Capítulo 30
Cuando la madre de Dafne volvió de la estación, se encontró a su hija en el sofá del salón con la televisión enchufada. Se había quedado dormida. El reloj de la pared marcaba las nueve y media. Teresa se preguntó a sí misma si era posible odiar a un hijo, mientras se le quiere con toda el alma y se le teme al mismo tiempo. Aquella niña conseguía llevarla hasta extremos donde nunca pensó que llegaría. El amor y el odio unidos por una línea estrechísima, capaz de transformarlo todo en su contrario. El blanco en negro, la luz en sombra, las madres y las hijas en enemigas.
Desde hacía unos meses, no había día que no regresase a casa con el corazón encogido, preguntándose los motivos por los que empezarían los insultos, las protestas y los golpes a las puertas.
Si hubiera sido la hija de alguna amiga, le habría aconsejado que le diese una lección que la pusiera en su sitio de una vez por todas. Le diría que abriera la puerta de su casa tranquilamente, con toda la serenidad de que fuera capaz, y le enseñase el camino por el que tenía que salir hasta que cambiase de actitud. No se trataba de buscar un castigo con el que ella se revolviera aún más contra todo y contra todos, se trataba de establecer las barreras que nunca debería haber traspasado. Evitar que consiguiera medirle las fuerzas en cada enfrentamiento, y no mostrarle jamás su punto débil, por el que siempre conseguía colarse para ganar la partida. Mantenerse firme, y no intentar razonar cuando la tensión alcanza los momentos más álgidos. Porque ahí son inútiles los razonamientos. Cuando la razón se desborda, no hay manera de volverla a encauzar, pero hay que mantenerse de pie para que no nos arrolle.
Si Dafne no fuera su hija, le diría a su madre que tratase de marcar los límites que la niña le estaba demandando. A veces, los hijos, con su aparente rebeldía, lo único que hacen es reclamar normas a las que aferrarse para no caer por el precipicio.
Pero no era la hija de otra persona, era la suya, y no sabía cómo poner en práctica los consejos que parecían tan fáciles cuando se dirigían a otros.
-oOo-
En aquella época del año anochecía pasadas las diez de la noche; cuando Teresa vio a Dafne dormida en el sofá, mientras todavía entraba el sol por la ventana, no pudo evitar alterarse y gritar.
—¿Pero tú qué haces dormida, niña? ¡Deberías estar estudiando! ¿Para qué te crees que te has quedado aquí? ¿Para vaguear?
Dafne se despertó sobresaltada. No había oído la puerta de la calle. Sólo se había tumbado para descansar un rato. Últimamente dormía apenas cuatro o cinco horas. Su madre la despertaba todos los días a las nueve y media, y muchas noches le daban las tres o las cuatro de la mañana en internet.
Aquella tarde había vuelto contenta de casa de Paula, la última conversación con Roberto le había demostrado que, pese a que sabía que le estaba engañando con respecto a su estancia en Londres, se necesitaba algo más fuerte que una simple mentira para poder enfadarle. Quizá cuando le contase la verdad no reaccionara tan violentamente como ella esperaba.
Se quedó dormida sin darse cuenta, porque lo cierto es que hubiera querido agradar a su madre. Sentarse delante de los libros para cuando ella volviese y pedirle permiso para ir a la piscina municipal al día siguiente. Pero estaba claro que no había manera de sentirse feliz en aquella casa más de dos horas seguidas. Los gritos de Teresa la pusieron de mal humor.
—¡Joder! ¿También a las diez de la noche quieres que estudie, colega?
—¡Yo no soy tu colega! ¡Soy tu madre! ¡Y no son las diez!
—¿Y no sabes hablar sin chillar, hostias? ¡Madre!
—¿Pero qué estás diciendo, niña? ¡A mí no me hables así! ¡Te he dicho cien mil veces que en esta casa no se dicen tacos! ¡Ponte ahora mismo a estudiar!
—¡Llevo la mitad del verano estudiando! ¡Y todavía me queda la otra mitad! ¡Hay tiempo de sobra, no te sulfures!
—¡Cómo que no me sulfure! ¡Que has suspendido siete asignaturas…!
—No son siete asignaturas, son siete evaluaciones. Que no es lo mismo ¿sabes? ¡Madre!
Teresa trataba de parecer firme y segura, pero Dafne la conocía demasiado bien. Sabía que si tensaba la cuerda hasta el final, su madre terminaría llorando en su habitación, igual que terminaban la mayoría de las broncas, preguntándose a sí misma qué había hecho ella para merecer ese trato.
