CONVERSACIONES CON AJMATOVA Y
PASTERNAK
I
En el verano de 1945, la Embajada
Británica en Moscú informó que estaba
escasa de personal, especialmente de funcionarios que supieran
ruso, y alguien sugirió que yo podía llenar un hueco durante cuatro
o cinco meses. Me apresuré a aceptar la oferta, principalmente,
debo reconocerlo, por mi agudo deseo de enterarme del estado
de la literatura y el arte rusos, acerca de los cuales por
entonces se conocía relativamente poco en Occidente. Desde luego,
ya sabía algo de lo que había ocurrido durante los años veinte
y los treinta a escritores y artistas rusos. La Revolución había
estimulado una gran oleada de energía creadora en todas las artes
en Rusia; por doquier se alentaba un audaz experimentalismo:
los nuevos controladores de la cultura no obstaculizaban nada
que pudiera representarse como una “bofetada” al gusto
burgués, fuese marxista o no. El nuevo movimiento en las artes
visuales -la obra de pintores como Kandinsky, Chagall,
Soutine, Malevich, Klyun, Tatlin, de los escultores Arjipenko,
Pevsner, Gabo, Lipchitz, Zadkine, de los directores de teatro y
cine Meyerhold, Vajtangov, Tairov, Eisenstein, Pudovkin—
produjo obras maestras que ejercieron un poderoso impacto en
Occidente; hubo una similar curva ascendente en el ámbito de
la literatura y de la crítica literaria. Pese a la violencia y a la
devastación de la guerra civil y a la ruina y el caos
consiguientes, siguió produciéndose un arte revolucionario de
extraordinaria vitalidad.
Recuerdo haber conocido a Sergei Eisenstein en 1945; se encontraba en un estado de terrible depresión: tal era el resultado de la condenación de la versión original de su película Iván el Terrible, porque ese bárbaro gobernante (con quien Stalin se identificaba), ante la necesidad de reprimir la traición de los boyardos, había sido falsamente representado —se quejó Stalin— como un hombre atormentado hasta el punto de caer en la neurosis. Le pregunté a Eisenstein cuáles creía que habían sido los mejores años de su vida. Me respondió sin vacilar: “Comienzos de los años veinte. Esa fue la época. Eramos jóvenes y hacíamos cosas maravillosas en el teatro. Recuerdo una vez que soltamos unos cerdos engrasados entre el público, que saltaba de sus asientos y gritaba. Fue formidable. ¡Cielos, cómo nos divertimos!”.
Esto era, obviamente, demasiado bueno para durar. Fanáticos izquierdistas lanzaron un ataque exigiendo un arte proletario y colectivo. Entonces, Stalin decidió poner fin a todas esas disputas político-literarias que le parecieron simple desperdicio de energía: nada de eso necesitaba en los Planes Quinquenales. A mediados de los años treinta fue creado el Sindicato de Escritores para imponer la ortodoxia. No tenía que haber más discusiones, nada que distrajera la mente de los hombres. A esto siguió un nivel muerto de conformismo. Luego, llegó el horror final: la Gran Purga, los juicios políticos, el creciente terror de 1937-1938, la bárbara e indiscriminada supresión de personas y grupos y después de pueblos enteros. No necesito explayarme sobre los hechos de ese mortífero periodo que no fue el primero ni probablemente el último de ellos en la historia de Rusia. Pueden encontrarse relatos auténticos de la vida de los intelectuales en aquella época, por ejemplo en las memorias de Nadezhda Mandel’shtam. Lydia Chukovskaya y, en diferente sentido, en el poema Requiem, de Ajmátova. En 1939, Stalin pidió poner alto a las proscripciones. La literatura, el arte y el pensamiento de Rusia aparecieron como una zona que hubiese sido sometida a un bombardeo, con algunos nobles edificios aún relativamente intactos, pero aislados y solitarios en un panorama de calles desiertas y cubiertas de escombros.
Llegó entonces la invasión alemana y sucedió una cosa extraordinaria. La necesidad de lograr una unidad nacional ante el enemigo produjo cierta relajación de los controles políticos. En la gran oleada de sentimiento patriótico ruso, escritores jóvenes y viejos, particularmente poetas, cuyos lectores sintieron que estaban hablando por ellos, por lo que ellos mismos sentían y creían, fueron idolatrados como nunca antes. Poetas cuya obra había sido vista con malos ojos por las autoridades, y que por ello publicaban raras veces o nunca, de pronto recibieron cartas de soldados en el frente, citando muchas veces versos menos políticos y más personales. Boris Pasternak y Anna Ajmátova, que durante largo tiempo habían vivido en una especie de exilio interior, empezaron a recibir cantidades asombrosas de misivas de soldados que citaban sus poemas tanto publicados como inéditos; hubo una corriente de peticiones de autógrafos, de confirmaciones de la autenticidad de los textos, de expresiones de la actitud del autor ante tal o cual problema. A la postre esto llegó a la conciencia de algunos de los jefes del Partido. Por consiguiente, mejoraron el status y la seguridad personal de aquellos poetas antes mal vistos. Las lecturas públicas de los poetas, así como la recitación de memoria de poesía en reuniones privadas, fueron comunes en la Rusia prerrevolucio-naria. Lo nuevo fue que cuando Pasternak y Ajmátova leían sus poemas y ocasionalmente titubeaban en busca de una palabra, siempre había, entre los numerosos públicos reunidos para escucharlos, docenas de personas que al punto les recordaban renglones de obras tanto publicadas como inéditas, o en todo caso, que no podían conseguirse públicamente. Ningún escritor pudo dejar de conmoverse y de sacar fuerzas de esta forma de homenaje, la más auténtica posible.
Descubrí que la condición del puñado de poetas que claramente se elevaban por encima de los demás era algo único. Ni pintores ni compositores ni prosistas, ni siquiera los actores más populares o los periodistas más elocuentes y patriotas eran tan profunda y universalmente amados y admirados, en especial por el tipo de personas con que hablé en tranvías y trenes y en el “metro”, algunas de las cuales reconocieron que nunca habían leído una palabra de sus escritos. El más célebre y umversalmente idolatrado de todos los poetas rusos, era Boris Pastemark. Yo ansiaba conocerlo más que a ningún otro ser humano en la Unión Soviética. Me advirtieron que sería muy difícil ver a aquellos a quienes las autoridades no permitían presentarse en recepciones oficiales, donde los extranjeros sólo podían tratar a ciudadanos soviéticos cuidadosamente seleccionados: a los demás se les había hecho ver muy claramente que no era deseable ni prudente para ellos conocer extranjeros, y menos aún en privado. Pero yo tuve suerte; por una fortuita concatenación de circunstancias, me las arreglé, todavía recién llegado, para visitar a Pasternak en su quinta campestre en la aldea para escritores de Peredelkino, cerca de Moscú.
II
Fui a visitarlo una tarde cálida y soleada de septiembre de 1945. El poeta, su esposa y su hijo Leonid estaban sentados en torno de una burda mesa de madera, en la parte trasera de la dacha. Patemak me recibió muy cordialmente. Una vez, su amiga, la poeta Marina Tsevetaeva, lo describió como un árabe con su caballo: era de rostro moreno, melancólico, expresivo, muy racé, muy conocido por muchas fotografías y por las pinturas de su padre. Hablaba lentamente, con voz de tenor, baja y monótona con un sonido continuo, algo entre un murmullo y un trueno, que casi siempre notaron los que le conocieron: cada vocal era prolongada como en alguna aria quejumbrosa de una ópera de Chaikovski, pero con fuerza y tensión mucho más concentradas.
Casi al momento dijo Pasternak: “Viene usted de Inglaterra. Yo estuve en Londres en los años treinta... en 1935, de regreso del Congreso Antifascista en París”. Dijo entonces que durante el verano de ese año había recibido, de pronto, una llamada telefónica de las autoridades, quienes le informaron que un congreso de escritores estaba en plena sesión en París, y que debía acudir a él sin demora. El contestó que no tenía ropas apropiadas. “Eso lo arreglaremos”, le dijeron los funcionarios.
Trataron de meterlo en un saco color claro muy formal, con pantalones a rayas, una camisa con puños almidonados y de cuello ancho, y botas negras, de cuero de patente, que le quedaban perfectamente. Pero, al final, se le permitió ir con ropas ordinarias. Después supo que André Malraux, organizador del congreso, había sido quien insistió en que lo invitaran. Malraux había dicho a las autoridades soviéticas que aunque comprendía perfectamente su renuncia a autorizar su viaje, sin embargo no enviar a París a Pasternak y a Babel causaría innecesarias sospechas. Eran escritores soviéticos muy conocidos, y por aquellos días no había muchos que atrajeran a los liberales europeos. “No puede usted imaginar cuántas celebridades había allí”, me dijo Pasternak “Dreiser, Gide, Malraux, Aragon, Auden, Forster, Rosamond Lehmann, y muchos otros personajes terriblemente famosos. Yo hablé y les dije: ‘Comprendo que esta es una reunión de escritores para organizar la resistencia al fascismo. Sólo tengo una cosa que deciros: no os organicéis. La organización es la muerte del arte. Lo único que importa es la independencia personal. En 1789, 1848, 1917, los escritores no se organizaron ni en pro ni en contra de nada. Os imploro, no os organicéis’.
