NACIONALISMO

PASADO OLVIDADO Y PODER PRESENTE

I

La historia de las ideas es un campo rico, pero por su misma naturaleza impreciso, tratado con natural suspicacia por peritos en disciplinas más exactas; pero tiene sus sorpresas y recompensas. Entre ellas está el descubrimiento de que los valores más familiares de nuestra propia cultura son más recientes de lo que en un principio pudiera haberse supuesto. La integridad y la sinceridad no estuvieron entre los atributos que fueron admirados -ciertamente, apenas fueron mencionados— en los mundos antiguo o medieval, que apreciaron la verdad objetiva, si las cosas iban bien, pese a cómo se alcanzara. La opinión de que la variedad es deseable, mientras que la uniformidad es monótona, fastidiosa, árida, un grillete para el libre alcance del espíritu humano, “cimeria, cadavérica”,como Goethe describe el Sistema de la Naturaleza de Holbach, está en agudo contraste con la opinión tradicional de que la verdad es una y el error múltiple, opinión escasamente desafiada antes —cuando más temprano— del final del siglo xvii. La noción de tolerancia, no como un expediente utilitario para evitar la lucha destructiva, sino como un valor intrínseco; los conceptos de libertad y derechos humanos como se discuten actualmente; la definición de genio como el desafío de las reglas por la voluntad libérrima, el desprecio de las restricciones de la razón en cualquier nivel —todos estos son elementos en una gran mutación del pensamiento y el sentimiento occidentales que se realizó en el siglo xvm, y cuyas consecuencias aparecen en varias contrarrevoluciones, todas demasiado evidentes, en cada esfera de la vida actual-. Esto es un tema vasto que no trataré directamente: deseo llamar la atención, cuando mucho, a sólo un rincón de esto.

El siglo xix, como todos sabemos, fue testigo de un inmenso crecimiento de los estudios históricos. Hay muchas explicaciones para ello: la transformación revolucionaria, tanto de la vida como del pensamiento, provocada por el rápido y triunfante desarrollo de las ciencias naturales, en particular por la invención tecnológica y la consecuente elevación de la industria en gran escala; la creación de nuevos estados y clases y gobernantes en busca de genealogías; la desintegración de las antiguas instituciones religiosas y sociales como resultado del secularismo renacentista y la Reforma: todo esto atrajo la atención sobre los fenómenos de la novedad y el cambio histórico. El estímulo dado a los estudios históricos, y ciertamente a todos los estudios genéticos, fue incalculablemente grande. Hubo un nuevo sentido de avance continuo, o en cualquier caso de movimiento y cambio en la vida de la sociedad humana. Por lo tanto no es sorprendente que los grandes pensadores de este periodo se interesen en descubrir las leyes que gobiernan el cambio social. Parece razonable suponer que los nuevos métodos de las ciencias naturales que se mostraron capaces de explicar la naturaleza y las leyes del mundo externo, pudieran desempeñar este servicio también para el mundo humano. Si tales leyes pudieran ser descubiertas, deberían comprender el futuro al igual que el pasado. La predicción del futuro humano debería ser rescatado de los profetas místicos y los intérpretes de los libros apocalípticos de la Biblia, de los astrólogos y los chapuceros de lo oculto, para convertirse en una provincia organizada del conocimiento científico.

Esta esperanza acicateó a los nuevos filósofos de la historia, y llevó a todo un nuevo campo de estudios sociales. Los nuevos profetas tendieron a reclamar validez científica para sus declaraciones acerca del pasado y el futuro. Aunque mucho de lo que algunos de ellos escribieron era fruto de lujuriantes, desbordadas y algunas veces egomaníacas imaginaciones o, en todo caso, altamente especulativas, el registro general es bastante más respetable de lo que comúnmente se supone. Condorcet pudo haber sido demasiado optimista al profetizar el desarrollo de una comprensiva y sistemática ciencia natural del hombre, que conduciría al fin del crimen, de la locura y la miseria en los asuntos humanos, producidos por la indolencia, la ignorancia y la irracionalidad. En la oscuridad de su prisión en 1794 lanzó un cuadro brillante de un mundo nuevo, virtuoso y feliz, organizado por la aplicación del método científico a la organización social, por hombres liberados intelectual y moralmente, lo que conduciría a una armoniosa sociedad de naciones, al progreso ininterrumpido de las artes y de las ciencias y la paz perpetua. Esto fue claramente exceso de optimismo; sin embargo, la fructificación de la aplicación de la técnica matemática, y en particular de la estadística, a los problemas sociales fue una profecía original e importante a la vez.

Saint-Simon fue un hombre de genio que como todo el mundo sabe predijo el triunfo inevitable de un orden tecnocrático. Habló de la verdadera unión de las ciencias, las finanzas y la organización industrial y el reemplazo, en este nuevo mundo de productores ayudados por científicos, de la indoctrinación clerical por una nueva raza de propagandistas, artistas, poetas, sacerdotes de una nueva religión secular que movilizaría las emociones de los hombres, sin las cuides el nuevo mundo industrial no podría desempeñar su función. Su discípulo Auguste Comte predijo la creación de una Iglesia autoritaria para educar y controlar a la sociedad racional, aunque no democrática o liberal, y a sus ciudadanos científicamente adiestrados. No insistiré sobre la validez de esta profecía: la combinación de habilidades tecnológicas y la autoridad absoluta de un sacerdocio secular ha sido llevado a cabo con muy buen éxito en nuestros días. Y si aquellos que creyeron que el prejuicio y la ignorancia y la superstición y su corporización en leyes irracionales y represivas, económicas, políticas, raciales y sexuales serían barridas por la nueva ilustración, no han visto realizadas sus esperanzas, esto no disminuye el grado de perspicacia dentro de las nuevas sendas que se han abierto en el desarrollo del occidente europeo. Esto fue la misma visión de un nuevo orden racional, del que fueron heraldos Bentham y Macaulay, que preocupó a Mill y a Tocqueville y que repelieron profundamente tanto Carlyle como Disraeli, tanto Ruskin como Thoreau y, antes que ellos, algunos entre los primeros románticos alemanes de principios del siglo xix. Fourier, a su vez, al lado de mucha tontería, atronó contra los males del comercio industrial, comprometidos en una competencia económica irrefrenable, tendente a la perversa destrucción o adulteración de los frutos de la labor humana por aquellos que desean aumentar sus propias ganancias; protestó porque el crecimiento del control centralizado sobre vastos asuntos humanos conduce a la servidumbre y a la alineación y defendió el fin de la represión y la necesidad de la canalización racional de las pasiones mediante la cuidadosa guía vocacional que capacitaría todos los deseos, capacidades, inclinaciones humanas a desarrollarse en una libre y creadora dirección. Fourier fue muy proclive a fantasías grotescas: pero estas ideas no fueron absurdas y mucho de lo que predijo es ahora sabiduría convencional.

Todos han reconocido la fatal exactitud de la intranquilizadora anticipación de Tocqueville a propósito de la conformidad y monotonía del igualitarismo democrático, pese a lo que uno pudiera pensar de las ganancias mediante las cuales buscó modificar sus efectos. No conozco yo a nadie que pudiera negar que Karl Marx, cualesquiera que hayan sido sus errores, desplegó poderes únicos de prognosis al identificar algunos de los factores centrales en operación en su época que no fueron obvios a sus contemporáneos —la concentración y la centralización de los medios de producción en manos privadas, la inexorable marcha de la industrialización, la elevación y el vasto desarrollo de los grandes negocios, entonces en embrión, y la inevitable agravación de los conflictos políticos y sociales que esto envolvía. Tampoco fracasó al descubrir los disfraces políticos y morales, filosóficos y religiosos, liberales y científicos bajo los cuales algunas de las más brutales manifestaciones de estos conflictos y sus consecuencias sociales e intelectuales se escondían.

