IV

Las teorías pocas veces nacen en el vacío. Y la pregunta acerca de las raíces de la visión tolstoiana de la historia es, por tanto, una pregunta razonable. Todo lo que Tolstoi escribe sobre la historia lleva el sello de su original personalidad, una cualidad de testimonio personal negada a la mayoría de los que escriben sobre temas abstractos. Acerca de estas materias, escribió como aficionado, no como profesional, mas recordemos que Tolstoi perteneció el mundo de los grandes negocios: fue miembro de la clase gobernante de su país y de su tiempo, y los conoció y los comprendió a la perfección; vivió en un medio excepcionalmente atestado de teorías e ideas, examinó una enorme cantidad de material para La guerra y la paz (aunque, como lo han demostrado varios investigadores rusos,1 no tanto como a veces se ha supuesto), viajó incansablemente y conoció a muchas notables figuras públicas en Alemania y en Francia.

No se puede dudar de que sus lecturas fueron extensas y de que quedó influido por lo que leyó. Es un lugar común decir que debió mucho a Rousseau, y que probablemente de él, de Diderot y de la Ilustración francesa derivó su manera analítica, antihistórica, de enfocar los problemas sociales, en particular la tendencia a tratarlos en función de categorías intemporales, lógicas, morales y metafísicas, y a no buscar su esencia, como propugnaba la escuela histórica alemana, en función de su crecimiento y como respuesta al cambiante medio histórico. Siguió siendo admirador de Rousseau, y ya entrado en años aún recomendaba el Emile como el mejor libro jamás escrito sobre educación.2 Rousseau debió de fortalecer -si en realidad no la originó- su tendencia creciente a idealizar la tierra y a su cultivador, al sencillo campesino, que para Tolstoi es encarnación de virtudes naturales casi tan rica como el noble salvaje de Rousseau. También Rousseau debió de reforzar al rudo campesino que había en Tolstoi con su poderosa actitud moralista y puritana, su desconfianza y antipatía hacia el rico, el poderoso, el feliz, por el hecho mismo de serlo; lo mismo puede decirse de su toque de genuino vandalismo y sus ocasionales explosiones de ciega rabia, muy rusa, contra el refinamiento de Occidente, y esa loa a la “virtud” y a los gustos sencillos, a la “vida moral sana”, a la barbarie militante y antiliberal, que es una de las contribuciones específicas de Rousseau al acervo de las ideas jacobinas. Y acaso Rousseau también influyera sobre él, al atribuir tan alto valor a la vida de familia, así como con su doctrina de la superioridad del corazón sobre el cerebro, de las virtudes morales sobre las intelectuales o estéticas. Esto ya se ha observado antes, y es cierto y revelador, pero no explica la teoría tolstoiana de la historia, de la que pueden encontrarse pocas afinidades en el profundamente ahistórico Rousseau. En realidad, hasta el cierto punto en que Rousseau intenta derivar el derecho de algunos hombres a ejercer autoridad sobre otros a partir de una teoría de la transferencia del poder, de acuerdo con el Contrato social, Tolstoi lo refuta despectivamente.

Más nos acercaremos a la verdad si consideramos la influencia que sus contemporáneos eslavófilos, románticos y conservadores tuvieron sobre Tolstoi. Estuvo cerca de algunos de ellos, especialmente de Pogodin y de Samarin, al mediar los años sesenta, mientras se hallaba escribiendo La guerra y la paz, y seguramente compartió su antagonismo por las teorías científicas de la historia, entonces en boga, fuese el positivismo metafísi-co de Comte y sus partidarios, o las opiniones más materialistas de Cher-nyshevsky y de Pisarev, así como las de Buckle y Mill y Herbert Spencer y la tradición empírica inglesa general, matizada de materialismo científico francés y alemán, a las que en sus diversos grupos pertenecían estas figuras tan diferentes. Los eslavófilos (y quizá especialmente Tyutchev, cuya poesía admiraba mucho Tolstoi) acaso hayan hecho algo para desacreditar ante sus ojos las teorías históricas modeladas sobre las ciencias naturales que para Tolstoi, como para Dostoievski, no daban una verdadera explicación de lo que los hombres hacían y padecían. Eran inadecuadas simplemente porque pasaban por alto la experiencia “interna” del hombre, lo trataban como un objeto natural, juguete de las mismas fuerzas que gobernaban a todos los demás constituyentes del mundo material, y porque, creyendo en las palabras de los enciclopedistas franceses, trataban de estudiar el comportamiento social como quien estudia una colmena o un hormiguero, y luego se quejaban de que las leyes que habían formulado no explicaban el comportamiento de los seres humanos vivos. Más aún, estos medievalistas románticos quizá robustecieran el natural antiintelectualismo y antiliberalismo de Tolstoi y su opinión —profundamente escéptica y pesimista- acerca de la fuerza de los motivos no nacionales sobre el comportamiento, que al mismo tiempo dominan a los seres humanos y los engañan acerca de sí mismos; en suma, en ese innato conservadurismo de visión que muy pronto hizo Tolstoi sospechoso ante los ojos de la intelligentsia radical rusa de los años cincuenta y sesenta, y les hizo pensar, con cierta irritación, que después de todo era un conde, un oficial y un reaccionario, y no uno de ellos, no genuina-mente ilustrado o révolté, pese a sus encendidas protestas contra el sistema político, pese a sus heterodoxias y su destructivo nihilismo.

Pero aun cuando Tolstoi y los eslavófilos acaso combatieron a un enemigo común, sus opiniones positivas divergían marcadamente. La doctrina eslavófila derivaba principalmente del idealismo alemán, en particular del concepto de Schelling, pese a sus elogios —de dientes para afuera- a Hegel y a sus intérpretes, de que el verdadero conocimiento no podía alcanzarse mediante el uso de la razón, sino tan sólo por una autoidentificación imaginativa con el principio central del universo, el alma del mundo, como la de artistas y filósofos en sus momentos de inspiración divina. Alguno de los eslavófilos identificaba esto con las verdades reveladas de la religión ortodoxa y con la tradición mística de la Iglesia rusa, y legaron esto a los poetas simbolistas y a los filósofos rusos de una generación posterior. Tolstoi se hallaba en el polo opuesto. Creía que sólo por medio de la paciente observación empírica podía alcanzarse algún conocimiento; que este conocimiento siempre es inadecuado, que a menudo la gente sencilla conoce la verdad mejor que la gente culta, porque su observación de los hombres y de la naturaleza está menos nublada por teorías huecas, y no porque sean inspirados vehículos del aliento divino. Hay una aguda punta de sentido común en todo lo que Tolstoi escribió, que automáticamente pone en fuga las fantasías metafísicas y las tendencias indisciplinadas a experiencias esotéricas, o las interpretaciones poéticas o teológicas de la vida, que forman el núcleo mismo de la visión eslavófila, y que como en el caso análogo del romanticismo antiindustrial de Occidente, determinó lo mismo su odio por la política y la economía en el sentido ordinario, que su nacionalismo místico. Más aún, los eslavófilos eran adoradores del método histórico, único que, según ellos, mostraba la verdadera naturaleza —revelada sólo en su impalpable desarrollo en el tiempo- de las instituciones individuales así como de las ciencias abstractas.

Nada de esto podía encontrar simpatía en el muy empecinado y objetivo Tolstoi, especialmente el Tolstoi realista de su edad mediana; si bien el campesino Platón Karataev tenía algo en común con el ethos agrario de los ideólogos eslavófilos (de hecho, paneslavos) —la simple sabiduría rural contra los absurdos del hipercavilador Occidente-, Pierre Bezukov en los primeros esbozos de La guerra y la paz termina sus días como decembrista y exiliado en Siberia, y no se puede suponer que, después de todas sus vacilaciones espirituales, haya encontrado finalmente la paz en algún sistema metafísico, y menos aún en el seno de la Iglesia ortodoxa o de cualquier otro credo establecido. Los eslavófilos vieron a través de las pretensiones de las ciencias sociales y la psicológica occidental, y ello agradó a Tolstoi, pero sus doctrinas positivas le interesaron poco. Estaba en contra de los misterios ininteligibles, en contra de la bruma de la antigüedad, en contra de todo lo que recurriera a la jerga de los especialistas: el cuadro desfavorable que pinta de los masones en La guerra y la paz siguió siendo síntoma de su actitud hasta el fin. Esto tuvo que reforzarse por su interés en los escritos del exiliado Proudhon —y en la visita que le hizo en 1861-, cuyo confuso irracionalismo, puritanismo, odio a la autoridad y a los intelectuales burgueses, y su rousseaunismo y la violencia de su tono evidentemente le agradaron. Es muy posible que tomara el título de su novela de La guerre et la paix, de Proudhon, publicada ese mismo año.

