III
Giambattista Vico nació en Nápoles en 1668 y vivió allí o en sus alrededores hasta su muerte en 1744. A través de su larga vida fue poco conocido, siendo un verdadero ejemplo de pensador solitario. Fue educado por sacerdotes, trabajó algunos años como tutor privado, llegó a ser profesor menor de retórica en la Universidad de Nápoles, y después de muchos años de componer inscripciones, panegíricos en latín y biografías laudatonas para los ricos y los grandes, para así incrementar su magro ingreso, fue premiado en los últimos años de su vida al ser nombrado funcionario historiógrafo del virrey austríaco de Nápoles.
Estaba impregnado de la literatura del humanismo, los autores clásicos y las antigüedades, y especialmente de la jurisprudencia romana. Su mente no era analítica o científica sino literaria e intuitiva. Nápoles, bajo gobernantes españoles y austríacos, no estaba a la vanguardia del nuevo movimiento científico, aunque científicos experimentales trabajaban allí, lo mismo que la Iglesia y la Inquisición. Sobre todas las cosas, el reino de las Dos Sicilias era una especie de remanso y Vico, que por inclinación era un humanista religioso con una rica imaginación histórica, no simpatizaba con el gran movimiento científico materialista determinado a barrer las últimas reliquias de la metafísica escolástica. De todos modos, en su juventud cayó bajo el dominio de las nuevas corrientes de pensamiento; leyó a Lucrecio y a pesar de su fe cristiana, la concepción epicúrea del gradual desenvolvimiento humano desde los principios primitivos y semibestiales se mantuvo en él toda su vida. Influido por el todopoderoso movimiento cartesiano, comenzó por creer que la matemática era la reina de todas las ciencias. Pero evidentemente algo en él se rebelaba contra esto. En 1709, a la edad de 40 años, en una conferencia inaugural, con la que los profesores de la Universidad de Nápoles estaban obligados a principiar cada año académico, hizo pública una apasionada defensa de la educación humanista: la mente (ingenia) de los hombres era conformada por el lenguaje -las palabras y las imágenes- que les fue legado no menos que sus mentes, que a su vez, conformaban sus modos de expresión; la búsqueda de un estilo llano, neutral, como el intento de preparar al joven exclusivamente en la seca luz del método analítico cartesiano, tendía a robarle su poder imaginativo. Vico defendía la rica, tradicional “retórica” italiana, recibida en herencia de los grandes humanistas del Renacimiento contra el estilo austero y desinflado de los franceses nacionalistas y modernistas, influidos por la ciencia.
Evidentemente continuó dándole vueltas a los dos métodos contrastados, pues el siguiente año llegó a una conclusión verdaderamente sorprendente: la matemática era ciertamente, como siempre se había declarado, una disciplina que conducía a proposiciones de validez universal, absolutamente claras, irrefutables. Pero esto no era así porque el lenguaje de la matemática fuera un reflejo de la estructura básica e inalterable de la realidad, como los pensadores desde los días de Platón, y aun de Pitágo-ras, sostuvieron: esto era así porque la matemática no era un reflejo de nada. La matemática no era un descubrimiento, sino una invención humana: comenzando con definiciones y axiomas de su propia elección, los matemáticos podían, por medio de reglas de las cuales ellos u otros hombres eran autores, llegar a conclusiones que ciertamente tienen una secuencia lógica, porque las reglas, definiciones y axiomas hechas por el hombre tendían a que eso fuera así. La matemática era una especie de juego (aunque Vico no lo llama así), en el que la cuenta y las reglas eran hechura humana: los movimientos y sus implicaciones eran ciertamente exactos, pero a costa de no describir nada: un juego de abstracción controlado por sus creadores. Una vez que este sistema fue aplicado al mundo natural —por ejemplo, en la física o la mecánica— produjo verdades importantes, pero en tanto que la naturaleza no fue inventada por el hombre, tiene sus propias características y no se puede, como los símbolos, manipular libremente, las conclusiones se hacían menos claras, ya no del todo conocibles. La matemática no era un sistema de leyes, que gobiernan la realidad, sino un sistema de reglas en términos del cual era útil generalizar, analizar y predecir acerca del comportamiento de cosas en el espacio.
Aquí Vico hizo uso de una antigua proposición escolástica, cuando menos tan vieja como san Agustín: que uno podía conocer completamente sólo lo que uno mismo había hecho. Un hombre podía comprender totalmente su propia construcción intelectual o poética, una obra de arte o un plan, porque él mismo lo había hecho y por tanto le era transparente: todo en ello había sido creado por su intelecto e imaginación. Ciertamente, Hobbes había acertado en el caso de las constituciones políticas. Pero el mundo -la naturaleza- no había sido hecho por los hombres, por lo tanto sólo Dios, que lo había hecho, lo podía conocer absolutamente. La matemática parecía un logro tan maravilloso precisamente porque era en su totalidad una obra del hombre, lo más cercano a la creación divina que el hombre podía alcanzar. Y hubo en el Renacimiento quienes hablaron del arte también de tal modo, y dijeron que el artista era el creador, quasi deus, de un mundo imaginario creado paralelamente al mundo real y el artista, el dios que había creado ese mundo, lo conocía absolutamente. Pero acerca del mundo de la naturaleza externa había algo opaco: los hombres podían describirlo, podían decir cómo se comportaba en diferentes situaciones y relaciones, podían ofrecer hipótesis acerca del comportamiento de sus constituyentes, de los cuerpos físicos y cosas por el estilo, pero no podían decir por qué -razón- era como era y se comportaba como lo hacía: sólo quien lo hizo, es decir, Dios, lo sabía; los hombres tenían sólo una vista externa, por decirlo así, de lo que acontecía en el escenario de la naturaleza. Los hombres podían conocer “desde dentro” sólo lo que ellos habían hecho, y nada más. Mientras mayor sea el elemento hecho por el hombre en cualquier objeto del conocimiento, será más transparente a la contemplación humana; mientras mayor sea el ingrediente de la naturaleza externa resulta más opaco e impenetrable a la comprensión humana. Había un golfo impasable entre lo hecho por el hombre y lo natural, lo construido y lo dado. Todas las partes del conocimiento humano podían ser clasificadas mediante esta escala de relativa inteligibilidad.