Estos fueron profetas mayores y hubo otros. El brillante y porfiado Bakunin predijo con más exactitud que su gran rival Marx las situaciones en que se llevarían a cabo los grandes levantamientos de los desposeídos, y previo que esto se podría desarrollar no en las sociedades más industrializadas, en una creciente curva de progreso económico, sino en países en que la mayoría de la población estuviera cerca del nivel de subsistencia y tuviera menos que perder en un levantamiento —campesinos primitivos con condiciones de pobreza desesperante en economías rurales atrasadas, en las que el capitalismo era muy débil, tales como España y Rusia. No habría tenido dificultades para explicarse las causas de los grandes levantamientos sociales en el Asia y el África de nuestros días. Y así podría continuar: el poeta Heine, dirigiéndose a los franceses en los primeros años del reinado de Luis Felipe vio que un buen día sus vecinos alemanes, acicateados por una combinación de recuerdos históricos y resentimientos conscientes de fanatismo metafísico y moral, caerían sobre ellos y eliminarían los grandes monumentos de la cultura occidental: “Como los primeros cristianos, a quienes ni la tortura física ni el placer físico podían quebrantar, sin verse frenados ni por el temor ni por la codicia”,1 estos bárbaros ideológicamente intoxicados convertirían a Europa en un desierto. Lassalle predicó, y tal vez previo, el socialismo de Estado, las democracias populares de nuestros días, ya sea que uno las llame comunismo de Estado o capitalismo de Estado, un híbrido que Marx condenó abiertamente en sus notas sobre el programa de Gotha.

Una década, o algo así, más tarde, Jakob Burckhardt anticipó los complejos industriales-militares que inevitablemente controlarían a los decadentes países de Occidente; Max Weber no tenía dudas acerca del creciente poder de la burocracia; Durkheim previno acerca de la posibilidad de la anomia; de allí siguieron todas las pesadillas de Zamyatin, Aldous Huxley, Orwell, medio satíricos, medio profetas de nuestro tiempo. Algunas permanecieron como profecías, otras, notablemente aquellas de los marxistas y de los bárbaros filosóficos de Heine que dominaron la imaginación de los irracionalistas racistas y neopaganos, en algún grado quedaron tal vez autosatisfechas. El siglo xix generó otras muchas utopías y prognosis, liberales, socialistas, tecnocráticas y aquellas llenas de nostalgia medieval, anhelo de una en gran medida imaginaria Gemeinschaft hacia los sistemas pasados, en su mayor parte justamente olvidados.

II

En todo este enorme arreglo de una masa elaborada, estadísticamente apoyada, de futurología y fantasía hay una laguna peculiar. Hubo un movimiento que dominó gran parte del siglo xix en Europa y fue tan penetrante, tan familiar, que uno no puede concebir un mundo en el cual no desempeña un papel: tuvo sus partidarios y sus enemigos, sus alas democráticas, aristocráticas y monarquistas, inspiró a hombres de acción y a artistas, élites intelectuales y masas; pero, en forma muy extraña, ningún pensador significativo que yo conozca le predijo un futuro en el que pudiera jugar un papel aun más determinante. Sin embargo, tal vez no sería una exageración decir que actualmente es uno de los más poderosos, y en algunas regiones el más poderoso y único movimiento vigente en el mundo y que algunos de los que fallaron en prever este desarrollo han pagado por ello con su libertad, y aun con sus vidas. Este movimiento es el nacionalismo. Ningún pensador influyente, hasta donde mi conocimiento alcanza, previo su futuro -en cualquier caso ninguno lo previo claramente—; la única excepción que conozco es el subestimado Moses Hess quien, en 1862, en su libro Roma y Jerusalén, afirmó que los judíos tenían la misión histórica de unir el comunismo y la nacionalidad. Pero esto fue más una exhortación que una profecía, y el libro permaneció virtualmente sin leerse salvo por los sionistas de días posteriores.

No hay necesidad de hacer hincapié en el hecho obvio de que la gran mayoría de los estados soberanos representados en la Asamblea de las Naciones Unidas actualmente han actuado en buena parte de su comportamiento por fuertes pasiones nacionalistas, aun más que sus predecesores de la Liga de las Naciones. Sin embargo, sospecho que esto hubiera sorprendido a los más de los profetas del siglo xix, sin importar su inteligencia e intuición política. Esto es porque la mayor parte de los observadores políticos y sociales de ese tiempo, siendo o no nacionalistas, tendían en general a anticipar la declinación de este sentimiento. El nacionalismo era visto en Europa, en general, como una fase pasajera. El deseo por parte de la mayor parte de los hombres de ser ciudadanos de un estado con las fronteras de la nación a la que veían como propia, era considerado como algo natural o en cualquier caso despertado por un desarrollo his-tórico-político del que el crecimiento de la conciencia nacional era a la vez causa y efecto, cuando menos en Occidente. El nacionalismo, como un sentimiento y una ideología no era (y en mi opinión, correctamente) equiparado con la conciencia nacional.

La necesidad de pertenecer a un grupo fácilmente identificable había sido visto cuando menos en Aristóteles como un requerimiento natural por parte de los seres humanos: familias, clanes, tribus, estamentos, órdenes sociales, clases, organizaciones religiosas, partidos políticos y finalmente naciones y estados, eran las formas históricas para la satisfacción de esta básica necesidad humana. Ninguna forma particular era, tal vez, tan necesaria a la existencia humana como la necesidad de alimento o techo, seguridad o procreación, pero alguna forma de esto era indispensable, y varias teorías ofrecían explicar la progresión histórica de estas formas, desde Platón y Polibio a Maquiavelo, Bossuet, Vico, Turgot, Herder, Saint-Simon, Hegel, Comte, Marx y sus modernos sucesores. La ascendencia común, el lenguaje común, las tradiciones, los recuerdos, la ocupación continua del mismo territorio durante un largo periodo de tiempo, se mantuvieron para constituir una sociedad. Esta clase de homogeneidad señalaba las diferencias entre un grupo y sus vecinos, la existencia de solidaridad tribal, cultural o nacional y con ello un sentido de diferencia, frecuentemente acompañado de una aversión activa o desprecio por grupos con diferentes costumbres y orígenes diferentes, reales o míticos; y así fue aceptado, tanto para explicar como para justificar el Estado nacional. Los pueblos francés, español, portugués y escandinavo lograron esto mucho antes del siglo xix; no así los pueblos alemán, italiano, polaco, balcánico y báltico. Los suizos habían logrado una solución propia única. La coincidencia del territorio del Estado y la nación había sido considerada, en lo general, deseable, salvo por los defensores de los imperios dinásticos, multinacionales de Rusia, Austria, Turquía o por los imperialistas, los socialistas intemacionalistas, los anarquistas y tal vez por algunos católicos ultramontanos. La mayoría de los pensadores políticos, ya lo aprobaran o no, aceptaron esto como una fase inevitable de organización social. Algunos esperaban o temían que esto pudiera lograrse por otras formas de estructura política; algunos parecían verlo como “natural” y permanente. El nacionalismo -la elevación de los intereses de la unidad y autodeterminación de la nación al nivel del valor supremo ante el cual todas las otras consideraciones deberían, si fuera necesario, ceder siempre, una ideología a la que los pensadores alemanes e italianos parecían particularmente inclinados- era visto por los observadores de tipo más liberal como una fase pasajera debida a la exacerbación de la conciencia nacional rebajada y reprimida forzadamente por gobernantes despóticos ayudados por Iglesias subordinadas.

