Romanticismo y nacionalismo en la edad moderna

LA APOTEOSIS DE LA VOLUNTAD ROMÁNTICA

LA REBELIÓN CONTRA EL MITO DE UN MUNDO IDEAL

I

La historia de las ideas es un campo del conocimiento relativamente nuevo, y aún se le suele ver con cierta desconfianza en muchos ámbitos académicos. Sin embargo, ha descubierto ya hechos interesantes; entre los más notables se encuentra la cronología de algunos de nuestros conceptos y categorías familiares, al menos en el mundo occidental. Descubrimos con cierta sorpresa que algunos de ellos muy recientemente surgieron y cuán extrañas habrían parecido a nuestros antepasados algunas de nuestras actitudes, aparentemente más arraigadas. No me refiero a las ideas basadas en descubrimientos científicos y tecnológicos específicos y en inventos desconocidos por ellos, o las nuevas hipótesis acerca de la naturaleza de la materia, o la historia de sociedades alejadas de nosotros en el tiempo o en el espacio, o la evolución del universo material, o las fuentes de nuestra propia conducta y el papel desempeñado en ella por factores inconscientes e irracionales insuficientemente examinados; me refiero a algo más omnipresente y menos fácil de atribuir a causas específicas: cambios en valores seculares ideales, en metas generalmente aceptadas, conscientemente buscadas, al menos en la civilización occidental.

Así, hoy nadie se sorprende ante la suposición de que la variedad es, en general, preferible a la uniformidad —monotonía y uniformidad son términos despectivos— o en cuestión de cualidades de carácter, que la integridad y la sinceridad son admirables, cualquiera que sea la verdad o la validez de las creencias o los principios en cuestión; que un cálido idealismo es más noble, si bien menos cómodo, que un frío realismo; o que la tolerancia es mejor que la intolerancia, aun cuando estas virtudes pueden llevarse demasiado lejos, hasta tener consecuencias peligrosas. Sin embargo, no hace mucho tiempo que esto es así; pues la noción de que el uno es bueno y los muchos —la diversidad- son malos, dado que la verdad es una, y sólo el error es múltiple, es mucho más antigua y está profundamente arraigada en la tradición platónica. Incluso Aristóteles, quien acepta que los tipos humanos difieren entre sí y que, por tanto es necesaria la elasticidad en las disposiciones sociales, acepta esto como un hecho, sin lamentarlo pero sin dar ninguna señal de aprobación; y con muy pocas excepciones, esta opinión parece prevalecer en los mundos clásico y medieval, y no fue seriamente cuestionada hasta, digamos, el siglo XVI.

Asimismo, puede suponerse que ningún católico, pongamos que en el siglo xvi, habría dicho: “Aborrezco las herejías de los reformadores, pero estoy profundamente conmovido por la sinceridad y la integridad con que las sostienen y practican y se sacrifican a sí mismos por sus abominables creencias”. Por lo contrario, cuanto más profunda fuese la sinceridad de tales herejes o incrédulos —musulmanes, judíos, ateos- más peligrosos eran, más probablemente conducirían almas a la perdición y más implacablemente se les debía eliminar, ya que la herejía —creencias falsas acerca de los fines de los hombres— era, sin duda, un veneno más peligroso para la salud de la sociedad que, incluso, la hipocresía o el disimulo, que al menos no atacan abiertamente la doctrina verdadera. Lo único que importa es la verdad: morir por una causa falsa es algo perverso o lastimoso.

Aquí, pues, no hay un terreno común entre opiniones que prevalecían todavía en el siglo xvi o xvn y las actitudes liberales modernas. ¿Quién, en el mundo antiguo o en la Edad Media habló siquiera de las virtudes de la diversidad en la vida o en el pensamiento ? Pero cuando un pensador moderno como Auguste Comte se preguntó por qué, si no toleramos la libertad de opinión en matemáticas, debemos permitirla en la moral y la política, su pregunta misma escandalizó aj. S. Mill y a otros liberales.4 Y sin embargo, casi todas estas creencias, que forman parte de la cultura liberal moderna (y hoy están bajo ataque tanto de la derecha como de la izquierda, de parte de quienes han vuelto a la opinión antigua), son relativamente nuevas, y obtienen su plausibilidad de la profunda y radical rebelión en contra de la tradición central del pensamiento de Occidente.

Esta rebelión, que me parece a mí que llegó a quedar bien expresada en el segundo tercio del siglo xviii, principalmente en Alemania, ha sacudido los fundamentos del antiguo y tradicional establishment, y ha afectado de manera profunda e impredecible el pensamiento y la práctica en Europa. Tal vez sea éste el mayor cambio en la conciencia europea desde la Reforma, a la cual, por caminos tortuosos e indirectos, se pueden atribuir sus orígenes.

1

Ajmátova y Nadezhda Mandel’shtam convinieron en darle una calificación de cuatro, sobre cinco, por su conducta en este caso.

2

Cf. op. cü. (p. 355 supra, nota 15), vol. 4, p. 306.

3

Esto fue escrito en 1980.

4

Cf Plan des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la société (1822), p. 53, en Auguste Comte, Appendice général du systéme de politique positive {París, 1854) publicado como parte del vol. 4 de Sisteme de politique positive (París, 1851-1854). [Mill cita este pasaje en Auguste Comte and Positivism, pp. 301-302, en sus Collected Works, ed. J. M. Robson (Toronto/Londres, 1981-), vol. 10, H. H.j

II

Si se me permite un grado casi imperdonable de simplificación y generalización, me gustará sugerir que el núcleo central de la tradición intelectual de Occidente ha descansado, desde Platón (o tal vez desde Pitágoras), en tres dogmas nunca cuestionados:

a) que para todas las preguntas legítimas sólo hay una verdadera respuesta y una sola, siendo las demás desviaciones de la verdad y por tanto, falsas; y que esto se aplica a cuestiones de conducta y sentimiento, es decir, a la práctica así como a las cuestiones de teoría u observación: a cuestiones de valor no menos que a las de hecho;

b) que las verdaderas respuestas a tales preguntas son, en principio, cognoscibles;

c) que estas respuestas verdaderas no pueden chocar entre sí, pues una proposición verdadera no puede ser incompatible con otra; que en conjunto estas respuestas deben formar un todo armonioso: según algunos, forman un sistema lógico, cada ingrediente del cual entraña y es entrañado lógicamente por todos los demás elementos; según otros, la relación es la de las partes con un todo, o, por lo menos, de completa compatibilidad de cada elemento con todos los demás.

Desde luego, ha habido un difundido desacuerdo sobre qué caminos conducen exactamente a estas verdades, con frecuencia ocultas. Algunos han creído (y creen) que se les puede encontrar en los textos sagrados o mediante su interpretación por expertos apropiados: sacerdotes, profetas inspirados y videntes, la doctrina y la tradición de una Iglesia. Algunos ponen su fe en otros tipos de expertos: filósofos, hombres de ciencia, observadores privilegiados de una u otra índole, hombres que, tal vez, hayan pasado por una preparación espiritual especial, o bien, hombres simples, libres de la corrupción y el refinamiento de las ciudades: campesinos, niños, “el pueblo”, seres cuyas almas son puras. Otros más han enseñado que estas verdades son accesibles a todos, siempre que sus mentes no hayan sido confundidas por los sabihondos o por engañadores deliberados. En cuanto a los medios de acceso a la verdad, algunos han apelado a la naturaleza, otros a la revelación; algunos a la razón, otros a la fe, la intuición, la observación, o a disciplinas deductivas e inductivas, a la hipótesis y al experimento, etcétera.

Hasta los más notorios escépticos aceptaron esto en parte: los sofistas griegos distinguieron entre la naturaleza y la cultura y creyeron que las diferencias de circunstancias, ambiente y temperamento podían explicar la variedad de leyes y costumbres. Pero incluso ellos creyeron que los fines humanos últimos eran casi los mismos por doquier, pues todos los hombres tratan de satisfacer deseos naturales, como el de seguridad, paz, felicidad y justicia. Ni siquiera Montesquieu o Hume, con todo su relativismo, negaron esto; la fe del primero en principios absolutos como la libertad y justicia, y la fe del segundo en la naturaleza y la costumbre les llevaron a conclusiones similares. Moralistas, antropólogos, relativistas, utilitarios y marxistas supusieron, todos ellos, una experiencia común y unos fines comunes en virtud de los cuales los seres humanos eran humanos: una desviación excesiva de tales normas sería señal de perversión o de enfermedad mental o demencia.

