II
La categoría predominante de Churchill, el principio de organización único y central de su universo moral e intelectual, es una imaginación histórica tan fuerte, tan amplia, que abarca todo el presente y todo el futuro en una estructura de un pasado rico y multicolor. Semejante enfoque se ve dominado por un deseo -y una capacidad— de encontrar orientaciones morales e intelectuales fijas, de dar forma y carácter, color y dirección y coherencia a la corriente de los sucesos.
Esta clase de “historicismo” sistemático no se limita, desde luego, a los hombres de acción ni a los teóricos políticos: los pensadores de la Iglesia católica romana ven la vida en términos de una estructura histórica firme y lúcida y también lo hacen, por supuesto, los marxistas, como asimismo los historiadores y filósofos románticos de quienes descienden directamente los marxistas. Ni tampoco nos quejamos de “escapismo” ni de la perversión de los hechos hasta que se piensa que las categorías adoptadas riñen demasiado con los “hechos”. Interpretar, relacionar, clasificar, simbolizar: estas son las actividades humanas naturales e inevitables que describimos vaga y convenientemente como pensar. Nos quejamos, si es que lo hacemos, sólo cuando el resultado está demasiado en desacuerdo con el punto de vista común de nuestra propia sociedad, época y tradición.
Churchill ve la historia, y la vida, como un gran espectáculo renacentista: cuando piensa en Francia o en Italia, en Alemania o en los Países Bajos, en Rusia, en la India, en Africa, en las tierras árabes, ve imágenes históricas vividas, algo que está entre las ilustraciones victorianas en un libro de historia para niños y la gran procesión pintada por Benozzo Gozzoli en el Palacio Riccardi. Su ojo jamás es el del sociólogo que clasifica hábilmente, ni el del cuidadoso analista psicológico, ni el del laborioso anticuario, ni el del paciente estudioso de la historia. Su poesía no tiene esa visión anatómica que ve el hueso limpio debajo de la carne, las calaveras, los esqueletos y la omnipresencia de la putrefacción y de la muerte debajo de la corriente de la vida. Las unidades que constituyen su mundo son más sencillas y más grandes que la vida, los temas vivos e iterativos son como los del poeta épico, o a veces como los del dramaturgo que ve a las personas y las situaciones como símbolos intemporales y como encarnaciones de principios externos y radiantes. El todo es una serie de composiciones simétricas y algo estilizadas, bañadas de luz brillante o sumidas en las sombras más oscuras, como una leyenda de Carpaccio, casi sin matices, pintadas en colores primarios, sin medios tonos, nada intangible, nada impalpable, nada dicho a medias ni sugerido ni susurrado; no cambian ni el tono ni el timbre de la voz.
Los arcaísmos de estilo a que nos acostumbraron los discursos de Churchill durante la guerra son ingredientes indispensables del tono elevado, del traje del cronista formal, que exigía la solemnidad de la ocasión.
Churchill tiene conciencia plena de esto: el estilo debe responder adecuadamente a las exigencias que la historia hace a los actores en un momento u otro. “Las ideas presentadas”, escribió en 1940 a propósito de un anteproyecto del Foreign Office, “me parecen equivocadas por tratar de ser demasiado ingeniosas, por entrar en sutilezas de la política inapropiadas a la sencillez y a la grandeza trágicas de la época y de las cuestiones que están enjuego”.
Su propia narrativa se eleva y se intensifica conscientemente hasta que llega al gran clímax de la Batalla de Inglaterra. La textura y la tensión son las de la ópera trágica, en la que la misma artificialidad del medio, tanto en el recitativo como en las arias, sirve para eliminar el improcedente nivel muerto de la existencia normal y destacar en alto relieve las hazañas y los sufrimientos de los personajes principales. Los momentos cómicos en semejante obra deben conformarse necesariamente al estilo del todo y ser parodias de él; y esta es la práctica de Churchill. Cuando dice que vio esto o aquello “con mirada severa y tranquila”, o cuando informa a sus oficiales que cualquier “risita satisfecha” por parte de ellos por el fracaso de un plan elegido “será vista por mí con gran disgusto”, o cuando describe las “sonrisas celestiales” de sus colaboradores por el desarrollo de una conspiración bien disimulada, hace eso precisamente; el tono heroico-burlesco, que recuerda a Stalky & Co., no rompe con las reglas convencionales de la ópera. Sin embargo, aunque se trata de reglas convencionales, el autor no las emplea ni las desecha a voluntad: ya se han arraigado y fusionado completamente con su naturaleza; el arte y la naturaleza ya no se distinguen. El estilo rígido de su prosa es el medio normal de sus ideas, no sólo cuando se pone a escribir, sino en la vida de la imaginación que impregna su existencia diaria.
El lenguaje de Churchill es un medio que él inventó porque lo necesitaba. Tiene un ritmo robusto, ponderoso, bastante uniforme y fácilmente reconocible que se presta a la parodia (incluso la suya propia), como todos los estilos fuertemente individuales. Un estilo es individual cuando la persona que lo usa está dotada de características claramente marcadas y logra crear un medio para su expresión. Los orígenes, los componentes, los ecos clásicos que pueden encontrarse en la prosa de Churchill son bastante evidentes; sin embargo, el producto es único. Cualquiera que sea la actitud que se adopte respecto a él, se le debe reconocer como un fenómeno en grande de nuestro tiempo. El hacer caso omiso de esto o negarlo sería ceguera, frivolidad o falta de honradez. La expresión es siempre formal, y no sólo en ocasiones especiales (aunque cambia en intensidad y colorido, según la situación), siempre pública, ciceroniana, dirigida al mundo, sin los titubeos y las tensiones de la introspección y la vida privada.
III
La calidad de los volúmenes de Churchill sobre la Segunda Guerra Mundial es la de toda su vida. Su mundo se construye sobre la primacía de las relaciones públicas respecto a las privadas, sobre el valor supremo de la acción, de la batalla entre el bien y el mal simple, entre la vida y la muerte; pero, por encima de todo, la batalla. Siempre ha luchado. “Cualquier cosa que hagan”, declaró a los ministros franceses desmoralizados en la hora más sombría de 1940, la “lucharemos por siempre jamás”, y bajo este signo ha transcurrido su vida.
