PRÓLOGO
Isaiah Berlin comenzó su carrera académica de filósofo en Oxford y llegó a ser célebre como historiador de las ideas. La filosofía de Oxford fue importante para él. Lo arraigó en la tradición analítica lingüística inglesa que desciende de Hume, Mill y Russell. Por ello, cuando escribió su versión de los dos conceptos de libertad se mostró desconfiado de lo que a menudo se llama “libertad positiva”. En esa época (1958) estaba de moda exponer las falacias de Sobre la libertad de Mili y elogiar la concepción de libertad que había popularizado T. H. Green, influido por Hegel y por otros filósofos de la Europa continental. Green había sostenido que cuando el Estado intervenía y aprobaba leyes que prohibían la contaminación o que controlaban la maquinaria de una fábrica para salvaguardar las vidas de los obreros, no estaba recortando libertades. Algunos podían considerar que se había limitado su libertad, pero muchas más personas ahora serían libres de hacer cosas que antes les estaban vedadas. Se podía aumentar la suma de la libertad. “La libertad para un sabio de Oxford”, se decía, “es algo muy diferente de la libertad para un campesino egipcio”.1 Aceptar la libertad positiva llegó a ser la señal del social-demócrata inteligente.
Berlin llamó simple charlatanería a esta proposición. Si la libertad positiva es un ideal válido, entonces, ¿qué defensa hay contra la afirmación marxista de que el Estado tiene el derecho de infligir terribles castigos a quienes se oponen a su poder de obligar a las personas a actuar contra lo que desean hacer, puesto que deben contribuir al bienestar de la masa de la población? Para Berlin es correcta la interpretación inglesa clásica de libertad. Significa no ser coaccionado, no ser aprisionado ni aterrorizado. Sí, el campesino egipcio necesita alimento y medicina, “pero la mínima libertad que necesita hoy, y el mayor grado de libertad que puede necesitar mañana no es una especie particular de libertad suya, sino idéntica a la de profesores, artistas y millonarios”.2 Bien puede ser necesario sacrificar la libertad para prevenir el dolor. Pero sí es un sacrificio; y declarar que en realidad soy más libre es una perversión de palabras. Puede ser que la sociedad sea más justa o más próspera y que toda clase de personas pobres puedan hoy gozar de vacaiones en el extranjero o tener un hogar decente. Ya eran libres antes de disfrutar estas cosas, pero no tenían el dinero. Es una perversión del lenguaje decir que hoy, por primera vez, son libres.
La perversión del lenguaje no es un capricho del filósofo; es algo importante. Es importante si decimos que somos más libres cuando se aprueban nuevas leyes para obligarnos a usar cinturón de seguridad en los automóviles. Podemos estar más seguros y la ley puede ser admirable, pero somos menos libres. Supóngase que seguimos a Russell y argüimos que nadie en su sano juicio desearía ser esclavo de pasiones innobles. Supóngase que yo soy alcohólico, esclavo de la bebida. ¿No me gustaría verme liberado de esta esclavitud? Sin duda, mi yo ilustrado desearía renunciar a esa parte de mi libertad que me esclaviza a la bebida, mas pocos de nosotros somos santos. Los santos declaran “en tu servicio hay libertad perfecta”, renuncian a los vicios terrenales y viven de acuerdo con una regla espiritual, pero, ¿qué hemos de hacer con la mayor parte de la humanidad que no es capaz de dominar sus pasiones pecaminosas? Aquí, dice Berlin, se despliega el verdadero horror de una visión puramente racional. Pues si puede mostrarse que sólo hay una visión correcta de la vida, quienes no la siguen deberán ser obligados a hacerlo. La libertad positiva es el camino hacia la servidumbre.
Pero hay otra manera de negar que los seres humanos son agentes libres. ¿No son juguetes del destino, irremediablemente atrapados por las fuerzas impersonales de la historia? Los procesos históricos son inevitables y, aun cuando los estadistas sostengan que tienen la capacidad necesaria para dominar los acontecimientos, los seres humanos somos impotentes para hacerlo. El clima, la demografía, los caprichos de la economía, las estructuras de clase y las fuerzas políticas los abruman. La misión del historiador, sigue diciéndonos esta línea de razonamiento, es desenmascarar tales fuerzas impersonales. La historia no es un
arte, es una ciencia “ni más ni menos”, como dijo el historiador de Cambridge J. B. Bury. Uno de los artículos más largos y densos de Berlin se desplegó contra esta afirmación y, en su pugna contra E. H. Carr, el apologista del régimen de Stalin, se juzgó que había derrotado a su adversario. Creer en el determinismo entrañaría una aterradora pérdida de los conceptos con que discutimos sobre moral; por ejemplo, el elogio, la censura, el lamento o el perdón.