Una vez más las opiniones difirieron acerca de las condiciones en que eran descubribles estas verdades. Algunos pensaron que los hombres, por causa del pecado original o de una innata falta de capacidad o de obstáculos naturales, jamás podrían conocer la respuesta a cada pregunta, o siquiera a una de ellas por completo; algunos pensaron que había habido un conocimiento perfecto antes de la Caída o antes del Diluvio o de algún otro desastre ocurrido a los hombres: la construcción de la Torre de Babel, o la acumulación primitiva de capital y la guerra de clases que de ella resultó, o alguna otra ruptura de la armonía original; otros creyeron en el progreso: que la edad de oro no se hallaba en el pasado sino en el futuro; otros más creyeron que los hombres eran finitos, condenados a la imperfección y el error en este mundo, pero que conocerían la verdad en una vida más allá de la tumba; o bien que sólo los ángeles podían conocerla, o sólo Dios mismo. Estas diferencias produjeron profundas divisiones y guerras destructivas: estaba enjuego nada menos que la cuestión de la salvación eterna. Pero lo que no negaba ninguno de los bandos contendientes era que, en principio, había una respuesta a estas preguntas fundamentales; y que una vida formada de acuerdo con las respuestas verdaderas constituiría la sociedad ideal, la edad de oro, dado que cada noción de imperfección humana sólo era inteligible como el no haber alcanzado la vida perfecta. Aun si, en nuestro estado caído, no sabíamos en qué consistía, sí sabíamos que si se pudiera reunir como un rompecabezas los fragmentos de la verdad por los cuales vivíamos, el todo resultante, traducido a la práctica, constituiría la vida perfecta. Esto no podía ser así si las preguntas resultaran, en principio, imposibles de responder, o si más de una respuesta a una misma pregunta fuese igualmente cierta, o, peor aún, si algunas de las verdaderas respuestas resultaran incompatibles entre sí, si los valores chocaran y, ni siquiera en principio, se les pudiera reconciliar. Pero esto entrañaría que el universo era, a la postre, de carácter irracional: conclusión que la razón, y la fe que deseaba vivir en paz con la razón, no podían dejar de rechazar.

Todas las utopías que conocemos se basan en lo descubrible y en la armonía de fines objetivamente ciertos, ciertos para todos los hombres, en todos los tiempos y lugares. Esto puede decirse de toda ciudad ideal, desde la República de Platón y sus leyes, y la comunidad universal anarquista de Zenón, y la Ciudad del Sol de Yámbulo, hasta las utopías de Tomás Moro y de Campanella, de Bacon, y Harrington y Fénelon. Las sociedades comunistas de Mably y Morelly, el capitalismo de Estado de Saint-Simon, los falansterios de Fourier, las diversas combinaciones de anarquismo y colectivismo de Owen y Godwin, Cabet, William Morris y Chernyshevsky, Bellamy, Hertzka y otros (no escasearon en el siglo xix) se basan en los tres pilares del optimismo social en Occidente, de los que ya hemos hablado: que los problemas centrales —los massiniproblemi— de los hombres son, a la postre, los mismos a lo largo de la historia; que, en principio, tienen solución, y que la solución forma un todo armónico. El hombre tiene intereses permanentes, cuyo carácter puede establecerse con el método adecuado. Estos intereses pueden diferir de las metas que los hombres en realidad buscan o creen que buscan, que pueden deberse a ceguera o pereza espiritual o intelectual, o a las inescrupulosas maquinaciones de malvados egoístas —reyes, sacerdotes, aventureros, buscadores de poder de todas las índoles— que echan polvo a los ojos de los necios y, en último término, a los suyos propios. Tales engaños también pueden deberse a la influencia destructora de disposiciones sociales —jerarquías tradicionales, la división del trabajo, el sistema capitalista- o, asimismo, a factores impersonales, fuerzas naturales o las consecuencias involuntarias de la naturaleza humana, a las que podemos poner resistencia y abolir.

Una vez aclarados los verdaderos intereses de los hombres, las exigencias que encarnan sólo pueden ser cumplidas por disposiciones sociales fundadas en las direcciones morales correctas, que hacen uso del progreso técnico o bien, alternativamente, que lo rechazan con objeto de retornar a la idílica simplicidad de los primeros días de la humanidad, un paraíso que los hombres han abandonando, o una edad de oro que aún está por venir. Pensadores desde Bacon hasta la actualidad han sido inspirados por la certeza de que debe existir una solución total: que la plenitud del tiempo, ya sea por la voluntad de Dios o por el esfuerzo humano, terminará el reinado de la irracionalidad, la injusticia y la miseria; el hombre será liberado y dejará de ser juguete de fuerzas que están más allá de su dominio: la naturaleza salvaje o las consecuencias de su propia ignorancia, torpeza o vicio; que esta primavera de los asuntos humanos surgirá en cuanto sean superados los obstáculos, naturales y humanos, y que entonces, al fin, los hombres dejarán de combatirse, unirán sus facultades y cooperarán para adoptar la naturaleza a sus necesidades (como lo han pedido los grandes pensadores materialistas, desde Epicuro hasta Marx) o bien sus necesidades a la naturaleza (como lo han pedido los estoicos y los ambientalistas modernos). Este es terreno común para las muchas variedades del optimismo revolucionario y reformista; de Bacon a Condorcet, del Manifiesto comunista a los modernos tecnócratas, comunistas, anarquistas y buscadores de otras sociedades.

Es este gran mito -en el sentido que Sorel le da a la palabra- el que se vio bajo ataque a finales del siglo xvm por un movimiento conocido inicialmente en Alemania como Sturm und Drang, y después como las muchas variedades de romanticismo, nacionalismo, expresionismo, emotivismo, voluntarismo y las muchas formas contemporáneas de irracionalismo, tanto de derecha como de izquierda, que todos conocemos hoy. Los profetas del siglo xix predijeron muchas cosas: dominación por los consorcios internacionales, por regímenes colectivistas tanto socialistas como capitalistas, por complejos militares-industriales, por élites científicas, precedidas por Krisen, Kriege, Katastrophen, guerras y holocaustos... pero lo que ninguno de ellos, hasta donde yo sé, predijo, fue que el último tercio del siglo xx estaría dominado por un brote universal de nacionalismo, por la entronización de la voluntad de individuos o de clases, y por el rechazo de la razón y el orden como prisiones del espíritu. ¿Cómo comenzó esto?

III

Ya es habitual decir que en el siglo xvm las ideas racionales y el respeto a los sistemas intelectuales coherentes fueron sucedidos por sentimentalismo e introspección y la celebración del sentimiento, como, por ejemplo, en la novela inglesa burguesa, la comedie larmoyante, la adicción a la autorrevelación y la compasión de sí mismo de Rousseau y sus discípulos, y sus ataques a los intelectuales de París, sagaces pero moralmente vacíos o corrompidos, con su ateísmo y su calculador utilitarismo que no tomó en cuenta la necesidad de amor y de libre expresión del corazón humano no pervertido; y que esto desacreditó al hueco seudoclasicismo de la época y abrió las puertas a un desenfrenado emocionalismo. Hay algo de verdad en esto, pero por una parte Rousseau, como aquellos a quienes despreciaba, identificó naturaleza y razón, y condenó la simple “pasión” irracional; y por otra parte, las emociones nunca han estado ausentes de las relaciones humanas y del arte. La Biblia, Homero, los grandes trágicos griegos, Catulo, Virgilio, Dante y la tragedia clásica francesa están llenos de profunda emoción. No fueron el corazón humano ni la naturaleza humana como tales los desdeñados o suprimidos en la tradición central del arte europeo, pero esto no impidió una continua preocupación por la forma y la estructura, un énfasis en las reglas cuya justificación racional se buscaba. En el arte, como en la filosofía y en la política, durante muchos siglos se buscaron conscientemente normas objetivas, cuya forma más extrema fue la doctrina de los prototipos eternos, las pautas inmutables, platónicas o cristianas, en cuyos términos tendían a juzgarse la vida y el pensamiento, la teoría y la práctica. La doctrina estética de la mimesis, que une los mundos antiguo, medieval y renacentista con el Gran Estilo del siglo xvm, presupone que existen principios universales y pautas eternas que se deberán incorporar o “imitar”. La rebelión que (al menos temporalmente) la derrocó fue dirigida no sólo contra el decadente formalismo y la pedantería de un helado neoclasicismo: fue mucho más allá, pues negó la realidad de las verdades universales de las formas eternas que el conocimiento y la creación, la cultura, el arte y la vida debían aprender a encamar si querían justificar sus pretensiones de representar los más nobles vuelos de la razón y la imaginación humanas. El ascenso de la ciencia y de los métodos empíricos -lo que Whitehead llamó una vez la “rebelión de la materia”- tan solo sustituyó un conjunto de formas por otro; conmovió la fe en axiomas y leyes a priori aportados por la teología o la metafísica aristotélica, y en su lugar colocó leyes y reglas convalidadas por la experiencia empírica, en particular por una capacidad espectacularmente aumentada para realizar el programa de Bacon: predecir y controlar la naturaleza, y los hombres como seres naturales.