A mediados del siglo xix las aspiraciones de unidad política y autogobierno de alemanes e italianos parecían por buen camino de realización. Pronto esta tendencia dominante liberaría también a los pueblos oprimidos de los imperios multinacionales después de lo cual el nacionalismo, que era una inflamación patológica de una conciencia nacional herida, se abatiría: era causado por la opresión y se desvanecería con ella. Esto parecía tomar más tiempo de lo que los optimistas vaticinaban, pero por 1919 el principio básico del derecho al autogobierno nacional parecía universalmente aceptado. El Tratado de Versalles, al reconocer el derecho a la independencia nacional, aunque alguno fallara en alcanzarla, en cualquier caso resolvería la llamada cuestión nacional. Había, desde luego, el problema de los derechos de varias minorías nacionales y los nuevos estados nacionales, pero esto podría ser garantizado por la nueva Liga de las Naciones; seguramente, si había algo que se pudiera esperar que estos estados comprendieran, aunque sólo fuera por su propia experiencia histórica, era la necesidad de satisfacer el ansia de autonomía por parte de los grupos étnicos o culturales dentro de sus fronteras. Otros problemas podrían aún preocupar a la humanidad: la explotación colonial, la iniquidad social y política, la ignorancia, la pobreza, la injusticia, la corrupción, los privilegios; pero los más ilustrados liberales y, ciertamente, los socialistas, asumían que el nacionalismo declinaría, dado que las más profundas heridas infligidas a las naciones estaban en vías de sanar.

Los marxistas y otros socialistas radicales fueron más allá. Para ellos el sentimiento nacional era una forma de falsa conciencia, una ideología generada, conscientemente o no, por la dominación económica de una clase particular, la burguesía, en alianza con lo que quedaba de la antigua aristocracia, usada como un arma en la retención y promoción del control de clase de la sociedad que, a su vez, descansaba en la explotación de la fuerza de trabajo del proletariado. A su debido tiempo los trabajadores, cuyo proceso de producción inevitablemente se organizaría en una fuerza disciplinada de creciente tamaño, conciencia política y poder, derribaría a sus opresores capitalistas, debilitados, como seguían, por la criminal competencia entre ellos mismos que socavaría su capacidad para la resistencia organizada. Los expropiadores serían expropiados, el doble de las campanas del capitalismo sonaría, y con él el de toda la ideología de la cual el sentimiento nacional, la religión y la democracia parlamentaria son otros tantos aspectos particulares. Las diferencias nacionales podrían permanecer, pero serían como características locales y étnicas, sin importancia en comparación con la solidaridad de los trabajadores del mundo, productores asociados cooperando libremente en el dominio de las fuerzas de la naturaleza para el interés de toda la humanidad.

Lo que estas opiniones tenían en común era la creencia de que el nacionalismo era el producto efímero de la frustración del anhelo humano por la autodeterminación, una etapa del progreso humano debida al trabajo de fuerzas impersonales y de las ideologías generadas por ellas. Sobre la naturaleza de estas fuerzas no están de acuerdo los teóricos, pero la mayor parte supuso que el fenómeno del nacionalismo desaparecería con sus causas, que a su vez serían destruidas por el irresistible avance de la Ilustración, ya fuera concebido en términos morales o tecnológicos —la victoria de la razón o del progreso material, o de ambos—, identificada con cambios en las fuerzas y relaciones de producción, o con la lucha por la igualdad social, la democracia económica y política y la justa distribución de los frutos de la tierra; con la destrucción de las barreras nacionales por el comercio mundial o por el triunfo de la ciencia o la moralidad fundada sobre principios nacionales, y así la total realización de las potencialidades humanas que más pronto o más tarde serían umversalmente logradas.

Ante todo esto las reclamaciones de meros grupos nacionales tenderían a perder importancia, y se unirían a otras reliquias de la inmadurez humana en los museos etnológicos. Por lo que toca a los nacionalistas de los pueblos que habían logrado la independencia y el autogobierno fueron cancelados como irracionales y, con los nietzscheianos, sorelianos, neorro-mánticos, descalificados. Era difícil ignorar el nacionalismo creciente después de que la unidad nacional se había logrado en gran medida; por ejemplo, el chauvinismo alemán después de 1871, o el integralismo francés o el sacro egoísmo italiano o la presencia de teorías raciales y otras anticipaciones del fascismo. Nada de esto, a pesar de que fue explicado, lo advirtieron, en tanto sé, los futurólogos de finales del siglo xix o los primeros años del nuestro, como algo precursor de una nueva fase de la historia humana; y esto es igualmente verdad para conservadores, liberales y marxistas. La edad de Krisen, Kriege, Katastrophen que, por ejemplo, predijo Karl Kautsky,2 él la atribuyó a causas, y la describió en términos en los que el nacionalismo, si es que aparece, figura sólo como producto secundario, un elemento en la “superestructura”. Nadie, en cuanto sé, sugirió siquiera que el nacionalismo podría dominar el último tercio de nuestro propio siglo a tal grado que muy pocos movimientos o revoluciones podrían haber tenido oportunidad de éxito si no hubieran estado codo a codo con él, o en cualquier caso sin oponerse a él. Esta curiosa falla de visión por parte de los pensadores sociales, de otra manera aguda, me parece un hecho que necesita explicación o, digamos lo menos, discusión más amplia que la que hasta aquí ha obtenido. No soy ni un historiador ni un psicólogo social y no ofrezco una explicación de ello: meramente me gustaría presentar una sugerencia que podría arrojar alguna luz sobre este raro fenómeno.

Antes de hacerlo así, sin embargo, me gustaría decir algo sobre los orígenes del nacionalismo europeo como un estado mental. No quiero decir con esto el sentimiento nacional como tal, que probablemente puede ser hallado en los sentimientos tribales de los primeros periodos de la historia registrada. Quiero decir su elevación como doctrina consciente, a la vez producto, articulación y síntesis de estados de conciencia, que ha sido reconocida por observadores como una fuerza y un arma. En este sentido el nacionalismo no parece existir en el mundo antiguo o en las edades medias cristianas; los romanos pueden haber despreciado a los griegos, Cicerón dijo cosas infames acerca de los judíos, y Juvenal acerca de los orientales en general: pero esto es mera xenofobia. Hay un patriotismo apasionado en Maquiavelo o Shakespeare y una larga tradición de esto antes de ellos. No quiero decir por nacionalismo un mero orgullo de genealogía, todos somos hijos de Cadmo, todos venimos de Troya, descendemos de hombres que hicieron un convenio con el Señor, brotamos de una raza de conquistadores, francos o vikingos, y gobernamos sobre la progenie de esclavos galorromanos o celtas, por derecho de conquista.