Diez años más tarde Vico dio un paso radical: existía un campo de conocimiento además del de las construcciones hechas obviamente por el hombre —obras de arte o esquemas políticos, o sistemas legales y, ciertamente, todas las disciplinas fijadas mediante reglas— que los hombres podían conocer desde dentro: la historia humana, pues ésta también había sido hecha por los hombres. La historia humana no consistía meramente en cosas y acontecimientos y sus presencias y secuencias (incluyendo las de los organismos humanos vistos como objetos naturales) como en el caso del mundo externo; era el relato de las actividades humanas, de lo que los hombres hicieron, pensaron y sufrieron, de por qué lucharon, a qué se dirigieron, lo que aceptaron, rechazaron, concibieron, imaginaron, a lo que orientaron sus sentimientos. Estaba relacionada por tanto con los motivos, propósitos, esperanzas, temores, amores y odios, celos, ambiciones, aspectos y visiones de la realidad; con las formas de ver y modos de actuar y crear de individuos y de grupos. Estas mismas actividades las conocíamos directamente porque estábamos envueltos en ellas como actores, no como espectadores. Por tanto había un sentido en el que sabíamos más acerca de nosotros mismos que lo que sabíamos del mundo externo; cuando estudiamos, valga decir, el derecho romano o las instituciones romanas, no estábamos contemplando objetos en la naturaleza, de cuyos propósitos, si tenían alguno, no podíamos saber nada. Teníamos que preguntarnos qué estaban haciendo esos romanos, qué se esforzaban por hacer, cómo vivían y pensaban, qué clase de relaciones con otros hombres estaban dispuestos de promover o frustrar. No podríamos pedir esto acerca de objetos naturales: sería ocioso preguntar qué están haciendo las vacas, los árboles o las piedras, o las moléculas o las células, no tendríamos razones para suponer que todos ellos persiguen algún propósito; o si lo hicieran no podríamos saber cuál; dado que no los creamos, no podríamos tener una divina vista “interior” de qué fines, si los hubiera, persiguen o se han propuesto cumplir. Había, por tanto, un claro sentido en el que nuestro conocimiento era superior, cuando menos en clase, acerca de nuestros intentos de conocer el movimiento o la posición de los cuerpos en el espacio, el campo de los magníficos triunfos de la ciencia en el siglo xvn. Lo que fue opaco para nosotros cuando contemplamos el mundo externo fue, si no absolutamente, más transparente que cuando nos contemplamos a nosotros mismos. Fue por tanto una perversa especie de autonegación aplicar las reglas y leyes de la física u otras ciencias naturales ai mundo de la mente, de la voluntad y del sentimiento ; pues al hacer esto nos estábamos prohibiendo gratuitamente a nosotros mismos mucho de lo que podíamos conocer.
Si el mundo inanimado se revistió falsamente de antropomorfismo, con mentes y voluntades humanas, había presumiblemente un mundo al cual era propio dotar precisamente con tales atributos, es decir, el mundo del hombre. Consecuentemente, una ciencia natural de los hombres tratados puramente como entidades naturales, a la par con ríos y plantas y piedras, descansaba en un error cardinal. Respecto a nosotros mismos éramos observadores privilegiados con una perspectiva “interna”, e ignorarla en favor del ideal de una ciencia unificada de todo lo que hay, un método de investigación único, universal, era insistir en una deliberada ignorancia en el nombre de un dogma materialista de lo que únicamente podía ser conocido. Sabemos lo que se quiere decir por acción, propósito, esfuerzo para lograr algo o para entender algo, conocemos estas cosas a través de la conciencia directa de ellas. Poseemos una conciencia propia. ¿Podemos decir también qué persiguen otros? Vico nunca nos dice directamente cómo se logra esto, pero parece dar por sentado que el so-lipsismo no necesita refutación; y más aún, que nos comunicamos con otros porque podemos, y así lo hacemos, entender en algún modo directo, con más o menos éxito, el propósito y la significación de sus palabras, sus gestos, sus signos y sus símbolos; pues si no hubiera comunicación no habría lenguaje, ni sociedad, ni humanidad. Pero aun si esto se aplica al presente y a los vivos, ¿también se aplica al pasado? ¿Podemos entender los actos, los pensamientos, las actitudes, las creencias explícitas e implícitas, los mundos de pensamiento y sentimiento de las sociedades muertas desaparecidas? Si es así, ¿cómo se logra? La respuesta de Vico a este problema es tal vez la más audaz y la más original de sus ideas.