“Creo que se sorprendieron, pero, ¿qué otra cosa podía yo decir? Pensé que, al regresar, me encontraría en dificultades, pero nadie me dijo una palabra al respecto, ni entonces ni ahora. Fui entonces a Londres y regresé en uno de nuestros barcos, y compartí un camarote con Shcherbakov, que por entonces era el secretario del Sindicato de Escritores, hombre de tremenda influencia y que después sería miembro del Politburó. Yo hablé incesantemente, día y noche. Él me rogó callar y dejarlo dormir. Pero yo seguí y seguí. París y Londres me habían despertado. No podía parar. Él pidió clemencia, pero yo fui implacable. Seguramente pensó que estaba yo loco: es posible que esto me ayudara después.” Creo que quiso decirme que ser considerado un tanto loco, al menos sumamente excéntrico, tal vez ayudara a salvarlo durante la Gran Purga.
Entonces, Pasternak me preguntó si yo había leído su prosa, en particular La niñez de Lüvers. “Veo por su expresión”, me dijo, muy injustamente, “que usted piensa que esos escritos son forzados, enredados, que el autor estaba demasiado consciente de sí mismo, que son horriblemente modernistas. .. No, no, no lo niegue. Eso piensa usted y tiene toda la razón. Estoy avergonzado de ellos; no de mi poesía, pero sí de mi prosa; fue influida por lo que era más endeble y más confuso del movimiento simbolista, de moda por aquellos años, lleno de un caos místico; desde luego, Andrey Bely era un genio: Petersburgo, Kotik Letaev están llenos de cosas maravillosas. .. ya lo sé, no tiene usted que decírmelo, pero su influencia fue fatal; Joyce es otra cosa Todo lo que escribí por entonces es algo obsesionado, forzado, fragmentado, artificial, inútil [negodno]; pero ahora estoy escribiendo algo muy distinto: algo nuevo, totalmente nuevo, luminoso, elegante, bien proporcionado [stroinoe], clásicamente puro y sencillo: lo que deseaba Winckelmann, sí, y también Goethe. Y ésta será mi última palabra, mi palabra más importante al mundo. Sí, es por lo que deseo ser recordado; a ello dedicaré el resto de mi vida.”
No puedo garantizar la absoluta precisión de todas estas palabras, pero es así como las recuerdo. Esta obra proyectada llegaría a ser después El doctor Zhivago. En 1945, ya había completado el borrador de unos cuantos primeros capítulos, que me pidió leer y enviarlos a sus hermanas en Oxford; así lo hice, pero no conocería, hasta mucho después, todo el plan de la novela. Luego, Pasternak guardó silencio durante un rato; ninguno de nosotros habló. A continuación, nos dijo lo mucho que le gustaban Georgia, los escritores georgianos, Yashvili, Tabidze y el vino georgiano, y lo bien que siempre lo recibían allí. Después de esto, cortésmente me preguntó que ocurría en Occidente; ¿conocía yo a Herbert Read y su doctrina del personalismo? Aquí, me explicó que su fe en la libertad personal derivaba del individualismo kantiano: Blok había interpretado de manera completamente errónea a Kant en su poema Kant. Allí, en Rusia, no había nada de lo cual pudiera hablarme. Debía yo comprender que el reloj se había detenido en Rusia (observé que ni él ni ninguno de los otros escritores que conocí empleaba las palabras “Unión Soviética”) en 1928, poco más o menos, al romperse las relaciones con el mundo exterior; por ejemplo, la descripción de él y de su obra que aparecía en la Enciclopedia Soviética no hacía ninguna referencia a su vida y escritos recientes.
Pasternak fue interrumpido por Lydia Seifullina, conocida escritora, de edad ya avanzada, quien dijo: “Mi destino es exactamente el mismo. Los últimos renglones del artículo de la enciclopedia acerca de mí dicen: ‘Seifullina se encuentra actualmente en estado de crisis psicológica y artística’; el artículo no ha cambiado durante los últimos veinte años. Para el lector soviético, sigo en estado de crisis, de animación suspendida. Somos como la gente de Pompeya, tú y yo, Boris Leonidovich, enterrados por cenizas en mitad de una frase. ¡Y conocemos tan poco! Sé que Maeterlinck y Kipling han muerto; pero ¿viven Wells, Sinclair Lewis, Joyce, Bunin o Khodasevich?”. Pasternak pareció incómodo y cambió de tema. Había estado leyendo a Proust; amigos suyos, comunistas franceses, le habían enviado toda la obra maestra, lo conocía, me dijo, y lo había releído recientemente. No había oído hablar de Sartre ni de Camus, y tenía una pobre opinión de Hemingway. “No puedo imaginarme por qué Anna Andreevna [Ajmátova] lo tiene en tan alta estima”, me dijo.
Patemak hablaba en magníficos y lentos periodos, aunque ocasionalmente las palabras parecían atropellársele. Su charla a menudo rebasaba los límites de la estructura gramatical (pasajes lúcidos eran seguidos por imágenes extrañas pero siempre maravillosamente vividas y concretas; y éstas podían ir seguidas por palabras oscuras, en las que era difícil seguirlo) y, de pronto, volvía a salir a la luz más clara. Su habla era, en todo momento, la de un poeta, así como sus escritos. Alguien dijo una vez que hay poetas que son poetas cuando escriben poesía y prosistas cuando escriben prosa; otros son poetas en todo lo que escriben. Pasternak fue un poeta de genio en todo lo que hizo y lo que fue. En cuanto a su conversación, no puedo empezar siquiera a describir su calidad. La única otra persona que he conocido que hablaba como él fue Virginia Woolf, quien hacía galopar nuestra mente, como él, y que anulaba nuestra visión normal de la realidad, de la misma manera estimulante y a veces aterradora.
Empleo a sabiendas la palabra “genio”. A veces se me pregunta qué quiero decir con este término, tan evocador pero siempre impreciso. Como respuesta sólo puedo decir esto: una vez le preguntaron al bailarín Nijinsky cómo lograba saltar tan alto. Según dicen, contestó que no veía en ello mayor dificultad. Casi todos, al saltar al aire, bajaban inmediatamente. “¿Por qué ha de bajar uno inmediatamente? Hay que quedarse en el aire un poco, antes de regresar, ¿por qué no?”, dicen que contestó. Una de las normas del genio me parece que es, precisamente, ésta: la capacidad de hacer algo perfectamente sencillo y visible que la gente ordinaria no puede hacer y sabe que no puede; no saben cómo se hace, o por qué no pueden siquiera empezar a hacerlo. Pasternak hablaba como en grandes saltos; su empleo de las palabras era el más imaginativo que haya yo conocido; era extraño y sumamente conmovedor. Existen, no cabe duda, muchas variedades de genio literario: Eliot, Joyce, Yeats, Auden, Russell (por la experiencia que yo tuve con ellos) hablan así. No quise prolongar mi visita. Cuando dejé al poeta, iba yo emocionado y en realidad abrumado por sus palabras y su personalidad.
Después de que Pasternak retomó a Moscú, lo visité casi semanalmente y llegué a conocerlo bien. No puedo esperar siquiera describir el efecto transformador de su presencia, su voz y sus gestos. Me habló de libros y de escritores; amaba a Proust y estaba empapado de sus escritos, y el Ulises; al menos por entonces no había leído las obras posteriores de Joyce. Me habló acerca de los simbolistas franceses, de Verhaeren y Rilke, a quienes había conocido; admiraba enormemente a Rilke, como hombre y como escritor. También estaba empapado de Shakespeare. No le satisfacían sus propias traducciones: “He tratado de hacer que Shakespeare funcione para mí”, me dijo, “pero no lo he logrado”. Había crecido, me dijo, a la sombra de Tolstoi: para él, era un genio incomparable, más grande que Dickens o Dostoievski, un escritor que estaba a la altura de Shakespeare y Goethe y Pushkin. Su padre, el pintor, lo había llevado a ver a Tolstoi en su lecho de muerte, en 1910, en Astapovo. Le resultaba imposible criticar a Tolstoi: Rusia y Tolstoi era uno solo. En cuanto a los poetas rusos, Blok era, desde luego, el genio dominante de su época, pero no le resultaba simpático. Se sentía más cerca de Bely, hombre de visiones extrañas e inauditas: un mago y un santón loco según la tradición de la ortodoxia rusa. A Bryusov lo consideraba una creación de sí mismo, una ingeniosa y mecánica cajita de música, un operador sagaz y calculador, y no un poeta en absoluto. No mencionó a Mandel’shtam. Sentía la mayor ternura hacia Marina Tsvetaeva, con quien estaba unido por muchos años de amistad.
Los sentimientos de Pasternak hacia Mayakovsky eran más ambivalentes: lo conocía bien, habían sido íntimos amigos, y había aprendido de él; desde luego, era un titánico destructor de las viejas formas pero, añadió, a diferencia de otros comunistas, en todo momento era un ser humano... pero no un gran poeta, no un dios inmortal como Tyutchev o Blok, y ni siquiera un semidiós como Fet o Bely. El tiempo había disminuido su estatura. Fue necesario en su época, fue lo que aquellos tiempos habían pedido. Pi ay poetas, me dijo, que tienen su hora: Aseev, el pobre Klyuev (liquidado) Sel’vinsky y hasta Esenin. Satisfacen una necesidad apremiante del día, sus dones son de importancia crucial para el desarrollo de la poesía en su patria y luego desaparecen. De éstos, el más grande era Mayakovsky; La nube en pantalones tuvo su importancia histórica pero los gritos eran insufribles: él infló su talento y lo torturó hasta hacerle estallar. Los tristes pedazos del globo de colores aún estaban tirados por el camino, de entre todos los rusos... Fue talentoso e importante, pero primitivo, y no se desarrolló sino para terminar como pintor de carteles. Las aventuras amorosas de Mayakovsky habían sido desastrosas para él como hombre y como poeta. El, Pasternak, había querido a Mayakovsky como hombre; su suicidio fue uno de los días más negros de su propia vida.