La “rebelión de la materia” no fue una rebelión contra leyes y reglas como tales, ni tampoco contra los antiguos ideales: el reino de la razón, de la felicidad y el conocimiento. Por lo contrario, el dominio de las matemáticas y las analogías hechas a partir de ellas, con otros ámbitos del pensamiento humano, la fe en la salvación mediante el conocimiento, nunca fueron tan robustas como durante la Ilustración. Pero a finales del siglo xviii y comienzos del xix, encontramos un violento desprecio por las reglas y las formas como tales: apasionadas defensas de la libertad de expresión de grupos, movimientos, personas (los condujesen donde los condujesen). Los estudiantes idealistas en las universidades alemanas, afectados por las corrientes románticas de la época, mostraron total desprecio por objetivos como la felicidad, la seguridad o el conocimiento científico, la estabilidad política y económica, la paz social, y en verdad desdeñaron estas cosas. Para los discípulos de la nueva filosofía, el sufrimiento era más noble que el placer, el fracaso era preferible al éxito mundano, que llevaba en sí algo sórdido y oportunista y que sin duda sólo podía comprarse al costo de traicionar la propia integridad, la independencia, la luz interna y la visión ideal. Creyeron que eran las minorías, ante todo, las que sufrían por sus convicciones, las que llevaban consigo la verdad, y no las mayorías no pensantes; que el martirio era sagrado, por cualquier causa que fuese, que la sinceridad y la autenticidad y la intensidad de sentimiento, y ante todo, el desafío —que incluía una lucha perpetua contra la Convención, contra las fuerzas opresivas de la Iglesia, del Estado y de la sociedad filistea, contra el cinismo, el comercialismo y la indiferencia—, que éstos eran valores sagrados aun si, y tal vez por causa de que, estaban condenados a fracasar en el mundo degradado de amos y esclavos; que luchar, y, de ser necesario, morir, era valeroso y correcto y honorable, mientras que la componenda y la supervivencia eran una cobardía y una traición.

Estos hombres eran paladines no del sentimiento contra la razón, sino de otra facultad del espíritu humano, fuente de toda vida y acción, de heroísmo y sacrificio, de la nobleza e idealismo tanto individuales como colectivos: la altiva, indomable, libre voluntad humana. Si su ejercicio causaba sufrimiento, producía conflicto, era incompatible con una vida apacible y armoniosa, o con el logro de la perfección artística, serena y no perturbada por el polvo y el estruendo de la batalla por la plenitud de la vida; si la rebelión de Prometeo contra los dioses olímpicos lo condenaba al tormento eterno, entonces, tanto peor para el Olimpo: muera la idea de perfección que sólo puede comprarse al precio de poner cadenas a la voluntad libre e independiente, a la imaginación sin freno, al viento arrollador de la inspiración que soplaba donde quisiera. La independencia, el desafío propuesto por individuos y grupos y naciones, la búsqueda de metas no porque fueran universales sino porque eran las propias o las de mi pueblo, o de mi cultura: tal fue la visión de una minoría, incluso entre los románticos alemanes, que encontró aún menos eco entre el resto de Europa; sin embargo, dejaron su huella en su época y en la nuestra. Ningún gran artista, ningún dirigente nacional en el siglo xix estuvo enteramente libre de su influencia. Permítaseme retornar a algunas de sus raíces en los años anteriores a la Revolución Francesa.

IV

Ningún pensador fue más adverso al entusiasmo indisciplinado, a la turbulencia emocional, a la Schwármerei -un vago fervor y un anhelo no enfocado— que Immanuel Kant. Siendo, él mismo, un pionero de la ciencia, se propuso dar una explicación racional y una justificación a los métodos de las ciencias naturales, que, con razón, consideró como el más grande logro de su época. No obstante, en su filosofía moral destapó la caja de Pandora, que reveló tendencias que él fue de los primeros en desautorizar y condenar, con absoluta probidad y congruencia. Sostuvo, como lo llegó a saber todo alumno de escuela alemana, que el valor moral de una acción dependía de haber sido libremente elegida por el agente; que si un hombre actuaba bajo la influencia de causas que no controlaba ni podía controlar, fuesen externas, como compulsión física, o internas, como instintos o deseos o pasiones, entonces la acción, cualesquiera que fuesen sus consecuencias, buenas o malas, ventajosas o dañinas para los hombres, no tenían valor moral, pues la acción no había sido libremente elegida, sino que era tan sólo el efecto de causas mecánicas, un hecho de la naturaleza, no más susceptible de ser juzgado en términos éticos que la conducta de un animal o de una planta. Si el determi-nismo que impera en la naturaleza —en que, de hecho, se basa toda la ciencia natural- determina los actos de un agente humano, éste no es en realidad un agente, pues actuar es ser capaz de elegir libremente entre alternativas; y la libre voluntad debe de, en ese caso, no ser más que una ilusión. Kant está seguro de que la libertad de la voluntad no es ilusoria sino real. De ahí su inmenso énfasis en la autonomía humana, en la capacidad de comprometerse libremente con fines racionalmente elegidos. El ego, nos dice Kant, debe “elevarse por encima de la necesidad natural”, pues si los hombres son gobernados por las mismas leyes que rigen el mundo material “no se puede salvar la libertad”, y sin libertad no hay moral.2

Kant insiste una y otra vez en que lo que distingue al hombre es su autonomía moral contra su heteronomía física, pues su cuerpo está gobernado por leyes naturales que no proceden de su propio ego interno. No cabe duda de que esta doctrina debe mucho a Rousseau, para quien toda dignidad y todo orgullo descansan en la independencia. Ser manipulado es ser esclavizado. Un mundo en que un hombre depende del favor de otro es un mundo de amos y de esclavos, de provocación y condescendencia y patrocinio en un extremo, y de obsequiosidad, servilismo, duplicidad y resentimiento en el otro. Pero mientras que Rousseau supone que sólo el depender de otros hombres es degradante, pues nadie se resiente contra las leyes de la naturaleza, sólo la mala voluntad,3 los alemanes fueron más lejos. Para Kant, el depender totalmente de la naturaleza no humana -la heteronomía- era algo incompatible con la elección, la libertad, la moral. Esto exhibe una nueva actitud hacia la naturaleza, o al menos el resurgimiento de un antiguo antagonismo cristiano contra ella. Los pensadores de la Ilustración y sus predecesores en el Renacimiento (con excepción de aislados místicos antinómicos) tendieron a ver la naturaleza como una armonía divina, o como una gran unidad orgánica o artística, o como un exquisito mecanismo creado por el “relojero” divino, o bien como algo increado y eterno, pero siempre modelo del que si los hombres se desviaban, sería bajo sus propio riesgo. La necesidad principal del hombre es comprender el mundo exterior y asimismo el lugar que ocupa en el plano de las cosas: si capta esto, no buscará metas incompatibles con las necesidades de su naturaleza, metas que sólo podrá buscar por medio de alguna concepción errónea de lo que es en sí mismo, o de lo que es su relación con otros hombres o con el mundo exterior. Esto también puede decirse de racionalistas y empiristas, de naturalistas cristianos y de paganos y ateos, en el Renacimiento y después: de Pico y Marsilio Ficino, de Locke y Spinoza, de Leibniz y Gassendi. Según ellos, Dios es el Dios de la naturaleza, y la naturaleza no está, como para san Agustín o para Calvino, en conflicto con el espíritu, como fuente de tentación y de rebajamiento. Esta cosmovisión alcanza su expresión más clara en los escritos de los filósofos franceses del siglo xvm, Helvétius y Holbach, D’Alembert y Condorcet, los amigos de la naturaleza y de las ciencias, para quienes el hombre está sometido al mismo tipo de leyes causales que los animales, las plantas y el mundo inanimado; leyes físicas y biológicas, y, en el caso del hombre, también psicológicas y económicas, establecidas mediante observación y experimento, medición y verificación. Conceptos como el alma inmortal, un Dios personal y el libre albedrío son para ellos ficciones metafísicas y engaños. Pero no lo son para Kant.

La rebelión alemana contra Francia y el materialismo francés tiene raíces tanto sociales como intelectuales. Alemania, en la primera mitad del siglo xvm, y durante más de un siglo anterior, desde antes de la devastación de la Guerra de los Treinta Años, tuvo poca participación en el gran renacimiento de Occidente; su logro cultural después de la Reforma no es comparable al de los italianos en los siglos xv y xvi, al de España e Inglaterra en la época de Shakespeare y de Cervantes, al de los Países Bajos en el siglo xvn, y menos que nada, al de Francia, la Francia de poetas, soldados, estadistas, pensadores, que en el siglo xvn predominó cultural y políticamente, con únicamente Inglaterra y Holanda como sus rivales. ¿Qué podían ofrecer las provincianas cortes y ciudades alemanas, qué podía ofrecer incluso la Viena imperial?

Esta sensación de relativo atraso, de ser objeto de condescendencia o desdén de los franceses con su predominante sentido de superioridad nacional y cultural, creó un sentido de humillación colectiva, que después se convertiría en indignación y hostilidad, frutos de un orgullo herido. Al principio, la reacción alemana consiste en imitar los modelos franceses, y luego, en volverse contra ellos. Que los vanidosos pero impíos franceses cultiven su mundo efímero, sus progresos materiales, su persecución de la gloria, el lujo, la ostentación, la ingeniosa charla trivial de los salones de París y de la servil corte de Versalles. ¿Cuál es el valor de la filosofía de ateos y de abates mundanos que no comienzan a entender la auténtica naturaleza, los verdaderos propósitos del hombre, su vida interna, las preocupaciones más profundas de los hombres —su relación con el alma que hay dentro de ellos, con sus hermanos, y ante todo con Dios—, las profundas y angustiosas preguntas sobre el ser y la vocación del hombre? Los pietistas alemanes que miraban hacia el interior abandonaron el francés y el latín, se volvieron hacia su lengua nativa y hablaron con desdén y horror de las deslumbrantes generalidades de la civilización francesa, de los blasfemos epigramas de Voltaire y sus imitadores. Más despreciables aún eran los pálidos imitadores de la cultura francesa, la caricatura de las costumbres y del gusto franceses en los pequeños principados alemanes. Los hombres de letras alemanes se rebelaron violentamente contra la opresión social y la sofocante atmósfera de la sociedad alemana de los príncipes y principillos alemanes, despóticos y a menudo estúpidos y crueles, y de sus funcionarios, que aplastaban o degradaban a los humildes, en particular a los más honrados y talentosos que había ente ellos, en las trescientas cortes y gobiernos en que estaba entonces dividida Alemania.