Declaró que había tres grandes puertas que conducen hacia el pasado: el lenguaje, los mitos y los ritos, esto es, el comportamiento institucional. Hablamos de modos metafóricos de expresión. Los teóricos de estética de su tiempo (nos dice Vico) ven esto simplemente, cuando mucho, como embellecimiento, una forma elevada de hablar usada por los poetas como un mecanismo deliberado para damos placer o conmovemos en formas particulares, o como formas ingeniosas de transmitir verdades importantes.1 Esto descansa en la suposición de que lo que se expresa metafóricamente podría, cuando menos en principio, ser expresado en prosa llana, literal, aunque esto podría ser tedioso y no damos el placer creado por el discurso poético. Pero, sostiene Vico, si leemos expresiones primitivas (antigüedades griegas y latinas que conocía mejor, que le proporcionaban la mayoría de sus ejemplos) pronto nos daremos cuenta de que lo que llamamos discurso metafórico es el modo natural de expresión de esos hombres primitivos. Cuando decimos que nos hierve la sangre para nosotros puede ser una metáfora convencional para expresar cólera, pero para el hombre primitivo la cólera era literalmente la sensación de que la sangre le hervía dentro; cuando hablamos de los dientes del arado, o la boca de los ríos, o los labios del vaso, son metáforas muertas o, en el mejor de los casos, artificios deliberados que intentan producir cierto efecto sobre el oyente o el lector. Pero para nuestros remotos ancestros los arados realmente parecían tener dientes; los ríos, para ellos seres semianimados, tenían bocas; el terreno estaba dotado de cuellos y gargantas; los metales y minerales de venas, la Tierra tenía entrañas, las encinas corazones, los cielos sonreían o se ponían ceñudos, los vientos se encolerizaban, la naturaleza toda estaba viva y activa. Gradualmente, conforme variaba la experiencia humana, este modo de hablar en una época, y al que Vico llamó poético, penetró como giros fraseológicos en el habla común cuyos orígenes habían sido olvidados o cuando menos ya no se sentían o se usaban como convenciones u ornamentos por versificadores complicados. Las formas de hablar expresan clases específicas de visión; no hay un hablar “literal”, universal que denote una realidad intemporal. Antes que el lenguaje “poético” los hombres usaron jeroglíficos e ideogramas que proporcionaban una visión del mundo muy diferente de la nuestra propia; Vico declara que los hombres cantaron antes de hablar, hablaron en verso antes de hablar en prosa, como quedó claro por el estudio de la clase de signos y símbolos que usaban y los tipos de uso que hicieron de ellos.
La tarea que tienen aquellos que desean comprender qué clase de vida se ha llevado a cabo en el pasado en sociedades diferentes de la propia, es la de comprender sus mundos: esto es, concebir qué clase de visión del mundo deben de haber tenido los hombres que usaron una clase particular de lenguaje para que ese tipo de lenguaje haya sido una expresión natural de él. La dificultad de esta tarea se demuestra muy forzadamente por el lenguaje mitológico que cita Vico. El poeta romano dice: “Jovis omnia plena”.2 ¿Qué quiere decir estoPJove -Júpiter— es para nosotros el padre de los dioses, un barbado tonante, pero la palabra también quiere decir cielo o aíre; ¿cómo puede “todo” estar “lleno” de un tonante barbado o del padre de los dioses? Sin embargo, así es, evidentemente, como los hombres hablaban. Por tanto debemos preguntarnos a nosotros mismos cómo debe de haber sido el mundo para aquellos que tal uso del lenguaje, que es casi carente de sentido para nosotros, tenía significado. ¿Qué puedo haber querido decir al hablar de Cibeles como de una enorme mujer y, al mismo tiempo, como de la Tierra toda; de Neptuno como de una deidad marina barbada que tiene tridente y también como todos los mares y los océanos del mundo? Así Heracles es un semidiós que mató a Hidra, pero al mismo tiempo es el ateniense y el espartano y el argivo y el tebano Heracles; es muchos y uno; Ceres es una deidad femenina pero es también todo el maíz del mundo.
Es muy extraño el mundo que debemos tratar, por decirlo así, de trasponer dentro de nosotros mismos, y Vico nos previene de que sólo con el más doloroso esfuerzo podemos siquiera intentar penetrar la mentalidad de los salvajes primitivos para los cuales estos mitos y leyendas eran aspectos de una visión de la realidad. Sin embargo, esto puede lograrse en cierto grado pues poseemos una facultad que él llama fantasía —imaginación— mediante la cual es posible “penetrar” mentes muy diferentes de la nuestra.
