Capítulo 10
El número siete representa la perfección. Simboliza la unión del cielo y de la Tierra. La complementariedad de los contrarios. Lo femenino y lo masculino. La luz y las sombras.
Es el número de Apolo.
El dios de las pitonisas nació el séptimo día del mes séptimo. Su lira tiene siete cuerdas. Los cisnes sagrados cantaron siete veces, mientras daban siete vueltas alrededor de la isla donde él vino al mundo. Los siete sabios de Grecia dejaron en el frontispicio de su templo algunas de las máximas en las que se condensa el pensamiento de la sabiduría arcaica.
«Conócete a ti mismo».
«Debes saber escoger la oportunidad».
«Sé previsor con todas las cosas».
«No desees lo imposible».
«Es necesario mirarse en el espejo. Si te refleja bello, haz cosas bellas, y si te muestra feo, corrige el defecto de tu naturaleza con tu conducta intachable».
«Aceptar la injusticia no es una virtud, sino todo lo contrario».
«No tengas prisa en buscar nuevos amigos, pero una vez encontrados, no tengas prisa en deshacerte de ellos».
El número siete también es el número de Roberto.
La única vez que Dafne pensó que se dirigía a ella después de semanas enteras pensando en él día y noche, llevaba puesta la misma sudadera azul que cuando le conoció, con un siete estampado en la espalda y otro en el brazo.
Le extrañó que llevase la sudadera, porque ya tenían encima el verano y resultaba agobiante el calor. Pero así iba vestido, con su sudadera del siete, igual que el día del Chino.
Dafne había salido de compras con Paula y con su hermana Cristina. Necesitaba un chándal de verano para la exhibición de gimnasia que se iba a organizar en el colegio, como todos los años, con motivo de la celebración de la fiesta de fin de curso. El suyo lo había perdido, y la profesora de gimnasia le había enviado una nota a su madre en la que le advertía que su hija suspendería la asignatura si no se presentaba a los entrenamientos con el chándal reglamentario.
Teresa le había reñido por esta razón, como casi todos los días desde hacía una temporada. Era el segundo chándal que perdía durante el curso.
—¡Pero, niña! ¿Tú te has creído que el dinero sale de una mata como los tomates? ¿Es que no te das cuenta de lo que me cuesta ganarlo?
—Yo no lo he perdido. ¡Seguro que me lo han quitado en el colegio! A mí no me eches las culpas.
A Teresa no le quedó otro remedio que atender a las exigencias de la profesora. El sábado a mediodía le pidió a Cristina que acompañase a su hermana a una tienda donde se vendían los uniformes de casi todos los colegios de la zona, situada en una calle comercial cercana a la casa de Paula.
—Hazme ese favor, hija, que yo tengo que trabajar esta tarde.
Cristina protestó.
—¡Pero si es sábado!
—Ya lo sé, pero estamos en pleno inventario y no tengo más remedio que ir. Anda, ve con ella, cariño, que no me fío de que esta calamidad no pierda también el dinero. Luego vais a casa de la tía y os dais un bañito. Ya han abierto la piscina.
Cristina accedió a regañadientes, pero puso como condición que saldrían después de comer. No estaba dispuesta a perder toda la tarde del sábado por culpa de su hermana.
A Dafne tampoco le hacía ninguna gracia que Cristina la llevase de compras como si fuera una niña pequeña. De manera que llamó por teléfono a Paula para que las acompañara y se le hiciera más llevadera la presencia de su hermana. Paula se mostró contrariada, le horrorizaba salir en plena siesta. Había pensado bajarse a la piscina en cuanto terminase de comer, pero necesitaba unas deportivas para la exhibición, y se dejó convencer de aplazar el baño para más tarde.
-oOo-
Hacía tanto calor que cualquiera diría que se encontraban en pleno mes de agosto. El sol caía sobre el asfalto hasta reblandecerlo, mientras una especie de resol subía desde las aceras para convertirse en una masa de aire caliente, sofocante, casi irrespirable. Dafne, Cristina y Paula se dirigieron hacia la tienda sin hablar apenas. Llevaban puestos los bañadores debajo de sus vestidos de tirantes.
La gente caminaba deprisa, como si quisiera huir de aquella calima que presagiaba un verano tórrido y seco. Algunos entraban en los establecimientos únicamente para buscar el aire acondicionado, y otros se refugiaban en las heladerías o se sentaban en los brocales de las fuentes, tratando de calmar la sensación de sequedad que lo impregnaba todo.
Cristina, Dafne y Paula compraron las cosas que les hacían falta y se encaminaron después hacia casa de Paula, donde les esperaba el agua fría de la piscina, recién abierta con motivo de las fiestas patronales del barrio.
Dafne divisó el número siete de la sudadera del Rata en cuanto salieron de la tienda. La espalda de Roberto se distinguía entre las personas de su alrededor, vestidas con prendas de verano o con las mangas remangadas.
Se encontraba sentado en el borde de una fuente, en el centro de la plaza porticada que ellas, si no querían dar un rodeo, debían atravesar para dirigirse a la calle donde vivía Paula. Sentados junto a él, pudo ver a dos chicos del grupo de mayores a los que Dafne conocía muy bien. Un par de gemelos pelirrojos que siempre andaban metidos en líos, y a los que les gustaba provocar incluso a los que no se atrevían siquiera a mirarles.