¿Para qué ha luchado? La respuesta es bastante más clara que en el caso de otros hombres de acción igualmente apasionados pero menos consecuentes. Jamás han vacilado los principios y las creencias de Churchill en cuestiones fundamentales. Sus críticos lo han acusado a menudo de ser inconstante, de cambiar su opinión e incluso sostener opiniones caprichosas, como cuando cambiaba alternativamente su lealtad del Partido Conservador al Liberal y viceversa. Sin embargo, con excepción de la cuestión del proteccionismo, cuando apoyó los aranceles como ministro de Hacienda en el gabinete de Baldwin, en el decenio de los veinte, esta acusación, que a primera vista parece tan admisible, es espectacularmente falsa. Lejos de cambiar sus opiniones con demasiada frecuencia, Churchill casi no las ha modificado en modo alguno en el transcurso de una larga y tempestuosa carrera. Si alguien desea descubrir sus puntos de vista sobre los asuntos grandes y permanentes de nuestra época, basta con que descubra lo que Churchill ha dicho o escrito sobre el tema en cualquier periodo de su vida larga y excepcionalmente elocuente, sobre todo durante los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial: se encontrará que era asombrosamente pequeño el número de ocasiones en que sus opiniones han sufrido un apreciable cambio en los últimos años.
Baldwin, aparentemente sólido y confiable, ajustaba sus actitudes con maravillosa habilidad según y cuando las circunstancias lo exigían. Chamberlain, considerado por mucho tiempo como una roca obstinada e inconmovible de la opinión conservadora, alteraba sus políticas (más serio que Baldwin, seguía políticas, ya que no se contentaba con simples actitudes) cuando le parecía que el partido o la situación lo exigían. Churchill siguió apegándose inflexiblemente a los principios originales.
La fuerza y la coherencia de sus creencias centrales y de toda la vida han provocado más inquietud, desagrado y sospechas en la sede del Partido Conservador que su vehemencia o pasión por el poder o lo que se consideraba su brillantez caprichosa e indigna de confianza. Ninguna organización política fuertemente centralizada se siente del todo contenta con individuos que combinan la independencia, una imaginación libre y una formidable fuerza de carácter con la fe obstinada y una visión firme e inalterable del bien público y privado. Churchill, que cree que “la ambición, no tanto por fines culturales sino por la fama, brilla en todas las mentes”, cree en la grandeza y en la gloria y trata de lograrlas con su visión personal como artista. De igual modo que un rey concebido por un dramaturgo renacentista o por un historiador o moralista decimonónico, cree que es cosa de valientes desfilar triunfalmente por Persépolis; conoce con certeza inconmovible lo que considera grande, hermoso, noble y digno de una persona de elevada posición y lo que, por el contrario, detesta por ser oscuro, gris, y por rebajar o destruir, probablemente, el juego del color y del movimiento en el universo. La transigencia voluble, servil y pusilánime tal vez sea recomendable para aquellos hombres íntegros de buen juicio cuyas esperanzas de conservar el mundo que defienden están cargadas de un pesimismo inconsciente; sin embargo, si es probable que la política que siguen disminuya el paso o las fuerzas de la vida, mengüe la “energía vital y vibrante” que admira, digamos, en lord Beaverbrook, Churchill está listo para el ataque.
Churchill es uno de aquellos que, en número cada vez menor, creen en un orden mundial específico: el deseo de darle vida y fuerza es la influencia más poderosa que actúa sobre todo lo que piensa e imagina, sobre todo lo que hace y es. Cuando los biógrafos y los historiadores lleguen a describir y a analizar sus opiniones sobre Europa o los Estados Unidos, sobre el imperio británico o Rusia, sobre la India o Palestina, o incluso sobre la política social o económica, encontrarán que sus opiniones sobre todos estos temas se agrupan en concepciones fijadas a temprana edad y sólo reforzadas posteriormente.
Así, siempre ha creído en grandes estados y civilizaciones bajo un orden casi jerárquico. Por ejemplo, jamás ha odiado a Alemania como tal: Alemania es un Estado grande e históricamente sagrado; los alemanes son una raza histórica grande y como tal ocupan una cantidad proporcional de espacio en el cuadro mundial de Churchill. Denunció a los prusianos en la Primera Guerra Mundial y a los nazis en la Segunda; a los alemanes, casi no, en absoluto. Siempre ha mantenido una visión resplandeciente de Francia y de su cultura, y ha abogado inalterablemente por la necesidad de la cooperación anglofrancesa. Siempre ha visto a los rusos como una masa informe y casi asiática más allá de los muros de la civilización europea. Su fe y su predilección por la democracia norteamericana son la base de su panorama político.
Su visión en los asuntos exteriores ha sido siempre firmemente romántica. La lucha de los judíos por la autodeterminación en Palestina cautivó su imaginación exactamente en la misma forma en que el risorgimento italiano cautivó a sus antepasados liberales.
De modo semejante, sus puntos de vista sobre la política social se apegan a aquellos principios liberales que recibió de manos de los hombres que más admiraba en el gran gobierno liberal del primer decenio de este siglo: Asquith, Haldane, Grey, Mofley, y sobre todo Lloyd George antes de 1914, y no ha visto razón alguna para modificar esos puntos de vista, haga lo que haga el mundo; y si esas opiniones que eran progresistas en 1910, parecen menos convincentes en la actualidad y revelan en realidad una terca ceguera a la injusticia social y económica (en contraposición a la política), de lo cual difícilmente se puede acusar a Haldane o Lloyd George, eso se debe a la fe inalterable de Churchill en el esquema firmemente concebido de las relaciones humanas que estableció en su interior hace mucho tiempo, de una vez por todas.