Si los idealistas clásicos alemanes no ejercieron un efecto directo sobre Tolstoi, sí hubo al menos un filósofo alemán del que se expresó con admiración. Y en realidad no es difícil ver por qué Schopenhauer le resultó atractivo: ese pensador solitario pintaba un cuadro sombrío de la impotente voluntad humana debatiéndose desesperadamente contra leyes del universo rígidamente determinadas; hablaba de la vanidad de todas las pasiones humanas, del absurdo de los sistemas racionales; de la universal incomprensión de las fuentes no racionales de la acción y del sentimiento, del sufrimiento al que está sometida toda carne, y de la consecuente conveniencia de reducir la vulnerabilidad humana reduciendo el hombre mismo a la condición de máximo quietismo para que, una vez sin pasiones, ya no pudiera ser herido o humillado. Esta célebre doctrina ya reflejaba las posteriores opiniones de Tolstoi: que el hombre padece mucho porque ambiciona demasiado, es insensatamente ambicioso y sobreestima grotescamente su propia capacidad. También es posible que provenga de Schopenhauer el amargo hincapié en el conocido contraste del engaño del libre albedrío con la realidad de las leyes de bronce que gobiernan al mundo, en particular la descripción de los padecimientos inevitables que este engaño, como no es posible disiparlo, necesariamente ha de causar. Esto, para Schopenhauer como para Tolstoi, es la tragedia central de la vida humana; si los hombres supieran cuán poco pueden dominar, aun los más inteligentes y talentosos, cuán poco pueden conocer la multitud de factores cuyo ordenado avance es la historia del mundo y, sobre todo, cuán presuntuosa insensatez es sostener que se percibe un orden tan sólo por creer desesperadamente que debe existir un orden, cuando lo único que en realidad se percibe es el caos sin significado alguno, un caos cuya forma amplificada, el microcosmos en que el desorden de la vida humana se refleja en grado más intenso, es la guerra.

La más reconocida de todas las deudas literarias de Tolstoi es, desde luego, para con Stendhal. En su célebre entrevista de 1901 con Paul Boyer,3 Tolstoi nombró a Stendhal y a Rousseau como los dos escritores a quienes más debía, y añadió que todo lo que sabía de la guerra lo había aprendido de la descripción que hace Stendhal de la batalla de Waterloo en La cartuja de Parma, donde Fabricio deambula por el campo de batalla “sin entender nada”. Y dijo que este concepto -la guerra sin panache “ni embellecimiento”— del que le había hablado su hermano Nicolás, lo había comprobado él personalmente durante su servicio militar en la guerra de Crimea. Nada ha conquistado tantos elogios de soldados reales como las viñetas de Tolstoi de episodios de guerra, sus descripciones de cómo ven las batallas los que realmente participan en ellas.

No hay duda de que Tolstoi hizo justicia al declarar que debía mucho de esta cruda luz a Stendhal. Pero hay, tras Stendhal, otra figura aún más seca, aún más destructiva, de la que Stendhal bien pudo derivar, al menos en parte, su nuevo método de interpretar la vida social, un escritor célebre cuyas obras Tolstoi ciertamente conocía y para con quien tuvo una deuda más profunda de lo que comúnmente se ha supuesto, pues la notable semejanza de sus opiniones sería difícil de atribuir a la casualidad o a las misteriosas operaciones del Zeitgeist. Esta figura fue el famoso Joseph de Maistre; y la historia completa de sus influencias sobre Tolstoi, aunque ya ha sido notada por los estudiosos de éste, y al menos un crítico de Maistre,4 aún está por escribirse.

V

El 1 de noviembre de 1865, mientras estaba escribiendo La guerra y la paz, Tolstoi anotó en su diario: “estoy leyendo a Maistre”,5 y el 7 de septiembre de 1866 escribió al editor Bartenev, que era una especie de ayudante general suyo, pidiéndole que le enviara el “Archivo Maistre”, es decir, sus cartas y notas. Hay todas las razones para comprender por qué Tolstoi deseaba leer a este autor relativamente poco conocido. El conde Joseph de Maistre fue un monarquista saboyano que surgió a la fama con sus escritos anturevolucionarios en los últimos años del siglo xvm. Aunque habitualmente clasificado como escritor reaccionario y ortodoxo católico, pilar de la Restauración borbónica y defensor del status quo prerrevolu-cionario, en particular de la autoridad papal, en realidad era mucho más que esto. Sostenía opiniones sombríamente anticonvencionales y misantrópicas acerca de la naturaleza de los individuos y las sociedades, y escribió con una violencia tajante e irónica acerca del incurable salvajismo y la perversa naturaleza del hombre, de lo inevitable de la perpetua matanza, del carácter divinamente instituido de las guerras, y del papel abrumador desempeñado en los asuntos humanos por el anhelo de la autoinmolación que, más que la sociabilidad natural o los acuerdos artificiales, crea por igual ejércitos y sociedades civiles; subrayaba la necesidad de la autoridad absoluta, el castigo y la represión continua si habían de imponerse la civilización y el orden. Tanto el contenido como el tono de sus escritos están más cerca de Nietzsche, D’Annunzio y los heraldos del fascismo moderno que de los respetables monarquistas de su tiempo, y causaron cierta conmoción en sus días, tanto entre los legitimistas como en la Francia napoleónica. En 1803 Maistre fue enviado por su soberano, el rey de Saboya -que por entonces vivía en el exilio, en Roma, víctima de Napoleón y que pronto tuvo que mudarse a Cerdeña— como su representante semioficial a la corte de San Petersburgo. Maistre, quien poseía excelente trato social y un agudo sentido del ambiente, causó una gran impresión entre la sociedad de la capital rusa, como cortesano pulido, hombre ingenioso y observador, político y sagaz. Permaneció en San Petersburgo de 1803 a 1817, y sus despachos y cartas, exquisitamente escritos y a menudo diabólicamente penetrantes y proféticos, así como su correspondencia privada y las diversas notas sueltas acerca de Rusia y sus habitantes enviadas a su gobierno y a sus amigos y consultores entre la nobleza rusa, forman una inapreciable fuente de información acerca de la vida y las opiniones de los círculos gobernantes del imperio ruso durante el periodo napoleónico e inmediatamente después.

Maistre, autor de varios ensayos teológicos-políticos, falleció en 1821, pero la edición definitiva de sus obras, en particular de las célebres Veladas de San Petersburgo, que en forma de diálogo platónico tratan de la naturaleza y las sanciones del gobierno humano y de otros problemas políticos y filosóficos, así como su Correspondance diplomatique y sus cartas, sólo fue publicada íntegra en los años cincuenta y principios de los sesenta por su hijo Rodolphe y por otros. El odio manifiesto de Maistre a Austria, su antibonapartismo así como la creciente importancia del reino del Piamonte antes y después de la guerra de Crimea aumentaron, por aquellas fechas, de manera natural, el interés en su personalidad y su pensamiento. Empezaron a aparecer libros acerca de él, produciendo no pocas discusiones en los círculos literarios e históricos de Rusia. Tolstoi poseía las Veladas, así como la correspondencia diplomática y las cartas de Maistre, y de ellas se encontraron ejemplares en su biblioteca de Yasnaya Polyana. Sea como fuere, es claro que Tolstoi las aprovechó extensamente en La guerra y la paz-6 7 Así, el célebre relato de la intervención de Pau-lucci en el debate del Estado Mayor ruso en Drissa es reproducción casi literal de una carta de Maistre. De modo semejante, la charla del príncipe Vasily en la recepción de Mme. Scherer con el “homme de beaucoup de mérite”5i acerca de Kutuzov, está obviamente basada en una carta de Maistre, en que se encuentran todas las frases en francés con que está salpicada esta conversación. Hay, además, una nota en uno de los primeros borradores de Tolstoi “en casa de Anna Pavlovna, J. Maistre”, que se refiere al raconteur que relata a la bella Héléne y a un admirado grupo de personas la estúpida anécdota del encuentro de Napoleón con el duque de Enghien durante la cena con la célebre actriz Mile. Georges.8 Asimismo, el hábito del viejo príncipe Bolkonsky de cambiar de cama, de una habitación a otra, probablemente está tomado de un relato que cuenta Maistre acerca de un hábito similar del conde Stroganov. Y finalmente, el nombre de Maistre aparece en la novela misma,9 entre quienes convienen en que sería embarazoso e insensato capturar a los príncipes y mariscales más eminentes del ejército de Napoleón, pues esto sólo crearía dificultades diplomáticas. Zhikharev, cuyas memorias consultó Tolstoi, conoció a Maistre en 1807, y lo describió en los términos más entusiastas;10 algo de la atmósfera que imbuye estas memorias entra en la descripción que hace Tolstoi de los emigrados eminentes en el salón de Anna Pavlovna Scherer, con que empieza La guerra y la paz, y en sus otras referencias a la sociedad petersburguesa elegante de la época. Estos ecos paralelos han sido minuciosamente verificados por los eruditos tolstoianos, y no dejan duda acerca de lo que de allí tomó Tolstoi.