Pasternak era un patriota ruso: el sentido de conexión histórica con su patria era muy profundo. Me dijo, una y otra vez, lo mucho que le agradaba pasar sus veranos en la aldea de los escritores, Peredelkino, pues en otro tiempo había sido parte de las posesiones de aquel gran eslavófilo Yury Samarin. La auténtica línea de la tradición iba desde el legendario Sadko hasta los Stroganov y los Kochubey, hasta Derzhavin, Zhukovsky, Tyutchev, Pushkin, Baratynsky, Lermontov, Fet, Annensky, hasta los Aksakov, Tolstoi, Bunin, hasta los eslavófilos, no hasta la intelectualidad liberal que, como sostuvo Tolstoi, no supo de qué vivían los hombres. Este deseo apasionado y casi obsesivo de ser considerado un auténtico escritor ruso con profundas raíces en el suelo ruso, se hizo particularmente evidente en sus sentimientos negativos hacia sus orígenes judíos. No quiso tocar el tema: no que se sintiera incómodo, sino que le disgustaba; habría deseado que los judíos desaparecieran como pueblo.
Su gusto artístico se había formado en su juventud y se conservó fiel a los maestros de ese periodo. El recuerdo de Scriabin (él mismo había pensado en dedicarse a compositor) era sagrado para él. No olvidaré fácilmente los elogios ofrecidos por Pasternak y Neuhaus (el célebre músico, primer marido de Zinaida, la esposa de Pasternak) a Scriabin y al pintor simbolista Vrubel, a quien, junto con Nicholas Roerich, elogiaron por encima de todos los pintores contemporáneos. Picasso y Matisse, Braque y Bonnard, Klee y Mondrian parecían significar tan poco para ellos como Kandinsky o Malevich.
En un sentido Ajmátova y sus contemporáneos Gumilev y Marina Tsvetaeva son las últimas grandes voces del siglo XIX; tal vez Pasternak ocupe un espacio intermedio entre los dos siglos y así, tal vez, también Mandel’shtam: fueron los últimos representantes de lo que sólo puede llamarse el segundo renacimiento ruso, básicamente no tocado por el movimiento moderno, por Picasso, Stravinsky, Eliot, Joyce o Schoenberg, aun si los admiraron; pues el movimiento moderno en Rusia fue abortado por los acontecimientos políticos (la poesía de Mandel’shtam es otra historia). Pasternak amaba a Rusia. Estaba dispuesto a perdonarle a su patria todos los defectos, todos, salvo la barbarie del reinado de Stalin; pero aun a éste, en 1945, lo consideraba como las tinieblas antes del alba que él se esforzaba por detectar: la esperanza expresada en los últimos capítulos de El doctor Zhivago. Creía estar en comunión con la vida interna del pueblo ruso, compartir sus esperanzas y temores y sueños, ser su voz como, a sus diferentes maneras, lo habían sido Tyutchev, Tolstoi, Dostoievski, Chejov y Blok (para cuando lo conocí, no le concedía nada a Nekrasov).
En conversación durante mis visitas a Moscú, cuando siempre estábamos solos, ante un pulido escritorio en que no se veía ningún libro ni papel, me repitió su convicción de que él vivía cerca del corazón de su patria, y severa y repentinamente negó este papel a Gorki y a Mayakovsky, especialmente al primero, y sentía que él tenía algo que decir a los gobernantes de Rusia, algo de importancia inmensa que sólo él podía decir aunque lo que era (y de ello hablaba a menudo) me pareciera oscuro e incoherente. Esto bien pudo deberse a la falta de comprensión de mi parte, aunque Anna Ajmátova me dijo que cuando hablaba en ese tono profético, tampoco ella lo comprendía.
Estando así, en una especie de éxtasis, me habló de su conversación telefónica con Stalin acerca del arresto de Mandel’shtam, la célebre conversación de la que circulaban y aún circulan muchas versiones diferentes. Sólo puedo reproducir este relato como recuerdo de lo que me contó en 1945. Según su versión, él estaba en su departamento de Moscú con su esposa y su hijo, y nadie más, cuando sonó el teléfono y una voz le dijo que llamaba desde el Kremlin y que el camarada Stalin deseaba hablar con él. El supuso que se trataba de una broma estúpida y colgó el receptor. El teléfono volvió a sonar y, de algún modo, la voz lo convenció de que la llamada era auténtica. Stalin le preguntó entonces si estaba hablando con Boris Leonidovich Pasternak. Pasternak dijo que así era. Stalin preguntó si él había estado presente cuando Mandel’shtam recitó una pieza burlesca acerca de él, Stalin. Pasternak respondió que no tenía importancia que él hubiese estado presente o no, pero que le hacía enormemente feliz que Stalin estuviera hablándole; que siempre había sabido que aquello ocurriría; que debían encontrarse y hablar de cuestiones de importancia suprema. Stalin preguntó entonces si Mandel’shtam era un maestro. Pasternak respondió que como poetas eran muy distintos; que admiraba la poesía de Mandel’shtam pero no sentía afinidad con ella; pero que, en todo caso, no se trataba de eso.
Aquí, al narrarme el episodio, Pasternak volvió a lanzarse a uno de sus grandes vuelos metafísicos acerca de los puntos decisivos cósmicos de la historia universal; de ellos deseaba hablar con Stalin: era de suprema importancia que pudiera hacerlo. Fácilmente puedo imaginar que en esta vena hablara también como Stalin. Sea como fuere, Stalin volvió a preguntarle si había estado o no había estado presente cuando Mandel’shtam leyó aquella sátira. Pasternak volvió a responder que lo que más importaba era su indispensable reunión con Stalin, que debía ser pronto, que todo dependía de ella, que debían hablar de cuestiones últimas, acerca de la vida y de la muerte. “Si yo fuera amigo de Mandel’shtam, sabría defenderlo mejor”, contestó Stalin y colgó el teléfono. Pasternak trató de volver a comunicarse con él pero (lo que no es de sorprender) no logró restablecer la comunicación. El episodio evidentemente le llegó a lo más hondo. Me repitió la versión que acabo de narrar al menos dos veces más, y la contó a otros visitantes aunque, al parecer, en diferentes formas. Sus esfuerzos por rescatar a Mandel’shtam, en particular su llamado a Buja-rin, probablemente ayudaron a conservarle la vida durante un tiempo; Mandel’shtam finalmente fue muerto algunos años después, pero Pasternak sin duda sintió (tal vez sin buena razón, pero como podría sentirlo cualquiera que no estuviese pagado de sí mismo ni cegado por la estupidez) que tal vez otra respuesta habría logrado hacer más por el poeta condenado.1
Pasternak continuó con relatos de otras víctimas: PiPnyak, quien ansiosamente aguardó (“Estaba constantemente mirando por la ventana”) a un emisario que le pidiera firmar la denuncia de uno de los hombres acusados de traición en 1936, y como no llegó nadie, comprendió que también él estaba condenado. Habló de las circunstancias del suicidio de Tsvetaeva en 1941, que en su opinión habría podido impedirse si los burócratas de la literatura no se hubiesen comportado con tan horrible inhumanidad para con ella. Me contó la historia de un hombre que le pidió firmar una carta abierta, condenando al mariscal Tukhachevsky. Cuando Pasternak se negó, explicando la razón de su negativa, el hombre se echó a llorar, dijo que el poeta era el ser humano más noble y santo que había conocido, lo abrazó de la manera más ferviente, y luego se fue derecho a la policía secreta y lo denunció.
Pasternak pasó a decir que, pese al papel positivo que el Partido Comunista había desempeñado durante la guerra, y no sólo en Rusia, le resultaba cada vez más repugnante la idea de cualquier tipo de relación con él: Rusia era una galera, un barco impulsado por galeotes, y los hombres del Partido eran los encargados de azotar a los remeros. Habría querido saber por qué un diplomático de la comunidad británica que por entonces estaba en Moscú, y a quien yo sin duda conocía, que sabía algo de ruso y afirmaba ser poeta y lo visitaba ocasionalmente, por qué insistía esta persona, en que cada ocasión posible e imposible, en que Pasternak se acercara más al Partido. No necesitaba que caballeros llegados de otro lado del mundo le dijeran lo que debía hacer: ¿podría yo decir a ese señor que sus visitas no eran de su agrado? Prometí hacerlo, pero no lo hice, en parte por temor a hacer aún más precaria la posición ya no muy segura de Pasternak.