IV
Es un error considerar la imaginación como una fuerza principalmente revolucionaria: si bien destruye y modifica, también fusiona creencias, intuiciones y hábitos mentales aislados en sistemas fuertemente unificados. Si éstos poseen suficiente energía y fuerza de voluntad (y, podría agregarse, fantasía, que se espanta menos ante los hechos y crea modelos ideales en términos de los cuales los hechos se ordenan en la mente), a veces transforman el punto de vista de todo un pueblo y de toda una generación.
El estadista británico más dotado en esto fue Disraeli, que, en efecto, concibió esa mística imperialista, aquella visión espléndida, pero tan contraría al carácter inglés, que, romántica al grado del exotismo, llena de emoción metafísica, a todas luces opuesta a los más sobriamente empírico, utilitario y antisistemático dentro de la tradición británica, fascinó el espíritu de Inglaterra durante dos generaciones.
La imaginación política de Churchill tiene algo de ese poder mágico para transformar las cosas. Es una magia que pertenece por igual a demagogos y a grandes dirigentes democráticos: Franklin Roosevelt, que alteró tanto como cualquier otro hombre la imagen interior que su país tenía de sí mismo, de su carácter y de su historia, la poseía en grado sumo. No obstante, las diferencias entre él y el primer ministro de la Gran Bretaña son mayores que las semejanzas, y en cierto modo resumen las diferencias de continentes y civilizaciones. El contraste resalta claramente en los papeles que cada uno de ellos desempeñó en la guerra que tan estrechamente los unió.
En cierto modo, la Segunda Guerra Mundial produjo menos innovación y genio que la Primera. Fue, desde luego, un cataclismo mayor, cuyas batallas se escenificaron sobre un territorio más amplio, y alteró los contornos sociales y políticos del mundo al menos tan radicalmente como su antecesora, y tal vez más. No obstante, la ruptura en la continuidad fue mucho más violenta en 1914. Los años que antecedieron a 1914 nos parecen ahora, e incluso lo parecieron en el decenio de los años veinte, como el final de un largo periodo de desarrollo en gran medida pacífico, truncado en forma repentina y catastrófica. En Europa, cuando menos, los años anteriores a 1914 provocaron una nostalgia comprensible en aquellos que no conocieron una verdadera paz después de esa época.
El periodo entre las dos guerras marca un descenso en el desarrollo de la cultura humana si se lo compara con aquel periodo sostenido y fructífero que hace parecer al siglo xix como un singular logro humano, tan poderoso que persistió, incluso durante la guerra que lo interrumpió, a un grado que ahora nos parece asombroso. La calidad de la literatura, por ejemplo, que ciertamente es uno de los criterios más seguros de la vitalidad intelectual y moral, fue incomparablemente más elevada durante la guerra de 1914 a 1918 que lo que ha sido después de 1939. Tan sólo en Europa Occidental esos cuatro años de matanza y destrucción también fueron años en los que se siguieron produciendo obras de genio y de talento por escritores establecidos, tales como Shaw, Wells y Kipling, Hauptmann y Gide, Chesterton y Arnold Bennett, Beerbohm y Yeats, así como por escritores jóvenes como Proust y Joyce, Virginia Woolf y E. M. Forster, T. S. Eliot y Alexander Blok, Rilke, Stefan George y Valéry. Ni dejaron de desarrollarse en forma fructífera las ciencias naturales, la filosofía y la historia. ¿Qué puede ofrecer la guerra reciente en comparación?
Sin embargo, tal vez haya un aspecto en el que la Segunda Guerra Mundial eclipsó a su antecesora: los dirigentes de las naciones que participaron en ella fueron, con la excepción significativa de Francia, hombres de más categoría, más interesantes psicológicamente que sus prototipos. Difícilmente se disputará que Stalin es una figura más fascinante que el zar Nicolás II; Hitler más impresionante que el Kaiser; Mussolini más que Victor Manuel; y, no obstante, lo notable es que el presidente Wilson y Lloyd George ceden ante la absoluta magnitud histórica de Franklin D, Roosevelt y Winston Churchill.
“La historia”, nos dice Aristóteles, “es lo que hizo y lo que sufrió Alcibíades.”1 Este concepto, no obstante todos los esfuerzos de las ciencias sociales por subvertirlo, sigue siendo mucho más válido que las hipótesis contrarias, siempre que se defina la historia como aquello que hacen realmente los historiadores. Sea como sea, Churchill lo acepta de todo corazón, y aprovecha plenamente sus oportunidades. Y debido a que su narrativa trata más que nada de personalidades y es justa y a veces más que justa con el genio individual, la aparición en sus páginas de los grandes protagonistas de la época de la guerra da a su narrativa cierta calidad épica, cuyos héroes y villanos adquieren su talla no meramente —es más, en absoluto— de la importancia de los acontecimientos en que participan, sino de su propia e intrínseca dimensión humana sobre el escenario de la historia de la humanidad; sus características, complicadas en perpetua yuxtaposición y ocasionales choques unas con otras, se hacen resaltar mutuamente en vasto reheve.
Es inevitable que surjan en la mente del lector comparaciones y contrastes que a veces lo lleven más allá de las páginas de Churchill. Así, Roosevelt destaca principalmente por su asombroso afán de vida y por su aparente falta de temor ante el futuro; como alguien que recibía con beneplácito y avidez el futuro como tal, y que comunicaba la sensación de que, deparara lo que deparara, todo sería aprovechable, nada sería demasiado formidable o aplastante para no poder dominarlo, usarlo y modelarlo según las nuevas e impredecibles formas de la vida, a cuya creación él, Roosevelt, y sus aliados y leales subordinados, se integrarían con energía y placer inauditos. Esta ávida expectación del futuro, la ausencia del temor aprensivo de que la ola tal vez resulte demasiado grande o violenta para navegar en ella, contrasta más claramente con el difícil anhelo de aislarse, tan evidente en Stalin y Chamberlain. Hitler, en cierto modo, tampoco mostró temor, pero su seguridad surgió de la visión violenta y astuta de un lunático, que deformó los hechos con demasiada facilidad en provecho suyo.