Este brote de indignación formó el corazón mismo del movimiento que, por el nombre de una obra de uno de sus miembros, fue llamado Sturm und Drang. Sus obras están llenas de gritos de desesperación o de bárbara indignación, titánicas explosiones de ira o de odio, vastas pasiones destructoras, crímenes inimaginables que superan las escenas de violencia incluso del teatro isabelino; celebran la pasión, la individualidad, la fuerza, el genio, la expresión a cualquier costo, contra cualesquiera probabilidades, y habitualmente terminan en sangre y en crimen, su única forma de protesta contra un orden social, grotesco y odioso. De ahí surgieron todos estos violentos héroes -los Kraftmenschen, Kraftschreiber, Kmftkerls, Kraftknaben— que avanzan histéricamente a través de las páginas de Klinger, Schubart, Leisewitz, Lenz, Heinse, y hasta del amable Carl Philipp Moritz; hasta que la vida empezó a imitar al arte, y el aventurero suizo Christoph Kaufmann, autodeclarado seguidor de Cristo y de Rousseau, quien tanto impresionó a Herder, Goethe, Hamann, Wieland y Lavater, recorrió las tierras alemanas con una banda de desgreñados seguidores, denunciando la cultura refinada, y celebrando la libertad anárquica, transportados por una bárbara y mística exaltación pública de la carne y del espíritu.

Kant aborreció este tipo de imaginación desordenada y, más aún, el exhibicionismo emocional y la conducta bárbara. Aunque también él denunció la psicología mecanicista de los enciclopedistas franceses como algo destructivo de la moral, su concepto de la voluntad es el de la razón en acción. Se salva del subjetivismo y en realidad del irracionalismo al insistir en que la voluntad sólo es verdaderamente libre en la medida en que desea los dictados de la razón, que genera reglas generales obligatorias para todos los hombres racionales. Es cuando el concepto de la razón se vuelve oscuro (y Kant nunca logró formular de manera convincente lo que esto significaba en la práctica), y sólo la voluntad independiente queda como posesión exclusiva del hombre, por la cual se distingue de la naturaleza, es entonces cuando la nueva doctrina se deja contagiar por el ideal stürmerisch. En el discípulo de Kant, el dramaturgo y poeta Schiller, el concepto de libertad empieza a salirse de los límites de la razón. La libertad es el concepto central de las primeras obras de Schiller. Habla del “legislador mismo, el Dios que hay dentro de nosotros” de “elevada y demoníaca libertad”, “del demonio puro dentro del hombre”. Cuando más sublime es el hombre es cuando resiste la presión de la naturaleza, cuando exhibe “independencia moral de las leyes naturales en un estado de presión emocional”.4 Es la voluntad, no la razón -ciertamente no el sentimiento, que comparte con los animales— la que lo eleva por encima de la naturaleza, y la discordia misma que puede surgir entre la naturaleza y el héroe trágico no debe ser enteramente deplorada, pues despierta en el hombre el sentido de su independencia.

Esta es una clara ruptura con las invocaciones de Rousseau a la naturaleza y a los valores eternos, no menos que con Burke o Helvétius o Hume, con sus ideas marcadamente diversas. En las primeras obras de Schiller lo que se celebra es la resistencia del individuo a la fuerza externa, sea social o natural. Tal vez nada sea más notable que el contraste entre los valores del principal paladín de la Aufklarung alemana, Lessing, en el decenio de 1760, con los de Schiller a comienzos de la década de 1780. Lessing, en su obra Minna von Barnhelm, escrita en 1768, describe a un altivo oficial prusiano, acusado de un crimen del que es inocente, quien se niega a defenderse y prefiere la pobreza y la desgracia a luchar por sus derechos; sus ideales son elevados, pero también es obstinado; su orgullo le hace imposible rebajarse a batallar contra sus detractores, y es su amante, Minna, la que, mediante todo un despliegue de habilidad, tacto y buen sentido, logra rescatarlo de su postración y hace que lo rehabiliten. El comandante Tellheim por causa de su absurdo sentido del honor, es un personaje heroico pero un tanto ridículo; es la prosaica sabiduría de Minna la que lo salva y convierte lo que habría tenido un final trágico en una amable comedia. Pero Karl Moor, en Los ladrones de Schiller, es este mismo Tellheim elevado a una gran altura trágica: ha sido traicionado por su indigno hermano, desheredado por su padre, y está resuelto, por él mismo y por otras víctimas de la injusticia, a vengarse de una sociedad odiosa e hipócrita. Forma una banda de asaltantes, saquea y asesina, mata el amor que le tenía a su manceba, pues debe ser libre de descargar su odio, de propagar la destrucción contra el mundo abominable que lo ha convertido en criminal. Al final, se entrega a la policía para ser castigado, pero es un criminal noble, elevado muy por encima de la degradada sociedad que ha ignorado su personalidad, y Schiller escribe un conmovedor epitafio sobre su tumba.

La distancia que separa a Karl Moor del Tellheim de Lessing es de dieciocho años: fue en ese periodo cuando llegó a su apogeo la rebelión conocida como Sturm und Drang. En sus últimas obras, Schiller, como Coleridge y Wordsworth y Goethe, hizo las paces con el mundo, y predicó la resignación política, en lugar de la rebelión. Y sin embargo, aún en esa fase posterior vuelve al concepto de la voluntad como desafío puro a la naturaleza y la convención. Así, analizando la Médée de Corneille, nos dice que cuando Medea, para vengarse de Jasón, quien la ha abandonado, mata a los hijos que tuvo con él, es una auténtica heroína trágica, porque con sobrehumana fuerza de voluntad desafió las circunstancias y la naturaleza, sofocó sus sentimientos naturales, no se dejó convertir en un simple animal impulsado aquí y allá por una pasión irresistible sino que, en su crimen mismo, mostró la libertad de una personalidad dirigida por sí misma, triunfante sobre la naturaleza, aun cuando esta libertad se volviera hacia fines enteramente malignos. Ante todo, debemos actuar y no dejar que actúen sobre nosotros; Faetón, nos dice, guió imprudentemente los caballos de Apolo, para su perdición, pero él condujo y no fue conducido. Entregar la propia libertad es entregarse a sí mismo, perder la propia humanidad.

También Rousseau dice esto, pero como buen hijo de la Ilustración cree que existen verdades eternas grabadas en los corazones de todos los hombres, y que sólo es una civilización corrompida la que los ha despojado de la capacidad de leerlas. Schiller, asimismo, supone que en un tiempo hubo una unidad de pensamiento y de voluntad y de sentimiento —que el hombre en un tiempo no estuvo quebrantado- pero entonces las posesiones, la cultura y el lujo le infligieron una herida fatal. Éste es, una vez más, el mito de un paraíso del que fuimos expulsados por alguna desastrosa ruptura con la naturaleza, un paraíso del que los griegos estuvieron más cerca que nosotros. También Schiller lucha por reconciliar la voluntad, la libertad innata del hombre, su vocación de ser su propio amo, con las leyes de la naturaleza y de la historia; termina por creer que la única salvación del hombre se encuentra en el reino del arte, donde puede independizarse de la rueda del molino causal en que, según la imagen de Kant, el hombre es un simple “asador”,5 movido por fuerzas externas. La explotación es mala en la medida en que es el empleo de hombres como medios hacia fines que no son los suyos propios sino los del manipulador; tratar a seres libres como si fueran cosas, herramientas, la negación deliberada de su humanidad. Schiller oscila entre cantar himnos a la naturaleza que, en su niñez helénica, fue una sola con el hombre, y un sentido ominoso de ella como destructora; “los pisotea en el polvo, lo significante y la trivial, lo más noble y lo más bajo [...] conserva un mundo de hormigas, pero a los hombres, su más gloriosa creación, los aplasta en sus brazos de gigante [...] en una hora de frivolidad.”5

El amour propre de los alemanes nunca fue más profundamente herido que en la Prusia Oriental, aún semifeudal y hondamente tradicionalista; en ningún otro lugar hubo mayor resentimiento contra la política de modernización implantada por Federico el Grande al importar funcionarios franceses que trataban a sus sencillos y atrasados súbditos con impaciencia y manifiesto desdén. Por ello, no es sorprendente que los más talentosos y sensibles hijos de esta provincia, Hamann, Herder y también Kant, muestren particular vehemencia oponiéndose a las actividades niveladoras de estos hombres moralmente ciegos que imponen métodos ajenos a una cultura piadosa y centrada en sí misma. Kant y Herder admiran, al menos, las realizaciones científicas de Occidente; Hamann, en cambio, las rechaza. Éste es el mismo espíritu con que Tolstoi y Dostoievski, un siglo después, escribirían acerca de Occidente, y, al menos la mitad de las veces, es una respuesta de los humillados, una forma de “las uvas están agrias” -tal vez de una forma sublime, pero uvas agrias—, la pretensión de que lo que no podemos lograr no vale la pena esforzarse por alcanzarlo.