¿Cómo se hace esto? Lo más que podemos acercarnos para asir el pensamiento de Vico es su paralelo entre el desarrollo de una especie y el desarrollo de un individuo: precisamente como somos capaces de recolectar las experiencias de la niñez (y en nuestros días el psicoanálisis ha probado mucho más que esto), así debe ser posible recapturar en cierto grado la experiencia colectiva temprana de nuestra raza, aun cuando esto pudiera requerir un terrible esfuerzo. Esto se basa en el paralelo del macrocosmos con el microcosmos individual; la filogénesis parece ontogénesis, idea que se remonta cuando menos hasta el Renacimiento. Hay una analogía entre el desarrollo de un individuo y el de un pueblo. Si puedo reunir lo que fue haber sido niño, tendré algún indicio de lo que fue haber pertenecido a una cultura primitiva. Juzgar a otros por analogía con lo que soy ahora no operará: si el animismo es la falsa atribución de características humanas a objetos naturales, una falacia similar se envuelve al atribuir a los primitivos nuestras propias complicadas nociones; la memoria, no la analogía, parece más cercana a la requerida facultad de comprensión imaginativa -fantasía- con la que reconstruiremos el pasado humano.
Las categorías de la experiencia de distintas generaciones difieren, pero proceden de un orden fijo que Vico piensa que puede reconstruir, haciendo las preguntas correctas a la evidencia que hay entre nosotros. Debemos preguntar qué clase de experiencia se presupone, haciéndola inteligible, en un particular uso de símbolos (esto es, el lenguaje), qué visión particular i se encarna en los mitos, en los ritos religiosos, en las inscripciones, en los ; monumentos del pasado. Las respuestas nos capacitarán para trazar el i desarrollo humano y su crecimiento, imaginar, “meternos dentro” de las : mentes de los hombres que crean su mundo con esfuerzo, con trabajo, con lucha. Cada frase de este proceso trae, y ciertamente comunica, su experiencia en sus propias formas características: en jeroglíficos, en canciones primitivas, en mitos y leyendas, en danzas y leyes, en ritos religiosos ceremoniales elaborados, que para Voltaire o Holbach o D’Alembert eran meramente anticuadas reliquias de un pasado bárbaro o de una masa de trampas oscurantistas. El desarrollo de la conciencia social y de la actividad es fácil de seguir (sostiene Vico) también en la evolución de la etimología y la sintaxis, que refleja fases sucesivas de la vida social y se desarrolla pari passu con ellas. La poesía no es un embellecimiento consciente inventado por escritores sutiles, ni es sabiduría secreta en forma mnemónica; es una forma directa de expresión propia de nuestros remotos ancestros, colectiva y comunal; Homero no es la voz de un poeta individual sino la del pueblo griego entero. Esta noción en la formulación específica de la misma estaba destinada a tener un rico florecimiento en las teorías de Winckelmann y Herder que, cuando primero desarrollaron sus ideas, no habían oído, hasta donde es posible decirlo, acerca de Vico.
Y por lo que toca al inalterable carácter de la naturaleza humana básica —concepto central de la tradición occidental, desde los griegos a Aquino, del Renacimiento a Grocio, Spinoza y Locke- esto no podría ser así pues las creaciones del hombre —lenguaje, mito, ritual- cuentan una historia diferente. Los primeros hombres fueron bmtos salvajes, habitantes de cavernas que usaron signos “mudos”,3 gestos y luego jeroglíficos. El primer resonar del trueno los llenó de terror. El temor —la sensación de un poder mayor— se despertó en ellos. Se unieron para protegerse; luego sigue la “edad de los dioses” o patres, sombríos capitanes de las tribus humanas primitivas. Fuera de sus fortificaciones no hay seguridad: los hombres atacados por otros más fuertes que ellos buscan protección y se la dan los “padres” al precio de convertirse en esclavos o en clientes. Esto marca la edad “heroica” de las oligarquías, de amos ásperos y avariciosos, usadores de hablar “poético”, gobernantes sobre esclavos y siervos. Llega el momento en que estos últimos revolucionan, les arrancan concesiones, particularmente respecto al matrimonio y los ritos de la inhumación, que son las formas más antiguas de la institución humana; hacen que sus nuevos ritos sean registrados, constituyendo así la forma más antigua del derecho. Esto, a su vez, genera prosa, que conduce al argumento y la retórica, y así al cuestionamiento, la filosofía, el escepticismo, la democracia igualitaria y, al final, la subversión de la simple piedad, solidaridad y diferencia hacia la autoridad de las sociedades primitivas, a su atomización y desintegración, a la alienación y el egoísmo destructivos,4 y finalmente el colapso, a menos que algún Augusto restaure la autoridad y el orden, o una tribu anterior, más primitiva y vigorosa, con energías aun no gastadas y firme disciplina caiga sobre ellas y las subyugue; si esto no ocurre sobreviene una descomposición total. Principia de nuevo la vida en cavernas y el ciclo entero se repite un vez más, corsi e recorsi, de la barbarie de la vida salvaje a la segunda barbarie de la decadencia.