Entre estos paralelos hay también similitudes de índole más importante. Maistre explica que la victoria de los legendarios Horacios sobre los Curiáceos —como todas las victorias en general-se debió al intangible factor de la moral, y Tolstoi, de modo semejante, habla de la importancia suprema de esta desconocida “cantidad” al determinar el resultado de las batallas; el impalpable “espíritu” de sus tropas y de sus comandantes. Este hincapié en lo imponderable y lo incalculable es parte importante del general irracionalismo de Maistre. Más clara y audazmente que nadie antes que él, Maistre declaró que el intelecto humano sólo era un débil instrumento contra el poderío de las fuerzas naturales; que las explicaciones racionales de la conducta humana raras veces explicaban algo. Sostuvo que sólo lo irracional podría persistir y ser poderoso, precisamente porque desafía toda explicación y así, no podía ser socavado por las actividades críticas de la razón. Y citó, en calidad de ejemplos, instituciones tan irracionales como la monarquía hereditaria y el matrimonio, que pasaban de una época a otra, mientras que instituciones tan racionales como la monarquía electiva o las relaciones personales “libres” pronto, y por ninguna razón clara, se desplomaban doquier que se les introducía.

Maistre concebía la vida como un terrible combate en todos los niveles, entre plantas y animales no menos que entre individuos y naciones, combate en que no se esperaba ganar nada, pero se originaba en algún afán primitivo, misterioso, sanguinario y de autoinmolación, implantado por Dios. Este instinto era mucho más poderoso que los débiles esfuerzos de los hombres racionales que trataban de alcanzar la paz y la felicidad (que, en todo caso, no era el deseo más profundo del corazón humano, sino tan sólo de su caricatura, el intelecto liberal) planeando la vida de la sociedad sin contar con las violentas fuerzas que tarde o temprano, inevitablemente, harían que sus minúsculas estructuras se desplomaran como castillos de naipes. Maistre consideraba el campo de batalla típico de la vida en todos sus aspectos, y se burlaba de los generales convencidos de que eran ellos quienes en realidad mandaban los desplazamientos de sus tropas y dirigían el curso de la batalla. Declaró que en el verdadero fragor de la batalla nadie podía empezar siquiera a decir qué estaba ocurriendo:

On parle beaucoup de batailles dans le monde sans savoir ce que c’est; on est surtout assez sujet á les considérer comme des points, tandis qu’elles couvrent deux ou trois lieues de pays; on vous dit gravement: Comment ne savez-vous pos y étiez? tandis que c’est précisément le contraire qu ’on pourrait dire assez souvent. Celui qui est á la droite sait-il ce qui se passe á la gauche? sait-il seulement ce qui se passe á deux pas de lui?Je me représente aisément une de ces scenes épouvantables: sur un vaste terrain couvert de torn les appréts du carnage, et qui semble s’ébranler sous les pas des hom-mes et des chevaux; au milieu du feu et des tourbillons de jumée; étourdi, transporté par le rettentissement des armes a feu et des instruments militai-res, par des voix qui commandent, qui hurlent ou qui s’éteignent; environné de morts, de mourants, de cadavres mutiles; possédé tour á tour par la crainte, par l’espérance, par la rage, par cinq ou six ivresses différentes, que devient l’homme? que voit-il? que sait-il au bout de quelques heures? que peut-il sur lui et sur les autres? Parmi cette foule de guerriers qui ont combattu tout le jour, il n’y en a souvent pas un seul, et pas mime le général, qui sache ou est le vainqueur. II ne tiendrait qu’á moi de vous citer des batailles moder-nes, des baitalles fameuses dont la mémoire ne périra jamais; des baitalles qui ont changé la face des affaires en Europe, et qui n ’ont été perdues que parce que tel ou tel homme a cru qu ’elles l’étaient: de maniere qu ’en suppo-sant toutes les circonstances égales, et pas une goutte de sang plus versée de part et d’autre, un autre général aurait fait chanter le Te Deum chez lui, et forcé l’histoire de dire tout le contraire de ce qu’elle dirá.™

[En el mundo se habla mucho de batallas sin saber lo que son; sobre todo, se les suele considerar como puntos, aunque en realidad cubren dos o tres leguas; se nos dice gravemente, ¿cómo no sabéis lo que ha sucedido en ese combate, vosotros que allí estabais?, siendo que es lo contrario lo que a menudo se podría decir. ¿Sabe el que está a la derecha lo que ocurre a la izquierda? ¿Sabe siquiera lo que sucede a dos pasos de él? Me figuro sin dificultad una de esas escenas terribles: sobre un vasto terreno cubierto de todas las máquinas de matanza, que parecen temblar bajo el piso de hombres y caballos, en medio del fuego y de las nubes de humo; aturdido, arrebatado por el resonar de las armas de fuego y de los instrumentos militares, por las voces de mando que truenan o se extinguen; rodeado de muertos, de moribundos, de cadáveres mutilados; poseído, fuera de sí por el miedo, por la esperanza, por la rabia, por cinco o seis embriagueces, ¿qué se vuelve el hombre? ¿Qué sabe al cabo de pocas horas? ¿Qué poder tiene sobre sí mismo y sobre los demás? Entre esta multitud de guerreros que han combatido todo el día, a menudo no hay uno solo, ni siquiera el general, que sepa quién es el vencedor. Podría citaros batallas modernas, batallas famosas cuyo recuerdo no morirá jamás, batallas que han cambiado la faz de Europa, y que sólo han sido perdidas porque tal o cual hombre ha creído que lo estaban; de manera que suponiendo iguales todas las circunstancias, y ni una gota más de sangre vertida por uno de los bandos, otro general habría hecho cantar el Te Deum y obligado a la historia a decir todo lo contrario de lo que dirá.]

Y después:

N’avons-nouspasfini mémepar voirperdre des bataillesgaguees?... Je crois en général que les batailles ne se gagnent ni se perdent point phy-siquement.a9

[¿No hemos acabado por ver perder batallas ganadas?... yo creo que, en general, las batallas no se ganan ni se pierden físicamente.]

De méme une armée de 40 000 hommes est inférieurephysiquement á une autre armée de 60000: mais si la premiere a plus de courage, d’expérience et de discipline, elle pourra battre la seconde; car elle a plus d’action avec moins de masse, et c’est ce que nous voyons á chaqué page de Thistoire.11 12

[Asimismo, un ejército de 40000 hombres es inferior físicamente a otro ejército de 60000, pero si el primero tiene más valor, más experiencia y más disciplina, podrá vencer al segundo, porque tiene más acción con menos masa, y esto es lo que vemos en cada página de la historia.]

Y finalmente:

C’est l’opinion qui perd les batailles, et c’est l’opinion qui les gagne.

[Es la opinión la que pierde las batallas, y es la opinión la que las gana.]