También a mí me hizo reproches Pasternak; no, en realidad, por tratar de imponerle mis opiniones políticas, o de otros, sino por algo que le parecía casi igualmente malo. Aquí estábamos ambos, en Rusia, y por doquiera que mirábamos, todo era repugnante, horrible, una abominable porqueriza, y sin embargo yo parecía positivamente encantado por ella:
“Se pasea usted”, me dijo, “y lo mira todo con ojos divertidos”. No era yo mejor (declaró) que otros visitantes extranjeros que no veían nada, y sufrían absurdas alucinaciones, enloquecedoras para los pobres y miserables para los naturales del lugar. Pasternak era sumamente sensible a la carga de acomodarse a las exigencias del Partido o del Estado: parecía temer que su propia supervivencia fuese atribuida a algún indigno esfuerzo por aplacar a las autoridades, a algún miserable compromiso de su integridad para librarse de toda persecución. Volvía una y otra vez a este punto y llegó a niveles absurdos al negar ser capaz de una conducta que nadie que le conociera podría concebir siquiera que él pudiese cometer. Un día me preguntó si yo había oído decir de su volumen de poemas de los tiempos de guerra, En los primeros trenes, que era un gesto de conformidad con la ortodoxia prevaleciente. Le dije, sinceramente, que no había oído decir esto, que ésa era una sugestión absurda.
Anna Ajmátova, unida a él por la más profunda amistad y admiración, me dijo que, al terminar la guerra, cuando ella regresaba de Tashkent, a donde había sido enviada cuando evacuaron Leningrado, se detuvo en Moscú y visitó Peredelkino. Pocas horas después de llegar, recibió un mensaje de Pasternak, diciendo que no podía verla, que tenía fiebre, que estaba en cama, que le era imposible. Al día siguiente, se repitió el mensaje. Al tercer día, Pasternak se presentó ante ella, con magnífico aspecto, sin ninguna huella de enfermedad. Lo primero que hizo fue preguntarle a ella si había leído su último libro de poemas. Hizo la pregunta con tan inquietante expresión que Ajmátova, con todo tacto, le dijo que aún no lo había leído; con esto, se iluminó el rostro de Pastermak, pareció aliviado y charlaron alegremente. Fue manifiesto que se sentía avergonzado, sin ninguna razón, por estos poemas. Le parecían una especie de tibio esfuerzo por escribir poesía patriótica: no había nada que le disgustara más que aquel género.
Y sin embargo, en 1945 Pasternak aún tenía esperanzas de una gran renovación de la vida rusa como resultado de la tormenta liberadora que le había parecido la guerra: una tormenta que, a su propia y terrible manera, sería tan purificadora como lo había sido la Revolución misma, un vasto cataclismo, más allá de nuestras míseras categorías morales. Sostuvo que no debían juzgarse tan vastas mutaciones. Había que pensar y pensar y tratar de comprender de ellas todo lo que se pudiera, toda la propia vida; están más allá del bien y del mal, de la aceptación o del rechazo, de la duda o del asentimiento; hay que aceptarlas como cambios elementales, terremotos, marejadas, acontecimientos transformadores que están fuera de todas las categorías éticas e históricas. También era así la negra pesadilla de traiciones, purgas, matanzas de inocentes, seguidas por una guerra aterradora: todo ello le parecía el preludio necesario a alguna inevitable e inaudita victoria del espíritu.
No volví a ver a Pasternak durante once años. Al llegar 1956, era completa su separación del establishment político de su país. Pasternak no podía hablar de él ni de sus representantes sin estremecerse. Para entonces, su amiga Olga Ivinskaya había sido detenida, interrogada, brutalmente tratada y enviada a pasar cinco años en un campo de trabajos forzados. “Su Boris”, le había dicho Abakumov, ministro de Seguridad del Estado, “su Boris nos detesta, ¿verdad?” “Tuvieron razón”, me dijo Pasternak, “ella no pudo negarlo y no lo negó”. Yo había ido a Peredelkino con Neuhaus y uno de sus hijos de su primera esposa, quien ahora estaba casada con Pastemak. El me repitió una y otra vez que Pasternak era un santo: que era demasiado poco mundano; su esperanza de que las autoridades soviéticas permitieran la publicación de El doctor Zhivago era claramente absurda; mucho más probable era el martirio del autor. Pastemak era el escritor más grande producido por Rusia durante décadas y sería destruido, como tantos otros, por el Estado. Esta era una herencia del régimen zarista. Cualesquiera que fuesen las diferencias entre la antigua y la nueva Rusia, en ambas eran comunes la desconfianza y la persecución de escritores y artistas. Su ex esposa Zinaida (ahora, esposa de Pastemak) le había dicho que Pastemak estaba resuelto a hacer que su novela se publicara en cualquier parte. El había intentado disuadirlo, pero sus palabras fueron en vano. Si Pastemak tocaba el tema, ¿intentaría yo persuadirlo de que se contuviera? Era importante, más que importante, tal vez cuestión de vida o muerte, ¿quién podía decirlo, aun en aquellos días? Me pareció que Neuhaus tenía razón: probablemente Pastemak necesitaba que físicamente lo salvaran de sí mismo. Para entonces, habíamos llegado a la casa de Pastemak. Él estaba esperándonos junto a la puerta e hizo pasar a Neuhaus, me abrazó cordialmente y dijo que en los once años transcurridos, habían ocurrido muchas cosas, malas, en su mayoría. Se contuvo y añadió:
-¿Hay algo que desee usted decirme?
Yo le dije, con una monumental falta de tacto (por no decir imperdonable estupidez):
—Boris Leonidovich, me alegro mucho de verle tan bien. Pero lo principal es que haya sobrevivido. Esto nos pareció casi milagroso a algunos —yo estaba pensado en la persecución de los últimos años de Stalin contra los judíos.
Su rostro se ensombreció y entonces me miró con verdadera ira:
—Ya sé lo que usted está pensando —dijo.
—¿Qué estoy pensando, Boris Leonidovich?
—¡Ya sé, ya lo sé, sé exactamente qué tiene en la cabeza -replicó, con voz entrecortada; aquello fue espantoso-. No se eche hacia atrás, puedo ver más claramente lo que piensa que lo que yo mismo pienso.
—¿Qué estoy pensando? —volví a preguntar, más y más perturbado por sus palabras.
—Está pensando, sé que está pensando que he hecho algo para ellos.
-Le aseguro, Boris Leonidovich -repliqué-, que nunca he concebido eso, nunca he oído a nadie sugerirlo, ni siquiera como broma estúpida.
Al final, pareció creerme. Pero estaba visiblemente alterado. Sólo después de que le aseguré que la admiración por él, no sólo como escritor sino como ser humano libre e independiente era universal entre la gente civilizada, empezó a volver a su estado normal.
—Por lo menos —me dijo—, puedo decir como Heine: “Tal vez no merezca ser recordado como poeta, pero sin duda, sí como soldado en la batalla por la libertad humana”.2
Me llevó entonces a su estudio. Allí puso en mis manos un sobre grueso:
-Mi libro -me dijo-, todo está allí. Es mi última palabra. Por favor, léalo.
Leí El doctor Zhivago durante la noche y el día siguientes y cuando, dos o tres días después, volví a ver a Pasternak, le pregunté qué se proponía hacer con él. Me dijo que lo había entregado a un comunista italiano, quien trabajaba en la sección italiana de la radio soviética y que al mismo tiempo actuaba como agente para el editor comunista italiano Feltrinelli. Había cedido los derechos universales a Feltrinelli. Deseaba que su novela, su testamento, el más auténtico y más completo de todos sus escritos —su poesía no era nada en comparación (aunque los poemas de la novela tal vez fueran lo mejor que había escrito)-, deseaba que su obra recorriera el mundo entero, que causara un incendio (citó el famoso verso bíblico de Pushkin), que incendiara los corazones de los hombres.
Una vez terminada la comida del medio día, su esposa, Zinaida Nikolaevna, me llevó aparte y me pidió, con lágrimas en los ojos, disuadir a Pasternak de publicar en el extranjero El doctor Zhivago. No quería que sus hijos sufrieran. Sin duda, yo sabía de lo que “ellos” eran capaces. Conmovido por esta súplica, a la primera oportunidad hablé con el poeta. Le prometí sacar microfilmes de su novela, enterrarlos en los cuatro polos de la urbe, enterrar ejemplares en Oxford, Valparaíso, Tasmania, Ciudad de Cabo, Haití, Vancouver, Japón, de modo que sobrevivieran ejemplares aun si estallaba una guerra nuclear; ¿había decidido desafiar a las autoridades soviéticas, había considerado las consecuencias?
Por segunda vez durante esa semana mostró un arranque de verdadera ira al hablar conmigo. Me dijo que lo que yo decía era sin duda bien intencionado, que estaba conmovido por mi preocupación, por su propia seguridad y la de su familia (dijo esto un tanto irónicamente), pero que él sabía lo que estaba haciendo; que yo era peor que aquel inoportuno diplomático británico de once años atrás. El había hablado con sus hijos. Estaban dispuestos a sufrir. Yo no debía volver a tocar el asunto. Había yo leído el libro, sin duda había comprendido lo que su diseminación significaba para él. Avergonzado, guardé silencio.