Esta es la atmósfera de amargura en que escribe Herder: “¡No estoy aquí para pensar, sino para ser, sentir, vivir!”.1 Los sabios de París reducen el conocimiento y la vida a unos sistemas de reglas complicadas, a la búsqueda de bienes externos por los cuales los hombres se prostituyen y venden su libertad interna, su autenticidad; los hombres, los alemanes, deben tratar de ser ellos mismos, en lugar de imitar —como simios— a unos extranjeros que no tienen ninguna conexión con sus verdaderas naturalezas, memorias y modos de vida. Los poderes de creación de un hombre sólo pueden ejercerse a plenitud en su propio hogar natal, viviendo entre hombres afines a él, física y espiritualmente, entre quienes hablan su idioma, entre quienes se siente a sus anchas, a cuyos grupos siente que pertenece. Sólo así pueden generarse culturas auténticas, únicas, cada cual haciendo su propia y peculiar contribución a la civilización humana, cada una en busca de sus propios valores a su propia manera, para no dejarse sumergir en algún océano cosmopolita general que robe a todas las culturas nativas su peculiar sustancia y color, su espíritu y su genio nacionales, que sólo pueden florecer en su propio suelo, remontándose, hacia atrás, al pasado común. La civilización es un jardín enriquecido y embellecido por la variedad de sus flores, plantas delicadas que los grandes imperios conquistadores -Roma, Viena, Londres— pisotean y aplastan hasta matarlas.

Este es el comienzo del nacionalismo y aún más del populismo. Herder sostiene el valor de la variedad y la espontaneidad, de los diferentes e idiosincrásicos caminos seguidos por los pueblos, cada uno con su propio estilo, sus modos de sentimiento y de expresión, y denuncia el medirlo todo por los mismos raseros intemporales: en realidad, los de la predominante cultura francesa, la cual pretende que sus valores sean válidos para todos los tiempos, universales e inmutables. Una cultura no es un simple paso hacia otra. Grecia no es una antecámara de Roma. Las obras de Shakespeare no son una forma rudimentaria de las tragedias de Racine y de Voltaire.

Todo esto tiene implicaciones revolucionarias. Si cada cultura expresa su propia visión y tiene derecho a hacerlo, y si las metas y los valores de las diferentes sociedades y medios de vida no son conmensurables, entonces de allí se sigue que no hay un solo conjunto de principios, no hay una verdad universal para todos los hombres y tiempos y lugares. Los valores de una civilización serán diferentes y tal vez incompatibles con los valores de otra. Si hemos de conceder valor supremo a la libre creación, al desarrollo espontáneo a lo largo de los lincamientos propios, no inhibido y suprimido por las dogmáticas afirmaciones de una élite de autodeclarados árbitros, insensibles a la historia; si la autenticidad y la variedad no van a sacrificarse a la autoridad, la organización y la centralización, que inexorablemente tienden a la uniformidad y a la destrucción de lo que es más caro a los hombres -su idioma, sus instituciones, sus costumbres, su forma de vida, todo lo que los ha hecho lo que son—, entonces el establecimiento de un mundo organizado según principios racionales universalmente aceptados —la sociedad ideal- no es aceptable. La defensa que hace Kant de la libertad moral y Herder de la unicidad de las culturas, pese a toda la insistencia del primero en los principios racionales y a la creencia del segundo en que las diferencias racionales no tienen que producir colisiones, sacuden —algunos dirían que socavan— lo que yo he llamado los tres pilares de la principal tradición occidental.

Socavar esta tradición... ¿a favor de qué? No del reinado del sentimiento, sino de la afirmación de la voluntad: la voluntad de hacer lo que es universalmente justo en Kant, pero algo que penetra aún más profundamente en el caso de Herder: la voluntad de vivir la propia vida local, regional, de desarrollar nuestros propios valores eigentümlich, de cantar nuestras propias canciones, de ser gobernado por nuestras propias leyes en nuestro propio hogar, de no ser asimilados a una forma de vida que pertenece a todos y, por tanto, a ninguno. La libertad, observó una vez Hegel, es Bei-sich-selbst-seyn;s estar en casa, sin que intervenga lo que no es nuestro, la liberación de obstáculos ajenos a la autorrealización, sea de parte de individuos o de civilizaciones. No es compatible con ella la idea de un paraíso terrenal, de una edad de oro para toda la humanidad, de una vida que todos los hombres vivirán en paz y hermandad, la visión utópica de pensadores desde Platón hasta H. G. Wells. Esta negación del monismo había de conducir, llegado el momento, por una parte al conservadurismo de Burke y Móser; por la otra a la autoafirmación romántica, al nacionalismo, al culto de los héroes y de los grandes jefes y, a la postre, al fascismo y al brutal irracionalismo y la opresión de las minorías. Pero todo eso estaba aún por venir: en el siglo xvm, la defensa de la variedad, la oposición al universalismo, todavía es cultural, literaria, idealista y humana.

V

Fichte lleva esto aún más lejos. Inspirado por Kant y menos obviamente por Herder, un admirador de la Revolución Francesa, pero desilusionado por el Terror, humillado por los infortunios de Alemania, hablando en defensa de “razón” y “armonía” —términos empleados, ahora, en sentidos cada vez más atenuados y elusivos-, Fichte es el verdadero padre del romanticismo, sobre todo en su celebración de la voluntad por encima del pensamiento apacible y discursivo. Un hombre cobra conciencia de ser lo que es —de él mismo contra otros o contra el mundo exterior-no por el pensamiento o la contemplación, puesto que cuanto más puro sea esto, cuanto más se centre el pensamiento del hombre en su objeto, menos consciente de sí mismo será como sujeto; la conciencia de sí mismo brota del encuentro con una resistencia. Es el impacto sobre mí de lo que me es externo, y el esfuerzo por resistirlo, el que me hace conocer que soy lo que soy, consciente de mis metas, mi naturaleza, mi esencia, en oposición a lo que no es mío; y puesto que no estoy solo en el mundo, sino conectado por una miríada de hilos, como nos ha enseñado Burke, con otros hombres, es este impacto el que me hace comprender lo que han sido y lo que son mi cultura, mi nación, mi idioma, mi tradición histórica y mi verdadero hogar. Tomo de la naturaleza externa lo que necesito, la veo en función de mis necesidades, mi temperamento, mis preguntas, mis aspiraciones: “No acepto lo que la naturaleza ofrece porque tenga que hacerlo —declara Fichte—; lo creo porque así lo quiero.”2

Es evidente que Descartes y Locke están equivocados: la mente no es una tablilla de cera en la que la naturaleza imprime lo que quiere, no es un objeto, sino una actividad perpetua la que foija su mundo para responder a sus exigencias éticas. Es la necesidad de actuar la que genera la conciencia del mundo real: “No actuamos porque sepamos, sino que sabemos porque somos llamados a actuar”.3 4 Un cambio de mi concepto de lo que debe ser cambiará mi mundo. El mundo del poeta (éste no es el lenguaje de Fichte) es distinto del mundo del banquero, el mundo del rico no es el mundo del pobre; el mundo del fascista no es el mundo del liberal, el mundo de quienes piensan y hablan en alemán no es el mundo de los franceses. Fichte va más lejos aún: valores, principios, moral y metas políticas no son objetivamente dados, no son impuestos en el agente por la naturaleza o por un Dios trascendente. Yo no estoy determinado por unos fines: los fines están determinados por mí.11 El alimento no crea el hambre, es mi hambre la que crea el alimento.5 Esto es nuevo y revolucionario.