La victoria es cuestión moral o psicológica, no física:

Qu’est ce qu’une bataille perdue?... C’est une bataille qu’on croit avoir perdue. Ríen n’estplus vrai. Un homme qui se bat avec un autre est vaincu lorsqui’il est tuí ou terrassé, et que l’autre est debout; il n’en est pos ainsi de deux armées: l’une nepeut étre tuée, tandis que l’autre reste enpied. Les forces se balancent ainsi que les morts, et depuis surtout que l’invention de la poudre a mis plus d’égalité dans les moyens de destruction, une bataille ne se perd plus matériattement; c’est-a-dire parce qu’il y a plus de morts d’un cóté que de l’autre; aussi Frédéric II, qui s’y entendait unpeu, disait: Vaincre, c’est avancer. Mais quel est celui qui avance? C’est celui dont la conscience et la contenance font reculer l’autre}'1

[¿Qué es una batalla perdida?... Es una batalla que se cree haber sido perdida. No hay nada más cierto. Un hombre que combate con otro es vencido al ser muerto o derribado, mientras el otro sigue en pie; no es así entre dos ejércitos; uno no puede ser muerto, mientras que el otro queda en pie. Las fuerzas se equilibran así como los muertos, y sobre todo desde que la invención de la pólvora ha puesto más igualdad en los medios de destrucción, una batalla no se pierde ya materialmente; es decir, porque hay más muertos de un lado que del otro; así Federico II, que sabía algo de esto, decía: Vencer es avangar. Pero ¿cuál es el que avanza? Aquel cuya conciencia y compostura hacen retroceder al otro.] 13 14

No hay ni puede haber ciencia militar, pues

C’est ¡’imagination quiperd les batailles,15 [...]peu de batailles ne sont perduesphysiquement... vous tirez, je tire... le véritable vainqueur, comme le véritable vaincu, c’est celui qui emit l’étre,16

[Es la imaginación la que pierde las batallas [...] pocas batallas se pierden físicamente... vos tiráis, yo tiro... el verdadero vencedor, como el verdadero vencido, es el que cree serlo.]

Esta es la lección que Tolstoi dice haber aprendido de Stendhal, pero las palabras del príncipe Andrey acerca de Austerlitz -“perdimos porque nos dijimos que habíamos perdido”—17 así como la atribución de la victoria rusa sobre Napoleón a la fuerza del deseo ruso de vivir, son eco de Maistre, no de Stendhal.

Este paralelismo entre las opiniones de Maistre y las de Tolstoi acerca del caos y la imposibilidad de dirigir las batallas y guerras, con sus implicaciones más generales para la vida humana, junto con el desprecio de ambos por las ingenuas versiones de los historiadores académicos para explicar la violencia humana y el amor a la guerra, fue notado por el eminente historiador francés Albert Sorel en una conferencia poco conocida, que pronunció el 7 de abril de 1888 en la Ecole des Sciences Politiques.18 Trazó un paralelo entre Maistre y Tolstoi, y observó que aun cuando Maistre era teócrata y Tolstoi era “nihilista”, sin embargo ambos consideraban las causas primeras de los acontecimientos como misteriosas, al reducir a nada las voluntades humanas. Escribió Sorel: “La distancia del teócrata al místico, y del místico al nihilista, es menor que la de la mariposa a la larva, de la larva a la crisálida, de la crisálida a la mariposa.”19 Tolstoi se asemeja a Maistre porque, como él, siente curiosidad por las causas primeras, plantea preguntas como esta de Maistre:

Expliquez pourquoi ce qu ’il y a de plus honorable dans le monde, au jugement de tout le genre humain sans exception, est le droit de verser inno-cemment le sang innocent ?m

[Explicad por qué lo más honorable en el mundo, según el juicio de todo el género humano sin excepción, es el derecho de verter inocentemente la sangre inocente.]

Rechaza todas las respuestas racionalistas y naturalistas, subraya impalpables factores psicológicos y “espirituales” -y a veces zoológicos— como determinantes de los hechos, y los subraya a expensas de los análisis estadísticos de las fuerzas militares, así como lo hacía Maistre en sus despachos a su gobierno en Cagliari. En realidad las versiones tolstoianas de los movimientos de masas —en combate y al huir de Moscú los rusos o de Rusia los franceses— casi parecen planteadas como ilustraciones concretas de la teoría de Maistre acerca del carácter no planeado mi planea-ble de todos los grandes acontecimientos. Pero el paralelo es más exacto aún. El conde saboyano y el conde ruso están reaccionando, ambos violentamente contra el optimismo liberal acerca de la bondad humana y de la razón humana y de lo válido o inevitable del progreso material: ambos atacan furiosamente la idea de que la humanidad pueda volverse eternamente feliz y virtuosa por medios racionales y científicos.

La primera gran oleada de racionalismo optimista que siguió a las guerras de religión surgió frente a la violencia de la gran Revolución Francesa y frente al despotismo político y la miseria social y económica que la siguieron: en Rusia una oleada similar fue disuelta por la larga sucesión de medidas represivas que tomó Nicolás I para contrarrestar, primero, el esfuerzo de la revuelta decembrista y, casi un cuarto de siglo después, la influencia de las revoluciones europeas de 1848-1849; y a esto debe añadirse el efecto material y moral, un decenio después, del desastre de Crimea.

En ambos casos, el recurso a la fuerza bruta acabó con mucho idealismo impracticable, y resultó en varios tipos de realismo y dureza; entre otros, de socialismo materialista, neofeudalismo autoritario, nacionalismo a sangre y fuego y otros movimientos enconadamente antiliberales. En el caso de Maistre y en el de Tolstoi, con todas sus insalvables diferencias psicológicas, sociales, culturales, y religiosas, la desilusión tomó la forma de un escepticismo agudo ante el método científico como tal, desconfianza de todo liberalismo, positivismo, racionalismo y todas las formas de evaluado secularismo por entonces en boga en la Europa Occidental, y los llevó a hacer un deliberado hincapié en los aspectos “desagradables” de la historia humana, de los que los románticos sentimentales, los historiadores humanistas y los teorizantes sociales optimistas parecían desviar intencionalmente la mirada.

Tanto Maistre como Tolstoi hablaron de los reformadores políticos (en un ejemplo interesante, del mismo individuo representante de todos ellos, el estadista ruso Speransky) con el mismo tono de amarga y desdeñosa ironía. Se sospechó que Maistre había tenido que ver activamente con la caída y el exilio de Speransky; Tolstoi a través de los ojos del príncipe Andrey, describe el pálido rostro del antiguo favorito de Alejandro, sus manos suaves, sus grandes aires, lo artificial y vano de sus movimientos —como algo revelador de la irrealidad de su persona y de sus actividades liberales—, de una manera que Maistre habría aplaudido. Ambos hablan de los intelectuales con desdén y hostilidad. Maistre no sólo los considera grotescas víctimas del proceso histórico -repugnantes advertencias creadas por la Providencia para espantar a la humanidad y hacerle volver a la antigua fe romana—, sino como seres peligrosos para la sociedad, como una secta pestilente de indagadores y corruptores de la juventud, contra cuya corrosiva actividad debe tomar medidas todo gobernante sabio. Tolstoi los trata con más desprecio que odio, y los representa como pobres seres extraviados, débiles mentales con delirios de grandeza. Maistre los ve como una plaga de langosta política y social, un cáncer en el corazón de la civilización cristiana, que es lo más sagrado de todo y que sólo seguirá viviendo por los esfuerzos heroicos del papa y su Iglesia. Tolstoi los ve como locos, taimados, caviladores de sutilezas, vanos, ciegos y sordos a las realidades que corazones más simples pueden captar, y de vez en cuando se lanza contra ellos con la violencia brutal de un sombrío y anárquico campesino viejo dispuesto a vengarse, después de años de silencio, de esos monigotes estúpidos y parlanchines criados en la ciudad, tan orondos y llenos de palabras para explicarlo todo, tan superiores, tan impotentes y vacíos. Ambos desdeñan toda interpretación de la historia que no coloque en su centro mismo el problema de la naturaleza del poder, y ambos hablan con soma de los intentos racionalistas por explicarla. Maistre se divierte a costillas de los enciclopedistas -de sus ingeniosas superficialidades, de sus limpias pero huecas categorías—, en tono muy semejante al adoptado por Tolstoi hacia sus descendientes de un siglo después, los sociólogos e historiadores científicos. Ambos afirman creer en la sabiduría profunda de la gente común, no corrompida, aunque los mordaces obiter dicta de Maistre acerca de la incurable barbarie, venalidad e ignorancia de los rusos no pudieron ser muy del gusto de Tolstoi, si en realidad los leyó.