Sin embargo, en aquella ocasión, Teresa no se intimidó. No sabía cómo tratar a su hija para que volviese a ser la niña dulce y cariñosa que siempre había sido, no encontraba la forma de solucionar aquella situación que la desbordaba la mayor parte de las veces. No. No sabía tratarla. Pero lo que sí sabía era que no podía consentir cómo la trataba Dafne a ella.
—¡Ponte a estudiar ahora mismo!
—¡No me da la gana, coño!
—¿Cómo? ¡Ahora mismo te vas a tu cuarto y no sales de allí hasta que no te llame para la cena!
—¡Que te lo has creído tú eso!
Dafne se dirigió hacia la puerta de la calle con la intención de demostrarle a su madre que a ella no la dominaba con castigos. Pero Teresa se interpuso en su camino y se cruzó delante de la puerta. En un abrir y cerrar de ojos, sacó la llave de su bolsillo, le dio dos vueltas a la cerradura, y se la guardó otra vez.
—¿Adonde te crees que vas? ¡Vete a tu habitación ahora mismo! ¡Ya! ¡Y no hace falta que salgas de allí hasta mañana, hoy no hay cena!
Dafne se acercó a su madre con la barbilla levantada y los puños cerrados, apretando los labios como si de un momento a otro la fuese a atacar. Teresa levantó también la barbilla y dio un paso hacia delante.
—¿Serías capaz de pegarle a tu madre?
Dafne se dio media vuelta y se dirigió a su cuarto. Se tiró encima de la cama y se lamentó a gritos de que siempre le pasaran a ella las peores cosas del mundo.
Nunca le pidió perdón a Teresa.
Al cabo de un par de horas, en la pantalla de su móvil apareció el nuevo número del móvil del Rata. Era la primera vez que la llamaba. Hasta entonces, había respetado los tiempos que ella iba marcando. Le hubiera gustado ser ella misma quien decidiese el momento de dar el siguiente paso. En otras circunstancias, no sabía si le habría respondido, pero después de la discusión con su madre, la idea de que podría desahogarse con él le hizo coger el teléfono.
—¿Roberto?
—¡Por fin! No puedes imaginarte las ganas que tenía de hablar contigo.
La voz de Roberto sonaba diferente. No era la misma que ella había escuchado tantas veces en el Chino, sino más grave y más pausada, como de una persona mayor que él.
—¿Qué te pasa en la voz?
—Nada, ¿por qué? Es que ayer fui al fútbol y grité un montón. Estoy un poco ronco. ¿Lo dices por eso?
—No sé, te noto distinto.
—¿Distinto a qué? Si nunca hemos hablado.
—Bueno, sí, una vez oí cómo me decías que te gustaría ser mi sombra, y que te dejarías pisar aunque fuera de noche.
—¡Qué cursi! ¡Dios! Eso fue hace mucho tiempo, ya me ha cambiado la voz.
—¡Vaya! Yo creí que la voz cambiaba con doce o trece años.
—Eso depende de las personas. No todos somos iguales. ¿No te parece?
Ella pensó que tenía razón. Le creyó porque necesitaba creerle. No hubiera soportado pensar que la persona con la que había estado chateando durante casi un mes no fuera Roberto. No podía ser nadie más que él. Ni siquiera se le pasó por la imaginación que la voz fuese distinta por otra razón que la que él le daba.
Había vuelto a su vida para sacarla del hoyo de tedio en el que acabó aquel verano, y no estaba dispuesta a plantearse ninguna duda sobre su repentina aparición. Sólo Roberto podía ser El que faltaba por aquí. Nadie más faltaba en su vida cuando él apareció. Nadie más.
—¡Claro! Cada uno es como es. ¡Estaría bueno!
—Pues sí. Cada uno es como es. ¿Y tú? ¿Cómo eres en realidad? ¿Qué haces ahora? ¿Quieres que nos veamos un rato?
—No puedo, ya sabes que estoy en la playa.
—Y tú sabes que yo no me lo creo. ¿En cuál? Si quieres voy a verte yo. Ahora mismo me cojo un tren. Tengo que contarte una cosa muy importante para ti. ¡Venga! ¡Dime! ¿En qué playa?
—No puedo. De verdad, tío. Cuéntamelo por teléfono.