Después de un intervalo, como tantas veces antes hablamos de literatura francesa. Desde nuestro último encuentro, él había conseguido La náusea de Sartre y le había parecido ilegible, de una obscenidad repugnante. Después de cuatro siglos de genio creador, ¿podía aquella gran nación haber dejado de generar literatura? Aragon era un optimista, Duhamel y Guéhenno eran inconcebiblemente tediosos; ¿seguía escribiendo Malraux? Antes de que pudiera contestar, una de sus invitadas, una señora amable y silenciosa, una maestra que acababa de regresar después de quince años en un campamento de trabajos forzados adonde había sido enviada simplemente por enseñar inglés, tímidamente me preguntó si Aldous Huxley había escrito algo desde Contrapunto. ¿Seguía escribiendo Virginia Woolf? Nunca había visto un libro de ella, pero por una crítica aparecida en un viejo periódico francés que de alguna manera misteriosa llegó al campo de concentración, ella pensaba que su obra podría gustarle.
Resulta difícil el placer de poder llevar noticias de arte y literatura del mundo exterior a unos seres humanos tan auténticamente ávidos por recibirlas, y que muy probablemente no podrán recibirlas de ninguna otra fuente. Dije a la señora y a las demás todo lo que sabía acerca de la literatura inglesa, norteamericana y francesa. Fue como hablar a quienes hubiesen naufragado en una isla desierta, apartados durante décadas de la civilización. Todo lo que oyeron les pareció nuevo, emocionante y delicioso. El poeta georgiano Titsian Tabidze, gran amigo de Pasternak, había perecido en la Gran Purga. Su viuda, Nina Tabidze, allí presente, quería saber si Shakespeare, Ibsen y Shaw seguían siendo grandes nombres en el teatro occidental. Le dije que el interés en Shaw se había reducido, pero que Chejov era grandemente admirado y a menudo se le representaba, y añadí que Ajmátova me había dicho que no podía comprender ese culto a Chejov. Su mundo era uniformemente gris. Nunca brillaba el sol. Nunca salían a relucir espadas. Todo estaba cubierto por una horrible niebla gris. El universo de Chejov era un mar de lodo, con unos míseros seres humanos atrapados irremediablemente en él. Era una fascinación de la vida. Pasternak dijo que Ajmátova estaba completamente equivocada. “Dígale cuando la vea (nosotros no podemos ir libremente a Le-ningrado, como probablemente usted sí podrá), dígale, de parte de todos nosotros, que todos los escritores rusos predican al lector: hasta Turgenev le dice que el tiempo es el gran curador, y ese tipo de cosas; el único que no lo hace es Chejov. Es un artista puro; todo se disuelve en arte, es nuestra respuesta a Flaubert.” Pasó luego a decir que Ajmátova seguramente me hablaría de Dostoievski y atacaría a Tolstoi. Pero Tolstoi tenía razón al hablar de Dostoievski, al decir que sus novelas eran un desorden, una mezcla de chauvinismo y de religión histérica: “¡Dígale eso a Ajmátova de mi parte!”. Pero cuando volví a ver a Ajmátova, en Oxford en 1965, me pareció mejor no mencionar aquel juicio: acaso habría querido responderle. Pero Pasternak ya estaba en la tumba. De hecho, ella me habló de Dostoievski con la más apasionada admiración.
III
Esto me lleva a mi reunión con la poeta Anna Ajmátova. Leí sus poemas gracias a Maurice Bowra, y anhelaba conocerla. En noviembre de 1945, fui de Moscú a Leningrado. No había visto la ciudad desde 1919, cuando yo tenía diez años y a mi familia se le permitió retomar a nuestra ciudad natal, Riga, por entonces capital de una república independiente. En Leningrado se volvieron fabulosamente vividos los recuerdos de mi niñez.
Quedé inexpresablemente conmovido al ver las calles, las casas, las estatuas, las riberas, los mercados, los pasamanos (de pronto otra vez familiares y aún rotos) de un pequeño taller en que se reparaban samovares bajo la casa en que habíamos vivido. El patio interior de la casa me pareció tan sórdido y abandonado como lo estuviera durante los primeros años de la Revolución. Mis recuerdos de hechos específicos, episodios y experiencias, aparecieron ante la realidad física. Fue como si hubiese entrado en una ciudad legendaria, formando yo mismo una parte de la vivida y semirrecordada leyenda y, al mismo tiempo, viéndola desde el exterior. La ciudad había sido muy dañada, pero todavía en 1945 seguía siendo indescriptiblemente bella (cuando volví a verla, once años después, me pareció restaurada por completo). Llegué hasta la Librería de Escritores, en la Perspectiva Nevsky. Mientras contemplaba los libros, entablé una conversación casual con un señor que estaba hojeando un libro de poemas. Resultó ser un conocido crítico e historiador de la literatura. Hablamos acerca de los hechos recientes. Me narró la terrible ordalía del sitio de Leningrado y del martirio y el heroísmo de muchos de sus habitantes, y dijo que algunos habían muerto de hambre y de frío; otros, sobre todo los jóvenes, lograron sobrevivir. Algunos tuvieron que evacuar la ciudad. Le pregunté por el destino de los escritores de Leningrado. Me dijo:
—¿Quiere usted decir, de Zoshchenko y Ajmátova?
Ajmátova era, para mí, una figura del más remoto pasado. Maurice Bowa, quien tradujo algunos de sus poemas, la mencionó como alguien de quien no se había oído hablar desde la Primera Guerra Mundial.
—¿Todavía vive Ajmátova? -pregunté.
—¿Ajmátova, Anna Andreevna Ajmátova? —me dijo—. ¡Claro, desde luego! Vive no lejos de aquí en la Fontanka, en Fontanny Dom [La casa de la fuente]; ¿le agradaría conocerla?
Aquello fue como si me hubiesen invitado súbitamente a conocer a miss Cristina Rossetti. Casi me quedé sin habla. Murmuré que desde luego que me encantaría conocerla.
—Voy a telefonearle —dijo mi nuevo amigo; volvió para decirme que ella nos recibiría a las tres de la tarde; había yo de volver a la librería, e iríamos juntos.
Regresé a la hora señalada. El crítico y yo salimos de la librería, dimos vuelta a la izquierda, atravesamos el puente Anichkov, y volvimos a dar vuelta a la izquierda siguiendo la orilla de la Fontanka. La Casa de la Fuente, el palacio de los Sheremetev, es un magnífico edificio de finales del Barroco, con puertas del exquisito trabajo en hierro por el que es famoso Leningrado, construido en torno de un espacioso patio no muy distinto del cuadrángulo de un gran college de Oxford o Cambridge. Subimos una de las empinadas y oscuras escaleras, hasta un piso superior, y fuimos introducidos en la habitación de Ajmátova. Estaba apenas amueblada; virtualmente todo, comprendí, había sido robado o vendido durante el sitio. Había una mesilla, tres o cuatro sillas, una cómoda de madera, un sofá y, encima de la estufa apagada, un dibujo de Modigliani. Una majestuosa dama de cabellos grises, con los hombros envueltos por un blanco chal, se levantó lentamente a saludamos.
Anna Andreevna Ajmátova era una mujer de inmensa dignidad, de ademanes pausados, con una cabeza noble, de rasgos bellos, un tanto severos, y una expresión de inmensa tristeza. Me incliné ante ella. Me pareció apropiado, pues ella tenía el aspecto y los movimientos de una reina trágica. Le di las gracias por recibirme, y le dije que el público, en Occidente se alegraría de saber que gozaba de buena salud, pues no habíamos oído hablar nada de ella durante muchos años.
—Oh, pero un artículo sobre mí ha aparecido en la Dublin Review —me dijo—, y se está escribiendo una tesis acerca de mi obra, según me han dicho, en Bolonia.
Con ella estaba una amiga, una dama académica de alguna clase, y durante algunos minutos la conversación fue de pura cortesía. Luego, Ajmátova me preguntó por la situación de Londres durante el bombardeo: contesté lo mejor que pude, sintiéndome sumamente intimidado por sus modales, regios y distantes. De pronto, me pareció que alguien gritaba, afuera, mi nombre de pila. Durante un rato no hice caso (podía haber sido una ilusión), pero los gritos se hicieron más fuertes y claramente pude oír la palabra “Isaiah”. Me acerqué a la ventana, me asomé y vi a un hombre a quien reconocí como Randolph Churchill. Estaba de pie en mitad del gran patio, con la apariencia de un estudiante pasado de copas, gritando mi nombre. Me quedé helado durante algunos segundos. Luego, logré dominarme, murmuré una disculpa y corrí escaleras abajo. Mi única idea era impedir que Churchill entrara en la habitación. Mi compañero, el crítico, corrió tras de mí, ansioso. Cuando llegamos al patio, Churchill se acercó y me saludó efusivamente.
—El señor X —dije mecánicamente—, no creo que conozca a usted al señor Randolph Churchill.
El crítico se quedó helado, su expresión cambió del desconcierto al horror, y se fue tan rápidamente como pudo. No tenía yo ninguna idea de si me habían seguido agentes de la policía secreta, pero no podía haber duda de que sí habían seguido a Randolph Churchill. Fue ese malhadado acontecimiento el que desató absurdos rumores que circularon por Leningrado, de que una delegación extranjera había llegado a convencer a Ajmátova de que se fuera de Rusia; que Winston Churchill, admirador de la poeta durante toda su vida, estaba enviando un avión especial para llevarse a Ajmátova a Inglaterra, etcétera.