Ambos, Maistre y Tolstoi, ven el mundo occidental como “descompuesto” en cierto sentido y en rápida decadencia. Fue esta la doctrina que los contrarrevolucionarios católicos virtualmente inventaron con el cambio de siglo, y formó parte de su concepto de la Revolución Francesa como castigo divino lanzado contra quienes se descarriaron de la fe cristiana, y en particular de la Iglesia católica. Desde Francia, esta denuncia del secularismo fue llevada por muchas vías tortuosas, especialmente por pensadores de segunda clase y por sus lectores académicos, a Alemania y Rusia (a Rusia tanto directamente como a través de versiones alemanas), donde encontró un suelo fértil entre quienes, habiéndose evitado los levantamientos revolucionarios, encontraban grato para su amour propre creer que ellos, por lo menos, aún seguían por el buen camino hacia mayor poder y gloria, mientras que Occidente, destruido por la caída de su antigua fe, rápidamente se desintegraba en lo político y en lo moral. No hay duda de que Tolstoi tomó este elemento de su visión, tanto de los eslavófilos y otros chauvinistas rusos como directamente de Maistre, pero debe mostrarse que esta creencia es excepcionalmente poderosa en los dos secos y aristocráticos observadores y gobierna sus opiniones, tan extrañamente similares. Ambos eran, en el fondo, intransigentes pesimistas, cuya implacable destrucción de las ilusiones en su curso atemorizó a sus contemporáneos, aun cuando tuvieran que reconocer la verdad de lo que decían. Pese al hecho de que Maistre fue un fanático ultramontano y partidario de las instituciones establecidas, en tanto que Tolstoi, apolítico en sus primeras obras, no daba muestra de un sentimiento radical, los contemporáneos de uno y de otro sintieron oscuramente que eran nihilistas: los valores humanos del siglo xix se desmoronaban entre sus dedos. Ambos intentaron huir de su propio inescapable e incontestable escepticismo hacia alguna verdad vasta e inasible que los protegiera de los efectos de sus naturales inclinaciones y temperamento: Maistre se refugió en la Iglesia, Tolstoi en el corazón humano no corrompido y en el simple amor fraternal, estado que raras veces habrá podido conocer, idea ante cuya visión lo abandona su talento narrativo, que entonces sólo produce algo inartístico, inerte e ingenuo, penosamente conmovedor, lamentablemente falto de poder de convicción y obviamente remoto de su propia experiencia.

Y, sin embargo, no hay que llevar demasiado lejos la analogía: es cierto que ambos, Maistre y Tolstoi, atribuyen la mayor importancia posible a la guerra y los conflictos, pero Maistre, como Proudhon después de él,20 glorifica la guerra y declara que es misteriosa y divina, mientras que Tolstoi la detesta y cree que sólo sería explicable si supiésemos bastante de sus muchas causas minúsculas: el célebre “diferencial” de la historia. Maistre creía en la autoridad porque era una fuerza irracional, creía en la necesidad de someterse, en lo inevitable del delito y en la importancia suprema de inquisiciones y castigos. Consideraba al verdugo piedra angular de la sociedad, y no en balde Stendhal le llamó l’ami du bourreau y Lamennais dijo que para él sólo existían dos realidades, crimen y castigo: “sus obras parecen escritas en el cadalso”.21 Maistre veía el mundo como una multitud de seres salvajes destrozándose unos a otros, matando por el placer de matar, con violencia y sangre, y consideraba esto como la condición normal de toda vida animada. Tolstoi está lejos de tanto horror, crimen y sadismo;22 y, contra lo que digan Albert Sorel y Vogüé, en ningún sentido es un místico; él no tiene miedo de cuestionar nada, y cree que debe existir alguna respuesta sencilla, todo el tiempo está ante nosotros, pero nosotros la buscamos en los lugares más remotos y extraños.

Maistre apoyó el principio de la jerarquía y creyó en una aristocracia abnegada, en el heroísmo, la obediencia y el más rígido gobierno de las masas por sus superiores sociales y teológicos. En consecuencia, propuso que la educación en Rusia se pusiera en manos de los jesuitas; éstos, al menos inculcarían a los bárbaros escitas la lengua latina, lengua sagrada en la humanidad simplemente porque representaba los prejuicios y supersticiones de épocas pretéritas, creencias que habían pasado la prueba de la historia y de la experiencia, única manera de formar una muralla lo bastante fuerte para resistir los terribles ácidos del ateísmo, el liberalismo y la libertad de pensamiento. Consideraba sobre todo las ciencias naturales y la literatura secular como objetos peligrosos en manos de quienes no estuviesen completamente adoctrinados en contra de ellas, vino embriagante que peligrosamente podría excitar y al final destruir a cualquier sociedad no acostumbrada a él.

Tolstoi combatió durante toda su vida el oscurantismo y la artificial represión del deseo de saber, dirigió sus palabras más seguras contra los estadistas y escritores rusos del último cuarto del siglo xix -Pobedonostsev y sus amigos y epígonos- que predicaron precisamente estas máximas del gran reaccionario católico. El autor de La guerra y la paz abiertamente odiaba a los jesuitas; en particular, le enfureció su triunfo al convertir a las elegantes damas rusas durante el reinado de Alejandro; los últimos actos de la vida de Héléne, y la indigna esposa de Pierre, casi parecen basados en las actividades de Maistre como misionero entre la aristocracia de San Petersburgo; hay, en realidad, buenas razones para creer que los jesuitas fueron expulsados de Rusia y Maistre virtualmente llamado por su gobierno, cuando sus instrucciones fueron consideradas demasiado abiertas y triunfantes por el emperador mismo.

Por tanto, nada habría escandalizado más a Tolstoi que decirle que tenía mucho en común con este apóstol de las tinieblas, este defensor de la ignorancia y la esclavitud. No obstante, de todos los escritores sobre cuestiones sociales, es el tono de Maistre el que más se asemeja al de Tolstoi. Ambos mantienen la misma sardónica, casi cínica incredulidad en el mejoramiento de la sociedad por medios racionales, por la promulgación de leyes buenas o la propagación del conocimiento científico. Ambos hablan con la misma airada ironía de toda explicación en boga, de toda panacea social, particularmente de la ordenación y planeación de la sociedad de acuerdo con alguna fórmula descubierta por el hombre. En Maistre abiertamente y en Tolstoi menos clara, hay una actitud profundamente escéptica hacia todos los expertos y todas las técnicas, todas las elevadas profesiones de la fe secular y todos los esfuerzos de mejora social hechos por personas bien intencionadas pero ¡ay!, idealistas; la misma antipatía hacia todo el que trafica con ideas, que cree en conceptos abstractos; y ambos se vieron profundamente afectados por las ideas de Voltaire y las rechazaron con violencia. Ambos apelan, en última instancia, a alguna fuente elemental oculta en el alma de los hombres, llegando Maistre, sin embargo, a denunciar a Rousseau como falso profeta, mientras Tolstoi mantiene hacia él una actitud más ambigua. Ambos, ante todo, rechazan el concepto de libertad política individual, de derechos civiles garantizados por algún impersonal sistema de justicia. Maistre, porque veía todo deseo de libertad personal -fuese política o económica o social o cultural o religiosa— como veleidosa indisciplina y estúpida insubordinación, y apoyaba la tradición en sus formas más oscuramente irracionales y represivas, pues sólo ella aportaba la energía que da vida, continuidad y anclaje a las instituciones sociales; Tolstoi rechazaba la reforma política porque creía que la regeneración última sólo podía llegar de adentro, y que sólo se vivía realmente la vida interior en las honduras intactas de la masa del pueblo.