Aun cuando Berlin estuviese arraigado en la tradición inglesa de la filosofía, rechazó mucho de lo que estaba de moda entre sus contemporáneos. Consideró que el positivismo lógico no era menos desastroso que el determinismo; las ciencias naturales no eran el paradigma del conocimiento. Demasiado de lo que conocemos y evaluamos en la vida queda excluido por este modo de catalogar el pensamiento: lo que es notable en el corpus de su obra es que reconoce cuán valiosas, cuán estimulantes y cuán originales fueron las aportaciones de los filósofos alemanes en los siglos xviii y xix. Estos fueron los hombres que se levantaron contra las ideas desalmadas y mecánicas de la Ilustración francesa. Berlin rogó a sus contemporáneos dejar de verlos a ellos y a sus análogos en Rusia o en Italia —Vico, Herder, Hamann, Herzer y Moses Hess— como románticos trasnochados.
Berlin los elogió por reconocer la pasión que hombres y mujeres sienten por su patria, su propia cultura específica, su nación o su comunidad; por ejemplo, un pueblo minero. Estos sentimientos fueron los que les dieron su sentido de identidad. Marx ignoró esto. Berlin sabe cómo los judíos de Europa Oriental se sintieron enajenados de la sociedad en que vivían; y, a partir de este entendimiento, percibe cómo los alemanes del siglo xviii se sintieron enajenados de una Europa dominada por la cultura y el refinamiento de Francia... así como en nuestros tiempos los países del Tercer Mundo se sienten enajenados por el sentido de superioridad occidental.
Por consiguiente, Berlin estuvo en desacuerdo con las voces más poderosas de la filosofía, porque hizo algo poco común entre los filósofos inmediatamente antes y después de la guerra. Leyó las obras de filósofos muertos mucho tiempo atrás, en realidad de algunos que en Oxford no consideraban filósofos. No los acusó de error ni los contrastó con las verdades que hoy conocemos; tampoco los dividió entre los que señalaban el camino hacia mejores tiempos y aquellos a quienes los tiranos han utilizado para justificar sus crueldades. Lo que hizo fue evocar su visión de la vida y contrastarla con otras visiones de ella. Y eso no fue todo. Niega que exista una manera de probar que una visión es más válida o más justificable que cualquier otra. Nos puede parecer odioso el análisis de la sociedad que hace Joseph de Maistre, pero estaríamos en un error si no comprendiéramos que contiene algunas verdades terribles, por mucho que los liberales se estremezcan ante las conclusiones que de ellas sacó Maistre. Consideremos a Nietzsche; en sus obras hay conclusiones que los nazis trataron de aplicar a la acción política, pero estaríamos amputando una parte de nuestra sensibilidad si nos negáramos a recibir la atónita comprensión que tuvo Nietzsche de un mundo ya no dispuesto a aceptar como válidas las sanciones de la religión. O consideremos a Carlyle; puesto al lado de sus contemporáneos Marx y Tolstoi, hace un pobre papel, pero estuvo más cerca de la verdad que Marx y Tolstoi al recordamos que las naciones y las sociedades necesitan jefes. No tenemos que estar de acuerdo con Carlyle cuando elogia a Federico el Grande o a Cromwell por la rudeza y la inhumanidad de sus decisiones. Marx y Tolstoi se equivocaron al declarar que los estadistas son tan insignificantes que no influyen sobre los acontecimientos; Churchill, Roosevelt y Ben-Gurion ejercieron una influencia decisiva sobre el destino de sus países.