Randolph, a quien yo no había visto desde que éramos estudiantes de licenciatura en Oxford, me explicó después que estaba en Moscú como periodista, en representación de la North American Newspaper Alliance. Había llegado a Leningrado como parte de su misión. Al llegar al Hotel Astoria, su primera preocupación había sido meter en un refrigerador la lata de caviar que había adquirido: pero, como no sabía ruso, y su intérprete había desaparecido, sus gritos pidiendo ayuda finalmente hicieron bajar a una representante del British Council. Ella vio el caviar y, en el curso de una conversación general, le informó que yo estaba en la ciudad. El dijo que yo podía ser un excelente intérprete sustituto y, por desgracia, descubrió, por la dama del British Council, dónde podía encontrarme. El resto fue cosa natural. Cuando llegó a la Casa de la Fuente adoptó un método que le había servido bien durante sus días en Christ Church (su college en Oxford) y, me atrevo a decirlo, en otras ocasiones:
—Y —me dijo con una sonrisa triunfante— funcionó.
Yo me separé de él en cuanto pude, y habiendo pedido al librero el teléfono de Ajmátova, le hablé para ofrecerle una explicación de mi precipitada partida y disculparme ante ella. Le pregunté si me autorizaría a volver a verla.
-Lo esperaré esta noche a las nueve -me contestó.
Cuando retomé también estaba presente allí una dama culta, una asi-rióloga, quien me hizo muchas preguntas acerca de las universidades inglesas y de su organización. Ajmátova evidentemente no estaba interesada en ello y durante largo rato guardó silencio. Poco antes de la media noche se fue la asirióloga, y entonces Ajmátova empezó a hacerme preguntas acerca de viejos amigos suyos que habían emigrado, a algunos de los cuales acaso conociera yo. (Estaba segura de eso, me dijo después. En cuestión de relaciones personales, me aseguró, nunca le fallaba su intuición, que era casi una segunda vista.) En realidad, yo sí conocía a algunos de ellos; hablamos acerca del compositor Artur Lurié, a quien conocí en Estados Unidos durante la guerra. Había sido íntimo amigo de ella, y puso música a algunas de sus poesías y de Mandel’shtam. Me preguntó por Boris Anrep, artista de mosaicos (a quien yo no conocía); sabía poco acerca de él, sólo que había decorado el piso de la National Gallery con las figuras de personas célebres: Bertrand Russell, Virginia Woolf, Greta Garbo, Clive Bell, Lydia Lopokova y similares. Veinte años después, pude decirle a ella que Anrep había añadido una imagen suya. Me enseñó un anillo con una piedra negra, que Anrep le había regalado en 1917.
Me dijo que desde la Primera Guerra Mundial, sólo había conocido a un extranjero polaco. Me preguntó por otros varios de sus amigos: Salomé Andronikova, a quien Mandel’shtam dedicó uno de sus más célebres poemas; la esposa de Stravinsky, Vera; los poetas Vyacheslav Ivanov y Georgy Adamovich. Yo le contesté lo que mejor que pude. Me habló de sus visitas a París antes de la Primera Guerra Mundial, de su amistad con Amedeo Modigliani, cuyo retrato de ella colgaba sobre la chimenea: era uno de muchos (los demás habían perecido durante el sitio). Me describió su propia niñez a orillas del Mar Negro, tierra pagana (no bautizada, la llamó), donde uno podía sentirse cerca de una cultura antigua, mitad griega mitad bárbara, profundamente ajena a todo lo ruso. Me habló de su primer marido, el célebre poeta Gumilev. Estaba convencida de que él no había tomado parte en la conspiración monárquica por la que fue ejecutado; Gorki, a quien muchos escritores pidieron que interviniera en su favor, al parecer no hizo nada por salvarlo. Ella no lo veía desde algún tiempo antes de su condena: se habían divorciado unos años atrás. Había lágrimas en sus ojos cuando me describió las terribles circunstancias de su muerte.
Después de un silencio, me preguntó si me gustaría escuchar algo de su poesía. Pero antes, dijo, deseaba recitarme dos cantos del Don Juan de Byron, pues tenían relación con lo que vendría. Aun si yo hubiese conocido bien el poema, no habría podido decir qué cantos había elegido, pues aunque leía de corrido el inglés, su pronunciación hacía imposible entender más de una o dos palabras. Ajmátova cerró los ojos y pronunció los versos de memoria, con intensa emoción. Yo me levanté a mirar por la ventana, para ocultar mi bochorno. Tal vez, pensé poco después, así es como hoy leemos el griego y el latín clásicos. Y sin embargo, también nosotros nos dejamos conmover por las palabras que, como las pronunciamos, acaso hubiesen sido absolutamente ininteligibles a sus autores y sus públicos. Luego, me leyó de su propio libro de poemas: Anno Domini, El rebaño blanco, Parte de seis libros.
—Poemas como éstos, pero mucho mejores que los míos —me dijo— fueron la causa de la muerte del mejor poeta de nuestros tiempos, a quien yo amé y que me amó...
No pude saber si hablaba de Gumilev o de Mandel’shtam, pues las lágrimas acudieron a sus ojos y no pudo continuar.
Existen grabaciones de sus lecturas y no intentaré describirlas. Me leyó el poema aún inconcluso (por entonces) “Poema sin héroe”. Comprendí allí mismo que estaba escuchando la obra de un genio. No supongo que haya yo comprendido ese poema polifacético y casi mágico y sus profundas alusiones personales mejor que cuando lo leo hoy. Ella no hizo ningún secreto del hecho de que pretendía ser una especie de conmemoración final de su vida como poeta, del pasado de la ciudad (San Petersburgo) que formaba parte de su ser, y en forma de una procesión de carnaval de Noche de Epifanía, de figuras enmascaradas en travestí, de sus amigos, y de sus vidas y destinos y del suyo propio: una especie de nunc dimittis artístico, antes del fin inevitable que no tardaría en llegar. Es una obra misteriosa y profundamente evocadora: un túmulo de doctos comentarios se eleva inexorablemente sobre él. Pronto, quedaría enterrado bajo su propio peso.
Luego, de un manuscrito, me leyó el Requiem. Se interrumpió para hablar de los años 1937-1938, cuando su marido y su hijo fueron detenidos y enviados a campos de prisión (esto volvería a ocurrir), de las hileras de mujeres que aguardaban día y noche, semana tras semana, mes tras mes, noticias de sus maridos, hermanos, padres, hijos, o autorización para enviarles alimentos o cartas. Ninguna noticia llegó jamás. Ningún mensaje. Una atmósfera de muerte en vida pendía sobre las ciudades de la Unión Soviética, mientras continuaba la tortura y la matanza de millones de inocentes. Ajmátova hablaba con voz seca, en tono objetivo, interrumpiéndose ocasionalmente para decir:
—No, no puedo, de nada sirve, usted viene de una sociedad de seres humanos mientras que aquí estamos divididos entre seres humanos y...
Luego de un largo silencio:
-Y aún ahora... -una vez más, guardó silencio.
Le pregunté por Mandel’shtam: ella hizo una pausa, sus ojos se llenaron de lágrimas, y me rogó no hablar de él:
-Después de que abofeteó a Aleksey Tolstoi, todo terminó...
Para reponerse necesitó cierto tiempo. Luego, con voz totalmente distinta, me dijo:
-Aleksey Tolstoi llevaba camisas de color lila á la russe cuando estábamos en Tashkent. Me habló del maravilloso tiempo que pasaríamos juntos cuando volviéramos. Era un escritor muy talentoso e interesante, un verdadero pillo, lleno de simpatía, y un hombre de temperamento terrible. Ahora, ha muerto. Era capaz de cualquier cosa, de todo. Era un tremendo aventurero. Sólo le gustaban la juventud, la energía, la vitalidad. No terminó su Pedro /porque dijo que sólo podía tratar de Pedro cuando joven; ¿qué tenía él que hacer con toda esa gente cuando envejeciera? Era una especie de Dolójov. Me llamaba Annushka. Eso me hacía respingar, pero él me simpatizaba mucho, aun cuando fuera la causa de la muerte del mejor poeta de nuestra época, a quien amé, y que me amó -sus palabras fueron idénticas a las que había empleado antes; me pareció ver, ahora, claramente, a quién, en ambas occisiones, se había referido.
Creo que para entonces eran cerca de las tres de la mañana. Ella no daba señales de desear que yo me fuera, y yo estaba demasiado conmovido y absorto para moverme. Ajmátova salió de la habitación y regresó con un plato de patatas fritas. Era todo lo que tenía y pareció avergonzada por la pobreza de su hospitalidad. Lo rogué que me permitiera anotar el “Poema sin héroe” y el Requiem: me dijo que eso no sería necesario. El siguiente mes de febrero aparecería una colección de sus versos. Todo estaba ya en pruebas. Ella me enviaría un ejemplar. El Partido, como sabemos, determinó otra cosa. Ajmátova fue denunciada por Zhdanov (en una frase que él no inventó) como “mitad monja, mitad prostituta”. Esto la excluyó del ámbito oficial.
Hablamos de literatura rusa. Ella no tenía en gran aprecio a Chejov por la falta de heroísmo y de martirio en su obra, de profundidad y tinieblas y sublimidad; hablamos acerca de Anna Karenina.