VI

Pero existe un paralelo mayor y más importante entre la interpretación tolstoiana de la historia y las ideas de Maistre, y plantea cuestiones de principio fundamental relacionadas con el conocimiento del pasado. Uno de los elementos más notables comunes al pensamiento de estos pensadores tan distintos, de hecho antagónicos, es su preocupación por el carácter inexorable —la “marcha”— de los acontecimientos. Ambos consideraban lo que ocurre como una red expresa, opaca, inextricablemente compleja de acontecimientos, objetos y características, conectada y dividida por innumerables nudos inidentificables, y también lagunas y súbitas discontinuidades, visibles o invisibles. Es una visión de la realidad según la cual todas las construcciones claras, sean lógicas o científicas —las pautas bien definidas, simétricas, de la razón humana— parecen tersas, endebles, vacías, “abstractas” y totalmente ineficaces como medios de descripción o de análisis de algo que viva o haya vivido. Maistre atribuye esto a la impotencia incurable de los poderes humanos de observación y de raciocinio, al menos cuando trabajan sin ayuda de las fuentes sobrehumanas del conocimiento: la fe, la revelación, la tradición; ante todo, la visión mística de los grandes santos y doctores de la Iglesia, su inanalizable sentido especial de la realidad, para los que son fatales la ciencia natural, la libre crítica y el espíritu secular. Los más sabios de los griegos, muchos entre los romanos y después de ellos los eclesiásticos y estadistas de la Edad Media, nos dice Maistre, poseyeron esta visión; de allí derivaron su poder, su dignidad y su triunfo. Los enemigos naturales de este espíritu son la sagacidad y la especialización: de allí el desprecio tan justamente mostrado en el mundo romano a expertos y técnicos —los Grae-culus esuriens-, los remotos pero inconfundibles antepasados de las flacas y mustias figuras de la moderna época alejandrina, el terrible siglo xvm, toda la écrivasserie et avocasserie, el miserable ejército de chupatintas y per-soneros, con la depredadora, sórdida y burlona figura de Voltaire a la cabeza, destructor y autodestructor para ser ciego y sordo a la verdadera palabra de Dios. Sólo la Iglesia comprende los ritmos “internos”, las corrientes “profundas” del mundo, la marcha silente de las cosas; non in commotione Dominus; no en tronantes manifiestos democráticos, ni en el parloteo de las fórmulas constitucionales, ni en la violencia revolucionaria, sino en el orden natural eterno, gobernado por la ley “natural”. Sólo quienes la comprenden saben lo que puede y lo que no puede lograrse, lo que debe y lo que no debe intentarse. Ellos y sólo ellos conocen la clave del triunfo secular, así como la de la salvación espiritual. La omnisciencia es sólo de Dios. Pero sólo empapándonos en su palabra, sus principios teológicos o metaflsicos manifestados, al nivel más bajo, en instintos y en supersticiones antiguas (que no son sino maneras primitivas, probadas por el tiempo, de adivinar y obedecer sus leyes, mientras que el razonamiento es un esfuerzo de sustituir la sabiduría audazmente, por nuestras propias reglas arbitrarias), nos atrevemos a anhelar la sabiduría. La sabiduría práctica es, en alto grado, conocimiento de lo inevitable; de lo que, dado nuestro orden universal, no pudo dejar de suceder; a la inversa, de cómo las cosas no pueden hacerse, o no han podido hacerse, de por qué algunos planes tienen que acabar en el fracaso, y no pueden evitarlo aunque de ellos no pueda darse ninguna razón demostrativa o científica. A la rara capacidad de ver esto le llamamos, con razón, el “sentido de la realidad”; es un sentido de lo que embona tan bien con otras cosas, de lo que no puede existir con otras; y le hemos dado muchos nombres: visión, sabiduría, genio práctico, sentido del pasado, comprensión de la vida y del carácter humano.

La opinión de Tolstoi no es muy distinta, pero él ofrece como explicación de la insensatez de nuestras exageradas pretensiones de entender o determinar los hechos, no unos esfuerzos absurdos o blasfemos realizados sin una sabiduría especial —es decir, sobrenatural—, sino nuestra ignorancia de demasiadas interrelaciones entre su enorme número, entre las minúsculas causas que determinan los acontecimientos; si empezáramos siquiera a conocer la red causal en su variedad infinita, dejaríamos de elogiar o censurar, de jactarnos o de lamentar, o de ver a irnos seres humanos como héroes y a otros como villanos, y nos someteríamos, con toda modestia, a la necesidad inevitable. Empero, no decir más que esto es tergiversar en cierto modo sus opiniones. Es doctrina implícita de Tolstoi en La guerra y la paz que toda verdad está en la ciencia, en el conocimiento de las causas materiales, y que, por ende, nos ponemos en ridículo llegando a conclusiones sobre “pruebas” demasiado endebles, y que en esto saldríamos mal parados de una comparación con campesinos o salvajes que, no siendo mucho más ignorantes, al menos tienen pretensiones más modestas; pero no es esta, en realidad, la visión del mundo subyacente en La guerra y la paz o en Anna Karenina o en ninguna otra obra que corresponda a este periodo de la vida de Tolstoi. Kutuzov es sabio y no sólo astuto, como lo son por ejemplo los oportunistas Drubetskoy o Bilibin, y no es víctima de abstractas teorías o dogmas, como los expertos militares alemanes; es distinto de ellos y es más sabio, pero no porque conozca más hechos que ellos o sepa un mayor número de las “pequeñas causas” de los acontecimientos que sus consejeros o sus enemigos, Pfuel o Paulucci o Berthier o el rey de Ñapóles. Karataev lleva la luz a Pierre, mientras que los francmasones no lo hacen, pero esto no ocurre porque disponga de una información científica superior a la de las logias de Moscú; Levin pasa por una vivencia durante su trabajo en los campos, y el príncipe Andrey al yacer herido en el campo de batalla de Austerlitz, pero en ninguno de los dos casos ha habido un descubrimiento de hechos o de leyes nuevas, en el sentido ordinario. Por el contrario, cuanto mayor es la acumulación de hechos, más vana resulta la actividad, más inevitable el fracaso, como lo demuestra el grupo de reformadores que rodea a Alejandro. Ellos y otros hombres como ellos sólo se salvan de la desesperación fáustica por estupidez (como los alemanes y los expertos militares, o los expertos en general) o por vanidad (como Napoleón) o por frivolidad (como Oblonsky) o por insensibilidad (como Karenin).

¿Qué descubren, pues, Pierre, el príncipe Andrey, Levin? ¿Y qué están buscando, cuál es el centro y el clímax de la crisis espiritual resuelta por la vivencia que transforma sus vidas? No la humillante revelación de cuán poco pueden decir haber descubierto -Pierre, Levin y los demás-entre la totalidad de los hechos y las leyes que conoce el observador omnisciente de Laplace, no un simple reconocimiento de ignorancia socrática. Menos aún, lo que es casi el polo opuesto, una nueva conciencia, más precisa, de las “leyes de bronce” que gobiernan nuestras vidas, una visión de la naturaleza como una máquina o una fábrica, en la cosmología de los grandes materialistas, Diderot o Lametrie o Cabanis, o de los escritores científicos del siglo xix idolatrados por el “nihilista” Bazarov en Padres e hijos de Turgenev; tampoco es algún sentido trascendental de la inexpresable unicidad de la vida, que en todas las épocas han estimado los poetas, místicos y metafísicos. Sin embargo, algo se ha percibido; hay una visión o al menos un atisbo, un momento de revelación que en cierto sentido explica y reconcilia, una teodicea, una justificación de lo que existe y ocurre, así como su elucidación. ¿En qué consiste? Tolstoi no nos lo dice muy explícitamente; pues cuando (en sus obras posteriores, explícitamente didácticas) se propone hacerlo, su doctrina ya no es la misma. Y sin embargo, a ningún lector de La guerra y la paz le puede pasar totalmente inadvertido lo que se le está diciendo. Y ello no sólo en las escenas de Kutuzov o de Karataev o en otros pasajes casi teológicos o metafísicos, sino aún más, por ejemplo, en la sección narrativa, no filosófica, del epílogo, en que Pierre, Natasha, Nikolay, Rostov y la princesa María aparecen anclados en sus nuevas vidas, más apacibles, con su establecida rutina cotidiana. Claramente se pretende hacemos ver que estos “héroes” de la novela —los “buenos”—, después de las tempestades y angustias de más de diez años, han alcanzado cierta clase de paz, basada en cierto grado de comprensión: comprensión... ¿de qué? De la necesidad de someterse. ¿A qué? No sólo a la voluntad de Dios (no, al menos, durante el periodo de creación de las grandes novelas, en las décadas de i860 o 1870) ni a las “leyes de bronce” de las ciencias, sino a las relaciones permanentes de las cosas23 y a la textura universal de la vida humana, mientras que la verdad y la justicia sólo pueden encontrarse por medio de un conocimiento “natural”, un tanto aristotélico.

Hacer esto es, ante todo, comprender de qué son capaces -y de qué no lo son— la voluntad y la razón humanas. ¿Cómo saber esto? No mediante una investigación específica y un descubrimiento, sino por una conciencia, no necesariamente explícita o consciente, de ciertas características generales de la vida y la experiencia humanas. Y la más significativa y penetrante de éstas es la línea decisiva que separa la “superficie” de las “profundidades”: por una parte, el universo de los datos perceptibles, descriptibles, analizables, tanto físicos como psicológicos, tanto “externos” como “intemos”, tanto públicos como privados, de los que pueden tratar las ciencias, aunque en algunas regiones —las que quedan fuera de lo físico- hayan logrado tan pocos progresos; y, por otra parte, el orden que, por decirlo así, “contiene” y determina la estructura de la experiencia, el marco en que ésta —es decir, nosotros y todo lo que experimentamos— se debe concebir como fija, lo que entra en nuestros hábitos de pensamiento, acción, sentimiento, nuestras emociones, esperanzas, deseos, nuestros modos de hablar, de creer, de reaccionar, de ser. Nosotros —criaturas sensibles— vivimos parcialmente en un mundo cuyos constituyentes podemos descubrir y clasificar, y guiarnos por ello según métodos racionales, científicos, deliberadamente planeados; pero en parte (Tolstoi y Maistre, y con ellos muchos otros pensadores dirían que en la mayor parte) estamos inmersos y sumergidos en un medio que, precisamente en el grado en que inevitablemente lo damos por sentado, como parte de nosotros mismos, no podemos observarlo como desde el exterior, no podemos identificarlo, medirlo e intentar manipularlo, ni aun podemos estar cabalmente conscientes de él, ya que entra demasiado íntimamente en toda nuestra experiencia; él mismo está demasiado apretadamente entretejido con todo lo que somos y hacemos para que podamos levantarlo por encima de la corriente fes la corriente) y observarlo con desapego científico, como un objeto. Es él —el medio en que estamos- el que determina nuestras categorías más permanentes, nuestros cánones de verdad y mentira, de realidad y apariencia, de bueno y malo, de central y periférico, subjetivo y objetivo, bello y feo, movimiento y reposo, pasado y presente y futuro, unicidad y pluralidad; por ello ni estas ni ningunas otras categorías o ideas concebidas explícitamente pueden aplicársele, pues él mismo no es sino un nombre vago para la totalidad que incluye estas categorías, estos conceptos, el marco último, las presuposiciones básicas con las que actuamos.