No hay progreso de lo imperfecto pues la mera noción de perfección entraña un criterio absoluto de valor; sólo hay cambio inteligible. Las etapas no son mecánicamente provocadas por la anterior, pero se les puede ver fluir de las nuevas necesidades creadas por la satisfacción de las antiguas, por la incesante autocreación y autotransformación de los hombres perpetuamente activos. En este proceso la guerra entre las clases, según el esquema de Vico, juega un papel central. Nuevamente aquí Vico descansa pesadamente en la mitología. Voltaire nos dice que los mitos son “delirios de salvajes e invenciones de los bribones” o, en el mejor de los casos, fantasías anodinas invocadas por lo poetas para encantar a sus lectores. Para Vico son, la mitad de las veces, imágenes muy lejanas de conflictos sociales pasados de los cuales crecieron muchas culturas diversas. Es un ingenioso e imaginativo materialista histórico: Cadmo, Ariadna, Pegaso, Apolo, Marte, Heracles, todos simbolizan virajes decisivos en la historia del cambio social.5 Lo que para el pensamiento racional de una época posterior parecía una extraña combinación de atributos -Cibeles, que es tanto una mujer como la Tierra, caballos con alas, centauros, dríadas y cosas parecidas— es en realidad el esfuerzo de nuestros ancestros para combinar ciertas funciones o ideas en una sola imagen concreta; Vico llama a tales entidades “universales fantásticos”,6 imágenes compuestas de características incompatibles, que los descendientes, que piensan en conceptos y no en términos sensuales, han sustituido con una abstracta fraseología. La transformación de las denotaciones de palabras particulares y sus modificaciones pueden también, para Vico, abrir ventanas hacia la evolución de estructuras sociales. Esto es porque el lenguaje nos dice “las historias de las instituciones significadas por las palabras”.7 Así la carrera de la palabra “lex” nos dice que la vida en “la gran floresta de la tierra”8 fue seguida por la vida en chozas y después de esto en aldeas, ciudades, academias.9
Las atribuciones particulares de Vico son a veces absolutamente inverosímiles o salvajes. Pero esto importa menos que el hecho de que concibió la idea de aplicar a las acumuladas antigüedades de la raza humana una especie de método trascendental kantiano, esto es, un intento por concebir cómo debe haber sido la experiencia de una sociedad particular a través de tal o cual mito, o modo de adoración, o lenguaje, o edificio; su expresión característica. Esto abrió nuevas puertas. Esto desacreditó la idea de algún núcleo espiritual y estático de una “naturaleza humana” intemporal e incambiable. Esto reforzó la vieja noción epicúreo-lucreciana de un proceso de crecimiento lento desde los principios salvajes. No hay un concepto de justicia, propiedad, libertad o derechos inalterable e intemporal; estos valores se alteran conforme se altera la estructura social de la que son parte; los objetos creados por la mente y la imaginación en la que están incorporados estos valores se alteran de fase a fase. Toda la charla de incomparable sabiduría de los antiguos es por tanto una fantasía risible: los antiguos eran unos salvajes atemorizados, orribili bestioni,10 que vagaban por la gran selva de la Tierra, criaturas remotas. No hay una ley natural omnipresente. Las listas de principios absolutos escritas por los estoicos, por Isidoro de Sevilla, Tomás de Aquino o Grocio no estaban ni explícitamente presentes en las mentes ni implícitamente en los actos de los primeros padres bárbaros, ni aun en la de los héroes homéricos. Los egoístas racionales de Hobbes, Locke o Spinoza son arbitrarios y antihistóricos; si los hombres han sido como fueron descritos por esos pensadores su historia se hace ininteligible.
Cada estadio de civilización genera su propio arte, su propia forma de sensibilidad e imaginación. Las formas posteriores no son ni mejores ni peores que las anteriores, simplemente son diferentes para ser juzgadas cada una como la expresión de su propia cultura particular. Cómo es posible que los primeros hombres, cuyos signos fueron “mudos”,11 que “hablaban con sus cuerpos”, que cantaron antes de hablar (como lo hacen aún los tartamudos, añade Vico),12 sean juzgados con los criterios de nuestra propia cultura. En un tiempo en que los grandes árbitros franceses del gusto creían en una norma absoluta de excelencia artística y sabían que el verso de Racine y Corneille (o, ciertamente, de Voltaire) era superior a cualquier cosa, como al informe Shakespeare o al ilegible Milton o, antes de ellos al extraño Dante, y tal vez también a los trabajos de los antiguos, Vico sostuvo que los poemas homéricos eran la expresión sublime de una sociedad dominada por la ambición, la avaricia y la crueldad de su clase gobernante, pues sólo una sociedad de esta clase pudo haber producido esta visión de la vida. Epocas posteriores pudieron haber perfeccionado otras ayudas a la existencia, pero no pudieron crear la litada, que encierra los modos de pensamiento y expresión y emoción de una clase con su particular estilo de vida; literalmente esos hombres vieron lo que nosotros no.