Una fe tan apasionada en el futuro, una confianza tan clara en nuestro poder para moldearlo, cuando, según él, una capacidad para apreciar con realismo sus verdaderos contornos implica un conocimiento especialmente sensible, consciente o semiconsciente de las tendencias de nuestro medio, de los deseos, esperanzas, temores, amores, odios, de los seres humanos que lo componen, de lo que se describen personalmente como “tendencias” sociales e individuales. Roosevelt tenía esta sensibilidad desarrollada a un grado genial. Adquirió la importancia simbólica que conservó durante toda su presidencia, principalmente, porque intuyó en forma extraordinaria las tendencias de su época y sus proyecciones hacia el futuro. Su percepción, no sólo del movimiento de la opinión pública norteamericana, sino del rumbo general que tomaba la sociedad humana más amplia de su tiempo, era lo que se llama sobrenatural. Las corrientes internas, en los temblores y las intrincadas circunvoluciones de este movimiento, parecían registrarse en su sistema nervioso con una especie de precisión sismográfica. La mayoría de sus conciudadanos advertía esto, algunos con entusiasmo, otros con desaliento o con amarga indignación. Los pueblos mucho más allá de las fronteras de los Estados Unidos lo consideraban, con toda razón, el portavoz más auténtico y firme de la democracia en su época, el más moderno, el de visión más global, el más audaz, el más imaginativo, el de espíritu más grande, libre de las obsesiones de una vida interior, con una capacidad sin igual para crear confianza en el poder de su discernimiento, su previsión, y en su capacidad para identificarse genuinamente con los ideales de la gente humilde.
El sentirse a gusto no sólo en el presente, sino en el futuro, el saber a dónde iba, con qué medios llegaría y por qué se dirigía a ese destino, hicieron de él un hombre vigoroso y alegre hasta que se debilitó su salud: le permitieron disfrutar de la compañía de los individuos más variados y opuestos, siempre que representaran algún aspecto específico de la turbulenta corriente de la vida, que representaran activamente el progreso en su mundo particular cualquiera que fuese. Y esta pujanza interior compensaba con creces las deficiencias de intelecto o de carácter que sus enemigos —y sus víctimas— jamás dejaban de señalar. Realmente parecían no afectarle sus provocaciones; lo que no soportaba, ante todo, era la pasividad, la quietud, la melancolía, el temor a la vida o la preocupación por la eternidad o la muerte, por grande que fuera el discernimiento o delicada la sensibilidad con que se lograban.
Churchill se encuentra casi en el polo opuesto. Tampoco temía al futuro, y ningún hombre ha amado la vida con más vehemencia ni ha comunicado tanto sus cualidades a toda la gente y a todas las cosas que ha tocado. Sin embargo, mientras que Roosevelt, como los grandes innovadores, tenía un conocimiento premonitorio y semiconsciente del aspecto futuro de la sociedad, muy semejante al del artista, Churchill, con todo su aire extravertido, ve hacia dentro, y su sentido más fuerte es el sentido del pasado.
La visión de la historia clara y de brillante colorido, en términos de la cual percibe tanto el presente como el futuro, es la fuente inagotable de la que extrae el material primario con que su universo está tan sólidamente construido, tan rica y elaboradamente ornamentado. Un edificio tan firme y abarcador no lo podría construir nadie que estuviera expuesto a reaccionar y a responder como un instrumento sensible a los estados de ánimo y a las tendencias siempre cambiantes de otras personas, instituciones o pueblos. Y, es más, la fuerza de Churchill (y lo que más asusta en él) estriba precisamente en esto: en que, a diferencia de Roosevelt, no está equipado con un sinnúmero de antenas sensibles que comunican las más leves oscilaciones del mundo exterior en toda su inestable variedad. A diferencia de Roosevelt (y de Gladstone y Lloyd George, en realidad), no refleja un mundo social o moral contemporáneo en forma intensa y concentrada; más bien crea uno de tal fuerza y coherencia que convierte en realidad y altera el mundo externo imponiéndose irresistiblemente. Como lo demuestra su historia de la guerra, tiene una inmensa capacidad para asimilar los hechos, pero los devuelve transformados por las categorías que impone poderosamente a la materia prima en algo que puede emplear para construir su propio mundo interior sólido, sencillo e inexpugnable.
Roosevelt, como personaje público, era un gobernante espontáneo, optimista, amante del placer, que consternaba a sus ayudantes con el abandono alegre y aparentemente descuidado con que parecía deleitarse al seguir dos o más políticas totalmente incompatibles, y que los asombraba aún más por la rapidez y la facilidad con que lograba deshacerse de las preocupaciones del cargo durante los momentos más sombríos y peligrosos. Churchill también ama el placer, y tampoco carece de la alegría ni de la capacidad para manifestarse con efusión, todo ello aunado al hábito de cortar despreocupadamente los nudos gordianos en una forma que perturbaba a menudo a sus expertos. Pero no es un hombre frívolo. Su naturaleza posee una dimensión de profundidad (y una comprensión correspondiente de las posibilidades trágicas) que el genio despreocupado de Roosevelt pasaba por alto instintivamente.
Roosevelt jugaba a la política con virtuosismo, y salió tanto de sus éxitos como de sus fracasos con soberbio estilo; parecía desempeñarse con una habilidad que no exigía esfuerzo alguno. Churchill conoce las tinieblas así como la luz. Como todos los habitantes, e incluso los visitantes transitorios, de los mundos interiores, manifiesta indicios de temporadas de angustiosa meditación y lenta recuperación. Roosevelt tal vez haya sido capaz de hablar de sudor y de sangre, pero cuando Churchill ofreció lágrimas a su pueblo, pronunció una palabra que quizá hubieran expresado Lincoln o Mazzini o Cromwell, mas no Roosevelt, por valiente, generoso y perceptivo que haya sido.