Y sin embargo, aunque no podemos analizar el medio sin alguna (imposible) posición ventajosa fuera de él (pues no hay “fuera”), algunos seres humanos tienen más conciencia -aunque no pueden describirla- de la textura y la dirección de estas partes “sumergidas” de sus propias vidas y de las de los demás, más conciencia de esto que otros, que o bien ignoran la existencia del medio omnipresente (el “flujo de la vida”), y son llamados, con razón, superficiales, o bien tratan de aplicarle instrumentos —científicos, metafísicos, etc.— adaptados tan sólo a los objetos que se hallan sobre la superficie, es decir, la porción relativamente consciente, manipulable de nuestra experiencia, y así llegan a absurdos en la teoría y sufren humillantes derrotas en la práctica. La sabiduría es la capacidad de tomar en cuenta el medio inalterable (al menos por nosotros) en que actuamos, así como tomamos en cuenta, por ejemplo, la omnipresencia del tiempo y el espacio, lo que caracteriza toda nuestra experiencia; y la capacidad de descontar, más o menos conscientemente, las “tendencias inevitables”, los “imponderables”, el “modo en que suceden las cosas”. No es un conocimiento científico sino una sensibilidad especial a los contornos de las circunstancias en que, acaso por azar, nos hallamos; una capacidad de vivir sin entrar en conflicto con algún factor o condición permanente que no pueda alterarse o siquiera describirse o calcularse por completo; una capacidad de dejarse guiar por métodos empíricos —la “sabiduría inmemorial” que se atribuye a los campesinos y a otras “gentes sencillas”— donde, en principio, no se aplican las leyes de la ciencia. Este inexpresable sentido de orientación cósmica es el “sentido de la realidad”, el “conocimiento” de cómo vivir.

A veces Tolstoi habla como si la ciencia pudiera, en principio, si no en la práctica, penetrarlo y conquistarlo todo; y si lo hiciera, entonces nosotros conoceríamos las causas de todo lo que hay, sabríamos que no somos libres, sino absolutamente determinados, y eso es todo lo que los más sabios pueden llegar a saber. También así Maistre habla como si los eruditos supiesen más que nosotros, por sus técnicas superiores; pero lo que saben no deja de ser, en cierto sentido, los “hechos”: la materia de las ciencias. Santo Tomás sabía incomparablemente más que Newton, y con más precisión y más certidumbre, pero lo que sabía era de la misma índole. Mas pese a este homenaje —de dientes para fuera— a las capacidades descubridoras de las ciencias naturales o de la teología, estos reconocimientos no pasan de ser formales; y una creencia muy distinta encuentra expresión en las doctrinas positivas de Maistre y de Tolstoi. Santo Tomás recibe los elogios de Maistre no por ser un matemático mejor que D’Alembert o Monge; las virtud de Kutuzov no consiste, según Tolstoi, en ser un teórico de la guerra mejor y más científico que Pfúel y Paulucci. Estos grandes hombres son más sabios, no mejor informados; no es su razonamiento deductivo o inductivo el que los hace grandes; su visión es más “profunda”, ven algo que los demás no ven; perciben las vías del mundo, ven qué va con qué, y qué nunca podrá unirse con qué, ven lo que puede ser y lo que no puede ser, cómo viven los hombres y con qué fines, lo que hacen y lo que padecen; cómo y por qué actúan y deben actuar así y no de otra manera.

Esta “vista” no ofrece, en un sentido, información nueva acerca del universo; es una conciencia del juego mutuo de lo imponderable con lo ponderable, de la “forma” de las cosas en general o de una situación específica, o de un personaje particular, que es precisamente lo que no se puede deducir o siquiera formular de acuerdo con las leyes de la naturaleza, como lo requiere el determinismo científico. Lo que pueda subsumirse según tales leyes, ya lo tratan los hombres de ciencia; eso no necesita “sabiduría”; y negar a las ciencias sus derechos por causa de la existencia de esta sabiduría superior es una invasión injustificada del territorio científico, y una confusión de categorías. Tolstoi, al menos, no llega hasta el punto de negar la eficiencia de la física en su propia esfera, pero piensa que la esfera es trivial en comparación con lo que permanentemente está fuera del alcance de las ciencia: los mundos sociales, morales, políticos y espirituales que ninguna ciencia puede separar, describir o predecir, porque en ellos es demasiado elevada la proporción de vida “sumergida”, imposible de inspeccionar. La visión que revela la naturaleza y la estructura de estos mundos no es un sustituto provisional, un remedio para salir del paso, al que sólo se recurre mientras no estén lo bastante refinadas las técnicas científicas correspondientes; su función es totalmente distinta; hace lo que ninguna ciencia puede pretender hacer; distingue lo real de lo ficticio, lo válido de lo inválido, lo que puede hacerse de lo que no puede hacerse; y lo logra sin ofrecer motivos racionales de sus pronunciamientos, simplemente porque “racional” e “irracional” son términos que adquieren, ellos mismos, sus significados y sus usos en su relación con ella, al “surgir” de ella, y no a la inversa. Pues, ¿qué son los datos de semejante entendimiento sino la base última, el marco, la atmósfera, el contexto, el medio (cualquier metáfora que sea la más expresiva) en que todos nuestros pensamientos y acciones se sienten, evalúan, juzgan de la manera inevitable en que esto se hace?

Es la sensación omnipresente de este marco —de este desarrollo de acontecimientos, o pauta cambiante de características- como algo “inexorable”, universal, penetrante, no alterable por nosotros, que no está en nuestro poder (en el sentido de “poder” en que el avance del conocimiento científico nos ha dado poder sobre la naturaleza) la que se halla en la raíz misma del determinismo de Tolstoi, y de su realismo, su pesimismo, su desprecio (y el de Maistre) de la fe puesta en la razón tanto por las ciencia como por el mundano sentido común. Está “allí” -el marco, el fundamento de todo- y sólo el hombre sabio lo nota. Pierre lo anhela, Kutuzov lo siente en sus huesos, Karataev se ha fundido con él. Todos los héroes de Tolstoi tienen al menos intermitentes vislumbres de él, y esto es lo que hace que todas las explicaciones convencionales, las científicas, las históricas, las del irreflexivo “buen sentido” parezcan tan huecas y, cuanto más pretenciosas, más vergonzosamente falsas. También el propio Tolstoi sabe que la verdad está allí, y no “aquí”, no en las regiones asequibles a la observación, la discriminación, la imaginación constructiva, no en el poder de la percepción microscópica y el análisis, en los que él mismo es el más grande maestro de nuestro tiempo: pero Tolstoi no lo ha visto a la cara; porque, haga lo que haga, no logra tener una visión del todo; no es -y está lejos de ser- un erizo; y lo que ve no es el uno, sino, siempre, con creciente minuciosidad, en toda su hormigueante individualidad, con una clarividencia que lo enloquece, obsesiva, inevitable, incorruptible, penetrante, los muchos.