La nueva historia será el recuento de la sucesión y variedad de la experiencia y actividad de los hombres, de su continua autotransformación desde una cultura hacia otra. Esto conduce a un temerario relativismo y mata, entre otras cosas, la noción de progreso en las artes, según la que las culturas posteriores son necesariamente mejoramientos respecto a, o regresiones de, épocas anteriores, cada una fijada por la distancia que la separa de algún ideal fijo e inmutable, en términos del cual todo conocimiento, belleza o virtud debe ser juzgado. La famosa disputa entre los antiguos y los modernos puede haber carecido de sentido para Vico: cada tradición artística es inteligible sólo para aquellos que usan sus propias reglas, las convenciones internas que les son propias, una parte “orgánica” de su propio patrón cambiante de categorías de pensamiento y sentimiento. La noción de anacronismo, aun si otros tienen alguna insinuación que hacer, a él le parece central. Vico nos cuenta que Polibio dijo una vez que había sido una desgracia para la humanidad que hubieran sido sacerdotes y no filósofos los que presidieron su nacimiento; cuánta crueldad y error se hubiera ahorrado a no ser por esos charlatanes mendaces.13 Lucrecio reiteró apasionadamente esta carga. Para los que vivieron después de Vico esto es como si uno sugiriera que Shakespeare podría haber escrito sus obras en la corte de Gengis Kan, o Mozart compuesto en la antigua Esparta. Vico va más allá que Bodi-no, Montaigne y Montesquieu:14 ellos (y Voltaire) pudieron haber creído en diferentes esprits sociales, pero no en estadios sucesivos de evolución histórica, en el que cada fase tuviera sus propios modos de visión, formas de expresión, ya las llame uno arte, ciencia o religión. La idea del crecimiento acumulativo de conocimiento, un cuerpo simple gobernado por criterios simples, universales, de modo que lo que una generación de científicos ha establecido no necesita ser repetido por otra generación, es algo que no ajusta para nada en este patrón. Así se marca el gran rompimiento entre la noción de conocimiento positivo y el entendimiento.
Vico no niega la utilidad de las últimas técnicas científicas para el establecimiento de los hechos. El no postula una facultad intuitiva o metafísica que pueda dispensar de la investigación empírica. Las pruebas para la autenticidad de documentos y otras evidencias, para fechar, para establecer el orden cronológico, para localizar quién hizo o sufrió qué y cuánto y dónde, ya estemos tratando con individuos o clases o sociedades, para establecer los hechos desnudos, los métodos de investigación recientemente establecidos, muy bien pueden resultar indispensables. Lo mismo se aplica a la investigación de factores impersonales —geográficos ambientales o sociales— para el estudio de los recursos naturales, fauna, flora, estructura social, colonización, comercio, finanzas; aquí debemos usar los métodos de la ciencia que establecieron la clase de probabilidad de la que Bodino y Voltaire hablaron, y que todo historiador que usa métodos sociológicos o estadísticos ha llevado a cabo desde entonces. Con todo esto Vico no tiene disputa. Entonces, ¿qué es lo nuevo en su concepción de la historia, acerca de la cual, nos dice, invirtió 20 años de labor continua?
Creo que esto: comprender la historia es comprender lo que los hombres hicieron en el mundo en que se encontraron, lo que exigieron de él, cuáles fueron las necesidades sentidas, las metas, los ideales. El buscó describir la visión que los hombres tuvieron acerca de esto; se preguntó qué necesidades, qué problemas, qué aspiraciones determinaron la opinión que una sociedad tenía de la realidad y creyó que había creado un nuevo método que le revelaría las categorías en las cuales los hombres pensaron, actuaron y cambiaron, ellos mismos y sus mundos. Esta clase de conocimiento no es el conocimiento de hechos o de verdades lógicas proporcionadas por la observación, las ciencias o el razonamiento deductivo; tampoco es el conocimiento de cómo hacer las cosas ni el conocimiento proporcionado por la fe, basado en la revelación divina, en lo que Vico creía. Es más como el conocimiento que tenemos de un amigo, de su carácter, de sus modos de pensamiento y acción, el sentido intuitivo de los matices de su personalidad, sentimientos o ideas que Montaigne describe tan bien y que Montesquieu tomó en cuenta.
Para lograr esto uno debe poseer poder imaginativo de alto grado tal como lo requieren los artistas y, particularmente, los novelistas. Y aim esto no nos llevará lejos para alcanzar modos de vida demasiado remotos o diferentes de lo que nos es propio. Pero no es necesario desesperamos del todo, pues lo que estamos buscando es entender a los hombres —seres humanos dotados, como lo estamos, con mentes y propósitos y vidas interiores—, cuyas obras no pueden sernos absolutamente ininteligibles, a diferencia del contenido impenetrable de la naturaleza no humana. Sin este poder que Vico describe como el “entrar en” mentes y situaciones, el pasado permanecerá para nosotros como la colección muerta de objetos en un museo.