V
A Churchill, que no es el portavoz de la brillante y despejada civilización del futuro, le preocupa su propio mundo intenso, y es dudoso que alguna vez fuera realmente consciente de lo que sucedía en la mente y en el corazón de los demás. No reacciona, sino que actúa; no refleja, sino que afecta a los demás hilos, altera según su propio criterio poderoso. Escribiendo sobre Dunkerque, dice:
No cabe duda de que si hubiera titubeado en lo más mínimo en la conducción del país durante esta coyuntura, me hubieran retirado del cargo. Estaba yo seguro de que todos los ministros estaban dispuestos a morir pronto y a aceptar la destrucción de sus familias y de sus posesiones en lugar de darse por vencidos. En esta actitud representaban a la Cámara de los Comunes y a casi todo el pueblo. A mí me tocó, en los días y meses que siguieron, expresar sus sentimientos en las ocasiones apropiadas. Logré hacerlo porque también eran los míos. Había un resplandor blanco, irresistible, sublime, que recorría nuestra isla de un extremo a otro.2
Y el 28 de junio de ese año dijo a lord Lothian, entonces embajador de Washington: “tu ánimo debe ser imperturbable y flemático. Nadie aquí está descorazonado”.3
Estas frases espléndidas difícilmente hacen justicia a su papel en la creación de este sentimiento que describe. Churchill no es una lente sensible, no absorbe, concentra, refleja y amplifica los sentimientos de los demás; a diferencia de los dictadores europeos, no se aprovecha de la opinión pública. En 1940 adoptó una determinación indomable, una renuencia por parte de su pueblo a claudicar, y siguió adelante. Si no representaba ni la quintaesencia ni la encamación de lo que algunos de sus conciudadanos, cuando menos, temían y esperaban en su hora de peligro, esto era porque los idealizaba con tal intensidad que al final se acercaron a su ideal y empezaron a verse como él los veía: “el temple vigoroso e imperturbable de la Gran Bretaña que tuve el honor de expresar”. Eso era efectivamente, pero suya fue la mejor parte para crearlo. Tan hipnótica era la fuerza de sus palabras, tan poderosa su fe, que los envolvió en su hechizo con la sola intensidad de su elocuencia hasta que les pareció que expresaba en verdad lo que había en sus corazones y en sus mentes. Sin duda estaba allí, pero latente en gran medida hasta que él despertó aquéllo en ellos.
Después de que les habló en el verano de 1940 como nadie lo había hecho antes ni lo ha hecho desde entonces, concibieron una nueva idea de sí mismos que su propia valentía y la admiración del mundo han establecido desde entonces como una imagen heroica en la historia de la humanidad, como las Termopilas o la derrota de la Armada Invencible. Avanzaron hacia la batalla, transformados por sus palabras. El ánimo que encontraron dentro de sí mismos lo había creado él dentro de sí mismo a partir de sus recursos interiores, y lo vertió sobre su nación, y tomó su vigorosa reacción como un impulso original de su parte, que él simplemente tuvo el honor de agrupar con palabras adecuadas. Creó un estado de ánimo heroico y cambió la suerte de la Batalla de Inglaterra no contagiándose del estado de ánimo que le rodeaba (que en ningún momento fue realmente de pánico amilanado ni de aturdimiento ni de apatía, sino algo confuso; intrépido, pero desorganizado), sino mostrándose obstinadamente impenetrable a él, como ha hecho con tantos de los matices y de las tonalidades pasajeros de los que se ha compuesto la vida que lo rodea.
La especial característica del orgullo heroico y de una apreciación de la sublimidad de la ocasión no surge en él, a diferencia de lo que sucedía con Roosevelt, del deleite que siente en estar vivo y al mando en un momento decisivo de la historia, en el cambio y la inestabilidad mismos de las cosas, en las posibilidades infinitas del futuro, cuya calidad impredecible ofrece un sinfín de posibilidades de improvisación espontánea de un momento a otro y de grandes acciones ingeniosas en armonía con el espíritu inquieto de la época. Por lo contrario, surge de una capacidad para la meditación introspectiva sostenida, para la profundización y para la constancia de los sentimientos, en especial, los sentimientos y la fidelidad a la gran tradición por la que asume una responsabilidad personal, una tradición que lleva sobre los hombros y que debe entregar, no sólo sana e intacta, sino fortalecida y embellecida, a sucesores dignos de aceptar la sagrada responsabilidad.
Bismarck dijo en cierta ocasión que no existía cosa como la intuición política: el genio político consistía en la habilidad de escuchar el ruido distante de los cascos del caballo de la historia, y luego, por medio de un esfuerzo sobrehumano, en saltar y así irse de los faldones del jinete. Ningún hombre aguardaba este sonido fatídico con más avidez que Winston Churchill, y en 1940 hizo el salto heroico. “Es imposible”, escribe a propósito de esta época, “sofocar la emoción interior que proviene de un equilibrio prolongado de cosas terribles”, y cuando por fin estalla la crisis, él está preparado porque, después de toda una vida de esfuerzo, ha llegado a su meta.
La posición del primer ministro es única: “si tropieza, hay que sostenerlo; si comete errores, hay que encubrirlos; si duerme, no se le debe despertar injustificadamente; si no sirve, hay que eliminarlo”, porque en ese momento es el guardián de la “vida de la Gran Bretaña, de su mensaje y de su gloria”. Confiaba en Roosevelt totalmente, “convencido de que daría la vida misma, por no mencionar su cargo público, para la causa de la libertad mundial, que ahora está en tan grave peligro”. Su prosa registra la atención que sube y aumenta hasta llegar al momento culminante: la Batalla de Inglaterra, “una época en la que era igualmente bueno vivir o morir”. Esta visión brillante y heroica del peligro mortal y de la voluntad para vencer, nacida en la hora en que la derrota no sólo parecía posible, sino probable, es producto de una intensa imaginación histórica que se alimenta no de los datos del ojo exterior, sino del interior: el cuadro tiene una forma y una sencillez que los futuros historiadores encontrarán difícil de reproducir cuando intenten valorar e interpretar los hechos sobriamente, a la luz gris del día común.