—No, por teléfono no puede ser. Ya te he dicho muchas veces que tiene que ser en persona.
—Entonces tendrás que esperar a que vuelva.
—¿Y cuándo será eso?
—Al final del verano.
—Bueno, pues si es así esperaré. Me voy mañana a la playa, pero cuando vuelva no te escapas. Tengo mucha paciencia ¿sabes?
—Sí, lo sé.
Dafne lo sabía, claro que lo sabía.
Había tenido paciencia en la primera cita, para esperar a Cristina en la cancha de baloncesto durante casi una hora; también la tuvo cuando le pidió otra cita en decenas de sms, y después del plantón de la moto, cuando continuó enviándole mensajes pidiéndole esperanzas.
Lo que Dafne no sabía era si tendría paciencia para escucharla cuando le dijese que ella no era quién él creía, que la chica de las fotos del blog no sabía nada de aquella farsa, y que mejor hubiera sido hacerle caso a Paula cuando le aconsejó tantas veces que terminase con todo aquello.
La paciencia es la virtud de los que se saben seguros. Ojalá Roberto no la perdiera nunca.
-oOo-
De esta manera discurrió la mayor parte del verano. Dafne haciéndose pasar por su hermana Cristina, engañando al que ella tomaba por Roberto, y El que faltaba por aquí permitiendo el equívoco que le convertía en otra persona a los ojos de Dafne.
Por las mañanas y por las tardes se enviaban decenas de sms, y por las noches, cuando Teresa se quedaba dormida en su habitación bajo los efectos del somnífero, mantenían largas conversaciones en el chat. De vez en cuando hablaban por el móvil, aunque Roberto dejó de mostrar interés por esta vía desde que hablaron la primera vez, porque decía que siempre andaba con dolor de garganta.
Hacía más de tres semanas que Paula se había ido de vacaciones con sus padres. Durante todo ese tiempo, Dafne no dejó de subir fotos de su hermana Cristina a su muro, y él no dejó de escribir comentarios sobre cuándo podría ver en persona aquellos ojos.
En cierta ocasión, en que se celebraban las fiestas de verano del barrio, Roberto la llamó y le dio a entender que volvería a la ciudad, e iría a las fiestas si ella le daba una esperanza de encontrarse con él. No se lo dijo claramente, pero sí le hizo ver que si ella pudiera escaparse, él estaría dispuesto a volver de la playa, aunque tuviera que hacerlo solo.
Dafne no le había dado tampoco una respuesta muy clara a la que atenerse. Si Paula hubiera estado allí, no lo habría dudado, habrían ido las dos juntas a la feria y se habrían escondido para verle, como siempre. Pero sola no se atrevía a escaparse de casa.
—No te prometo nada. Si puedo ir, voy, pero no puedo asegurarlo, aunque me encantaría ¿sabes?
—Entonces yo procuraré estar ahí todas las noches. Te esperaré en los coches de choque a las once.
—Pero yo no puedo salir de casa a las once.
—¿No dices que tu madre se toma una pastilla que la deja fuera de juego?
—Sí, pero una cosa es saltarme el castigo del ordenador cuando se duerme, y otra salir a esas horas.
—Bueno, tú verás, si quieres lo haces, y si no, esperaré a otra ocasión. Aunque no creo que las once sea muy tarde para una chica de tu edad ¿no? ¿O es que nunca sales por la noche?
—Sí, sí, claro que salgo. Si puedo, voy.
Durante los tres días siguientes, Roberto no se conectó por la noche a internet ni la llamó por teléfono. Por la mañana le enviaba un sms en que le decía que la había estado esperando en los coches de choque la noche anterior, y por la tarde le enviaba otro diciéndole que la esperaría aquella noche a partir de las once.
Al cuarto día, Dafne no pudo resistir más la tentación de ir a verle. Esperó a que se durmiera su madre, y salió de casa en dirección a las fiestas.
Por supuesto, no tenía ninguna intención de identificarse. Únicamente deseaba verle de lejos, sin riesgos de que pudiera reconocerla como una de las chicas del grupo de pequeños del Chino.
Cuando llegó a los coches de choque, vio a los gemelos que siempre andaban con él haciendo el bruto, junto a dos chicas del grupo de mayores. Parecían bebidos. Se reían por cualquier cosa y empujaban a los que se cruzaban con ellos a diestro y siniestro.
Dafne miró hacia todas partes, pero Roberto no estaba con ellos. Ni tampoco en los coches de choque, ni en ninguna de las otras atracciones de la feria.