Por nacionalismo quiero decir algo más definitivo, ideológicamente importante y peligroso: es decir, la convicción en primer lugar, de que los hombres pertenecen a un grupo humano particular, y que la forma de vida del grupo difiere de la de otros; que el carácter de los individuos que componen el grupo es formado por el grupo mismo, y no puede ser comprendido sin él, es definido en términos de territorio común, costumbres, leyes, memorias, creencias, lenguaje, expresión artística y religiosa, instituciones sociales, formas de vida, a lo cual algunos añaden herencia, parentesco, características raciales; y que son éstos los factores que forman a los seres humanos, sus propósitos y sus valores.

En segundo término, que el patrón de vida de una sociedad es similar al de un organismo biológico; que lo que este organismo necesita para su desarrollo propio, que lo que aquellos más sensibles a su naturaleza articulan en palabras o imágenes u otras formas de expresión humana, constituye sus metas comunes; que estas metas son supremas; que en casos de conflicto con otros valores, los cuales no derivan de los fines específicos de un “organismo” particular -intelectual o religioso o moral, personal o universales—, estos valores supremos deben prevalecer, dado que sólo así la decadencia y la ruina de la nación será evitada. Más todavía, que tildar tales valores de vida orgánica es pretender que no pueden ser artificialmente formados por individuos o grupos, pese a lo dominante de sus posiciones, a menos que ellos mismos estén penetrados por estas formas de desarrollo histórico de actuar y de pensar y de sentir, pues son estas formas de vida mentales, emocionales y físicas de enfrentar la realidad, por encima de todas las formas en que los seres humanos tratan unos con otros, lo que determina cualquier otra cosa y constituye el organismo nacional —la nación- ya sea que tomen la forma de Estado o no la tome. De lo anterior se concluye que la unidad humana esencial en que la naturaleza del hombre se realiza totalmente no es lo individual o la asociación voluntaria que puede ser disuelta o alterada o abandonada a voluntad, sino la nación; que es la creación y el mantenimiento de la nación que las vidas de las unidades subordinadas, la familia, la tribu, el clan, la provincia, deben estar obligadas, pues su naturaleza y propósito, lo que es frecuentemente llamado su sentido, derivan de su naturaleza y sus propósitos; y que éstos son revelados no por el análisis racional, sino por una sensibilidad especial, que no necesita ser absolutamente consciente de la relación única que hasta los seres humanos individuales dentro del todo orgánico, indisoluble e inanalizable, que Burke identificaba con la sociedad, Rousseau con el pueblo, Hegel con el Estado, pero que para los nacionalistas es, y sólo puede ser, la nación, cualquiera que sea su estructura social o forma de gobierno.

En tercer término, esta perspectiva comprende la noción de que una de las más forzadas razones, tal vez la que más obliga, para sostener una creencia particular, perseguir una política regular, servir un fin particular, vivir una vida particular, es que estos fines, creencias, políticas, vidas, sean nuestras. Esto equivale a decir que estas reglas, doctrinas o principios deberían ser seguidos no porque conduzcan a la virtud o a la felicidad o a la justicia o a la libertad, o sean ordenados por Dios o la Iglesia o el príncipe o el parlamento o alguna otra autoridad umversalmente reconocida, sean buenos o correctos en sí mismos, y por tanto válidos por su propio derecho, umversalmente, para todos los hombres en una situación dada; más bien deben ser seguidos porque estos valores son de mi grupo: para los nacionalistas, de mi nación; estos pensamientos, sentimientos, este curso de acción, son buenos o correctos, y yo alcanzaré la plenitud y la felicidad identificándome con ellos, porque son demandas de la forma particular de la vida social dentro de la que he nacido, a la cual estoy conectado por la miríada de hilos de Burke, que alcanzan el pasado y el futuro de mi nación, y lejos de los cuales hoy, para cambiar la metáfora, una hoja, una ramita rota del árbol, lo único que le puede dar vida; de modo que si me separo de él por la circunstancia o mi propia voluntad, quedaré sin norte, me marchitaré, quedaré, en el mejor de los casos, con recuerdos nostálgicos de lo que alguna vez fue estar verdaderamente vivo y activo, desarrollando esa función dentro del patrón de la vida nacional, comprendiendo aquello único que le dio sentido y valor a todo lo que fui y lo que hice.

Este tipo de prosa florida y emotiva fue la que usaron Herder, Burke, Fichte, Michelet y después de ellos varios despertadores de las almas nacionales de los adormilados pueblos de las provincias eslavas, en los imperios turco o austríaco o en las naciones oprimidas gobernadas por el zar; y luego por todo el mundo. Hay distancia entre la aserción de Burke de que el individuo puede ser tonto pero la especie es sabia, y la declaración de Fichte, una docena de años más tarde, de que el individuo debe desvanecerse, debe ser absorbido, sublimado, dentro de la especie. De todas maneras la dirección general es la misma. Este tipo de lenguaje cargado de valores, pudiera a veces afectar ser descriptivo dirigido sólo a iluminar el concepto de nacionalidad o el desarrollo histórico, pero su influencia sobre la conducta ha sido -ha intentado ser por parte de aquellos que la usan- tan grande como aquella del lenguaje del derecho natural o los derechos humanos o la guerra de clases o cualquier otra idea que ha conformado nuestro mundo.

III

Finalmente, por un desarrollo que no necesita causar sorpresa, el nacionalismo extremo ha llegado a la posición de que, si la satisfacción de las necesidades del organismo al cual pertenezco resulta ser incompatible con la satisfacción de las metas de otros grupos, yo, o la sociedad a la que yo indisolublemente pertenezco, no tengo más opción que obligarlos a ceder si es necesario por la fuerza. Si mi grupo —llamémosle nación— está libre para lograr su propia naturaleza, esto permite la necesidad de remover los obstáculos en su senda. A nada que obstruya aquello que reconozco como mi meta suprema —es decir, de mi nación-, se le puede conceder valor igual que a éste. No hay ningún criterio ni forma superior en términos del cual los varios valores de la vida, atributos, aspiraciones, de diferentes grupos nacionales puedan ser ordenados, pues tal norma sería supranacional, no inmanente, no parte integrante de un organismo social dado, sino que deriva su validez de una fuente externa a la vida de una sociedad particular, una norma universal, como el derecho natural o como la justicia natural son concebidos por aquellos que creen en ellos. Pero dado que, en esta opinión, todos los valores y normas deben por necesidad ser aquellos intrínsecos a una sociedad específica, a un organismo nacional, y a su historia única, en términos de la cual sólo el individuo u otras asociaciones o grupos a los que él pertenezca, si él finalmente se entiende, y concibe todos los valores y propósitos, tales llamamientos a la universalidad descansan sobre una falsa opinión del hombre y de la historia. Esta es la ideología del organicismo, la lealtad, el Volk como el verdadero portador de los valores nacionales, el integralismo, las raíces históricas, la teñe et les marts, la voluntad nacional: está dirigida contra las fuerzas de la ruptura y la descomposición categorizadas en los términos peyorativos usados para describir la aplicación de los métodos de las ciencias naturales a los asuntos humanos, de razón crítica, “analítica”, intelecto “frío”, individualismo destructivo, “atomizador”, mecanismo desalmado, influencias ajenas, empirismo superficial, cosmopolitismo sin arraigo, nociones abstractas de la naturaleza, el hombre, los derechos, que ignoran las diferencias de culturas y tradiciones; en breve, todo el catálogo y la tipología del enemigo, que comienza en las páginas de Harnann y Burke, alcanza su cima en Fichte y sus seguidores románticos, es sistematizado por De Maistre y Bonald, y alcanza una nueva altura en nuestro propio siglo en los escritos propagandísticos de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales y los anatemas de los escritores irracionalistas y fascistas, dirigidos a la Ilustración y todas sus obras.