VI
El primer ministro logró imponer su imaginación y su voluntad a sus conciudadanos, y disfrutó de un reinado de oro, precisamente porque a ellos les pareció que era más grande y más notable que la vida misma y porque los elevó a una altura extraordinaria durante un momento de crisis. Era un ambiente en el que generalmente a los hombres no les gusta, ni debe gustarles, vivir; exige una atención violenta que, si perdura, destruye todo sentido de la perspectiva normal, exagera el dramatismo de las relaciones personales y falsifica los valores normales a un extremo intolerable. No obstante, consiguió que un gran número de habitantes de las islas británicas saliera de su ser normal y, prestando dramatismo a sus vidas y dándoles la impresión de que vestían las ropas fabulosas apropiadas a un gran momento histórico, hizo valientes a los cobardes y cumplió así el propósito de la armadura resplandeciente.
Esta es la clase de medios que emplean los dictadores y los demagogos para transformar a las poblaciones pacíficas en ejércitos en marcha; la singular e inolvidable hazaña de Churchill fue el haber creado esta ilusión necesaria dentro de la estructura de un sistema libre, sin destruirlo ni torcerlo; el haber invocado espíritus que no permanecieron para oprimir y esclavizar a la población después de pasar la hora de la necesidad; el haber salvado el futuro interpretando el presente en los términos de una visión del pasado que no deformó ni inhibió el desarrollo histórico del pueblo británico intentando obligarlo a lograr un esplendor imposible e inalcanzable en nombre de una tradición imaginaria o de un dirigente infalible y sobrenatural. Churchill se libró de esta aterradora maldición del romanticismo gracias a la suficiencia de aquel sentimiento libertario que, si a veces no llegaba a comprender los aspectos trágicos de los despotismos modernos, siguió percibiendo (en ocasiones con demasiada tolerancia, pero al fin y al cabo percibiendo) lo que es falso, grotesco y despreciable en los grandes engaños que los regímenes totalitarios hacen con sus pueblos. Reserva para los dictadores algunos de sus epítetos más mordaces y característicos: Hitler es “este hombre malvado, este engendro monstruoso de odio y de frustración”. Franco es un “tirano intolerante” de “rasgos malignos” que mantiene sojuzgado a un “pueblo exangüe”. No da cuartel al régimen de Pétain, y trata su llamado a la tradición y a la Francia eterna como una repugnante parodia del sentimiento nacional. Stalin, en 1940-1941, es “al mismo tiempo un gigante encallecido, sagaz y mal informado”.
Esta hostilidad genuina que siente por los usurpadores, más fuerte aún que su pasión por la autoridad y el orden, surge de una cualidad que Churchill comparte manifiestamente con el finado presidente Roosevelt: una amor poco común a la vida, una aversión hacia la imposición de disciplinas rígidas a la fecunda variedad de las relaciones humanas, un instinto para distinguir entre aquello que fomenta el crecimiento y la vitalidad y aquello que los retrasa o deforma. Sin embargo, debido a que la vida que Churchill tanto ama se le presenta en un disfraz histórico, como parte del desfile de la tradición, su método de construir la narración histórica, la distribución del énfasis, la importancia relativa que se asigna a las personas y a los sucesos, la teoría de la historia, la arquitectura de la narrativa, la estructura de las frases, las palabras mismas, son elementos de una renovación histórica tan fresca, tan original y tan idiosincrásica como el neoclasicismo del Renacimiento o de la regencia de Jorge IV de Inglaterra. Bien podrá justificarse, quizá, la queja de que esto omite demasiado al suponer que lo impersonal, lo insulso, lo prosaico carecen forzosamente de importancia; sin embargo, lamentarse de que esto no es contemporáneo y que por lo tanto resulta de algún modo menos cierto, menos sensible a las necesidades modernas, que el vidrio y el plástico evasivos y neutrales de aquellos historiadores objetivos que consideran interesantes sólo los hechos, y peor aún, que consideran igualmente interesantes todos los hechos, ¿qué es, sino pedantería y ceguera pusilánimes?
VII
Las diferencias entre el presidente y el primer ministro eran, cuando menos en un aspecto, algo más que evidentes diferencias de carácter nacional, educación o incluso temperamento. Por todo su sentido de la historia, su estilo de vida grandioso, tranquilo y despreocupado, su inconmovible sentimiento de seguridad personal, su natural presunción de sentirse a gusto en el gran mundo, mucho más allá de los confines de su propio país, Roosevelt fue un típico hijo del siglo xx y del Nuevo Mundo; mientras que Churchill, por todo su amor a la hora presente, su insaciable apetito de nuevos conocimientos, su apreciación de las posibilidades técnicas de nuestra época, y el inquieto vagar de su imaginación para pensar en la forma de aplicarlas con el mayor ingenio, no obstante su entusiasmo por el inglés básico o el llamado “traje de sirena” que tanto perturbó a sus anfitriones en Moscú; no obstante todo esto, Churchill sigue siendo un europeo del siglo xix.
La diferencia es profunda, y explica mucha de la incompatibilidad entre el punto de vista de Churchill y el del presidente de los Estados Unidos, a quien admiraba tanto y cuyo gran cargo le imponía respeto. En esta notable interacción parecía cristalizarse algo de las desemejanzas fundamentales entre Norteamérica y Europa, y tal vez entre el siglo xx y el xix. Quizá sea que el siglo xx sea al xix lo que el xix era al xviii. En cierta ocasión Talleyrand hizo la muy conocida observación de que aquellos que no habían vivido en el ancien régime no sabían lo que había sido la verdadera douceur de vivre. Y, en verdad, desde nuestra distante posición aventajada, esto es claro: los jóvenes sinceros y románticos de la primera parte del siglo xix parecían sufrir una incapacidad sistemática para comprender o sentir agrado por la actitud hacia la vida de los representantes más civilizados del mundo prerrevolucionario, sobre todo en Francia, donde el rompimiento fue más claro; la claridad, la ironía, la visión detallada, la percepción y la concentración en las diferencias útiles de carácter, de estilo; el interés en las apenas perceptibles diferencias de matiz, la extrema sensibilidad que hace incluso la vida de un hombre tan “progresista” como Diderot tan irremediablemente distinta de la visión más grande y sencilla de los románticos, es algo que el siglo xix no comprendía por carecer de la perspectiva histórica.