Eran las dos menos cuarto cuando decidió volverse a casa. No había autobuses ya, y en el metro no habría viajado aunque hubiera estado abierto y fueran las seis de la tarde, le aterraba casi más que los ascensores. De manera que decidió coger un autobús nocturno que pasaba por su barrio. La parada se encontraba abarrotada de chicos y chicas que esperaban al búho.
Algunos fumaban canutos, mientras se reían y gritaban. A su alrededor comenzó a formarse un botellón con tanto estrépito, que un vecino les tiró un cubo de agua para que callasen, después de haberles amenazado varias veces con llamar a la policía. Había pasado casi media hora cuando apareció una pareja de municipales con su siempre inquietante «¡A ver! ¡Vamos sacando el carné!».
Dafne trató de escabullirse entre los demás jóvenes, pero uno de los policías, que se había fijado en ella desde que llegó, la sacó de la fila del búho y le gritó.
—¡Tú! ¡¿De qué te escondes?! ¡Enséñame el DNI!
Dafne se metió las manos en los bolsillos como si estuviese buscando algo.
—Es que… Se me ha olvidado en mi casa.
—¡Muy bien! ¿Cuántos años tienes? ¿Estás colocada tú también?
—No, yo no fumo.
—¿Tampoco bebes?
—No.
—¿Con quién estás?
—Con nadie.
El policía la sacó de la fila del búho y la obligó a entrar en el coche patrulla.
—¡Dirección de tus padres y número de teléfono! ¡Vamos!
—Si no hace falta…, de verdad…, yo me iba ya para casa.
Pero por mucho que le rogó que la dejara marcharse, el policía no le permitió salir del coche hasta que Teresa llegó a buscarla. Traía la cara desencajada. Se había puesto un vestido playero y había salido de casa sin peinarse, en chanclas, con los ojos empequeñecidos por el efecto del somnífero y la boca hinchada.
Apenas habló mientras volvían en el coche. Se secaba los lagrimones que le caían de vez en cuando con el dorso de la mano, y se lamentaba entre dientes con un qué habré hecho yo, Dios mío, para merecer tanto castigo, que Dafne conocía muy bien.
Cuando llegaron a casa, le pidió sus llaves de la puerta, la acompañó a su cuarto y le dio la bofetada de la que siempre había huido.
—¿Qué hacías en la calle a estas horas? ¿Te parece bonito que tenga que llamarme la policía para venir a recogerte? ¿En qué estás pensando, Dios mío? ¿Quieres matarme a disgustos?
Dafne no le contestó. Aquellas preguntas no exigían respuestas. Teresa se fue a su cuarto después de cerrar la puerta de la calle con llave y se acostó.
Al día siguiente, ninguna de las dos habló sobre lo que había sucedido. Dafne ni siquiera le dijo a Roberto que había ido a la feria y él no estaba allí. Era como si no hubiese ocurrido, como si el somnífero de su madre hubiese borrado por completo aquella noche, aquella angustia que la mantuvo muda desde que el policía le pidió el carné hasta que se encontró de nuevo en casa, a salvo, después de pagar como único precio el bofetón de su madre.
No obstante, a pesar de que Teresa no volvió a hablar del asunto, su mirada y la puerta cerrada con llave de día y de noche le decían que no lo había olvidado. Desde entonces, cada vez que salía a la calle, aunque sólo fuese a comprar el periódico al quiosco de la esquina, la obligaba a que bajase con ella.
Roberto continuó enviándole mensajes por la mañana y conectándose al chat del facebook por la noche, manteniendo un engaño en el que los dos actuaban de víctimas y de tramposos.
Curiosamente, pese a los cientos de sms que se enviaron, y a las horas muertas que pasaron conectados a internet, ninguno de los dos se dio cuenta de que el otro no era quien decía ser.
Paula se conectaba de vez en cuando desde la playa, igual que el resto de los amigos del colegio, pero Dafne apenas hacía caso a ninguno. Todos los minutos de internet se los dedicaba a Roberto.
Nunca llegó a pedirle a su madre que la dejase ir a la piscina municipal, la tensión entre ellas seguía siendo tan fuerte que habría supuesto algo muy parecido a una rendición, y no estaba dispuesta a mostrarle el menor signo de debilidad, a menos que admitiera que estaba siendo injusta con ella. Su madre se comportaba como una carcelera. En todo momento tenía las llaves encima, guardadas en el bolsillo de su pantalón. Seguramente esperaba que se las pidiera para volver a darle una bofetada, o para exigirle la explicación que todavía no le había dado. Pero andaba equivocada si pensaba que así se arreglaban las cosas con ella.