Esta manera de considerar la filosofía sostiene la fe de Berlin en el pluralismo. Pluralismo es una palabra desacreditada. La mayoría acepta que en la sociedad hay muchos grupos e intereses, y que una buena sociedad hace que toleren su existencia mutua; en realidad, la más poderosa de todas las instituciones de una sociedad, el Estado, debe hacer un esfuerzo especial para dar todo el espacio posible a los intereses de la minoría. La mayoría considera que el pluralismo es, sólo una componenda pragmática. No nos obliga a abandonar nuestra fe en el socialismo o en los beneficios de la desigualdad producida por la economía de mercado, o nuestra creencia en que hay una regla, si podemos actuar de acuerdo con ella, que debe gobernar todas nuestras vidas. Pero Berlin está pensando en algo más perturbador: contra la moda, adopta la idea de que el bien pone fin al conflicto. La igualdad y la libertad a menudo entran en conflicto; y para no tener sólo una de ellas hay que perder una parte de la otra. Nadie puede dudar de la fe de Berlin en la importancia de la libertad, pero éste no hace sonar una fanfarria para Hayek. La libertad sólo es una de las buenas cosas de la vida que le importan. Según él, la igualdad también es un valor sagrado, y quienes rechazan la igualdad como un mal sueño le resultan antipáticos. Reconoce que si la libertad para los poderosos y los inteligentes significa la explotación de los débiles y menos talentosos, entonces habrá que limitar la libertad de los poderosos y los inteligentes. Publicar un libro en Inglaterra, aunque resulte ofensivo a los musulmanes, es una cosa; pero vender el mismo libro en la vieja ciudad de Jerusalén con el máximo de publicidad y provocar motines y muertes es otra. La necesidad de hacer distinciones de esta índole es la justificación del pluralismo.
Consideremos la situación de Antígona. Sófocles pensó que ella tenía razón al mostrar respeto a los cadáveres de sus amados hermanos por encima de su obligación ante la ley (“Mi naturaleza es amar, no odiar”).3 Sartre adoptó la opinión opuesta. O consideremos la espontaneidad: es una virtud, pero no esperemos encontrarla predominando entre las capacidades de un ministro del Gobierno. En realidad, podría argüirse que la espontaneidad es la última cualidad que deseamos que muestre tan alto burócrata. Los valores chocan y a menudo no es posible hacerlos correr paralelamente. Y no sólo los valores, sino también las proposiciones. La verdad no es una unidad.
Fue aquí donde Berlin disintió de los filósofos analíticos ingleses. La cumbre de su ambición, cuando joven, había sido lograr que el grupo cerrado en torno a Austin y Ayer aceptara algún punto que él había establecido como original o importante. Haberlo hecho habría sido establecer algo que era verdad. Cierto, porque las discusiones de este círculo se sostenían en una gran suposición implícita; esa suposición —aunque casi todos los puntos establecidos eran minúsculas distinciones de lógica o percepción— era que todas las soluciones a todos los grandes problemas pueden encontrarse si nos esforzamos lo suficiente. Los filósofos aceptaban como axiomático que sólo podría haber una respuesta a cada pregunta: las demás respuestas eran errores. Además, todas las respuestas verdaderas debían ser compatibles con otras respuestas verdaderas. La verdad es una unidad. La vida buena debe estar en armonía con estas verdades descubiertas por los filósofos: de otra manera, no sería buena. A la postre, o bien nosotros o nuestros sucesores descubriremos estas verdades; y, cuando lo hagamos, podremos reorganizar la sociedad sobre cauces racionales, libres de toda superstición, dogma y opresión. Berlin no estuvo de acuerdo y elogió a Maquiavelo por ser el primer gran pensador que negó esto. Un político no puede actuar de acuerdo con la estricta moral de una vida personal.
¿Es relativista Berlin? ¿Está diciendo que sobre gustos no se disputa, o que nunca podremos comprender otra cultura porque no podemos penetrar en ella? Ciertamente, no. Por muy distintos que seamos de los isleños de la Polinesia o de los antiguos atenienses, el hecho mismo de que podamos imaginar cómo resultaría ser uno de ellos significa que es posible hacer comparaciones entre culturas. Nuestra capacidad de reconocer valores virtualmente universales imbuye todo anáfisis que hagamos de la naturaleza del hombre, de la cordura y de la razón. ¿Es, entonces, Berlin un antirracionalista? Esto es imposible para alguien como él, educado en Oxford. Se opone a Oakeshott porque cree que la razón puede aplicarse a un gran número de problemas sociales y producir resultados. La razón puede aliviar los candentes conflictos entre fines buenos; es posible hacer intercambios pacíficos y que no sean falsos. Se necesita la razón para elegir entre los llamados opuestos de la justicia, la piedad, la privación y la libertad personal. Cierto es que cada solución crea un problema nuevo, necesidades y demandas nuevas; si los niños han obtenido mayor libertad porque sus padres lucharon por ella, esos niños pueden hacer demandas tan inoportunas por una sociedad más justa que incluso amenazarían la libertad misma por la que lucharon sus padres. Las ideas que liberaron a una generación se convierten en las cadenas de la siguiente. Al decir esto, Berlin nos recuerda que los filósofos, por sí solos, no pueden explicar la naturaleza del ser: también el historiador puede iluminarnos. La historia de las ideas es la puerta que conduce al conocimiento propio; la necesitamos para que nos recuerde que los hombres no son una masa indiferenciada a la que habrá que organizar del modo más eficiente posible. No hay que considerar la eficiencia y la organización como objetivos últimos de la vida; son medios limitados para capacitar a hombres y mujeres para vivir vidas mejores y más felices.