Supongamos que Shelley hubiera conocido y hablado con Voltaire. ¿Que habría sentido? Lo más probable es que se hubiera sentido profundamente escandalizado por la visión aparentemente limitada, la peque-ñez en el campo de la conciencia, la aparente trivialidad y el melindre, la elaboración casi de solterona en la malicia de Voltaire, la preocupación por unidades diminutas, la textura subatómica de la experiencia; habría sentido horror o lástima ante semejante ceguera caprichosa con respecto a las grandes cuestiones morales y espirituales de su época: causas cuyo alcance y significado universales agitaron penosamente las mentes más excelsas y despiertas; tal vez lo habría considerado malvado, pero más aún, lo hubiera considerado despreciable, demasiado hiriente, demasiado pequeño, demasiado ruin, grotesca e indignamente obsceno, dado a reírse en las ocasiones más sagradas, en los lugares más santos.
Y Voltaire, a su vez, muy probablemente se hubiera aburrido terriblemente, incapaz de ver una buena razón para tanta elocuencia ética; hubiera visto toda esta conmoción moral con un ojo frío y hostil: la magnífica visión de un solo mundo propuesto por Saint-Simon (que tanto incitó a los jóvenes izquierdistas medio siglo después), que cambiaba de forma y se integraba en un todo hábilmente organizado y creado por el hombre por medio de la aplicación de recursos científicos, técnicos y espirituales poderosamente concentrados, le hubiera parecido a él un desierto triste y monótono, demasiado homogéneo, demasiado insípido, demasiado irreal, inconsciente al parecer de aquellas distinciones e incoherencias pequeñas y medio ocultas, pero decisivas, que dan a la experiencia individualidad y sabor, sin las cuales no podría existir una visión civilizada ni el ingenio ni la conversación y, ciertamente, tampoco el arte que deriva de una cultura refinada y exigente. La visión moral del siglo xix le hubiera parecido un instrumento embotado, borroso, burdo, incapaz de enfocar aquellos puntitos de luz concentrada, aquellas configuraciones efímeras de sonido y color, cuya variedad infinita, mientras permanecen o pasan como relámpago, son comedia y tragedia, son la sustancia de las relaciones personales y de la sabiduría mundana, de la política, de la historia y del arte.
La razón de esta falla en la comunicación no fae un simple cambio en el punto de vista, sino en el tipo de visión que dividió a los dos siglos. A la visión microscópica del siglo xvm siguió el ojo macroscópico del xix. Esta última centuria vio las cosas más ampliamente, en términos universales, o cuando menos europeos; vio los contornos de las grandes cordilleras, mientras que el siglo xvm sólo pudo discernir las venas y las grietas y las tonalidades de una porción de la ladera, aunque lo hizo con claridad y perspicacia.
El objeto de la visión del siglo xvm era más pequeño, y su ojo estaba más cerca del objeto. Las enormes cuestiones morales del siglo xix no estaban dentro del campo de su mirada agudamente discriminadora: ésa fue la diferencia devastadora producida por la Revolución Francesa, y condujo a algo no necesariamente mejor o peor, ni más serio o más hermoso, ni más profundo o más superficial, sino a una situación que, por encima de todo, era de una clase distinta.
Algo semejante a este abismo divide a Norteamérica de Europa (y al siglo xx del xix). La visión norteamericana es más grande y más generosa; no obstante la estrechez de sus medios de expresión, su pensamiento trasciende las barreras de nacionalidad y de raza y las diferencias externas las difumina en una visión única, grande y amplia. Se fija en las cosas y no en las personas, y ve el mundo (en el siglo xix fueron considerados excéntricos utópicos quienes lo vieron así) en términos de materia prima rica e infinitamente moldeable, que esperaba ser construida y planeada para satisfacer el anhelo humano mundial de felicidad, bondad o sabiduría. Por tanto, las diferencias que dividen Europa en forma tan violenta deben parecerle mezquinas, irracionales y sórdidas, indignas de individuos y naciones con pundonor y conciencia moral; listas de hecho para ser eliminadas en beneficio de una visión más sencilla y más grandiosa de los poderes y de las tareas del hombre moderno.
Esta actitud norteamericana, el gran panorama que sólo contemplan los habitantes de las altas montañas o las vastas llanuras que permiten una vista ininterrumpida, a los europeos les parece curiosamente uniforme, sin sutileza ni color, por momentos como si careciera completamente de la dimensión de la profundidad, y ciertamente sin aquella reacción inmediata a las distinciones sutiles, de la que tal vez estén dotados sólo aquellos que viven en valles, y así, los europeos consideran que los Estados Unidos, que saben tanto, comprenden demasiado poco y no entienden la cuestión central. Esto, por supuesto no es aplicable a todos los norteamericanos ni a todos los europeos (hay norteamericanos por naturaleza entre los nativos de Europa y viceversa), pero parece caracterizar a los representantes más típicos de estas culturas desiguales.
VIII
En ciertos aspectos Roosevelt comprendía en forma semiconsciente esta actitud de los europeos y no la condenaba por completo; incluso, más claramente, Churchill en muchos aspectos siente una simpatía instintiva por la forma de vida norteamericana. No obstante, de una manera general representan puntos de vista distintos, y el grado sumo en que lograron comprender y admirar cada uno la calidad del otro es un homenaje al extraordinario poder de la imaginación y del deleite de la variedad de la vida por parte de ambos. Cada uno fue para el otro no sólo un aliado, el dirigente admirado de un gran pueblo, sino el símbolo de una tradición y de una civilización; de la unión de sus diferencias esperaban lograr la regeneración del mundo occidental.