El concepto que Fichte tiene del ego no es enteramente claro: no puede ser el ego empírico, que está sometido al requerimiento causal del mundo material, sino un espíritu eterno, divino, fuera del tiempo y del espacio, del que los egos empíricos no son sino emanaciones transitorias; otras veces, Fichte parece hablar de él como de un ego suprapersonal, en que yo no soy más que un elemento —el Grupo—, una cultura, una nación, una Iglesia. Estos son los comienzos del antropomorfismo político, la transformación del Estado, la nación, el progreso, la historia, en agentes suprasensibles, con cuya ilimitada voluntad debo identificar mis propios deseos finitos si quiero comprenderme a mí mismo y a mi significación, y ser lo que, con todas mis fuerzas, puedo y debo ser. Sólo soy capaz de comprender las cosas por medio de la acción: “El hombre debe ser y hacer algo”,6 debemos ser una “estimulante fuente de vida” no un “eco” de ella ni un “anexo” a ella.7 La esencia del hombre es la libertad y aunque se hable de razón, de armonía, de la reconciliación del propósito de un hombre con el de otro en una sociedad racionalmente organizada, sin embargo, la libertad es un don sublime pero peligroso: “No la naturaleza sino la libertad misma produce los más grandes y terribles desórdenes de nuestra especie; el hombre es el más cruel enemigo del hombre”.8 La libertad es un arma de dos filos: porque son libres, los salvajes se devoran unos a otros. Las naciones civilizadas son libres, libres de vivir en paz, pero no menos libres de luchar y hacerse la guerra; la cultura no es un disuasivo de la violencia, sino su herramienta. Defiende la paz, pero si debe hacer una elección entre la libertad, con su potencial de violencia, o la paz de la sujeción a las fuerzas de la naturaleza, Fichte inequívocamente prefiere —y en realidad cree que es la esencia misma del hombre no poder dejar de preferir— la libertad. La creación es parte de la esencia del hombre; de allí la doctrina de la dignidad del trabajo, de la cual Fichte es virtualmente el autor: el trabajo es la impresión de mi personalidad creadora sobre el material que entra en mi existencia por esta necesidad misma, es un medio para expresar mi yo interno. La conquista de la naturaleza y el alcance de la libertad para naciones y culturas es la realización de voluntad: “¡Sublime y viva libertad! ¡Ningún nombre la nombra, ningún pensamiento la abarca!”.9

La voluntad de Fichte es razón dinámica, razón en acción. Y sin embargo, no fue la razón la que parece haberse grabado en la imaginación de quienes lo escuchaban en los salones de clase de Jena y de Berlín, sino el dinamismo, la afirmación de sí mismo: la sagrada vocación del hombre es transformarse a sí mismo y a su mundo, mediante esta voluntad indomable. Esto es algo nuevo y audaz: los fines no son, como se había creído durante más de dos milenios, valores objetivos, descubribles dentro del hombre o en un ámbito trascendente por alguna facultad especial. Los fines no se descubren en absoluto sino que se hacen, no se encuentran sino que se crean. El escritor ruso Alexander Herzen preguntaría más adelante, en el siglo xix: ¿Dónde está el baile antes de yo haya bailado? ¿Dónde está la pintura antes de que yo la haya pintado? ¿Dónde, en realidad? Joshua Reynolds creyó que moraba en algún empíreo suprasenso-rio de eternas formas platónicas, que el artista inspirado debía discernir y esforzarse por encamar lo mejor que pudiera en el medio en que trabajaba: pigmentos o mármol o bronce. Pero la respuesta que implica Herzen es que antes de que la obra de arte sea creada no está en ninguna parte, que se crea de la nada: una estética de la creación pura que Fichte aplica al reino de la ética, de toda acción. El hombre no es un simple combinador de elementos preexistentes; la imaginación no es memoria, sino literalmente genera, así como Dios generó al mundo. No hay reglas objetivas, sólo las que nosotros hacemos.

El arte no es un espejo puesto a la naturaleza, la creación de un objeto de acuerdo con las reglas, digamos, de la armonía o de la perspectiva destinado a crear placer. Es, como lo enseñó Herder, un medio de comunicación, de expresión del espíritu individual. Lo que importa es la calidad de este acto, su autenticidad. Puesto que yo, el creador, no puedo dominar las consecuencias empíricas de lo que hago, éstas no son parte de mí, no forman parte de mi mundo real. Sólo puedo controlar mis propios motivos, mis metas, mi actitud hacia los hombres y las cosas. Si otro me causa un daño, puedo sufrir un dolor físico, pero no sufriré un pesar a menos que yo lo respete, y eso sí está dentro de mi dominio. El hombre es habitante de dos mundos, dijo Fichte, uno de los cuales, el físico, puedo darme el lujo de ignorar; el otro, el espiritual, está en mi poder.17 Por eso, el fracaso mundano no tiene importancia, por eso los bienes mundanos —riquezas, seguridad, éxito, fama— son triviales en contraste con lo único que cuenta, mi respeto a mí mismo como ser libre, mis principios morales, mis metas artísticas o humanas; abandonar los últimos por los primeros es comprometer mi honor y mi independencia, mi verdadera vida, por algo que está fuera de ella, parte de esa rueda de molino empírico-causal, y esto es falsear lo que yo sé que es la verdad, prostituirme a mí mismo, venderme: para Fichte y para sus seguidores, éste era el último de los pecados.

De aquí no hay gran distancia a las palabras de los sombríos héroes de Byron, parias satánicos, orgullosos, indomables, siniestros; Manfredo, Beppo, Conrado, Lara, Caín, que desafían la sociedad y sufren y destruyen. De acuerdo con las normas del mundo, pueden considerarse criminales, enemigos de la humanidad, almas condenadas: pero son libres, no han doblado la rodilla en el Templo de Rímón; han conservado su integridad a un enorme costo de agonía y de odio. El byronismo que recorrió Europa, como el culto a Werther de Goethe medio siglo antes, fue una forma de protesta contra la sofocación real o imaginaria en un ambiente bajo, venal e hipócrita, entregado a la codicia, la corrupción y la estupidez. La autenticidad lo es todo: “El gran objeto de la vida —dijo una vez Byron- es la Sensación, sentir que existimos, aun en el dolor”.10 Sus héroes son como la dramatización que Fichte hacía de sí mismo, pensadores solitarios: “Había en él un desdén vital a todo [...] Se mantenía como un extranjero en este mundo vivo”.11 El ataque a todo lo que encierra y obstaculiza, que nos convence de que formamos parte de alguna gran maquinaria de la que es imposible escapar, puesto que es simple ilusión creer que podemos abandonar la cárcel... tal es la nota común de la revuelta romántica. Cuando Blake dice “Un petirrojo en una jaula/encoleriza a todo el cielo”,12 la jaula es el sistema newtoniano. Locke y Newton son demonios; el “razonamiento” es el “asesino secreto”;13 “el arte es el árbol de la vida... la ciencia es el árbol de la muerte”.14 “El árbol del conocimiento nos ha robado el fruto de la vida”, había dicho Hamann, una generación antes.15 A esto le hace eco, literalmente, Byron. La libertad incluye quebrantar las reglas, tal vez, incluso, cometer crímenes.

Diderot ya había hecho sonar esta nota (y tal vez Milton en su concepción de Satanás, y Shakespeare en Troilo). Diderot concibió al hombre como el teatro de una incesante guerra civil entre un ser interior, el hombre natural, luchando por librarse del hombre exterior, producto de la civilización y de la convención. Estableció analogías entre el criminal y el genio, seres solitarios y salvajes que violan las reglas y desafían las convenciones y corren temibles riesgos, a diferencia de los hommes d’esprit que disipan su ingenio con elegancia, pero que son mansos y carecen del fuego sagrado. Medio siglo antes de Byron, Lenz, la voz más auténtica del Sturm undDrang, escribió: “La acción... la acción es el alma del mundo, no el placer [...] Sin acción, todo sentimiento y conocimiento no es nada sino una muerte aplazada”. Y, asimismo, “Dios meditó sobre el vacío, y surgió un mundo”; “¡Dejad un espacio! ¡Destruid! ¡Algo brotará! ¡Oh, sensación divina!”16 Lo que importa es la intensidad del impulso creador, la profundidad de la naturaleza de la que brota, la sinceridad de la propia creencia, la disposición a vivir y morir por un principio, que cuenta más que la validez de la convicción o del principio mismo.

Voltaire y Carlyle escribieron acerca de Mahoma. La obra de Voltaire es, sencillamente, un ataque al oscurantismo, la intolerancia, el fanatismo religioso; cuando habla de Mahoma como de un bárbaro ciego y destructor, está señalando, como todos lo comprendieron, a la Iglesia romana, que para él era el más grande obstáculo a la justicia, la felicidad, la libertad y la razón: metas universales que satisfacen las exigencias más profundas de todos los hombres en todos los tiempos. Y cuando, un siglo después, Carlyle trata el mismo tema, sólo se preocupa por el carácter de Mahoma, por el temple del que está hecho, y no por sus doctrinas ni sus consecuencias: le llama “llameante masa de vida que brotó del gran seno de la naturaleza misma”, poseedor de una “profunda, grande y auténtica sinceridad”.17 “¡Corazón! ¡Calor! ¡Sangre! ¡Humanidad! ¡Vida!” Estas son palabras de Herder.18 El ataque a Voltaire y la hueca charla de “segunda categoría” de Francia fue lanzado por los alemanes en el último tercio del siglo xviii. Medio siglo después, la meta de la felicidad racional, especialmente en su versión benthamita, es rechazada despectivamente por la nueva generación romántica en la Europa continental, para quien el placer no es más que “agua tibia en la lengua”; la frase es de Holderlin,19 pero también habría podido ser de Musset o de Lermontov. Goethe, Wordsworth, Coleridge y hasta Schiller hicieron la paz con el orden establecido. Así, a su debido tiempo, lo hicieron Schelling y Tieck, Friedrich Schlegel y Arnim y muchos otros radicales. Pero en sus años anteriores, estos hombres celebraron el poder de la voluntad de ser libre, de la auto-expresión creadora, con consecuencias trascendentales para la historia y el modo de ver de los años que siguieron.

