Capítulo 23

Dafne habría sabido lo del accidente si hubiera escuchado alguna de las conversaciones del grupo de mayores. Durante los días siguientes no hablaban de otra cosa.

Pero, a raíz de que terminase el curso, y de que el calor se apoderase de las calles del barrio, en lugar de en el Chino, los mayores comenzaron a reunirse en la piscina municipal, donde ya era imposible espiarles, no sólo porque había demasiada gente y ellos se habrían dado cuenta, sino porque Dafne sólo tenía permiso para bañarse en la piscina de Paula. Y con la vigilancia a la que la sometía su madre últimamente, le resultaría imposible escaparse.

Había oído que alguien había sido atropellado cerca de la plaza porticada, pero decían que se trataba de un joven que cuidaba a una señora mayor que también resultó herida. Todo el barrio dio por hecho que se trataba de un inmigrante latinoamericano, a quien se le veía de vez en cuando paseando con los residentes del Hogar del Pensionista que había cerca de la plaza. De manera que Dafne, después de la conmoción que sintió por la noticia, como el resto de los vecinos del barrio, no volvió a pensar en el asunto, y mucho menos se le pasó por la imaginación que podría tratarse de Roberto.

Ella continuaba mandándole cada día un mensaje desde el ordenador de su prima Paula, y esperando sus respuestas sin saber que él no podía enviárselas.

Debería haber dejado de escribirle cuando vio que pasaban las semanas y no daba señales de vida, hubiera sido lo más sensato. Pero Dafne continuaba pensando que el mutismo de Roberto se debía a una estrategia. Algún día le respondería y, entonces, ella le obligaría a contestar todos los mensajes que le había enviado desde que él le mandó el sms que decía que nunca perdería la esperanza. También le obligaría a responder cada uno de los comentarios que ella dejaba en su álbum de fotos del facebook, debajo de las fotografías de su hermana Cristina. Estaba convencida de que tarde o temprano volverían a establecer contacto. De la misma manera que pensaba que, al contrario de lo que iba a suceder muy pronto, nadie más que Roberto tendría acceso a «Gasolina sin plomo».

Las primeras frases que Dafne dejó bajo las imágenes que etiquetó para Roberto solo trataban de avivar la atracción que él había sentido desde que la conoció en la fuente:

«Stoy en Londres, xro vuelvo pronto, ¿me sperarás?»

Las siguientes fueron demostrando poco a poco la ansiedad que le producía su silencio:

«Dónd t mets? Xq no m scribes?»

Y las últimas, se fueron transformando en súplicas a medida que el tiempo pasaba y no había respuestas:

«Stás nfadado? Lo snto, tuve q irm sin dspedirm d nadie. Mis viejos m castgaron xq he sacado muxos suspnsos y m mndaron a Lndres sin prvio aviso».

«Cnt x favor. Dim algo».

Y así pasaron los primeros días de julio. Hasta que una tarde, cuando casi había perdido las esperanzas de encontrar en internet algo distinto a los días anteriores, descubrió que le esperaba una sorpresa en el correo de «Dafne huele a gasolina».

Mientras su prima navegaba por la red, Paula solía jugar con el teléfono móvil tendida en la cama. Aquella tarde, Dafne tecleó la clave de entrada al facebook casi con desgana. Una vez en la página de inicio, a la izquierda de la pantalla, junto a los iconos que representaban el número de mensajes y notificaciones nuevos recibidos, se encontró con la alegría más grande de su vida. Sobre el icono que avisaba de las solicitudes de amistad reinaba un número uno que acababa con todas sus angustias. Un número blanco sobre un cuadrado rojo, como la pasión y lo prohibido, sobre aquella especie de busto sin rasgos que se encontraba permanentemente a cero, excepto cuando ella misma invitaba a sus amigos imaginarios.

En un principio se quedó sin habla, pero después de la primera impresión no pudo reprimir un grito de alegría.

La mano que manejaba el ratón empezó a sudarle, y los músculos del cuello se le tensaron como si estuviera haciendo un esfuerzo enorme.

Paula se levantó de la cama y se acercó al ordenador. Las respuestas que tanto esperaban habían llegado por fin. Roberto había aparecido con el nick de El que faltaba por aquí.

Dafne pulsó el botón de confirmar y después el de añadir a la lista de amigos y, antes de que pasaran cinco minutos, debajo de cada fotografía de Cristina comenzaron a aparecer más y más comentarios.

«¿De dónde has sacado esos ojos, chiquilla? Seguro que en persona no son tan enormes».

«¿Te han dicho alguna vez que esos ojos no son tuyos?»

«¿Es verdad que Dafne huele a gasolina?»

«¿Cuándo vuelves de Londres? Me gustaría enseñarte una cosa que tiene mucho que ver contigo».

«¿Quieres que te cuente dónde he visto unos ojos iguales?»

Dafne se llevó las manos a la boca y lazó un nuevo grito que debió de oírse en toda la manzana. Las piernas también le temblaban. Los latidos se le dispararon fuera de control. Y la cara le ardía más que en la peor de sus pesadillas.

—¡Aquí está! ¡Aquí está!

Paula la abrazó. Saltó y rio con ella, y la dejó que llorase de alegría. Pero cuando se le pasó el primer impulso de emoción, que compartía de verdad con su prima, la previno otra vez contra aquella historia, de la que presagiaba un final que sólo podía acarrearle daño.

—¿Seguro que quieres seguir con esto, tía? Deberías dejarlo ahora que sabes que él sigue pillado. Si no te olvidas de este rollo, luego no vas a saber cómo parar. Más vale retirarse a tiempo. Ya sabes que se coge antes a un mentiroso que a un cojo.

Paula tenía razón, Dafne lo sabía. Sabía que debía dejarlo, pero su corazón palpitaba demasiado deprisa. Era demasiado feliz en aquel momento como para dejar que aquella emoción se acabase antes de haberla saboreado aunque solo fuese un poco.

Debería hacerle caso a su prima, pero no podía. Y no lo hizo. Esperó un momento para tranquilizarse, activó el chat del facebook, seleccionó el nick El que faltaba por aquí, y escribió:

«Si qieres sabr d dónd saqé stos ojos, contsta tods ls correos q t he mandado. Dspués, ya veremos si t lo cuento o no t lo cuento. Vlveré d Lndres muy pronto. ¿Cuánd t vas d vacacions?»

La respuesta de Roberto fue inmediata:

«Lo siento, he perdido tu dirección. Soy un desastre».

Y Dafne, sin pensárselo dos veces, escribió la dirección de «Dafne huele a gasolina» en aquella ventanita que acababa de abrirse para que entrase el sol a raudales en el ordenador de Paula.

Al cabo de unos segundos, recibió el primer correo de los muchos que le seguirían.

«No me voy de vacaciones. Dime cuándo y dónde quieres que nos veamos cuando vuelvas. Estoy deseando verte en persona».

Su corazón era un tren a punto de descarrilar. Paula la miró como si supiera lo que estaba pensado.

—¡Tía, ni se te ocurra volver a citarlo para darle un plantón! ¡Ya le has vacilado bastante! Ahora sí que te digo que deberías terminar de una vez con esta mierda. Te estás buscando problemas tontamente. ¿Tú sabes la cara que se te está quedando? Si pareces un zombi.

Pero Dafne no había llegado hasta allí para volverse atrás. Ahora no.

—¡Cállate, plasta, que pareces una madre!

Y escribió en el chat el último comentario de aquella tarde, que resultaría uno de los mayores errores de su vida.

«Teng q irm. t scribiré mañana un sms xra q t conects a este chat».