerpo un centímetro fuera de la barandilla del puente, bajar los brazos… ¿Llevar a la loca de Titina? ¿Nadar con la corriente del río?».
De pronto los vio venir. «De modo que esto es así, tan normal. Traen a los viejos cogidos del brazo. ¿En silencio?». Los anchos hombros de Józek, la silueta juvenil de Heniek, y entre ellos aquellos dos seres demacrados… De viejo el hombre encoge. Se detuvieron. Józek hasta se quedó atónito:
—¿El niñito de mamá está contemplando el paisaje? Y el trabajo que lo hagan los demás, ¿eh? ¡Eres un jeta! Ya has oído: si algo falla, dos de nosotros van con ellos. No seré yo, te lo aseguro, yo no…
Un cuerpo demacrado es un hombre, el otro una mujer. Retrocedió para dejarlos pasar. La mujer daba pasitos cortos inclinada hacia delante como a punto de caerse. Tenía los ojos cerrados.
La casa de Titina estaba sumergida en el jardín, los abetos guiaban hasta el porche. Ludek abrió la cancela con dificultad, por lo oxidada y totalmente congelada que estaba. Se hundió hasta las rodillas en la nieve. Parecía como si no la hubieran retirado desde el comienzo del invierno. Encendió la linterna. Tampoco vio huellas de pasos. ¿En todo el invierno no había salido de casa? ¿Y si ha muerto? ¡Por Dios, que esté muerta! Los escalones podridos estaban soterrados bajo la capa de nieve, tres escalones, aún lo recordaba. Los abetos crecieron hasta la altura del tejado.
Con el hombro empujó la puerta, que cedió; en la cerradura no estaba la llave. El vestíbulo, el familiar olor a podrido y humedad.
—No tengas miedo —dice la madre—, ella es un poco rara, una solterona rara, pero conoce la lengua perfectamente, vivió muchos años en París. Ahora es vieja y muy pobre.
—Y tralalá —se rió él.
—Calla, Ludek, cómo puedes… No seas tan maleducado.
—Es rara, dije.
—Salúdala amablemente.
Quiso llamarla, pero sólo le salió un susurro agudo («Estoy ronco», pensó): «¡Señora Titina!».
No debió haberla llamado «Titina». Era un apodo, no su nombre verdadero, sino un mote que se le había pegado de una vez para siempre y probablemente ya nadie sabía cómo se llamaba de verdad. El comandante también dijo: «Trae a Titina». Recuerda que cuando empezó a estudiar francés preguntó a la madre de dónde venía ese gracioso nombre. Entonces ella cantó la canción «Titina, ay, Titina, vamos juntos al cine», la alegre melodía surgía de los labios de la madre como un ágil pajarillo, y la madre, inclinando la cabeza hacia un hombro, también se parecía a un pajarillo bribón de cuello gordito. Después contó una larga historia sobre un gran baile, enrevesada y ciertamente graciosa, porque al contarla se reía, y el padre se enfadó, porque menudas tonterías que contaba al niño. Tenía entonces siete años y la madre consideraba que era la edad más idónea para estudiar idiomas.
Precisamente entonces, después de la historia del baile, el nombre de Titina se adhirió para siempre a la vieja y rara mujer que ahora tenía que llevar a la plaza delante de los baños públicos.
Nadie contestó a su sonoro susurro. Con la mano palpó el interruptor, hizo clic: la oscuridad seguía. Se había olvidado la linterna, así que avanzó a ciegas por el pasillo con las manos estiradas hacia delante. Al final del pasillo —aún lo recordaba— se hallaba la puerta de la enorme y sombría habitación.
Se detuvo delante de la puerta, pegó la oreja a ella. Sonaba el silencio, después el sonido del silenció se tornó sonido del reloj de la iglesia que dio las once. Quedaba una hora.
Esperó a que se extinguiera la última campanada (la decimoprimera) del carrillón, después pensó: «Seguramente ha muerto; volveré, diré que está muerta, que no hay señales en la nieve, que la puerta está cerrada…».
Pero seguía con la oreja pegada a la puerta, y ya no el silencio ni el reloj, sino su propio corazón tocaba a rebato.
—Señora Titina —dijo una vez más, en voz alta, como implorante. Le suplicaba—: No esté viva, por favor.
—¿Quién es?
Se asustó, de un salto se apartó de la puerta.
—Entrez —dijo un instante después la misma voz baja y ronca que reconoció inmediatamente.
Entró.
Estaba sentada en la cama, detrás de una barricada de cojines, sólo se veía su cabeza, el desorden de sus cabellos canosos, tiesos como alambres. La mano levantada sostenía un candelero.
Cuando él se acercó, la sombra de su figura de pronto saltó sobre la pared y apareció al lado de la sombra de la cabeza de medusa para después cubrirla lenta y despiadadamente. El rostro surgido de entre las sábanas estaba hinchado, moteado de manchas oscuras de la vejez. «Es una ruina», pensó, y una vez más, con una extraña satisfacción, repitió: «Una ruina, una ruina…».
Ella lo miraba con atención, tensa. Presintió que estaba luchando con su memoria. Él sintió una contracción en el estómago, la señal del mareo, se desabrochó el cuello de la casaca.
—Levántese —dijo—, todos los judíos deben presentarse ahora en la Comunidad.
No se movió. Un ligero temblor recorrió su cara. Estaba sonriendo.
