Capítulo 7

—¿Pero tú quién te has creído que eres, niña? ¡A ver si te piensas que con doce años te vas a subir a mi chepa! ¡Estaría bueno! ¡Que soy tu madre! ¡Entérate de una vez! ¡A mí no se me habla como a las amigas!

—¿Y quién te ha dicho que yo quiera ser tu amiga?

—¡No me contestes y ponte a estudiar ahora mismo!

—¡Pero si acabo de terminar los deberes, joder!

—¡Que no me contestes te he dicho!

—No te contesto. No me has preguntado nada.

—¡A mí no me vengas con chulerías ni con palabrotas, a no ser que quieras que te castigue sin ordenador!

—¡Inténtalo y verás!

—¿Cómo? ¡Ya lo has conseguido: un mes sin ordenador! ¡Y quítate de mi vista y ponte a estudiar ahora mismo si no quieres que sean dos!

Las manos de Teresa se hundieron en los bolsillos del pantalón convertidas en puños cerrados. Nunca había pegado a sus hijas, ni siquiera un cachete en el culo cuando eran pequeñas. Es más, siempre había sido radicalmente contraria a los castigos, físicos o no, y a cualquier método educativo que utilizase la represión o las amenazas en lugar de los estímulos. Pero desde que Dafne había salido sola mientras ella disfrutaba de su tarde de cine, las broncas entre madre e hija se repetían a diario, y Teresa no estaba segura de que algún día no se le escapase el bofetón que siempre la había horrorizado. La niña la sacaba de sus casillas.

Le constaba que fuera de casa podía convertirse en la chica más dulce del mundo, tal y como había sido hasta hacía unos meses. Decía tacos, claro, como casi todos los chicos que quieren parecer mayores, pero no decía tantos como su prima Paula. Incluso resultaba a veces hasta tímida.

A Teresa le parecía increíble que aquel puercoespín pudiera transformarse de esa manera cuando cruzaba la puerta de su casa.

Le habría encantado verla por un agujerito cuando no estaba con ella. ¡Otra persona!

Jamás habría creído que la relación con una de sus hijas pudiera llegar a los extremos que estaba alcanzando con Dafne. La ponía tan nerviosa que, en más de una ocasión, había barajado la posibilidad de enviarla una temporada fuera de casa. A Londres quizá, o a Estados Unidos, donde dicen que los chicos espabilan, lo quieran o no. Pero aún le parecía muy pequeña, no estaba preparada todavía para separarse de la familia, por mucho que estuviera viviendo antes de tiempo la revolución hormonal que debería haber esperado por lo menos un año más.

-oOo-

A veces, para no tomar partido por unas o por otras, cuando Dafne se enredaba en una absurda discusión con sus hermanas, a pesar de que las pobres trataban de mantenerse lo más alejadas posible de ella, Teresa procuraba ponerse en su lugar, y trataba de imaginarse aquel cuerpo menudo, rebosante de hormonas en pleno proceso revolucionario.

Sabía que debería intentar comprenderla. La adolescencia es una transición muy difícil. Dafne estaba a punto de emprender un camino donde abundan las preguntas sin respuestas. Una metamorfosis en la que, por primera vez en su vida, se encontraría sola frente al resto del mundo, perdida en la búsqueda de su propia identidad. ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué habría pasado si mis padres fueran otros distintos?

Teresa sabía que su hija se acercaba sin remedio a ese torbellino, pero no sabía que la arrastraría tan deprisa. Tan pronto. Tan de repente. Y mucho menos podía imaginar que la encontraría a ella inmersa en su propia crisis hormonal. También para ella se adelantaban las etapas.

De la misma manera que Dafne era aún muy pequeña para la crisis de la adolescencia, Teresa también era muy joven para los cambios que se le habían echado encima por sorpresa. La irritabilidad, el insomnio, los cambios de humor sin motivo aparente, la retención de líquidos, la tensión. La edad en la que cualquier malestar se achaca siempre al mismo motivo. Pero ahí estaban también sus síntomas, acechando antes de tiempo, amagando, como había ocurrido con muchas mujeres de su familia.

Recordaba a su madre cuando empezó con aquellos calores que le subían hacia la cara desde dentro del cuerpo, y que a veces la despertaban envuelta en sudor. La abuela, que siempre había sido la persona más fuerte de todos, la que soportaba el peso de todos los problemas, los suyos y los de los demás, no paraba de quejarse porque aún era muy joven. Con el abanico siempre a punto. Y el llanto. Teresa recuerda cómo protestaba porque no quería seguir siendo la roca a la que todos se aferrasen, y reclamaba su lugar entre los débiles para dejarse cuidar.

Y ahora es Teresa la que desearía retrasar ese momento. Pero no porque desee que nadie la cuide, en lugar de tener que estar siempre dispuesta para solucionar los conflictos de todos, sino porque no tiene tiempo para pensar en sus propias hormonas. No puede distraerse en buscar soluciones para lo que no debería estar pasándole. La revolución está ahora en otra parte, en una niña que reclama su atención como si quisiera convertirse de repente en el centro de todo el universo.