El lenguaje y el pensamiento detrás de esto, cargados de emoción, como tienden a estar, raramente son totalmente claros o consistentes. Los profetas del nacionalismo hablan algunas veces como si las exigencias superiores, ciertamente la suprema exigencia de la nación sobre el individuo, estuvieran basados en el hecho de que sólo su vida, sus fines y su historia dan vida y significado a todo lo que él es y hace. Pero esto parece acarrear que otros hombres están en una relación similar con sus propias naciones, con exigencias hacia ellas igualmente válidas y no menos absolutas, y que esto pudiera entrar en conflicto con la total realización de los fines de la “misión” de otra, por ejemplo, la nación de un individuo dado, y esto, a su vez, parece conducir al relativismo cultural en teoría, lo que malamente concuerda con el absolutismo de la premisa, aun si no la contradice formalmente; tanto como abrir la puerta de la guerra de todos contra todos.

Hay nacionalistas que tratan de escapar de esto mediante esfuerzos para demostrar que una nación o raza dadas —digamos, la alemana— es superior a otros pueblos, y sus metas los trascienden, medidos mediante una norma objetiva, transnacional; que esta cultura particular cría seres en los que los verdaderos fines del hombre como tales llegan más cerca de la total realización que en hombres de otra cultura. Así es como Fichte habla en sus últimos documentos (y la misma tesis se encuentra en Amdt y otros nacionalistas alemanes de este periodo). Esto, también, es el sentido de la idea de la misión superior de naciones históricas, cada una en el lugar y tiempos señalados, que se encuentra en el pensamiento de Hegel. Uno nunca puede sentirse completamente seguro si estos escritores nacionalistas aclaman a su propia nación porque es lo que es o sólo porque sus valores se aproximan a alguna norma o ideal objetivo que, ex hypothesi, sólo aquellos suficientemente afortunados para ser dirigidos por ellos pueden entender, mientras otras sociedades permanecen ciegas a ellos y pueden continuar así, por lo que son objetivamente inferiores. La línea entre las dos concepciones es frecuentemente borrosa; pero cualquiera de las dos conduce a una autoadoración colectiva, de lo cual el nacionalismo europeo, y tal vez el norteamericano, ha tendido a ser una expresión poderosa.

La nación, desde luego, no es el único foco de tal adoración. Una retórica y un lenguaje similares han sido usados para identificar los verdaderos intereses del individuo con los de su Iglesia, su cultura, su casta, su clase, su partido; algunas veces éstos se han traslapado o fundido en un ideal unificado; otras veces han entrado en conflicto. Pero históricamente el llamamiento más poderoso a todos estos centros de devoción y autoidenti-ficación ha sido la nación-Estado. La revelación de su dominio sobre los ciudadanos en 1914, cuando demostró ser mucho más fuerte que la solidaridad del movimiento internacional de la clase trabajadora, exhibió esta verdad en una forma peculiarmente trágica y devastadora.

El nacionalismo ha asumido muchas formas desde su nacimiento en el siglo xviii, especialmente desde su función con el étastisme, la doctrina de la supremacía en todas las esferas del Estado en particular en la nación-Estado y después su alianza con las fuerzas que hacen de la industrialización y la modernización, en alguna ocasión sus enemigos jurados. Pero me parecía a mí que en todos sus disfraces retienen las cuatro características que traté de delinear antes: la creencia en la arrolladora necesidad de pertenecer a una nación; en la relación orgánica de todos los elementos que constituyen una nación; en el valor de lo propio, simplemente porque es nuestro; y, finalmente, enfrentado por contendientes rivales en busca de autoridad y lealtad, en la supremacía de sus exigencias. Estos ingredientes, en varios grados y proporciones, se hallarían en todas las rápidamente crecientes ideologías nacionalistas que actualmente proliferan en la tierra.

IV

Pudiera ser verdad que el nacionalismo, como algo distinto de la mera conciencia nacional —el sentido de pertenecer a una nación—, es en primer lugar una respuesta a una actitud protectora y despreciativa hacia los valores tradicionales de una sociedad, el resultado del orgullo herido y una sensación de humillación entre sus miembros más socialmente conscientes, que en su debido momento produce cólera y autoafirma-ción. Esto parece estar apoyado por la carrera del paradigma del nacionalismo moderno en la reacción alemana -desde la defensa consciente de la cultura alemana en el relativamente suave patriotismo literario de Thomasius y Lessing y sus precursores del siglo xvn hasta la afirmación de la autonomía cultural de Herder—, que conduce al estallido del chauvinismo agresivo en Arndt, Jahn, Komer, Goerres, durante y después de la invasión napoleónica. Pero patentemente la historia no es tan sencilla. La continuidad de lenguaje, costumbres, concentración de un territorio ha existido desde tiempo inmemorial. La agresión externa, no meramente contra tribus o pueblos sino contra grandes sociedades unificadas por la religión, u obediencia a una sola autoridad constituida, después de todo ha ocurrido con suficiente frecuencia en todas partes del globo. Sin embargo, ni en Europa ni en Asia, ni en la edad antigua ni en la medieval, ha conducido esto a una reacción específicamente nacionalista: no ha sido tal la respuesta a la derrota infligida a los persas por los griegos, o sobre los griegos por los romanos, o sobre los budistas por los musulmanes, o a la civilización greco-romana cuando ésta fue arrasada por los hunos o los turcos otomanos, completamente aparte de las innumerables guerras más pequeñas y la destrucción de instituciones nativas por los conquistadores en cualquier continente.

Parece claro, aun para mí que no pretendo ser ni un historiador ni un sociólogo, que el infligir una herida sobre el sentimiento colectivo de una sociedad, o cuando menos de sus líderes espirituales, tal vez condición necesaria para el nacimiento del nacionalismo, no es suficiente; la nación debe, cuando menos potencialmente, sostener dentro de sí a un grupo o clase de personas que estén en busca de un foco para la lealtad y la autoidentificación, o tal vez una base de poder, no proporcionado ya por las fuerzas primitivas de cohesión -tribal, o religiosa, o feudal, o dinástica o militar— tal cual fue proporcionada por las políticas centralizadoras de las monarquías de Francia o España y no íue proporcionada por los gobernantes de las tierras alemanas. En algunos casos estas condiciones están generadas por la emergencia de nuevas clases sociales que buscan el dominio de la sociedad contra los antiguos gobernantes, seculares o clericales. Si a esto se añade la herida de la conquista, el desprecio cultural del exterior a una nación que tiene en todo caso los principios de una cultura nacional, se puede preparar el suelo para el surgimiento del nacionalismo.