—¿Por qué la hace suicidarse Tolstoi? En cuanto ella deja a Karenin, todo cambia. De pronto, se convierte en una mujer caída, en una travia-ta, en una prostituta. ¿Quién castiga a Anna? ¿Dios? No, no Dios, sino la sociedad, esa misma sociedad cuyas hipocresías está denunciando constantemente Tolstoi. Al final, nos dice que Anna rechaza incluso a Vronsky. Tolstoi está mintiendo. Él sabía demasiado. La moral de Anna Karenina es la moral de las tías moscovitas de Tolstoi, de las convenciones filisteas. Todo está conectado con las vicisitudes personales del autor. Mientras Tolstoi estuvo felizmente casado, escribió La guerra y la paz, donde celebra a la familia. Después que empezó a odiar a Sofía Andreevana pero no pudo divorciarse de ella, porque el divorcio es condenado por la sociedad y tal vez por los campesinos, escribió Anna Karenina, y castigó a Anna por dejar a su marido. Cuando Tolstoi fue viejo y ya no sintió tanta violenta lujuria por las muchachas campesinas, escribió La sonata a Kreut-&r y prohibió por completo el sexo.
Ésas fueron sus palabras. No sé hasta qué punto hablaba en serio, pero el disgusto de Ajmátova ante los sermones de Tolstoi era verdadero: lo consideraba un monstruo de vanidad y un enemigo de la libertad. Adoraba a Dostoievski y, como éste, despreciaba a Turgenev. Y, después de Dostoievski, a Kafka, a quien leyó en traducciones inglesas. (“Escribió para mí y acerca de mí —me dijo años después en Oxford—: Kafka es un escritor más grande, incluso, que Joyce y Eliot. Pero no lo comprendió todo; sólo Pushkin fue capaz.”) Entonces me habló de los Noches egipcias de Pushkin, y del pálido desconocido de ese cuento que improvisaba versos sobre temas propuestos por el público. El virtuoso, en su opinión, era el poeta polaco Adam Mickiewicz. La relación de Pushkin con él se volvió ambivalente. La cuestión polaca los separó. Pero Pushkin siempre supo reconocer el genio en sus contemporáneos. Blok era así: con sus ojos desorbitados y su genio maravilloso, también había podido ser un impro-visateur. Ajmátova me dijo que nunca le había simpatizado a Blok, pero que cualquier maestra de escuela de Rusia creía y sin duda seguiría creyendo, que había habido amores entre ellos. También lo creían los historiadores de la literatura. Todo esto, en su opinión, se basaba en su poema Visita al poeta dedicado a Blok ; y tal vez, también en el poema a la muerte de El rey de los ojos grises aunque éste fue escrito más de diez años antes de la muerte de Blok. A Blok no le simpatizaba ninguno de los acmeis-tas, de los que ella formaba parte. Tampoco le gustó Pasternak.
Entonces, Ajmátova me habló de Pasternak, de quien era una auténtica devota. Después de la muerte de Mandel’shtam y de Tsvetaeva, quedaron solos. Saber que el otro estaba vivo y trabajando fue una fuente de infinito consuelo para ambos. Se criticaban abiertamente, pero no permitían que nadie más lo hiciera. La apasionada devoción de incontables hombres y mujeres de la Unión Soviética que se sabían sus versos de memoria, y los copiaban y hacían circular, también era fuente de orgullo para ellos. Pero ambos se mantenían realmente en el exilio. Y sin embargo, la idea de emigrar les resultaba odiosa. Anhelaban visitar Occidente, pero no si les sería imposible regresar. Su profundo patriotismo no tenía ni un toque de nacionalismo. Ajmátova no estaba dispuesta a partir. Cualesquiera horrores que la aguardaran, ella nunca abandonaría a Rusia.
Me habló de su niñez, de sus matrimonios, de sus relaciones con otros, de la rica vida artística de San Petersburgo antes de la Primera Guerra Mundial. No tenía duda de que la cultura de Occidente, sobre todo ahora, en 1945, era muy superior. Me habló del gran poeta Annensky, quien le había enseñado aún más que Gumilev, y que murió en gran parte olvidado por editores y críticos: un gran maestro olvidado. Me habló de su propia soledad y su aislamiento. Después de la guerra, Leningrado no era para ella más que la tumba de sus amigos; era como el vestigio de un incendio de bosques: los pocos árboles calcinados hacían aún más desolada la desolación. Ajmátova vivía de traducir. Había rogado que le permitieran traducir las cartas de Rubens, no las de Romain Rolland. Tras superar obstáculos inauditos, finalmente recibió la autorización. Le pregunté qué significaba para ella el Renacimiento: ¿un auténtico pasado histórico, o una visión idealizada, un mundo imaginario? Me contestó que esto último. Le producía cierta nostalgia: ese anhelo de una cultura universal de la que había hablado Mandel’shtam, como lo habían pensado Goethe y Schelegel: un anhelo de lo que se había convertido en arte y pensamiento (naturaleza, amor, muerte, desesperación y martirio), una realidad que no tenía historia, que no era nada fuera de sí misma. Me habló con voz calmada, monótona, como una princesa remota en el exilio, orgullosa, infeliz, impenetrable, a menudo en palabras de la más conmovedora elocuencia.
El relato de la continua tragedia de su vida fue más allá de lo que nadie me hubiese descrito en palabras habladas; su recuerdo aún me acompaña, vivido y doloroso. Le pregunté si se proponía componer un registro de su vida literaria. Replicó que su poesía era precisamente eso, en particular el “Poema sin héroe”, que volvió a leerme. Una vez más le rogué que me permitiera anotarlo, y una vez más se negó. Nuestra conversación, que tocó detalles íntimos de su vida y de la mía, se desvió de la literatura y el arte, y duró hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Volví a verla cuando iba a irme de la Unión Soviética, por Leningrado y Helsinki. Fui a despedirme de ella en la tarde del 5 de enero de 1946, y ella me entregó una de sus colecciones de versos, con un nuevo poema inscrito en la primera página: el poema que después sería el segundo ciclo intitulado Cinque. Comprendí que este poema, en esta su primera versión, había sido inspirado directamente por nuestra reunión anterior. Hay otras referencias y alusiones a nuestras reuniones, en Cinque y en otras partes.
No vi a Ajmátova en mi siguiente visita a la Unión Soviética, en 1956. Su hijo, al que volvieron a arrestar, había sido liberado de su prisión a comienzos de ese año, y Pasternak me dijo que a ella la ponían muy nerviosa los extranjeros, salvo que la visitaran con orden oficial, pero que deseaba que yo le llamara por teléfono; esto era mucho más prudente, ya que todas sus conversaciones telefónicas estaban intervenidas. Por teléfono me contó algo de sus experiencias como escritora condenada; de cómo la habían abandonado algunos a quienes había considerado fieles amigos, de la nobleza y el valor de otros. Había releído a Chejov, y me dijo que al menos en el Pabellón No. 6 había descrito atinadamente la situación de ella y la de muchos otros. Mientras tanto, se habían publicado sus traducciones del verso clásico coreano:
—¡Ya puede imaginarse cuánto coreano sé! Es una selección, no hecha por mí. Pero no es necesario que usted la lea.
Cuando nos encontramos en Oxford en 1965, Ajmátova me dijo que Stalin se había enfurecido, personalmente, por el hecho de que ella me hubiese permitido visitarla:
—¡Así que nuestra monja recibe visitas de espías extranjeros! —díjose que exclamó, y a esto siguió una lista de obscenidades que al principio ella no se atrevió a repetirme.
No importó el hecho de que yo jamás hubiese trabajado para una organización de inteligencia. Todos los miembros de misiones extranjeras eran espías según Stalin. Desde luego, me dijo, el viejo ya había enloquecido, era víctima de una paranoia patológica. En Oxford afirmó estar convencida de que la furia de Stalin, causada por nosotros, había desencadenado la Guerra Fría: que ella y yo habíamos cambiado la historia de la humanidad. Tomaba esto literalmente e insistió en que era cierto. Nos vio a sí misma y a mí como personajes de la historia universal elegidos por el destino para desempeñar una parte fatídica en un conflicto cósmico, y esto se reflejó en sus poemas de esa época. Fue intrínseco en toda su visión histórico-filosófica, de la cual fluyó mucha de su poesía.
Ajmátova me dijo que después de su viaje a Italia, el año anterior, cuando recibió un premio literario, la visitaron agentes de la policía secreta soviética, quienes le preguntaron sus impresiones de Roma. Ella contestó que Roma le parecía una ciudad en que el paganismo aún estaba en guerra con el cristianismo. “¿Cuál guerra?”, le preguntaron. “¿Se mencionó a los Estados Unidos? ¿Participaron emigrados rusos?” ¿Qué debió ella responder cuando se le hicieron preguntas similares acerca de Inglaterra y Oxford? Pues a Rusia regresaría, le esperase lo que le esperase. El régimen soviético era el orden establecido de su patria. Con él había vivido y con él moriría. Eso es lo que significaba ser ruso.
Volvimos a hablar de la poesía rusa. Ella me habló desdeñosamente de conocidos poetas jóvenes, patrocinados por las autoridades soviéticas. Uno de los más célebres, que por entonces estaba en Inglaterra, le envió un telegrama a Oxford para felicitarla por su doctorado honorario. Yo estaba allí cuando le llegó. Ella lo leyó, y, airadamente, lo arrojó al cesto de los papeles. “Son raterillos, que han prostituido su talento, son exploradores del gusto público. La influencia de Mayakovsky ha sido fatal para todos ellos. Mayakovsky gritó a todo pulmón porque en él era natural hacerlo. No podía evitarlo. Sus imitadores han adoptado esa manera como un género. Son vulgares declamadores que no tienen ni una chispa de poesía auténtica.”