A Roosevelt le intrigaba la esfinge rusa; Churchill sentía una repugnancia instintiva por sus atributos, ajenos y, para él, sin atractivo. En general, Roosevelt creía que podría engatusar a Rusia e incluso inducirla a que se integrara en la gran sociedad que abarcaría a toda la humanidad; en general, Churchill seguía mostrándose escéptico.
Roosevelt era imaginativo, optimista, episcopalista, seguro de sí mismo, alegre, empírico, intrépido y versado en las ideas del progreso social; creía que, con suficiente energía y espíritu, el hombre podía lograr cualquier cosa; evitaba, tanto como cualquier escolar inglés, inquirir por debajo de la superficie, y veía vastas afinidades entre los pueblos del mundo, de las cuales, de alguna manera, podría construirse un nuevo orden más libre y más rico. Churchill era imaginativo y versado en la historia, más serio, más resuelto, más concentrado, más preocupado, y sentía de manera muy profunda las eternas diferencias que podrían dificultar el logro de semejante estructura. Creía en las instituciones y en los caracteres permanentes de las razas, de las clases y de los tipos de individuos. Su gobierno estaba organizado de acuerdo con principios claros; su oficina particular era conducida de manera sumamente disciplinada. Sus hábitos, si bien poco usuales, eran regulares. Creía en un orden natural, social, casi metafísi-co: una jerarquía sagrada que no era posible ni deseable desbaratar.
Roosevelt creía en la flexibilidad, en la improvisación, en la utilidad de usar personas y recursos en una infinita variedad de formas nuevas e inesperadas; su burocracia era algo caótica, tal vez a propósito. Su propia oficina no estaba bien organizada, practicaba una forma de gobierno sumamente personal. Exasperaba a los defensores de la autoridad institucional, pero es dudoso que hubiera podido alcanzar sus fines por otros medios.
Estas diferencias de perspectiva eran profundas, pero ambas eran de alcance suficientemente amplio y ambas eran visiones genuinas, sin la estrechez ni la deformidad atribuibles a las idiosincrasias personales y a aquellas disparidades en los criterios morales que dividieron tan fatalmente a Wilson, Lloyd George y Clemenceau. El presidente y el primer ministro a menudo discrepaban; sus ideales y sus métodos diferían mucho; se ha dado gran importancia a esto en algunas de las memorias y de los chismes del séquito de Roosevelt; no obstante, la discusión siempre se llevaba a cabo en un nivel del que estaban conscientes ambos jefes de Estado. Tal vez se hayan opuesto uno al otro, pero jamás desearon lastimarse; quizá hayan girado instrucciones contradictorias, pero nunca discutieron por insignificancias; cuando transigieron, como sucedió a menudo, lo hicieron sin ningún sentimiento de amargura ni derrota, sino en respuesta a las exigencias de la historia o a las tradiciones y a la personalidad del otro.
Cada uno se manifestaba al otro bajo una luz romántica, muy por encima de las batallas de los aliados o de los subordinados: sus encuentros y su correspondencia eran ocasiones en las que ambos se ponían conscientemente a la altura de las circunstancias: eran primos reales y se enorgullecían de esta relación, templada por una percepción clara y divertida pero nunca irónica, de las peculiares cualidades del otro. La relación, nacida durante el gran cataclismo histórico, algo exagerada por su solemnidad, jamás flaqueó ni degeneró, sino que retuvo una combinación de dignidad formal y efusiva alegría que difícilmente haya unido antes a dos jefes de Estado. Cada uno sentía una fascinación personal no tanto por el otro, sino por la idea del otro, y lo contagiaba con su propia clase peculiar de vivacidad.
La relación se hizo auténtica por medio de algo más que la sólida comunidad de intereses o el respeto y la admiración personal y oficial: específicamente, por medio del especial grado de simpatía que cada uno tenía por el deleite que mostraba el otro en los humores y rarezas de la vida y el propio papel activo que desempeñaba en ella. Este era un singular lazo personal, que Harry Hopkins comprendió y alentó al grado máximo. El sentido del humor de Roosevelt era quizá más alegre, el de Churchill un poco más tétrico. Sin embargo, era algo que compartían con pocos estadistas fuera de la órbita anglonorteamericana, si acaso con alguno; sus empleados personales a veces lo pasaban por alto o no lo comprendían, lo que confirió a su asociación una característica muy singular.
Las declaraciones públicas de Roosevelt difieren enormemente de las dramáticas obras maestras de Churchill, pero no son incompatibles con su espíritu ni con su esencia. Roosevelt no nos dejó su propia versión del mundo; quizá vivía demasiado día a día para sentirse atraído, temperamentalmente, por la ejecución de semejante tarea. No obstante, ambos tenían plena conciencia de su posición predominante en la historia del mundo moderno, y Churchill escribió el relato de su gobierno plenamente consciente de esta responsabilidad.
Es una gran ocasión, y la trata con la solemnidad correspondiente. Como un gran actor —tal vez el último de su clase— sobre el escenario de la historia, anuncia sus frases memorables en un estilo grande, pausado y majestuoso, en una luz deslumbrante como corresponde a un hombre que sabe que su obra y su persona seguirán siendo objeto de escrutinio y de evaluación para muchas generaciones. Su narrativa es una gran representación pública y tiene el atributo de la magnificencia formal. Las palabras, la soberbias frases, la sostenida emotividad, son un medio único que comunica su visión de sí mismo y de su mundo e inevitablemente, como todo lo que ha dicho y hecho, reforzarán la famosa imagen pública, que ya no se distingue de la esencia interior y de la verdadera naturaleza del autor: un hombre más grande que la vida, compuesto de elementos más imponentes y sencillos que los hombres comunes, una figura histórica gigantesca durante el lapso de su propia vida, con audacia sobrehumana, fuerte e imaginativa, uno de los dos hombres de acción más grandes que su nación ha producido, orador de poderes prodigiosos, salvador de su país, héroe mítico que pertenece tanto a la leyenda como a la realidad, el ser humano más grande de nuestra época.
Trad, de Juan José Utrilla