Sin embargo, resulta necesaria una condición más: para que el nacionalismo se desarrolle en una sociedad debe contener, cuando menos en la mente de algunos de sus miembros más sensibles, una imagen de sí misma como nación, aunque sea en embrión, en virtud de algún factor, o factores, de unificación general —lenguaje, origen étnico, una historia común (real o imaginaria)—, ideas o sentimientos que estén relativamente articulados en las mentes de los mejor educados y social e históricamente más preocupados, aunque menos articulados, y hasta ausentes, de la conciencia del grueso de la población. Esta imagen nacional, que quien la posee es capaz de resentirse cuando se la ignora o se le ofende, también hace que algunos de ellos se conviertan en una intelligentsia consciente, particularmente si se les enfrenta algún enemigo común, ya sea dentro del Estado o fuera de él, una Iglesia o un Estado de detractores extranjeros. Estos son los hombres que hablan o escriben al pueblo, y buscan hacerlo conscientes de sus errores como pueblo, poetas y novelistas, historiadores y críticos, teólogos y filósofos. La resistencia a la hegemonía francesa en todas las esferas de la vida comenzó en la región aparentemente remota de la estética y la crítica (no deseo entrar aquí en la cuestión de qué fue en particular lo que estimuló la reacción original contra el neoclasicismo francés en Inglaterra o Suiza). En las tierras alemanas esto se convirtió en una fuerza social y política, un campo de cultivo para el nacionalismo. Entre los alemanes, como la forma de un esfuerzo consciente entre los escritores para liberarse a sí mismos -y a otros— de lo que sintieron que eran condiciones asfixiantes, al principio de las formas despóticas de los legisladores franceses de la estética, que obstruían el libre desarrollo del espíritu.

Pero junto al francés arrogante había tiranos nacionales, sociales y no meramente estéticos. El gran estallido de la indignación individual contra las reglas y regulaciones de una sociedad opresiva y filistea, conocido con el nombre de Sturm und Drang, tiene como objetivo directo el derri-bamiento de todos los muros y barreras de la vida social, la obsequiosidad y servilismo por debajo, la brutalidad, arbitrariedad, arrogancia y opresión por encima, “mentiras y la jerigonza y trivialidad de la hipocresía”,4 como lo llaman Burke, en todo nivel. Lo que comenzó a ser cuestionado era la validez de cualquier ley; las reglas supuestamente reunidas por Dios, la naturaleza o el príncipe, que conferían autoridad y exigían obediencia universal. Lo que se buscaba era la libertad y auto-expresión, la libre expresión de la voluntad creadora en su forma más pura y fuerte en los artistas, pero presente en todos los hombres. Para Herder la energía vital estaba encarnada en las creaciones del genio colectivo de los pueblos: leyendas, poesía heroica, mitos, leyes, costumbres, canciones, danza, simbolismo religioso y secular, templos, catedrales, actos rituales, todas eran formas de expresión y comunicación creadas, no por autores individuales o grupos identificables, sino por la imaginación colectiva e impersonal y la voluntad de la comunidad entera, actuando en varios niveles de conciencia; así, creía, fueron generados esos nexos íntimos e impalpables en virtud de los cuales una sociedad se desarrolla como un todo único orgánico.

La noción de una facultad creadora, que opera igual en individuos y sociedades completas, reemplazó la noción de las verdades objetivas intemporales, los modelos eternos, que sólo con seguirlos los hombres alcanzan la felicidad, la virtud, la justicia, o cualquier otra satisfacción propia de sus naturalezas. Así brotó una nueva visión de los hombres y la sociedad, que hacía hincapié en la vitalidad, el movimiento, el cambio, temas que separaban más a los individuos o los grupos de lo que los unían entre sí, el encanto y el valor de la diversidad, la unicidad, la individualidad, una visión que concebía el mundo como un jardín donde cada árbol, cada flor crece en su propia forma peculiar e incorpora esas aspiraciones que las circunstancias y su propia naturaleza individual han generado y, por tanto, no están para ser juzgadas por los patrones y metas de otros organismos. Esto corta de un tajo la philosophiaperennis, la creencia en la generalidad, la uniformidad, la universalidad, la validez intemporal de reglas y leyes objetivas y eternas que se aplica en cualquier parte y en todo tiempo, a todos los hombres y las cosas, la versión secular o naturalista de lo que era defendido por los líderes en la Ilustración francesa, inspirados en el triunfo de las ciencias matemáticas y naturales, en términos de lo cual todo lo alemán, la cultura, la religión, la literatura, la visión interior tendente al misticismo, estrechamente provinciana, en el mejor caso débilmente indicativa de lo occidental, hacía un pobre papel.

No deseo implicar que este crucial contraste era, en todo caso al principio, más que una visión en las cabezas de un pequeño grupo de poetas y críticos alemanes. Pero fueron estos escritores los que se sintieron más agudamente desplazados por la transformación social a través de la cual Alemania, y en particular Prusia, estaba pasando bajo las occidentaliza-doras reformas de Federico el Grande. Apartados de todo poder real, incapaces de ajustarse dentro de la organización burocrática que fue impuesta por encima de modos tradicionales de vida, agudamente sensibles a la incompatibilidad de su perspectiva básicamente cristiana, protestante, moralista, con el temperamento científico de la Ilustración francesa, acusados por el mezquino despotismo de los trescientos príncipes, los más talentosos e independientes de ellos respondieron al socavamien-to de su mundo, que había empezado con la humillación infligida a sus abuelos por los ejércitos de Luis XIV, con una creciente revuelta. Contrastaron la profundidad y la poesía de la tradición alemana, con su capacidad para intuiciones vacilantes pero auténticas dentro de la inexhausta, inexpresable variedad de la vida del espíritu, con el materialismo somero, el utilitarismo y el insustancial deshumanizado juego de sombras de los mundos de los pensadores franceses. Esta es la raíz del movimiento romántico que en Alemania, en todo caso, celebró la voluntad colectiva, sin las ataduras de reglas que los hombres podían descubrir mediante métodos racionales, la vida espiritual del pueblo en cuya actividad —o voluntad impersonal— podían participar individuos creadores, pero que no podían observar o describir. La concepción de la vida política de la nación como la expresión de esta voluntad colectiva es la esencia del romanticismo político; esto es, el nacionalismo.

Permítaseme repetir nuevamente que aun cuando el nacionalismo me parece en primer lugar una respuesta a una herida infligida a una sociedad, esto, aunque necesario, no es causa suficiente para la autoafirmación nacional. Las heridas infligidas a una sociedad por otra, desde tiempo inmemorial, no conducen en todos los casos a una respuesta nacional. Algo más se necesita, digamos, una nueva visión de vida con la cual la sociedad herida, o las clases o grupos que han sido desplazados por el cambio político y social, puedan identificarse, alrededor del cual se puedan unir e intentar la restauración de su vida colectiva. Así, tanto los movimientos eslavófilos y populistas en Rusia, como el nacionalismo alemán, pueden ser entendidos sólo si uno se da cuenta del efecto traumático de la modernización violenta y rápida, impuesta sobre el país por Pedro el Grande, o en escala menor por Federico el Grande en Prusia; esto es, el efecto de las revoluciones tecnológicas o el desarrollo de nuevos mercados y la decadencia de los antiguos, el consiguiente quebrantamiento de las vidas de clases enteras, la falta de oportunidad para el uso de sus habilidades como hombres educados, psicológicamente desajustados para entrar a la nueva burocracia y, finalmente, en el caso de Alemania, la ocupación o el gobierno colonial de un poderoso enemigo extranjero que destruyó las formas tradicionales de vida y dejó a los hombres, especialmente los más sensibles y autoconscientes -artistas, pensadores, cualesquiera que hayan sido sus profesiones-, sin una posición establecida, inseguros y aturdidos. Hay entonces un esfuerzo para crear una nueva síntesis, una nueva ideología; tanto para explicar y justificar la resistencia a las fuerzas que operaban contra sus convicciones y formas de vida como para apuntar en una nueva dirección y ofrecerles un nuevo centro para la autoidentificación.

