Capítulo 3
Aunque es consciente de que se está destrozando las manos, Dafne se mordisquea los padrastros hasta límites increíbles. No sólo se muerde los que se forman de vez en cuando en la primera falange, también se muerde la piel de las yemas de los dedos y del contorno de las uñas. Hace tiempo que le sangran las heridas que ella misma se causa con esta costumbre, pero no consigue librarse de ella a pesar de que en esto tampoco deja de escuchar una y otra vez las voces de todos.
—¡Niña! ¡No te muerdas los dedos!
Pero Dafne no encuentra otro modo de calmarse cuando se pone nerviosa. Y hace días que los nervios la alteran de tal forma que ni siquiera la dejan dormir.
Su vida se ha convertido en un caos desde que conoció a Roberto, y ella, en un manojo de nervios. Por esta razón, cada vez que su madre le da un golpe en la mano para que deje de morderse, la respuesta del «déjame en paz» se adelanta a cualquier otra cosa que hubiera querido decirle. No lo puede evitar.
—¡No me ralles! ¿No te das cuenta de que si me lo dices me los muerdo más?
Ella adora a su madre, pero últimamente parece distinta. Más pesada, más impaciente, más exigente, menos comprensiva. Nunca la entiende.
Y le grita. Siempre le grita.
Le grita los fines de semana cuando la encuentra en pijama a la una de la tarde, delante de las teclas del ordenador, recién levantada porque se acuesta a las tantas hablando con sus amigos por internet. Su madre no entiende que no puede levantarse a las diez como a ella le gustaría, y que no le merece la pena vestirse a la una, porque tendría que volver a cambiarse al cabo de un rato para arreglarse para salir por la tarde.
Le grita los días de diario cuando la llama para comer y ella no acude porque no se ha enterado, porque tiene la música alta y no la ha oído la primera vez que la ha llamado, ni la segunda, ni la tercera… Pero es que la música no se puede escuchar de otra forma, no suena igual. Y ella no acaba de comprenderlo.
Le grita por las noches, cuando le dice que se vaya a dormir a las dos de la madrugada y ella no puede, porque tiene que salirse del chat poco a poco. No vale con decir adiós, aunque su madre se empeñe en que sólo basta un segundo para decirlo. En internet no funciona así, hay que despedirse despacio, avisando y volviendo a avisar, para que el otro no sienta que le dejas con una frase en el aire. Pero eso ella tampoco lo entiende.
Le grita por las mañanas, cuando no se levanta para ir al colegio después de haberla llamado tres veces.
Le grita a mediodía, cuando extiende la comida que no le gusta por los bordes del plato…
Siempre le grita.
Y lo malo no es que su madre no la entienda, a eso ya se está acostumbrando, lo peor de todo es que no la entiende nadie. Nadie.
Excepto con su prima Paula, que conoce el secreto que está convirtiendo su vida en un tormento desde hace unos meses, no consigue conectar con ningún otro ser sobre la Tierra. Ni con sus hermanas mayores, ni con la pequeña, ni con su madre, ni con sus abuelos. Por no conectar, ni siquiera con su perrito es capaz de compartir un solo sentimiento.
El pobre de Trufi padece su mal humor tratando de pasar desapercibido en los momentos en los que intuye que no habrá lugar para él en el cuarto de Dafne. A veces, incluso se esconde.
Cuando siente los pasos de Dafne en las escaleras, como si sus pies fueran taladros que agujerean cada peldaño que sube, Trufi se enrosca sobre sí mismo debajo de la mesa de la cocina, y no sale de allí hasta que se asegura de que el vendaval ha amainado.
Y es que nadie se puede quedar impasible cuando ella se acerca. Sus zancadas retumban en el edificio como si en lugar de pisar, apisonara; como si no subiera, sino trepara; como si arrasara en vez de llegar. Como si todos los habitantes de la casa tuvieran que echarse a temblar porque ella vuelve del colegio.
¡Y tiemblan! ¡Claro que tiemblan!
Trufi lo nota. Él es el primero que se mete debajo de la mesa cuando oye sus pasos. Pero, como él, se esconderían todos los miembros de la familia si pudiesen. Lo que pasa es que ellos no pueden. Ellos sólo pueden disimular fingiendo que no se han enterado de que la tormenta ha vuelto.
Lucía, su hermana pequeña, se refugia en su habitación y juega con la consola, como si a ella no le importasen los altercados que Dafne provoca con su mal humor.
Sus hermanas mayores procuran ignorarla. Siempre lo han hecho, y ahora más que nunca, porque ella también las ignora.
Y en ese pasar mutuamente las unas de la otra, y las otras de la una, se ha convertido la relación con las personas que antes más admiraba, y a las que siempre quiso parecerse, en la indiferencia más absoluta.
Incluso su madre trata de aparentar que no le afectan sus continuos desplantes. Todas las tardes, tal y como hace con sus otras hijas, le prepara a Dafne el bocadillo y el zumo que a ella más le gusta y los deja sobre la encimera de la cocina. Como si no quisiera que Dafne supiera que acaba de hacerlos, porque si le dijese ahí tienes la merienda, sistemáticamente ella le respondería que no le apetece.
—¡Déjame en paz con la maldita merienda! ¡No tengo ganas! ¡Ya he merendado!