Una forma de estas ideas fue la nueva imagen del artista elevado por encima de otros hombres no sólo por su genio sino también por su heroica disposición de vivir y morir por la sagrada visión que llevaba dentro. Fue este mismo ideal el que animó y transformó el concepto de naciones o clases o minorías en sus luchas por la libertad a cualquier costo. Adoptó una forma más siniestra en el culto del líder, el creador de un nuevo orden social como obra de arte, que moldea a los hombres así como el compositor moldea sonidos y el pintor colores: hombres demasiado débiles para elevarse por la propia fuerza de su voluntad. Un ser excepcional, el héroe y el genio a quien Carlyle y Fichte rindieron homenaje, puede elevar a otros a un nivel superior al que habrían podido alcanzar por sus propios esfuerzos, aun si esto puede lograrse sólo al costo del tormento o la muerte de verdaderas multitudes.

Durante más de dos milenios, en Europa prevaleció la idea de que existía una estructura inalterable de la realidad, y los grandes hombres eran quienes la comprendían correctamente, fuese en su teoría o en su práctica: los sabios que conocían la verdad, o los hombres de acción, gobernantes y conquistadores que sabían cómo alcanzar sus metas. En cierto sentido, la norma de la grandeza era el éxito basado en encontrar la respuesta debida. Pero en la época de la que estoy hablando el héroe ya no es el descubridor, ni el ganador de la carrera, sino el creador, aun -o acaso, tanto más- si es destruido por la llama que lleva dentro: una imagen secularizada del santo y del mártir, de la vida de sacrificio. Pues en la vida del espíritu no había ni principios ni valores objetivos: eran creados por una resolución de la voluntad que formaba el mundo de un hombre o de un pueblo así como sus normas; la acción determinaba el pensamiento y no a la inversa. Saber es imponer un sistema, no registrar pasivamente, dijo Fichte, y las leyes no proceden de los hechos, sino de nuestro propio ego. Catalogamos la realidad como lo dicta la voluntad; si los hechos empíricos resultan recalcitrantes, habremos de ponerlos en su lugar, en la mecánica rueda de molino de las causas y los efectos, que no tienen ninguna aplicación a la vida del espíritu (a la moral, la religión, el arte, la filosofía, el ámbito de los fines, no de los medios).

Para estos pensadores, la vida ordinaria, la noción común de realidad y en particular las construcciones artificiales de las ciencias naturales y las técnicas prácticas -económicas, políticas, sociológicas— no menos que la del sentido común, son una fabricación utilitaria, sin base alguna, lo que después George Sorel llamaría “la petite science”,20 algo inventado para su propia conveniencia por tecnólogos y por hombres ordinarios, no por la realidad misma. Según Friedrich Schlegel y Novalis, según Wackenroder y Tieck y Chamisso, y ante todo según E. T. A. Hoffmann, las exactas regularidades de la vida cotidiana no son sino un telón que oculta el aterrador espectáculo de la realidad auténtica, que no tiene estructura sino que es un desatado torbellino, un perpetuo tourbillon del espíritu creador, que ningún sistema puede captar: la vida y el movimiento no pueden ser representados por conceptos inmóviles e inertes, así como lo infinito y lo ilimitado no pueden ser representados por lo finito y lo estancado. Una obra de arte terminada, un tratado sistemático son intentos de congelar la corriente continua de la vida; sólo fragmentos, insinuaciones, efímeros atisbos pueden empezar a transmitir el movimiento perpetuo de la realidad. El profeta del Sturm und Drang, Hamman, había dicho que el hombre práctico era un sonámbulo, seguro y triunfante porque estaba ciego; si pudiera ver, enloquecería, pues la naturaleza es como una danza desatada, y los irregulares de la vida —proscritos, mendigos vagabundos, el visionario, el enfermo, el anormal— están más cerca de ella que los filósofos, funcionarios y científicos franceses, hombres sensatos, pilares de la burocracia ilustrada: “El árbol del conocimiento nos ha robado el fruto de la vida”.21 Las primeras obras de teatro y novelas románticas alemanas fueron inspiradas por un intento de exponer el concepto de una estructura estable e inteligible de la realidad, que apacibles observadores pudieran describir, clasificar, disecar, predecir, mostrándolo como un engaño y una ilusión, un simple telón de apariencias destinado a proteger a quienes no eran lo bastante sensibles o valerosos para enfrentar la verdad del aterrador caos que yace tras el falso orden de la existencia burguesa. La ironía del cosmos juega con todos nosotros, escribió Tieck: lo visible nos rodea como unos tapetes con deslumbrantes colores y formas. Más allá de la tapicería se halla una región poblada por sueños y delirios; nadie se atreve a levantar el telón y mirar más allá.

Tieck es el originador de la novela y del teatro del absurdo. En Wilhelm Lovell todo se convierte en su opuesto: lo personal resulta lo impersonal. Se descubre que los vivos son los muertos; lo orgánico es lo mecánico; lo real es lo artificial; los hombres buscan la libertad y caen en la más negra esclavitud. En las obras de Tieck se hace un intento deliberado por confundir lo imaginario y la realidad: los personajes de la obra (o de una obra dentro de la obra) critican la obra, se quejan de la trama y de la utilería del teatro; los miembros del público protestan y exigen que se conserve la ilusión en la que se basa todo drama; a su vez, reciben violenta respuesta de los personajes de la obra desde el escenario, para desconcierto del verdadero público; a veces, claves musicales y tempos dinámicos entablan un mutuo diálogo. En El príncipe Zerbino, cuando el príncipe pierde la esperanza de llegar al final de su viaje ordena que la obra sea representada a la inversa: los hechos deberán repetirse en orden inverso, para que no ocurran: la voluntad es libre de ordenar lo que le plazca. En una de las obras de Arnim, un anciano noble se queja de que sus piernas están haciéndose cada vez más largas: éste es el resultado del hastío; el estado interno del anciano queda externalizado; a mayor abundamiento, su propio hastío es un símbolo de la agonía de la antigua Alemania. Como lo ha observado un sagaz crítico ruso contemporáneo suyo, éste es un expresionismo ya maduro mucho antes de su triunfo, un siglo después, en el periodo de Weimar.

El ataque al mundo de las apariencias adopta, a veces, formas surrealistas: en una de las novelas de Arnim, el héroe descubre que ha penetrado en los sueños de una bella dama, es invitado por ella a sentarse en una de sus sillas, desea escapar de un sueño que no es suyo, ve que la silla sigue vacía, y siente entonces un gran alivio. Hoffman llevó a sus límites extremos esta guerra al mundo objetivo, al concepto mismo de objetividad: ancianas que se convierten en llamadores de puerta, o consejeros de Estado que se meten en copas de brandy, se disipan en humos de alcohol, flotan sobre la tierra y luego se recoagulan y vuelven a sus sillones y sus batas: ésos no son inocentes vuelos de fantasía, sino que brotan de una imaginación enfermiza en que la voluntad está desenfrenada y el mundo real resulta una simple fantasmagoría. Después de esto, el camino está despejado para el mundo de Schopenhauer, impulsado aquí y allá por una voluntad ciega, cósmica, sin rumbo; para el hombre del subsuelo de Dostoievski y para las lúcidas pesadillas de Kafka, para la evolución nietzscheana de los Krajtmenschen condenados en los diálogos de Platón -Trasímaco o Calicles— que no ven ninguna razón por la cual no deben barrer las telarañas de las leyes y las convenciones si obstruyen su voluntad de poder, para el “enivrez-vous sans cesse!” de Baudelaire;22 dejemos que la voluntad se embriague de drogas o de dolor, de sueños o de pesar, de lo que sea, pero que rompa sus cadenas.

Ni Hoffmann ni Tieck se proponen, como no se propusieron Pascal o Kierkegaard o Nerval, negar las verdades de la ciencia, o siquiera las del sentido común, a su propio nivel: es decir, como categorías requeridas para propósitos limitados, médicos o tecnológicos o comerciales. Este no era el mundo que importaba; concebían la realidad auténtica como algo distinto de la improcedente superficie de las cosas. El mundo sin fronteras ni barreras, dentro o fuera, formado y expresado por el arte, por la religión, por la visión metafísica, por todo lo que interviene en las relaciones personales: éste era el mundo en que la voluntad suprema, en que los valores absolutos chocaban en un conflicto irreconciliable, el “mundo nocturno” del alma, fuente de toda experiencia imaginativa, de toda poesía, de toda comprensión, de todo aquello por lo que realmente viven los hombres. Es cuando racionalistas de inclinaciones científicas afirmaban ser capaces de explicar y de controlar este nivel de experiencia en términos de sus conceptos y categorías, y declaraban que el conflicto y la tragedia brotaban exclusivamente de la ignorancia de los hechos, de lo inadecuado de los métodos, de la incompetencia o mala voluntad de los soberanos y de la condición embrutecida de sus súbditos, de modo que en principio, al menos, todo podía enderezarse, se podía establecer una sociedad armoniosa y racionalmente organizada, y se haría que los aspectos negros de la vida retrocedieran como una vieja pesadilla, insustancial y apenas recordada. .. es entonces cuando los poetas y los místicos y todos los que son sensibles a los aspectos individuales, inorganizables e intraducibies de la experiencia humana tienden a rebelarse. Tales hombres reaccionaron contra lo que les parecía ser el enloquecedor dogmatismo y el plano bon sens de los raisonneurs de la Ilustración y sus sucesores modernos. Y tampoco, pese a los brillantes y heroicos esfuerzos de Engels y de Marx por integrar las tensiones, paradojas y conflictos de la vida y el pensamiento humanos en nuevas síntesis de sucesivas crisis y revoluciones —la dialéctica de la historia o la astucia de la razón (o del proceso de producción), que condujera al triunfo último de la razón y a la realización de las potencialidades humanas—, se disiparon las terribles dudas introducidas por estos indignados críticos.