Éste es un fenómeno suficientemente familiar en nuestro tiempo, que no ha faltado en los trastornos sociales y económicos. Donde los lazos étnicos y la experiencia histórica común no son suficientemente fuertes para haber creado un sentimiento de nacionalidad, este nuevo foco puede ser una clase social, un partido político o una Iglesia o, con más frecuencia, el centro del poder y la autoridad —el Estado mismo, ya sea o no sea multinacional- que enarbola la bandera del todos aquellos que han visto rotas sus formas tradicionales de vida; campesinos sin tierra, propietarios o tenderos arruinados, intelectuales sin empleo, derrotados profesionales de varias esferas pueden unirse y reagruparse. Pero de hecho ninguno de éstos se ha mostrado tan poderoso, ya sea como un símbolo o como una realidad, tan capaz de actuar como fuerza unificadora y dinámica como la nación; y cuando la nación es una con otros centros de devoción -raza, religión, clase- su llamado es incomparablemente fuerte.

Los primeros verdaderos nacionalistas -los alemanes- son un ejemplo de la combinación de orgullo cultural herido y una visión filosófico-histórica para restañar la herida y crear un foco interior de resistencia. Primero un grupito de francófobos educados, descontentos, luego, bajo el impacto de los desastres a manos de los ejércitos franceses y el Gleichschaltung de Napoleón, un vasto movimiento popular, el primer gran surgimiento de la pasión nacionalista, con su salvaje chauvinismo estudiantil, la quema de libros y los juicios secretos a los traidores, un aprendiz de brujo que se fue de la mano y excitó el disgusto de tranquilos pensadores como Goethe y Hegel. Otras naciones le siguieron, parte bajo la influencia de la retórica alemana, parte porque las circunstancias eran suficientemente parecidas para crear un malestar similar y generar el mismo peligroso remedio. Después fue Alemania, Italia y Polonia y Rusia, y en su debido curso los Balcanes y las nacionalidades bálticas e Irlanda, y después de la débácle la Tercera República francesa, y así hasta nuestros días, Asia y África, con sus repúblicas y dictadores, el ardiente nacionalismo de grupos étnicos y regionales en Francia y Gran Bretaña, Bélgica y Córcega, Canadá y España y Chipre, y quién sabe dónde más.

Ninguno de los profetas del siglo xix, hasta el punto en el que puedo decirlo, anticipó nada semejante. Si alguno lo hubiera sugerido, seguramente habría sido considerado demasiado improbable para que valiera ser tomado en cuenta. ¿Cuál es la razón para haber pasado por alto la probabilidad de este desarrollo cardinal de nuestros días?

V

Entre las presunciones de los pensadores racionales del tipo liberal en el siglo xix y algunas décadas del xx están éstas: que la democracia liberal era la más satisfactoria —o cuando menos la menos insatisfactoria— forma de organización humana; que la nación-Estado era, o cuando menos había llegado a ser históricamente, la unidad normal de sociedad humana independiente, de autogobierno; y finalmente, que una vez que los imperios multinacionales (que Herder había denunciado como monstruosidades políticas mal asociadas) habían sido disueltos dentro de sus partes constituyentes, el anhelo de la unión de los hombres a través del lenguaje, los hábitos, los recuerdos, las perspectivas comunes, sería por fin satisfecho y una sociedad de naciones-estados liberadas, autodeterminadas -la Joven Italia de Mazzini, la Joven Alemania, la Joven Polonia, la Joven Rusia—, finalmente existiría, e inspirada por un patriotismo no teñido de nacionalismo agresivo (esto ya síntoma de una condición patológica inducida por la opresión), las naciones vivirían en paz y armonía unas con otras, sin más, sin pedimentos de un pasado servil que intenta irracionalmente sobrevivir. El hecho de que un representante del movimiento de Mazzini fuera invitado, y acudiera, a la reunión de la primera Asociación Internacional de Trabajadores, pese a lo poco que le gustara a Marx, es significativo en este respecto. Esta convicción fue compartida por los fundadores liberales y democráticos de los estados descendientes de la Primera Guerra Mundial, y fue incorporada en la constitución de la Liga. Por lo que toca a los marxistas, aunque vieron el nacionalismo como históricamente reaccionario, ni aun ellos demandaron la total abolición de las fronteras nacionales; dado que la explotación clasista sería abolida por la revolución socialista, se asumió que las sociedades nacionales libres podrían existir lado a lado hasta, y aun, después del desvanecimiento del Estado concebido como un instrumento de la dominación clasista.

Ninguna de estas ideologías anticipó el crecimiento del sentimiento nacional y, más que esto, del nacionalismo agresivo. Lo que, creo, fue ignorado, fue el hecho, que quizá sólo Durkheim percibió claramente, de que la destrucción de los órdenes de la vida social y de las jerarquías tradicionales en las que las lealtades de los hombres estaban profundamente envueltas por la centralización y la “racionalización” burocrática que el proceso industrial requería y generaba, privaba a gran número de hombres de seguridad social y emocional, produciéndose así el fenómeno notorio de la alienación, la falta de techo espiritual y la creciente anomia; así fue como se requirió la creación, a través de una política social deliberada, de equivalentes psicológicos para los perdidos valores culturales, políticos, religiosos, sobre los que descansaba el orden antiguo. Los socialistas creían que la solidaridad de clase, la fraternidad de los explotados y la expectativa de una sociedad justa y racional que la revolución haría nacer, proporcionarían este indispensable cemento social; y ciertamente, en cierto grado sucedió. Más todavía, algunos de los pobres, los desplazados, los desposeídos, emigraron al Nuevo Mundo. Pero en su mayor parte el vacío no fue llenado ni por asociaciones profesionales, ni por partidos políticos, ni por los mitos revolucionarios que Sorel trató de proporcionar, sino por los nexos antiguos, tradicionales, la lengua, el suelo, los recuerdos históricos reales e imaginarios, y por las instituciones o líderes que funcionaron como encamaciones de las concepciones del hombre mismo como una comunidad, una Gemeinschaft, símbolos y motivaciones que probaron ser mucho más poderosos que lo que socialistas o ilustrados liberales hubieran deseado creer. La idea, algunas veces investida con un fervor místico o mesiánico, de la nación como autoridad suprema, reemplazando a la Iglesia o al príncipe o a la regla del derecho u otras fuentes de valores últimos, alivió el dolor de la herida en la conciencia del grupo, cualquiera que se le pudiera haber infligido, un enemigo exterior o capitalistas nativos o explotadores imperialistas o una burocracia cmel artificialmente impuesta.