Esta clase de conocimiento, no incluido en la filosofía de Descartes, está basado en el hecho de que nosotros sabemos qué son los hombres, qué es la acción, qué es tener intenciones, motivos, qué es buscar, comprender e interpretar con el fin de sentirse uno en casa en el mundo no humano, lo que Hegel llamó Bei-sich-selbst-seyn,15 El más famoso pasaje de la Ciencia nueva expresa esta idea central muy vividamente:
[...] en la noche de espesa oscuridad que envuelve la antigüedad primitiva, tan remota de nosotros, brilla ahí la eterna y nunca factible luz de una verdad más allá de toda duda: que el mundo de la sociedad civil ciertamente ha sido hecho por los hombres y que sus principios, por tanto, se encontrarán dentro de las modificaciones de nuestra propia mente humana. Quien reflexione en ello no podrá sino maravillarse de que los filósofos hayan dedicado todas sus energías al estudio del mundo de la naturaleza, el que, dado que Dios lo hizo, sólo Él conoce, y que hayan olvidado el estudio del mundo de naciones, o mundo civil que, dado que los hombres lo hicieron los hombres pueden llegar a conocer.16
Los hombres han hecho su mundo civil —esto es, su civilización y sus instituciones- pero, como Marx anotaría más tarde, no todo de “buen paño”, no de un material infinitamente maleable; el mundo externo, la misma constitución física y psíquica de los hombres juega su parte. Esto no le importa a Vico: él está interesado sólo en la contribución humana y cuando habla de las inesperadas consecuencias de las acciones de los hombres que ellos no han “hecho” deliberadamente, las atribuye a la Providencia que guía a los hombres para su beneficio final por sus propios caminos inescrutables. Entonces eso también, como la naturaleza, está fuera del control consciente del hombre. Pero lo que él quiere decir es que lo que una generación de hombres ha experimentado y hecho e incorporado en sus obras, otra generación lo puede alcanzar aunque, pudiera ser, imperfectamente o con dificultad. Para esto uno debe poseer una desarrollada fantasía, el término de Vico para la perspicacia imaginativa, que acusa a los teóricos franceses de devaluar. Esta es la capacidad para concebir más de un medio para categorizar la realidad como habilidad para entender qué es ser un artista, un revolucionario, un traidor, saber qué es ser pobre, ejercer autoridad, ser un niño, un prisionero, un bárbaro. Sin ninguna habilidad para estar bajo la piel de otros, la condición humana, la historia, lo que caracteriza un periodo o una cultura frente a otras no puede ser entendido. Los patrones sucesivos de civilización difieren de otros procesos temporales —digamos, geológicos- por el hecho de que son los hombres —nosotros mismos— los que desempeñan un papel crucial en su creación. Esto yace en el corazón de la ciencia o el arte de la atribución: decir qué es lo que va con una forma de vida y no con otra no puede ser logrado sólo mediante métodos inductivos.
Permítaseme dar un ejemplo del método de Vico: argumenta que el relato de que los romanos pidieron prestadas los Doce Tablas (el código original de las leyes romanas) a la Atenas de la época de Solón, no puede ser verdad; pues no es posible que tales bárbaros, como deben haber sido los romanos en el tiempo de Solón, hubieran sabido lo que era Atenas o que ésta poseyera un código que les pudiera ser valioso a ellos. Más aún, en la improbable suposición de que estos romanos antiguos supieran que al sudeste de ellos había una sociedad más civilizada o mejor organizada (aun cuando las tribus bárbaras de la Roma temprana escasamente podrían haber albergado, así fuera rudimentariamente, nociones tales como civilización o ciudad-Estado), no hubieran podido traducir las palabras éticas dentro del latín idiomático sin una traza de influencia griega en esto, o usado, por ejemplo, palabra tal como audoritas, para la cual no existía un término griego equivalente.
Esta clase de argumento no descansa sobre una acumulación de pruebas empíricas acerca del comportamiento humano en muchos tiempos y lugares sobre las cuales se pueden hacer descansar generalizaciones sociológicas. Nociones tales como la cultura avanzada y lo que la distingue de la barbarie, no son para Vico conceptos estáticos, sino que describe etapas en el crecimiento de la conciencia en individuos y sociedades, diferencias entre conceptos y categorías en uso en un nivel de crecimiento de aquellos que forman otro y la génesis del uno y del otro, para entender qué brota finalmente de la comprensión de lo que es niñez y madurez. A principios del siglo xv el humanista italiano Bruni declaró que cualquier cosa que se dijera en griego podría ser igualmente bien dicha en latín. Esto es precisamente lo que Vico niega, como muestra el ejemplo de audoritas. No hay una estructura inmutable de experiencia para reflejar qué lenguaje perfecto podría ser inventado y dentro de qué imperfectas aproximaciones tal lenguaje podría ser trasladado. El lenguaje de los llamados primitivos no es una interpretación imperfecta de lo que posteriores generaciones expresarán más cuidadosamente: encierra su propia, única visión del mundo que puede ser alcanzada pero no totalmente traducida dentro del lenguaje de otra cultura. Una cultura no es una visión menos perfecta que otra: el invierno no es una primavera rudimentaria; el verano no es un otoño subdesarrollado.
Los mundos de Homero, de la Biblia, o del Kalevala, no pueden ser comprendidos en términos de los criterios absolutos de Voltaire o Helvétius o Buckle, y calificarlos de acuerdo con su distancia de los más altos logros de la civilización humana, como se ejemplifica en el musée imaginaire de Voltaire, donde las cuatro grandes edades del hombre cuelgan juntas como aspectos del único, mismísimo ápice de los logros humanos. Se diría que esto es un truismo demasiado elaborado, pero a principios del siglo xvm esto no era un truismo. La mera noción de que la tarea de los historiadores no era solamente establecer hechos y dar explicaciones causales acerca de ellos, sino examinar lo que una situación quería decir para los comprendidos en ella, cuál era la perspectiva de ellos, por qué reglas se guiaban, qué “presuposiciones absolutas” (como Collingwood las llamaba)17 estaban comprendidas en lo que ellos (pero no otras sociedades ni otras culturas) decían o hacían, todo esto es ciertamente nuevo y profundamente extraño al pensamiento de los philosophes o científicos de París. Esto coloreaba los pensamientos de los que primero reaccionaron contra la Ilustración francesa, críticos, historiadores de las literaturas nacionales en Suiza, en Inglaterra, en Alemania; Bodmer, Breitinger y Von Muralt; eruditos hebreos como Lowth y críticos homéricos como Blackwell; pensadores sociales y culturales como Young y Adam Ferguson; Hamann y Moser y Herder. Después de ellos vino la gran generación de los eruditos clásicos, Wolf, Niebuhr y Boeckh, que transformaron el estudio del mundo antiguo y cuyo trabajo tuvo una influencia decisiva sobre Burckhardt y Dilthey y sus sucesores en el siglo xx. De estos orígenes vinieron la filosofía comparada y la antropología comparada, la jurisprudencia comparada, la religión y la literatura, las historias comparadas del arte, la civilización y las ideas, campos en los que no sólo se requiere el mero conocimiento de hechos y acontecimientos sino también la comprensión -lo que Herder fue el primero en llamar Einfühlung, empatia-.
