Capítulo 5
A Dafne le horrorizan los ascensores. No lo puede remediar, le producen un miedo insuperable. Ni siquiera cuando tiene que subir a un décimo piso es capaz de entrar en esa caja que parece que se va a tragar a todos los que deciden confiar en que no se pare, ni se descuelgue, ni se agote el poco aire que hay en su interior, ni se bloqueen sus puertas. Ella también debería confiar en que todo funcione, pero no confía. Es superior a sus fuerzas. Es capaz de subir andando diez pisos, escalón tras escalón, antes que fiarse de uno de esos trastos. Incluso puede fingir que el esfuerzo no ha sido para tanto cuando llega al último rellano, con el corazón en la boca, con tal de no oír la misma retahíla de siempre.
—¡Pero si no pasa nada! Deberías subir aunque fuera una vez. Así verías que es una tontería y se te quitaría el miedo.
Pero tontería no es. Desde luego que no, por lo menos para ella, que le sudan las manos sólo de pensar en sentirse encerrada, y ni siquiera es capaz de cerrar las puertas de los cuartos de baño, ni de los probadores de las tiendas, ni de los vestuarios del gimnasio del colegio. No. Tontería no es. Ella no puede. No puede. No puede.
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La tarde en que conoció a Roberto, antes de marcharse a su casa, acompañó a su prima a la suya para poder hablar sin que nadie las escuchase. Paula vivía en ese décimo piso al que Dafne subía y bajaba andando, tratando de aparentar que no le daba importancia a los veinte tramos de escalera.
La madre de Paula era prima hermana de la de Dafne. La misma con la que Teresa habría estudiado Económicas si no se hubiese quedado en el pueblo.
Estaba separada de su marido desde que Paula tenía siete años, pero ninguno de los dos había formado una nueva pareja y continuaba existiendo una muy buena relación entre ambos. Él había comprado una casa muy cerca de la de ella. Salían de vez en cuando al cine y a cenar, celebraban los cumpleaños y las navidades en familia, se llamaban continuamente para preguntarse cosas insignificantes, y acudía el uno a la casa del otro utilizando cualquier excusa. Incluso se marchaban juntos de vacaciones con el pretexto de que la niña no sufriera demasiados cambios con la separación.
En realidad, a pesar de que ninguno de los dos estaría dispuesto a volver, tampoco sabían vivir separados.
Ella trabajaba como economista en unos grandes almacenes desde que terminó la carrera, y él como gerente de una empresa de artículos para el automóvil, que suministraba material a las grandes superficies. Y así fue como se conocieron, entre pedidos, facturas y albaranes.
Fue a través de su prima como Teresa consiguió su puesto de secretaria cuando llegó a la ciudad, en las oficinas de aquellos mismos grandes almacenes. Y también a través de ella conoció al padre de Dafne y de Lucía, una tarde en que las dos salieron de compras y decidieron pasarse por el despacho del padre de Paula para invitarle a unas cervezas. Allí se encontraba en ese momento el hombre que le haría sentirse la mujer más importante del mundo.
Teresa no se veía preparada todavía para una nueva relación de pareja, y se resistió a quererle. Pero el padre de sus hijas pequeñas resultó tan adorable, tan dinámico, tan educado, tan sonriente, tan dispuesto a no robarle la independencia que le había costado tanto sufrimiento asumir, que no pudo evitar caer en sus brazos, por más que lo intentó.
Se casaron al año de conocerse, unos meses después que los padres de Paula, y supo que se había quedado embarazada unos días antes de que su prima le diese la misma noticia a ella.
Paula y Dafne se llevaban únicamente quince días y, a lo largo de su vida, desarrollaron una relación muy similar a la que unía a sus madres desde que eran pequeñas. Las dos se tenían un cariño muy especial, diferente al que sentían por cualquier otra persona. Eran mucho más que primas, mucho más que amigas, mucho más que hermanas, mucho más que confidentes. Se entendían sin necesidad de palabras, y no había secretos entre ellas.
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Paula subió en ascensor y esperó con la puerta de su casa abierta hasta que Dafne alcanzó el final de las escaleras. Llegaba con un no puedo más en los labios, que reprimió por si había alguien en casa de Paula, además de su prima. Pero cuando comprobó que estaban solas, se recostó contra la pared del recibidor y resopló para recuperar el aire de sus pulmones. Con Paula no tenía que disimular, ella conocía a la perfección el esfuerzo que le costaba llegar hasta arriba.
—¡Tía! Dame agua, que me arde la garganta.
Paula la empujó hacia la cocina y la obligó a sentarse en una banqueta. Después llenó un vaso de agua del grifo y se lo ofreció.
—A ti lo que te arde es el cerebro. ¿Qué te crees? ¿Qué no lo he pillado? ¡Tú flipas!
—¿Cómo que flipo?
—¡Que fliipas, tía, que flipas! ¡Que no sé cómo te has podido fijar en esa rata de alcantarilla!
—¿Le conoces?
—¡Pues claro que le conozco! ¡Es el tío más borde de todo el barrio! Siempre va rodeado de amigotes y de amigotas que le bailan el agua. ¡Le has tenido que ver mazo de veces!
Paula no vivía en el mismo barrio que Dafne. La casa de Dafne se encontraba a unas pocas paradas de autobús de la de Paula, en un barrio cercano, y la de Paula a sólo unas manzanas del colegio.
Dafne no podía creer que el Rata hubiera estado cerca de ella con anterioridad y no se hubiera dado cuenta. No podía ser. Aquella mirada no le habría pasado inadvertida. No era posible.
—¿Estás de coña?
—¡Que no, tía, que no! ¡Que hace mazo que le conozco! No te interesa para nada. Allí donde va él, siempre hay problemas. ¡Es un notas! Te lo digo porque lo sé. Estuvo saliendo con una vecina, y no veas las voces que se pegaban en el rellano de la escalera.
—¡Ya! Pero es el tío más guapo que he visto en mi vida, ¿sabes?
Paula le dio un pequeño golpe en la frente con la mano abierta, como le hacía a ella su madre cuando se desesperaba porque no entendía lo que le estaba diciendo.
—¡Y el más impresentable! No te vayas a obsesionar con él. ¡Que te conozco!