Este sentimiento era, sin duda, deliberadamente explotado por partidos políticos, pero estaba allí para ser explotado, no fue inventado por aquellos que lo usaron para sus propios propósitos ulteriores. Estaba allí y poseía una fuerza independiente propia, que podía ser combinada con otras fuerzas, más efectivamente con la fuerza de un Estado sometido a la modernización, como una defensa contra otros poderes concebidos como ajenos u hostiles, o con grupos particulares, clases y movimientos dentro del Estado, religiosos, políticos y económicos, con los cuales la gran masa de la sociedad no se identificaba instintivamente. Se desarrolló, y pudo ser usada en muchas direcciones diferentes, como un arma de secularismo, industrialización, modernización, de uso racional de los recursos, o como un llamado a un pasado real o imaginario, algún paraíso perdido pagano o neomedieval, una visión de una vida más simple, más valerosa, más pura, o como el “llamado de la sangre o de alguna fe antigua contra los extranjeros o los cosmopolitas, o los sofistas, economistas y calculadores”,que no comprenden el alma verdadera del pueblo o las raíces de las cuales brota, y lo despojan de su herencia.

Me parece a mí que aquello que, pese a lo perceptivos que pudieron haber sido en otros respectos, ignoraron el poder explosivo generado por esta combinación de malsanas heridas mentales, causadas por la imagen de la nación como una sociedad de los vivos, los muertos y aun los todavía nonatos (siniestra, como demostraría serlo al llevarse a un punto de exacerbación patológica), desplegó una insuficiente aprehensión de la realidad social. Esto me parece que es verdad en lo presente como en los últimos doscientos años. El nacionalismo moderno ciertamente nació en suelo alemán, pero se desarrolló doquier las condiciones se parecían suficientemente al impacto de la modernización sobre la sociedad alemana tradicional. No deseo decir que esta ideología fuera inevitable; tal vez pudiera no haber nacido nunca. Nadie ha demostrado convincentemente que la imaginación humana obedece a leyes descubribles o es capaz de predecir el movimiento de las ideas. Si este enjambre de ideas no hubiera nacido, la historia pudiera haber tomado otra dirección. Las heridas infligidas sobre los alemanes pudieran haber estado allí, pero el bálsamo que ellos generaron, lo que Raymond Aron (quien aplicó esto al marxismo) ha llamado el opio de los intelectuales, pudiera haber sido algo diferente; en cuyo caso, las cosas pudieran haber acontecido en otra forma. Pero la idea nació y las consecuencias fueron las que fueron; y me parece que se muestra cierta obstinación ideológica al no reconocer su naturaleza e importancia.

¿Por qué no fue visto esto? En parte, tal vez, por la interpretación “Whig” tan ampliamente diseminada por los historiadores liberales ilustrados (y los socialistas). El cuadro es familiar: por un lado los poderes sombríos: la Iglesia, el capitalismo, la tradición, la autoridad, la jerarquía, la explotación, el privilegio; por el otro, las lumiéres, la lucha por la razón, por el conocimiento y la destrucción de barreras entre los hombres, la igualdad, los derechos humanos (particularmente los de las masas laborales), por la libertad individual y social, la reducción de la miseria, la opresión, la brutalidad, el énfasis en lo que los hombres tienen en común, no en sus diferencias. Sin embargo, para poner esto en su forma más simple,: Jas diferencias no fueron menos reales que la identidad genérica, y el “ser-de-la-especie” de Feuerbach y Marx. El sentimiento nacional, que brotó de ellos, cayó en ambos lados de esta división entre la luz y la oscuridad, el progreso y la reacción, justamente como ha sucedido dentro del campo comunista de nuestros días; las diferencias ignoradas los afirman y al final se levantan contra los esfuerzos para tiranizarlos en favor de una uniformidad asumida o deseada. El ideal de un solo sistema mundial organizado, científicamente gobernado por la razón estaba en el corazón del programa de la Ilustración. Cuando Immanuel Kant, que escasamente puede ser acusado de inclinarse hacia el irracionalismo, declaró que “de la madera torcida de la humanidad nunca se ha hecho cosa recta”,6 no dijo nada absurdo.

Tengo una sugerencia más que ofrecer. Me parece que el pensamiento del siglo xix y principios del xx fue asombrosamente eurocentrista. Cuando incluso los más imaginativos y radicales pensadores políticos de esos tiempos hablaron de los habitantes de Asia y África había, como regla, algo curiosamente remoto y abstracto acerca de sus ideas. Piensan de asiáticos y africanos casi exclusivamente en términos de su trato con los europeos. Ya sean imperialistas o benévolos paternalistas, liberales o socialistas ultrajados por la conquista y la explotación, los africanos y los asiáticos son tratados como protegidos o como víctimas de los europeos, pero raramente, si es que alguna vez, por su propio derecho, como pueblos con historias y culturas propias; con un pasado un presente y futuro que deben ser entendidos en términos de su propio carácter y circunstancias reales; o, si la existencia de tales culturas indígenas es reconocida, como en el caso de, digamos, India o Persia, China o Japón, esto tiende a ser grandemente ignorado cuando se trata de las necesidades futuras de estas sociedades. Consecuentemente, la noción de que un creciente nacionalismo podría desarrollarse en esos continentes no fue seriamente tomado en cuenta. Aun Lenin considera los movimientos nacionales en estos continentes sólo como armas contra el imperialismo europeo; y el apoyo a ellos sólo como para acelerar o retardar la marcha hacia la revolución en Europa. Esto es perfectamente inteligible, dado que él y sus compañeros revolucionarios creían que esto era el centro donde descansaba el poder mundial, que la revolución proletaria en Europa automáticamente liberaría a los trabajadores de todas partes, que los regímenes coloniales o semi-coloniales serían por tanto barridos y sus súbditos integrados dentro del nuevo orden mundial internacional socialmente emancipado. Por ello, Lenin no se interesó en la vida en tales comunidades, siguiendo en esto a Marx, cuyas páginas, por ejemplo, sobre la India o China, o Irlanda al respecto, no dan lecciones específicas para su futuro.

Este cercano eurocentrismo universal podría, cuando menos en parte, contar para el hecho de que la vasta explosión, no sólo de antiimperialismo, sino de nacionalismo en esos continentes permaneció sin predecir tan largamente. Hasta el enorme impacto de la victoria japonesa sobre Rusia en 1904, ningún pueblo no europeo se presentó ante la vista de los teóricos occidentales, políticos o sociales como una nación en el pleno sentido del término, cuyo carácter intrínseco, historia, problemas, potencialidades para el futuro constituyeran campo de estudio de primera importancia para los estudiantes de los asuntos públicos, la historia y el desarrollo humano en general. Esto es, tanto como cualquier otro punto, lo que pudiera ayudar a explicar esta extraña laguna en la futurología del pasado. Es instructivo llevar en mente que mientras la Revolución Rusa fue genuinamente libre de cualquier elemento nacionalista, aun después de la intervención aliada —ciertamente es justo describirla como de carácter totalmente antinacionalista—, ello no duró. Las concesiones que Stalin tuvo que hacer al sentimiento nacional antes y durante la invasión de Rusia por Hitler, y la posterior celebración de la historia puramente rusa, indica el grado al que la movilización de este sentimiento tuvo que llegar para promover los fines del Estado soviético. Y esto puede afirmarse también para la inmensa mayoría de los estados nacidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Creo que no sería una exageración decir que ningún movimiento político actual, en todo caso fuera del mundo occidental, sería capaz de triunfar a menos que esté aliado a un sentimiento nacional. No soy un historiador ni un científico político y así no pretendo ofrecer una explicación de este fenómeno. Sólo deseo proponer un problema e indicar la necesidad de una mayor atención para este particular vástago de la revuelta romántica, que ha afectado decisivamente nuestro mundo.

Trad, de Hero Rodríguez Toro