El uso de la imaginación informada acerca de, y la perspicacia de, sistemas de valores, concepciones de la vida de sociedades enteras, no se requiere en la matemática o la física, la geología o la zoología o —aunque algunos negarían esto- en la historia económica o aun en la sociología si esto es concebido y practicado como una ciencia estrictamente natural. Esta declaración es intencionalmente extremosa, con la intención de hacer hincapié en la distancia que se abre entre la ciencia natural y las humanidades a resultas de una nueva actitud hacia el pasado humano. Sin duda, en la práctica hay una gran imbricación entre la historia impersonal como es concebida, digamos, por Condorcet, Buckle o Marx, que creían que la sociedad humana podía ser estudiada por una ciencia humana con principios análogos a la que nos habla del comportamiento de “las abejas o los castores” (para usar la analogía de Condorcet),18 contrastada con la historia de aquello en lo que los hombres creen o por lo cual viven, la vida del espíritu, ceguera que Coleridge y Carlyle imputaban a los utilitaristas, Acton a Buckle (en su famoso ataque contra éste) y Croce a los positivistas. Vico principió este cisma: después de esto los caminos se apartaron. Lo específico y único contra lo repetitivo y lo universal, lo concreto contra lo abstracto, el movimiento perpetuo contra el reposo, lo interno contra lo externo, la calidad contra la cantidad, los principios unidos por una cultura contra los principios intemporales, la lucha mental y la autotransfor-mación como una condición permanente del hombre contra la posibilidad (y la deseabilidad) de la paz, el orden, la armonía final y la satisfacción de todos los deseos humanos racionales; tales son algunos de los aspectos contrastados.19
Estas concepciones de su método y la materia de su tema que ahora dan por sentados los historiadores de la literatura, de las ideas, del arte, de la ley, y también los historiadores de la ciencia, y sobre todo los historiadores y los sociólogos de la cultura influidos por esta tradición, no están por regla, y no necesitan estarlo, conscientemente presentes en la mente de los mismos científicos naturales. Sin embargo, antes del siglo xviii, no había, en cuanto yo sé, un sentido de este contraste. Las distinciones entre el vasto campo de la filosofía —natural y metafísica—, la teología, la historia, la retórica, la jurisprudencia, no estaban netamente trazadas; hubo disputas acerca del método durante el Renacimiento, pero la gran división entre los dominios de las ciencias naturales y las humanidades por primera vez fue hecha, o revelada cuando menos, para mejor o peor, por Giambattista Vico. De esta manera comenzó el gran debate cuyo fin aún no está a la vista.
¿Dónde se origino su idea central? ¿La idea de lo que es la cultura y qué es lo que hay que entender en su unidad y variedad, su parecido, pero sobre todo sus diferencias con otras culturas, lo cual socava la doctrina de la identidad de la civilización y el progreso científico concebidos como el crecimiento acumulativo del conocimiento; saltó de su cabeza totalmente armado como Palas Atenea? ¿Quién antes de 1725, había tenido semejantes pensamientos? ¿Cómo se colaron -si en verdad lo hicieron— a Hamann y Herder en Alemania, algunas de cuyas ideas son sorprendentemente similares? Estos son problemas acerca de los cuales, aun ahora, los historiadores de las ideas todavía no investigan suficientemente. Pese a lo fascinantes que son su solución me parece menos importante que los mismos descubrimientos centrales; sobre todo la noción de que el único camino para lograr cualquier grado de conocimiento de uno mismo es el reconstruir sistemáticamente nuestros pasos histórica, psicológica y, sobre todo, antropológicamente a través de las etapas de crecimiento social que siguen formas empíricamente descubrióles o, si esto es un término demasiado absoluto, orientaciones o tendencias con cuyo funcionamiento estamos familiarizados en nuestra propia vida mental, pero que no se mueven hacia una meta única, universal; cada mundo por sí mismo tiene mucho en común con sus sucesores, con los cuales forma una línea continua de experiencias humanas reconocibles, no ininteligibles para sus habitantes. Sólo de este modo, si Vico tiene razón, podemos esperar comprender la unidad de la historia humana, los eslabones que conectan nuestra propia “edad magnífica” a nuestros “escuálidos” principios en la “gran selva de la Tierra”.20
Trad, de Hero Rodríguez Toro