Además, ya no tenía ningún interés en la piscina; Roberto se había vuelto a la playa, cansado de sus plantones en la feria, y no regresaría hasta que ella accediera a encontrarse con él. Así es que no le importaba seguir encerrada. La sensación de que por las noches escapaba de aquella cárcel gracias al facebook superaba con creces la del encierro durante el día.
Desde que hablaba diariamente con Roberto, había conseguido tal grado de confianza con él que sólo podía comparar su relación con la que la unía a su prima Paula. Excepto de ella misma y de su padre, le habló de casi todas las cosas que le importaban en la vida: de las peleas con su madre y con sus hermanas, de su prima, de su tía, de su perro, de sus abuelos y de los suspensos. Eso sí, para evitar que pudiese averiguar su verdadera identidad, nunca le dio nombres ni de personas ni de ciudades.
Por su parte, él le contó su viaje por Europa con todo lujo de detalles. Cada catedral, cada palacio, cada museo, cada restaurante, cada parque, cada montaña. Todos los días un país. Un sueño que le prometió que repetirían juntos en cuanto Dafne lo quisiera.
Y sin embargo, a pesar del nivel de complicidad que habían alcanzado, después de casi un mes de llamadas telefónicas y de dos de comunicarse por el ordenador y por los sms, Roberto siempre la detenía cuando ella pretendía hablar de sentimientos.
—Te quiero mucho más de lo que tú puedas imaginar. Pero no vuelvas a preguntármelo si no vas a darme una cita. ¡En serio! No sabrás hasta qué punto te quiero hasta que nos veamos en persona.
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Y así, en ese sí pero no, en el que se movía una historia que se escapaba de sus manos sin saberlo, llegó un día en que Roberto la sorprendió con una frase que la dejó paralizada en su silla. Faltaban unos días para el regreso de Paula de sus vacaciones.
—He visto a tu hermana Lliure.
Dafne creyó morir en ese momento.
—¿A mi hermana Lliure? ¿Qué dices? ¿De qué hablas?
—Digo que he visto a Lliure. Estoy en el pueblo de tu madre. ¿Era esta la playa a la que te referías?
—¿Qué pueblo? Yo nunca te he dicho el nombre del pueblo.
—Ya lo sé, pero fíjate qué casualidades tiene la vida. Ahora resulta que vamos a estar todos en la misma playa. Así es que ya no te vas a poder escapar. ¿Dónde nos vemos?
—¿Y tú cómo sabes que es mi hermana?
—No es nada difícil, se parece muchísimo a ti. Además, tú misma has colgado fotos en el muro de cuando erais pequeñas y, la verdad, la cara no le ha cambiado apenas. Es fácil reconocerla. En cuanto la vi, supe que era ella.
Dafne no sabía qué decir. Se retiró el móvil de la oreja y respiró profundo mientras trataba de entender la situación. Todo aquello le resultaba tan extraño.
Al otro lado del teléfono, Roberto continuaba hablando.
—Bueno ¿qué? Ahora que estamos los dos en el mismo sitio, ya no hay excusas que valgan para que quedemos. ¿No te irás a inventar otra cosa ahora, verdad?
Dafne le contestó después de unos segundos.
—No, no hay excusas, nunca las ha habido. Yo nunca te he dicho que estuviera con mis hermanas en la playa. Te dije que estaba con mi prima. Por cierto, tampoco te he dicho nunca el nombre de mi hermana.
—Tienes razón, pero alguien la llamó Lliure en el paseo Marítimo y se volvió. No es un nombre muy común, por eso me fijé en ella. ¿A que es una casualidad increíble?
—Sí, es mucha casualidad.
Y, realmente, resultaba increíble. ¿Cómo iba a veranear Roberto en el pueblo de sus abuelos? Era verdad que en los últimos años muchos veraneantes elegían la costa norte para huir del calor y de las aglomeraciones del sur y del levante, pero aquel pueblecito de pescadores todavía no se había convertido en un destino turístico. No podía ser casualidad.
A Dafne se le quitaron las ganas de seguir con la conversación. Le dijo que no se encontraba bien y colgó el teléfono.
Necesitaba pensar.