Había por entonces muchos poetas talentosos en Rusia: el mejor de ellos era Joseph Brodsky, a quien ella, según me dijo, llevó de la mano, y cuya poesía había sido en parte publicada; un poeta noble, en profundo desagrado de las autoridades, con todo lo que eso implicaba. También había otros maravillosamente bien dotados (cuyos nombres no significaron nada para mí), poetas cuyos versos no podían publicarse y cuya existencia misma era testimonio de la vida inagotable de la imaginación en Rusia: “Nos eclipsarán a todos”, me dijo, “créame, Pasternak y yo y Mandel’shtam y Tsvetaeva, todos nosotros estamos al final de un largo periodo de elaboración que comenzó en el siglo xix. Mis amigos y yo creimos que hablábamos con la voz del siglo xx. Pero estos poetas nuevos constituyen un nuevo principio: hoy están detrás de las rejas, pero escaparán y asombrarán al mundo.” Habló extensamente en esta vena profética, y volvió a Mayakovsky, empujado a la desesperación, traicionado por sus amigos pero, durante un tiempo, la verdadera voz, la trompeta de su pueblo, aunque fuese un ejemplo fatal para otros; ella misma no le debía nada, pero en cambio, mucho a Annensky, el más puro y fino de los poetas, apartado del barullo de la política literaria, en gran parte olvidado por los periódicos de vanguardia, y afortunado de haber muerto cuando murió. No fue muy leído durante su vida, pero ése había sido el destino de otros grandes poetas; la actual generación era mucho más sensible a la poesía de lo que había sido la suya propia; ¿quién se interesó, quién realmente se interesó en Blok o en Bely o en Vyacheslav Ivanov en 1910? O, para el caso, ¿en ella misma y en los poetas de su grupo?, pero hoy, los jóvenes se sabían todo eso de memoria: ella seguía recibiendo cartas de jóvenes, muchas de ellas de muchachas tontas, extáticas, pero su simple número era, sin duda, prueba de algo.
Pasternak recibía más cartas aún, y le gustaban más. ¿Conocía yo a su amiga Olga Ivinskaya? No, no la conocía. La esposa de Pasternak, Zinaida, y la amante de él le parecían igualmente insoportables, pero en cambio el propio Boris Leonidovich era un poeta mágico, uno de los grandes poetas de la patria rusa: cada frase que escribía, en verso o en prosa, hablaba con su auténtica voz, diferente de todas las demás que ella hubiese oído. Blok y Pasternak eran poetas divinos; ningún francés moderno, ningún inglés, ni Valéry ni Eliot podía compararse con ellos; Baudelaire, Shelley, Leopardi: ésa era la compañía en que debían estar. Como todos los grandes poetas, tenían poco sentido de la calidad de otros: Pasternak a menudo elogiaba a críticos de segunda, descubría imaginarios talentos oscuros, alentaba toda clase de figuras menores (escritores decentes, pero sin talento), tenía un sentido mitológico de la historia, en que personas absolutamente sin valor desempeñaban a veces papeles misteriosamente significativos, como Evgraf en El doctor Zhivago (negó, con vehemencia, que esta figura misteriosa estuviese basada, en aspecto alguno, en Stalin; evidentemente, le era imposible pensar siquiera en eso). Pasternak en realidad no leía a autores contemporáneos que estaba dispuesto a elogiar, no a Bagritsky ni a Aseev y ni siquiera a Mandel’shtam (a quien no podía tolerar, aunque desde luego, hizo lo que pudo por él cuando estuvo en dificultades), y ni siquiera la obra de la propia Ajmátova: él le escribió cartas maravillosas acerca de su poesía, pero esas cartas eran acerca de sí mismo, no de ella; ella sabía que eran fantasías sublimes que tenían poco que ver con ella: “Tal vez todos los grandes poetas sean así.”
Los elogios de Pasternak naturalmente hacían muy felices a quienes los recibían, pero esto era engañoso; él era un generoso elogiador pero no estaba verdaderamente interesado en la obra de otros: interesado, desde luego, en Shakespeare, Goethe, los simbolistas franceses, Rilke, tal vez Proust, pero “no en ninguno de nosotros”. Dijo que cada día de su vida echaba de menos la presencia de Pasternak; nunca habían estado enamorados, pero se querían entrañablemente, y esto irritaba a su esposa. Luego, ella me habló de los años “en blanco” durante los cuales estuvo oficialmente fuera de toda existencia en la Unión Soviética: desde mediados de los años veinte hasta finales de los treinta. Me dijo que cuando no estaba traduciendo, leía a los poetas rusos: a Pushkin constantemente, desde luego, pero también a Odoevsky, Lermontov, Baratynsky; consideraba que el Otoño de Baratynsky era una obra de genio puro; y recientemente había releído a Velemir Jlebnikov: chiflado pero maravilloso.
Le pregunté si haría anotaciones algún día al “Poema sin héroe”: las alusiones podrían ser ininteligibles para quienes no conocieran la vida de quien trataba; ¿quería permanecer para siempre en la oscuridad? Me contestó que cuando aquellos que conocían el mundo del que ella hablaba fueran arrollados por la senilidad o la muerte, también el poema moriría; quedaría enterrado con ella y con su siglo; no había sido escrito para la eternidad, y ni siquiera para la posteridad: sólo el pasado tenía significación para los poetas (sobre todo, la niñez), tales eran las emociones que deseaban recrear y revivir. El vaticinio, las odas al futuro, incluso la gran epístola de Pushkin a Chaadaev, eran una forma de retórica declamatoria, una adopción de actitudes grandiosas, en que el ojo del poeta miraba de soslayo a un futuro nebulosamente discernible, y ésa era la pose que ella despreciaba.
Me dijo entonces Ajmátova que sabía que no viviría ya mucho tiempo. Los médicos le habían dicho claramente que su corazón era débil. Ante todo, no quería que la compadecieran. Había visto horrores y conocido las más profundas honduras del pesar. Había arrancado a sus amigos la promesa de que no permitirían que surgiera el más tenue rayo de lástima; podía soportar el odio, el insulto, el desprecio, la mala interpretación y la persecución, pero no la condolencia mezclada de compasión. Grandes eran su orgullo y su dignidad.
El desapego y la impersonalidad con que Ajmátova parecía hablar sólo disimulaba parcialmente sus apasionadas convicciones y juicios morales, contra los cuales, evidentemente, no había apelación. Sus relatos de personalidades y vidas estaban compuestos por una aguda visión del centro moral de personajes y situaciones (a este respecto, no omitía a sus amigos) junto con ideas fijas, que en ella eran inquebrantables. Sabía que nuestras reuniones habían tenido graves consecuencias históricas. Sabía que el poeta Georgy Ivanov, a quien ella acusó de haber escrito unas memorias falaces después de emigrar, en un tiempo había sido espía de la policía a sueldo del gobierno zarista. Sabía que el poeta Nekrasov, en el siglo xix, también había sido agente del gobierno; que el poeta Annensky había sido acosado, hasta morir, por sus enemigos literarios. Estas creencias no tenían fundamento aparente en los hechos: eran intuitivas pero no insensatas, no eran simples fantasías; eran elementos de una concepción coherente de la vida y el destino suyos y de su nación, de las cuestiones centrales que Pasternak había deseado hablar con Stalin, la visión que sostenía y forjaba su imaginación y su arte. No era una visionaria; en general, tenía un sólido sentido de la realidad. Describió el escenario literario y social de San Petersburgo antes de la Primera Guerra Mundial, y la parte que desempeñó en ella, con su sobrio realismo y una precisión de detalle que lo hacían totalmente creíble.
Ajmátova vivió en tiempos terribles, durante los cuales, según Nadezhda Mandel’shtam, se comportó con verdadero heroísmo. Ni el público (ni en realidad conmigo en privado) pronunció una sola palabra contra el régimen soviético. Pero toda su vida fue lo que Herzen describió una vez como lo que era la literatura rusa: una continua acusación de la realidad rusa. El culto actual a la memoria de Ajmátova en la Unión Soviética,3 no declarado pero sí difundido, no tiene, hasta donde yo sé, ningún paralelo. Su inconmovible resistencia pasiva a lo que consideraba indigno de su patria y de sí misma la transformó en una figura (como una vez lo predijo Belinsky acerca de Herzen) no sólo dentro de la literatura rusa, sino dentro de la historia rusa de nuestro tiempo.
Mis reuniones y conversaciones con Boris Pasternak y Anna Ajmátova; mi percatación de las condiciones, apenas descriptibles, en que vivieron y trabajaron, y el trato al que se vieron sometidos; y el hecho de que se me permitiera entrar en una relación personal (de hecho, en una amistad) con ambos, me afectó profundamente y ha modificado de manera permanente mi visión. Cuando veo sus nombres en letras de molde o los oigo mencionar, recuerdo vivamente las expresiones de sus rostros, sus gestos y sus palabras. Cuando leo sus escritos puedo, hasta el día de hoy, oír el sonido de sus voces.
Trad, de María Antonia Neira