A Dafne se le cortó la respiración. El corazón le bombeaba tanta sangre a la cara que los pómulos le ardían como si ella sola hubiese acaparado todo el calor que se concentraba en el aire.
Le hubiese gustado pasar desapercibida. Rodear la plaza para evitar que Roberto y sus amigos pudieran fijarse en ellas, y llegar a casa de su prima cuanto antes para meterse en el agua y olvidarse del mundo. Pero no se atrevió a decir nada. Paula se lo habría notado. Habría sabido que aquellas mejillas rojas no se debían al calor, sino que respondían a algo que su prima no dejaba de preguntarle, algo que ella no admitiría jamás, y que no permitiría que nadie tratase siquiera de insinuar:
¡No! ¡El Rata no le gustaba!
Era guapo, sí, pero los dientes de arriba le sobresalían ligeramente hacia fuera, sobre todo las paletas, que destacaban en la dentadura como las de los roedores que le daban el mote. A pesar de ser alto y fuerte, la cabeza resultaba demasiado grande. Además, las cejas se le marcaban sobre un hueso muy pronunciado que le endurecía el gesto, y le daban un aspecto de chico malo que imponía respeto.
No. Definitivamente, no le gustaba.
-oOo-
En el momento en que ellas se disponían a cruzar la plaza, Roberto y sus amigos se reían escandalosamente, bebiendo cerveza y sin parar de fumar. Él continuaba con aquella sudadera azul que debía de estar asfixiándole.
Paula no había reparado todavía en la presencia de Roberto y de sus amigos, y tampoco en que a su prima se le habían subido los colores. Dafne se lo agradeció a Dios y a todos los santos y pretendió que continuara siendo así, de manera que, para evitar ser vistas y que Paula descubriese a Roberto, se decidió por fin a proponer que rodearan la plazoleta, con la excusa de protegerse del sol bajo los soportales.
—¡Nos vamos a achicharrar, que hace mucho calor!
Pero su hermana estaba deseando darse el primer baño de la temporada y no accedió.
—No seas exagerada. Si sólo son unos metros. ¡Vamos! ¡Deprisa! ¡Ya he perdido media tarde por vosotras!
Dafne no quiso discutir, no quería que Paula se preguntase por qué insistía en no pasar por delante de la fuente. De manera que apretó el paso para que aquella situación terminara cuanto antes.
A medida que se acercaban al centro de la plaza, y sentía su cara más y más congestionada, pensó que la mejor forma de evitar que Paula viera al Rata sería ocultándolo con su propio cuerpo y se colocó al lado de su hermana, de manera que ambas le tapasen la vista de la fuente. Pero no había pasado un segundo cuando su prima le dio un codazo y señaló hacia el centro de la plaza.
—¿Has visto quién está ahí, tía? ¡Tu impresentable y sus dos amigotes!
Cristina se giró para mirar en la dirección en que señalaba Paula y se cruzó un instante con la mirada de los tres chicos. Dafne se limitó a bajar la cabeza para que no pudiesen verle la cara, que ya se había vuelto tan roja como los pimientos que adornaban las paellas que cocinaba su madre y que ella solía apartar hacia el borde del plato.
Hubiera dado lo que fuera para que se la tragase la tierra.
Pero la tierra ya se tragó una vez a la ninfa que terminó convertida en laurel, y a Dafne la dejó que atravesara la plaza, expuesta a que el Rata la reconociese como una de las pipas del grupo de pequeños, y descubriera cómo se le habían subido los colores.
El sol le pesaba en la cabeza como si llevara una piedra encima. Dafne pasó junto a la fuente tratando de no pensar en que los chicos las estaban mirando, intentando concentrarse en cualquier pensamiento que no fuesen ellos, para que el espacio que la separaba de la calle de Paula se acortase cuanto antes.
Pero por mucho que ellas avanzaban, la distancia entre la fuente y la esquina parecía cada vez mayor. El sol le abrasaba la espalda, y la cara le ardía cada vez más.
Mientras caminaban, sentía los ojos de Roberto clavados en su espalda, en la de Paula y en la de Cristina, acompañando sus pasos a lo largo de todo el recorrido.
Después de unos interminables segundos, cuando ya sólo quedaban unos metros para terminar con aquella pesadilla, escuchó algo que nunca debería haber escuchado, el detonante que desencadenaría los acontecimientos que se sucederían desde entonces, y que le cambiarían la vida.
La voz del Rata, ronca y fuerte, se dirigía hacia ellas.
—¡Morena! ¡Quién fuese sombra! ¡Me dejaría pisar aunque fuera de noche!
Por un instante, Dafne pensó que se dirigía a ella, pero sus amigos la sacaron enseguida del error, riéndole la gracia y jaleándole a gritos.
—¡Huy! ¡Huy! ¡Huy! ¡Huy! ¡Vaya ojazos azules! ¡Dile algo a este pobre, chiquilla, que nos lo has atontao!
Cristina rodeó con sus brazos los hombros de su hermana y de su prima, y apretó la marcha.
—¡No les hagáis caso! ¡No miréis!
Dafne no les miró. No lo habría hecho aunque su hermana no se lo hubiese aconsejado. Pero, en el mismo instante en que supo que aquel piropo no era para ella, comenzó a urdir el engaño con el que se vengaría de tanta humillación, una red de mentiras y de trampas en la que Roberto se convertiría en la única presa.