Capítulo 24

Teresa sospechaba que Dafne se conectaba a internet en casa de su prima. Pero no quiso decirle nada. Al fin y al cabo, el castigo sólo se refería a los ordenadores de su propia casa. Hacía tiempo que pensaba que debería supervisar las páginas web que visitaban sus hijas, la televisión no hacía otra cosa que alertar del mal uso de internet en los niños, y del peligro al que se exponían continuamente sin darse cuenta, pero ella tenía demasiadas cosas en la cabeza como para andar controlando qué hacía cada una de sus cuatro hijas; nunca se acordaba de los consejos de la tele cuando podía ponerlos en práctica, y cuando se acordaba no era el momento. Últimamente trabajaba hasta muy tarde. Las niñas crecían muy deprisa, y esto se notaba en los gastos de la casa. No le quedaba otro remedio que hacer las horas extraordinarias a las que se había negado toda su vida. Apenas veía a las niñas. Quizá por eso Dafne estuviera últimamente tan rebelde. Casi no la reconocía. Había sido siempre una niña muy dulce, ordenada, obediente, nunca le había dado un problema. Pero había cambiado mucho desde un tiempo a esta parte. Su cuarto parecía el mercadillo de los sábados, no estudiaba nada y siempre andaba de mal humor. Desde el día que se le encaró como si fuera a lanzarle un puñetazo, no había vuelto a hablar con ella más de dos frases seguidas. Y no lo haría hasta que no le pidiera perdón. Hasta que no se disculpara, no tenía intención de volver a mostrarse cariñosa con ella. Y eso que, desde hacía algún tiempo, mostrarle cariño resultaba tan difícil como conseguir que le tocase un premio de la lotería, a la que por cierto nunca jugaba. Se había vuelto tan arisca y rebelde… Demasiado pronto para empezar con la adolescencia. Todavía no había cumplido trece años y ya comenzaba a comportarse como cuando sus hermanas mayores pasaron por esa enfermedad, que alguien le había dicho alguna vez que sólo se cura con el tiempo, esa frontera que a todos nos ha costado tanto trabajo cruzar. Ella misma había tenido una adolescencia espantosa, pero nunca había tratado a los abuelos como Dafne la trataba a ella. Ni sus hijas mayores tampoco la habían tratado a ella nunca así. Cristina y Lliure tenían otro carácter, los problemas con ellas eran distintos, más reales, más identificables. Se habían hecho mayores y reclamaban su espacio con la rotundidad del que sabe que defiende lo que es sólo suyo. Habían crecido de repente, sin darle tiempo a plantearse cómo establecería con ellas una relación de adultos. Y ahora las dos la miraban como si le exigieran todo aquello que nunca se habrían imaginado. Como si quisieran entender incluso lo que no tiene explicación posible. Sería cosa de los genes, porque Dafne había salido completámente distinta. Como decía el abuelo, era mucho más lista y atrevida que ninguna de las otras tres, aunque estas eran más inteligentes. Aún no le había llegado la regla y ya parecía que quería comerse el mundo. Y no sólo comérselo, sino enfrentarse a él como se enfrentaba a todos los que pretendían, no ya siquiera compartir un trozo, sino respirar cerca de ella, el perrito incluido. ¡Pobre Trufi! Menos mal que las otras tres lo cuidaban como a uno más de la familia y lo llenaban de mimos. Pero Dafne no lo aguantaba. No soportaba que le mordisqueara los pies, ni que le lamiera las manos cuando le ponía la correa para sacarlo a la calle, ni que ladrase cuando estaba deseando salir. Decía que no soportaba que los animales viviesen encerrados, que nadie tiene derecho a convertirlos en presos dentro de una casa. Ella misma parecía sentirse así desde hacía un tiempo. Se comportaba como un animal enjaulado. Rebosante de adrenalina. Con esa rabia que parecía comerla por dentro. Como si todos le debiesen la vida. Como si hubiera declarado la guerra a un enemigo que no podía identificar, y proyectase sus miedos hacia las personas a las que debería haber pedido socorro, en lugar de atacarlas. ¡Qué sinsentido! ¡Cómo puede caber tanta ira en un cuerpo tan pequeño! Sufría como si pudiera saber el significado de la palabra sufrir. Y no podía saberlo. Pero estaba claro que sufría. Muchas veces la oía llorar en su habitación con tal desesperación que cualquiera habría dicho que realmente tenía motivos para llorar así. Y no podía tenerlos. Claro que no. Ella se lo había dicho muchas veces. No podía convertir en tragedia cualquier contratiempo con el que se encontrase. La vida le había regalado lo que otras personas no podrían tener jamás. Una familia, una casa con todas las comodidades, un buen colegio, amigos, su prima… Todas las necesidades cubiertas. En una época en la que se podía hablar en voz alta, y defender aquello en lo que uno creía. No como en sus tiempos, que había que bajar la voz para hablar de determinadas cosas, y la palabra dictadura había sido sustituida por la de régimen. Menuda diferencia. Ahora sus hijas lo tenían todo. Más que todo, tenían mucho más de lo que iban a necesitar nunca. Y sin embargo parece que hay una etapa en la vida en la que buscamos enemigos a los que poder culpar de nuestra propia desesperación. Y todos los encontramos dentro de nuestra casa.