Nadie ha hecho que las ideas cobren más vida que Isaiah Berlin. Esto no es extraño, puesto que él las personificaba. Siguen viviendo porque son la progenie de seres humanos, y Berlin es un conocedor de hombres y mujeres en lo individual. Nada le complace más que elogiar a hombres célebres, como Churchill o Roosevelt, porque intensifican la vida y muestran que se puede desafiar a las fuerzas impersonales de la historia o a las llamadas leyes que gobiernan la sociedad. Hombres y mujeres de genio cambian el mundo. Hasta oscuros eruditos, que ciertamente no cambiarán el mundo, pueden añadir algo a la suma total de la comedia, la idiosincrasia, o tal vez la tragedia, cuando se revela su extrañeza especial. Berlin desea hacernos comprender la inmensa variedad de emociones e ideales que hay en el mundo que habitamos.
Por ello, insiste Berlin, es una locura esperar que hombres y mujeres, y más aún sus ideas, se adapten a un conjunto de principios. Le gusta jugar juegos para hacer que esto penetre bien en nosotros. En uno de sus ensayos más conocidos, sobre Tolstoi, divide a los pensadores en erizos y zorros: los erizos que “saben una gran cosa”, como Dostoievski o Tomás de Aquino, y los zorros que “saben muchas cosas”, Turgenev o Hume. Tolstoi fue un zorro natural que trató de ser erizo. Luego, también divide a los estadistas entre los que tienen un solo principio, a cuya voluntad tratan de someter los acontecimientos, como Hitler, Trotsky y De Gaulle, y los que perciben cómo transcurren los acontecimientos y cómo sienten sus conciudadanos, y encuentran la manera de darles un efecto a esos sentimientos, como Lincoln, Bismarck, Lloyd George y Roosevelt. Se complace en la diferencia que ve entre los seres humanos. Admira a los sabios austeros y remotos, pero también le gustan los sabios entusiastas y llenos de vida que prefieren la vehemencia a la reticencia, el placer a la autoridad, que se burlan del que se cree importante y del pomposo. El buen humor tiene su lugar en una universidad, tanto como la gravitas. No está ciego ante las flaquezas humanas y le disgustan quienes se muestran inhumanos e insensibles. De hecho, algunos que batallan por el poder y los altos puestos son malignos y siniestros. Como Hamlet, queda asombrado al ver “qué obra es el hombre”; a diferencia de Hamlet, a él le deleita el hombre.
Así, Berlin es hostil a las pretensiones de tecnócratas y revolucionarios. Los tecnócratas, que imponen sus planes contra la oposición, sublimes en su indiferencia hacia esa ignorante oposición conformada por aquellos que están seguros de que existe un futuro mejor, le asombran por su falta de humildad. No menos le horrorizan los revolucionarios, que olvidan todo sufrimiento. A veces puede ser necesario ir a la guerra, asesinar a un tirano, alterar la ley y el orden; pero es igualmente posible que de allí no resulte mejora alguna. Una de sus citas predilectas, que emplea una y otra vez, viene de Kant: “De la madera torcida de la humanidad nunca se ha hecho cosa recta”.4 Reconoce que los jóvenes pueden dejarlo a un lado; a menudo ellos desean luchar y sufrir para crear una sociedad más noble. Pero, incluso comparado con los socialistas más dedicados y puros de mi generación, me parece que Berlin ha escrito la más verdadera y conmovedora de las interpretaciones de la vida que dicha generación haya hecho.