No estoy afirmando que estas dudas en realidad hayan prevalecido, al menos en el ámbito de la ideología. Aun si la confianza en la feliz inocencia de nuestros primeros antepasados -Saturnia regna- en gran parte se ha desvanecido, la fe en la posibilidad de una edad de oro venidera se ha mantenido intacta y de hecho se ha propagado mucho más allá del mundo occidental. Tanto liberales como socialistas, y muchos que ponen su confianza en los métodos racionales y científicos planeados para efectuar una transformación social fundamental, sea por métodos violentos o graduales, han conservado esta confianza optimista con intensidad creciente en los últimos cien años. La convicción de que una vez eliminados los últimos obstáculos —ignorancia e irracionalidad, enajenación y explotación y sus raíces individuales y sociales-, al fin comenzará la verdadera historia humana, es decir, la cooperación armoniosa universal, es una forma secular de lo que se trata, evidentemente, de una necesidad permanente de la humanidad. Pero si se da el caso de que no todos los últimos fines humanos sean necesariamente compatibles, entonces no podremos libramos de la obligación de hacer elecciones no determinadas por un principio predominante; algunas de ellas dolorosas, tanto para el agente como para los demás. De aquí se seguiría que la creación de una estructura social que al menos evitara las alternativas moralmente intolerables y que a lo sumo promoviera la solidaridad activa en la búsqueda de objetivos comunes, puede ser lo mejor que puede esperarse que logren los seres humanos, si no han de ser reprimidas demasiadas variedades de la acción positiva, y si no han de frustrarse demasiadas metas humanas igualmente válidas.

Pero un curso que exigiera tanta habilidad e inteligencia práctica —la esperanza de lo que no sería más que un mundo mejor, dependiente de la conservación de lo que tiene que ser un equilibrio inestable, necesitado de constante atención y reparación— evidentemente no resulta muy inspirador para la mayoría de los hombres, que buscan una panacea audaz, universal y definitiva. Bien puede ser que los hombres no puedan enfrentarse a demasiada realidad o a un futuro abierto sin la garantía de un final feliz: la providencia, el espíritu de autorrealización, la mano invisible, la astucia de la razón o de la historia, o de una clase social productiva y creadora. Esto parece confirmado por las doctrinas sociales y políticas que han demostrado ser las de mayor influencia en tiempos recientes. Sin embargo, el ataque romántico a los constructores de sistema —los autores de los grandes libretos históricos— no ha sido totalmente ineficaz. Sea lo que sea que hayan enseñado los grandes teóricos políticos, la literatura imaginativa del siglo xix y también la del nuestro, que expresa la visión moral, consciente e inconsciente, de la época (pese a los momentos apocalípticos de Dostoievski o de Walt Whitman) ha permanecido singularmente inafectada por los sueños utópicos. No hay una visión de perfección final en Tolstoi, o en Turgenev, en Balzac o Flaubert o Baudelaire o Carducci. Manzoni es, acaso, el último escritor importante que aún vive entre el resplandor de una optimista escatología liberal-cristiana. La escuela romántica alemana y aquellos a quienes influyó, directa e indirectamente -Schopenhauer, Nietzsche, Wagner, Ibsen, Joyce, Kafka, Beckett, los exis-tencialistas-, cualesquiera fantasías propias que haya generado, no se aferra al mito de un mundo ideal. Y tampoco, desde su punto de vista totalmente distinto, lo hace Freud. No es de sorprender que todos ellos hayan sido debidamente tildados de reaccionarios decadentes por los críticos mar-xistas. Algunos incluso, y no los menos talentosos o sagaces, han sido así descritos con injusticia. Otros fueron y son el punto opuesto: humanos, generosos, partidarios de la vida, decididos a abrir nuevas puertas.

No estamos comprometidos con aplaudir o siquiera con condonar las extravagancias del irracionalismo romántico si reconocemos que, al revelar que los fines de los hombres son muchos, a menudo impredecibles y algunos de ellos incompatibles entre sí, los románticos han asestado un golpe final a la proposición de que, pese a las apariencias en contrario, una solución definitiva del crucigrama es posible al menos en principio, que el poder al servicio de la razón puede alcanzarla, que una organización racional puede lograr la perfecta unión de valores y contravalores tales como libertad individual e igualdad social, autoexpresión espontánea y eficiencia organizada socialmente dirigida, conocimiento perfecto y felicidad perfecta, los derechos de la vida personal y los derechos de partidos, clases, naciones y el interés público. Si algunos fines reconocidos como plenamente humanos son la mismo tiempo última y mutuamente incompatibles, entonces se mostrará que es incoherente en principio la idea de una edad de oro, de una sociedad perfecta formada por una síntesis de todas las soluciones adecuadas a todos los problemas centrales de la humanidad. Este fue el servicio prestado por el romanticismo, y en particular por la doctrina que forma su meollo, a saber, que la moral está moldeada por la voluntad y que todos los fines son creados, no descubiertos. Cuando este movimiento es justamente condenado por la monstruosa falacia de que la vida es lo que puede ser una obra de arte, que el modelo estético se aplica a la política, que el dirigente político, en suprema expresión, es un artista sublime que moldea a los hombres de acuerdo con su propio designio creador -falacia que ha conducido a un peligroso sinsentido en la teoría y a una bárbara brutalidad en la práctica-ai menos puede dársele este crédito: que ha conmovido permanentemente la fe en una verdad universal y objetiva en cuestiones de conducta, en la posibilidad de una sociedad perfecta y armoniosa, absolutamente libre de conflictos o injusticia u opresión, meta por la cual ningún sacrificio podría ser excesivo si los hombres habrán de crear algún día ese reino proclamado por Condorcet, de verdad, felicidad y virtud, unido “por una cadena indisoluble”; un ideal por el cual en nuestro tiempo tal vez más seres humanos se han sacrificado y han sacrificado a otros, que por ninguna otra causa en la historia de la humanidad.

Trad, de María Antonia Neira

1

2

   Johann Gottlieb Fichte, Sámtliche Werke, ed. I. H. Fichte (Berlín, 1845-1846).

3

   Ibid., p. 263.

4

   Ibid., pp. 264-265.

5

v¿ Ibid., p. 263.

6

   Ibid., vol. 6, p. 383.

7

   Ibid., vol. 7, p. 374.

8

   Ibid., vol. 2, p. 269.

9

   Ibid., p. 303.

10

   Prosigue: “Es este ‘vacío seductor’ el que nos impulsa a la apuesta, a la batalla, al viaje, a búsquedas temerarias pero intensamente perseguidas de cualquier descripción, cuyo atractivo principal es la agitación inseperable de su realización”, Byron’s Letters and Journals, ed. Leslie Marchand {Londres, 19731994), vol. 3, p. 109. Esto fue escrito en una carta de 1813 (6 de septiembre, a Annabella Milbanke). Medio siglo antes, el escritor escocés Adam Ferguson hizo de este “vacío seductor” y del amor al peligro y a la guerra, y el odio al ennui, uno de los puntos principales de su ataque contra la moral contemporánea y contra la psicología de los raisonneurs franceses. Su célebre Essay on the History of Civil Society de 1767, que contrastó las virtudes homéricas con el carácter domesticado de la sociedad moderna, gozó de considerable difusión en Alemania al año siguiente, en la traducción hecha por Christian Garve.

11

   Lara, Canto 0,18, versos 313, 315.

12

   Loe. cit. (p. 159 supra, nota 20).

13

   “Jerusalem”, placa 64, verso 20: ibid., vol. 1, p. 555.

14

   Loe. cit. (p. 159 supra, nota 21).

15

n Op. cit. (p. 149 supra, nota 4), vol. 6, p. 492, verso 9.

16

   Loe. cit. (p. 157 supra, nota 15).

17

   “The Hero as Prophet”: pp. 40 y 39 en Thomas Carlyle, On Heroes, Hero-Wordship, & the Heroic in History, ed. Michael K. Golberg y otros (Berkeley etc., 1993).

18

   Loc. cit. (p. 157 supra, nota 17).

19

   Hyperion, vol. 1, libro 1: en Holderlin, Samtliche Werke, ed. Norbert v. Hellingrath y otros (Berlin, 1943), vol. 2.

20

   En Reflexions sur la violence (1908) cap. 4, sección 3.

21

   Loe. cit. (p. 497 supra, nota 24).

22

“Enivrez-vous” (1864), Petits posmes en prose (Le Spleen de Paris), núm. 33.