—Usted, ciertamente, viene por las clases…
—No. Debe levantarse, la acompañaré a la Comunidad, todos…
—Lamentablemente, no doy clases de momento…
Él se inclinó, y luchando contra una oleada de náuseas dijo contundentemente y con severidad: «Levántese».
«No sé hacerlo, me expulsarán —pensó—, ella no irá, no soy capaz de obligarla, si tuviera la ayuda de alguien…».
—¡Levántese! —gritó.
Ella soltó el candelero, que cayó al suelo. Él recogió la vela, su pie chocó contra una cazuela: cortezas de pan duras como trozos de hueso se esparcieron por el suelo. Las recogió cuidadosamente.
—¿En qué tono me habla? —Oyó la voz de Titina—. Y, en general, ¿con quién tengo el gusto?
No le contestó. Repitió una vez más, ahora tranquila y educadamente:
—Por favor, levántese y vístase. La acompañaré a la Comunidad. Todos los judíos deben presentarse allí.
—Tiens, tiens —ella sacudió la cabeza—. ¿A la Comunidad? Jamás tuve algo que ver con la Comunidad. Y no quiero tener nada en común. Voilà, joven. Y ahora puede irse.
—¡Señora Titina! —gritó—, es una orden de los alemanes…
—Les sales boches!
—La ayudaré…
Tenía delante la cara de ella, una careta con dos laguillos de ojos lagrimosos. Ella lo agarró de la mano.
—¿Y tú de quién eres hijo? —preguntó. Y sin esperar la respuesta, susurró—: Tú eres… eres el hijo de…
—De Zofia… —respondió él obediente, involuntariamente.
—Mon dieu, el hijo de Zofia, la belle Sophie… Cómo pude… Sabía que ibas a venir… ¿Por qué has tardado tanto en venir? ¿Traes el cuaderno y el libro?
—Señora Titina, tiene que venir conmigo…, orden de los alemanes…
—Recuerdo cuando tu madre y yo fuimos al gran baile, ¡ah!, fue la única que se acordó de que una mujer sola también debía divertirse… El comandante del cuartel bailó un mazur conmigo… Mon dieu, o sea que no se olvidó de mí… Siéntate ante el escritorio, abre el cuaderno. Elle était si belle, ta maman…
Ludek se sentó. Estaba muy cansado. La voz ronca de Titina le llegaba de lejos. Pensó: «¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué?». Y también: «Qué bueno sería dormirse y despertarse cuando todo termine. ¿Terminarse qué? Todo…».
Su madre corría del presidente al secretario, del secretario al presidente adjunto, volvía rota, exhausta, pobre. Ludek se dio cuenta: llevaba las medias rotas. «La gente es desagradecida», —decía ella—. «Tanto le deben a tu padre, pero ahora, cuando ya está muerto, porque lo mataron, nadie quiere ayudarme. Dicen que eres demasiado joven». Lloraba delante de él. Sé valiente, Ludek. Lo seré papá… Pero una vez volvió transformada, rejuvenecida:
—¡Mi pequeño no irá al campo! —exclamó—. ¡Te aceptaron, me lo prometieron!
Él ni se alegraba ni estaba triste.
—¿Y qué es lo que voy a hacer allí, mamá? —preguntaba.
—¿Cómo que qué harás? Serás guardia del orden. Es una buena colocación.
Ahora todos decían «colocación». No le gustaba esa palabra. ¡Un guardia!… Apenas hacía unas horas, por la noche, parecía ahogarse con sus propias manos…
Cayó la pesada gota del golpe de la campana de la iglesia. Él saltó como abrasado.
—Desde hace años… nadie, desde hace años… yo sola… todos se olvidaron de mí… ni una clase…
«Esta loca, dale que dale», pensó con furia.
—Nadie… nadie…
—Pero ahora se acordaron de usted. —De repente oyó su voz, su ajena voz, y vio que esta vez las palabras llegaron a la conciencia de ella—. ¡Se acordaron! —repitió más fuerte, subrayando las palabras.
Y con una creciente y hasta entonces desconocida furia añadió:
—El comandante quiere aprender francés con usted.
Tras decir esto quedó petrificado. El corazón bombeó fuertemente, le saltó hasta la garganta. Pero ya era demasiado tarde.
Titina se enderezó. No hubiera sospechado que aún tuviera tanta fuerza.
—Monsieur le commandant veut prendre des leçons chez moi?
—¡Sí! ¡Ya! —gritó él.
«¡Cabrón —se dijo para sus adentros—, qué pedazo de cabrón!».
***
Acabaron de cargar los camiones, la plaza se veía vacía, la nieve pisoteada, dura. Junto a los camiones estaban los SS, un poco aparte un grupo de policías y un hombre ligeramente calvo, su comandante. Al ver a Ludek llevando del brazo a una extraña figura ataviada con un abrigo largo y un sombrero adornado de flores, los SS rompieron en sonoras carcajadas. Uno de ellos indicó con su fusta la escalera colocada junto al camión, y con un gesto servicial ofreció su mano a Titina.
—Merci, monsieur —dijo ella antes de desaparecer en el interior negro del camión colmado de respiraciones humanas.
El calvo le alargó a Ludek una botella y dijo: «Bebe, te hará bien». Ludek, obedientemente, pegó los labios a la botella y bebió a grandes sorbos, como si fuera agua. El fuego ardió en su interior. Lanzó la botella contra el suelo y salió disparado. Corría a ciegas por la ciudad vacía, después campo a través, corría hundiéndose en la nieve profunda, cayéndose, levantándose de nuevo, corría hacía el murmullo del río cada vez más cercano y más severo.