Capítulo 8

Roberto volvió al Chino dos semanas y media después del primer encuentro con Dafne. Ella no le vio, fue Paula la que se dio cuenta de que acababa de llegar, y la que la avisó dándole un codazo mientras señalaba con la barbilla el lugar donde se encontraba.

En ese momento, el Rata encendía un cigarro con otro que le había quitado de los labios a uno de sus amigos. Acababa de tirar la cajetilla vacía, arrugada como una bola, y le había dado un puntapié como si fuera un balón.

Paula se acercó al oído de Dafne y susurró.

—¡Ahí lo tienes otra vez! Se le ha terminado el tabaco. Seguro que entra en la tienda a comprar más. ¡No sé cómo puede gustarte!

Dafne agachó la cabeza para que nadie pudiera ver cómo se le subían los colores.

—¡Pero qué dices! ¡A ver! Que a mí ese pibe no me gusta, ¿vale?

Pero a pesar de su insistencia en negarlo, no pudo evitar pasarse toda la tarde vigilando al grupo de mayores, tratando de disimular el interés que le causaba aquel chico que sólo la había mirado una vez, pero que ella deseaba que volviera a mirarla otras muchas más, con aquella media sonrisa que probablemente sólo había visto ella.

Roberto continuó fumando y bebiendo cervezas con los amigos hasta que el grupo se levantó y se dirigió hacia la parada del metro. Cuando pasaron junto a los amigos de Dafne, un par de chicas mayores empujaron a varios pequeños para que dejasen libre la acera.

—¡Dejad paso, pipas!

Los mayores le rieron la gracia y continuaron su camino por el medio de la calle, haciendo gala de su superioridad y mirándoles por encima del hombro.

Al día siguiente, Dafne tenía un examen de matemáticas. Cuando llegó a su casa y se sentó con el libro abierto sobre la mesa, la imagen de Roberto, caminando entre aquel grupo, en el que ni uno solo de sus integrantes se había dignado a mirarla, se imponía sobre los quebrados y las reglas de tres. Probablemente, la había traicionado su imaginación, pero al pasar por su lado, le pareció que Roberto la miraba y le sonreía.

El resultado sería el primer suspenso de la larga lista en que se convertirían los aprobados y notables que había obtenido hasta entonces.

Teresa le había levantado el castigo del ordenador una semana antes de que se cumpliera el plazo, pero el peligro de volverlo a perder, debido a las notas del tercer trimestre, sobrevolaba sobre su cabeza como un murciélago.

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Roberto no dejó de acudir al Barrio ni un solo día, después del instituto. A Dafne no se le escapaban sus movimientos entre los de los demás, ni cuando el grupo pasaba por delante de ella como si no existiese, ni cuando le tomaban el pelo a los pequeños, o les tiraban piedras para reírse de ellos, mientras les hacían correr para escapar, ni cuando bebían y fumaban y se metían con cualquiera que se les ponía por delante, aunque fuese uno de los viejecitos del Hogar del Pensionista que había cerca del Chino. No obstante, ella siempre se escondía cuando le parecía que Roberto la miraba, aunque estuviese segura de que se trataba más de un deseo que de una realidad.

Los chicos mayores se comportaban siempre de la misma forma cuando estaban en grupo. Desafiantes y agresivos contra todo lo que se movía a su alrededor. Entre todos ellos, Dafne veía a Roberto como si fuese el más importante. El que los dirigía. El que sabía hacerse notar. El primero que sacaba su carné de identidad cuando la policía les paraba, que no era pocas veces, porque algún vecino había protestado por las molestias que causaban con sus voces y con su comportamiento.

Antes de que uno de los agentes pronunciara un «¡A ver! ¡Vamos sacando los carnés!», que a cualquiera le pondría de los nervios, el Rata ya se lo había colocado entre los dientes para tratar de provocarles.

Los agentes no se dejaban impresionar por su chulería, todo lo contrario, en más de una ocasión le obligaron a guardar el carné en la cartera, para volver a sacarlo y limpiarlo con un pañuelo de papel que ellos mismos le entregaban.

Pero Roberto no se intimidaba. Cada vez que la policía acudía a la llamada de los vecinos, volvía a recibirles con el carné en la boca.

Dafne nunca le había visto en esas circunstancias. Algunos chicos decían que lo habían presenciado decenas de veces, otros, en cambio, aseguraban que aquellas historias sólo eran leyendas urbanas, que él mismo se había encargado de propagar para crearse su fama de temerario. Pero fuese cierto o no, cuando Dafne se encontraba cerca de él, no podía hacer otra cosa que contemplar su imagen de malo y tratar de disimular. Y si Roberto no aparecía, sólo tenía ojos para buscarle.

Sin embargo, por mucho que ella no pudiera dejar de pensar que un día le había sonreído, mientras le sujetaba la puerta para que pasara por debajo de su brazo, y que cada vez que volvía a verle le parecía que la miraba y que volvía a sonreírle, a Dafne no le cabía la menor duda de que, para el Rata, ella resultaba absolutamente invisible.