VII

Todos somos parte de un esquema de las cosas más vasto de lo que podemos comprender. No podemos describirlo del modo que pueden describirse los objetos externos o los caracteres de otras personas, aislándolos un tanto del “flujo” histórico en que tienen su ser, y de esas proporciones “sumergidas”, insondables, de las mismas a las que, según Tolstoi, los historiadores profesionales han prestado tan poca atención; pues nosotros mismos vivimos en este todo, vivimos de él, y sólo somos sabios en la medida en que hacemos las paces con él, pues mientras no lo hagamos, y al menos que lo hagamos (sólo después de muchos amargos padecimientos, si hemos de creer en Esquilo y el libro de Job), protestaremos y sufriremos en vano, y sólo nos pondremos en ridículo (como ocurrió a Napoleón). Esta sensación de la corriente que nos rodea (desafiar su naturaleza, por estupidez o por presuntuoso egoísmo volvería contra nosotros nuestros pensamientos y nuestras acciones) es la visión de la unidad de la experiencia, el sentido de la historia, el verdadero conocimiento de la realidad, la fe en la sabiduría incomunicable del sabio (o del santo) que, mutatis mutandis, es común a Tolstoi y a Maistre. Su realismo es de una índole similar: el enemigo natural del romanticismo, el sentimentalismo y el “historicismo”, así como del agresivo “cientificismo”. Su propósito no es distinguir lo poco que se sabe o se hace del océano ilimitado de lo que, en principio, se pueda saber o hacer, o se llegue a saber o a hacer un día, ya sea por el avance del conocimiento de las ciencias naturales o de la metafísica o de las ciencias históricas, o por un retomo al pasado, o por cualquier otro método; lo que intentan establecer son las fronteras eternas de nuestro conocimiento o nuestro poder, de marcarlas, apartándonos de lo que, en principio, nunca podrá conocer o alterar el hombre. Según Maistre, nuestro destino yace en el pecado original, en el hecho de que somos humanos -finitos, falibles, viciosos, vanos y en que todo nuestro conocimiento empírico (en contraste con las enseñanzas de la Iglesia) está infectado por el error y la monomanía. Según Tolstoi, todo nuestro conocimiento es necesariamente empírico -no hay otro—, pero jamás nos conducirá al verdadero entendimiento, sino tan sólo a una acumulación de fragmentos de información arbitrariamente seleccionados; empero, eso le parece (así como cualquier metafísico de la escuela idealista, a la que él despreciaba) insignificante al lado de esta clase inexorable pero muy palpable de comprensión superior, única digna de buscar, y de esta comprensión debe derivarse, y apuntar hacia ella, aquel conocimiento empírico, para no ser ininteligible.

A veces Tolstoi se acerca a decir lo que es: cuanto más conocemos, nos dice, acerca de una acción humana dada, más inevitable y determinada nos parece ser. ¿Por qué? Porque cuanto más sabemos de todas las condiciones y antecedentes del caso, más difícil nos resulta apartar de nuestra mente varias circunstancias y conjeturar qué habría ocurrido sin ellas, y conforme seguimos removiendo en nuestra imaginación lo que sabemos que es cierto, hecho tras hecho, se vuelve no sólo difícil sino imposible. El significado de esto no es oscuro. Somos lo que somos, y vivimos en una situación dada que tiene las características -físicas, psicológicas, sociales- que tiene; lo que pensamos, sentimos, hacemos, está condicionado por ello, incluso nuestra capacidad de concebir alternativas posibles, sea en el presente, en el futuro o en el pasado. Nuestra imaginación y capacidad de calcular, o nuestro poder de concebir, por ejemplo, lo que habría ocurrido si el pasado hubiese sido de otro modo, en aquel o este particular, pronto alcanza sus límites naturales, límites creados tanto por la flaqueza de nuestra capacidad de calcular alternativas -“habría podido ser”- cuanto (podemos añadir, por una extensión lógica del argumento de Tolstoi), más aún, por el hecho de que nuestras ideas, los términos en que se manifiestan, los símbolos mismos, son lo que son, están ellos mismos determinados por la verdadera estructura de nuestro mundo. Nuestras imágenes y poderes de concepción están limitados por el hecho de que nuestro mundo tiene ciertas características y no otras: un mundo demasiado distinto no es (empíricamente) concebible; algunos cerebros son más imaginativos que otros, pero todo se detienen en un momento dado.

El mundo es un sistema y una red: concebir a los hombres como “libres” es considerarlos capaces de haber procedido, en alguna coyuntura lejana, de alguna manera distinta de como realmente actuaron; es pensar en las consecuencias que pudieron librarse de estas actividades no efectuadas y en qué forma, como resultado, el mundo habría sido distinto del mundo tal como es hoy. Bastante difícil es hacer esto en el caso de los sistemas artificiales, puramente deductivos, como, por ejemplo, en el ajedrez, donde las permutaciones son finitas en número y claras en tipo -habiendo sido dispuestas así por nosotros, artificialmente—, de modo que las combinaciones son calculables. Mas si aplicamos este método a la vaga y rica textura del mundo real y tratamos de elaborar las implicaciones de este o de aquel plan no seguido o acción no efectuada —su efecto sobre la totalidad de los acontecimientos posteriores— basándonos en el conocimiento de las leyes causales, probabilidades, etc., que podamos tener, veremos que cuanto mayor sea el número de causas “diminutas” que encontremos, más abrumadora será la tarea de “deducir” alguna consecuencia, de “desengoznarlas” una por una; y es que cada consecuencia afecta a todo el resto de la innumerable totalidad de cosas y acontecimientos; y ello, en contraste con el ajedrez, no queda definido en función de un conjunto finito y arbitrariamente determinado de reglas y conceptos. Y si, sea en la vida real o aun en el ajedrez, empezamos a examinar los conceptos básicos -continuidad en el espacio, divisibilidad en el tiempo, y similares— pronto llegaremos a la etapa en que los símbolos dejan de ayudarnos y en que nuestros pensamientos se vuelven confusos y se paralizan. Por todo ello, cuanto más completo es nuestro conocimiento de los hechos y de sus conexiones, más difícil resulta concebir alternativas; cuanto más claros y exactos los términos —o las categorías— en que concebimos y describimos el mundo, cuanto más fija nuestra estructura universal, menos “libres” parecen nuestros actos. Conocer esos límites, tanto de la imaginación como, a fin de cuentas, del pensamiento mismo, es enfrentarse cara a cara con la “inexorable” pauta unificadora del mundo; percatarnos de nuestra identidad con ella, sometemos a ella, es encontrar la verdad y la paz. Esto no es simple fatalismo oriental, ni el determinismo mecanicista de los célebres materialistas alemanes de la época, Büchner y Vogt, o Moleschott, tan profundamente admirados en Rusia por los “nihilistas” revolucionarios de la generación de Tolstoi; tampoco es anhelo de una iluminación o integración mística. Es escrupulosamente empírico, racional, enérgico y realista. Pero su causa emocional es un apasionado deseo de una visión monista de la vida, de parte de un zorro ceñudamente empeñado en ver a la manera de un erizo.

Esto se halla notablemente cerca de las afirmaciones dogmáticas de Maistre: hemos de llegar a una actitud de asentimiento a las demandas de la historia, que son la voz de Dios hablándonos por medio de sus siervos y sus instituciones divinas, que no son obra de manos humanas ni destructibles por ellas. Hemos de ponernos en armonía con la auténtica palabra de Dios, con el “motor” interno de las cosas; pero ¿qué hacer en los casos concretos? ¿Cómo debemos conducir nuestras vidas privadas y políticas públicas? Poco nos ilustran sobre ello estos críticos del liberalismo optimista. Y tampoco podemos esperar que nos lo digan, pues la visión positiva se les escapa. El idioma de Tolstoi, y no menos el de Maistre, están adaptados a la actividad opuesta. Es al analizar, identificar, establecer diferencias, aislar ejemplos concretos, llegar al corazón de cada entidad individual per se, cuando Tolstoi alcanza toda la altura de su genio; y de modo similar Maistre logra sus brillantes efectos precisando los absurdos cometidos por sus enemigos y ofreciéndolos al escarnio público mediante un montage sur l’épingle. Ambos son observadores agudos de las variedades de la experiencia; al punto detectan cualquier intento de representarla falsamente o de ofrecer de ella explicaciones engañosas, y lo ridiculizan con saña. Y sin embargo, ambos saben que la verdad absoluta —base última de la correlación de todos los ingredientes del universo, contexto único en que todo lo que ellos u otros digan puede ser verdadero o falso, trivial o importante—, reside en una visión sinóptica que, como no la poseen, no pueden expresarla.

¿Qué es eso que ha aprendido Pierre, acerca de que es una aceptación el matrimonio de la princesa Marie, y de lo que durante toda su vida persigue con tal angustia el príncipe Andrey? Como san Agustín, Tolstoi sólo sabe decir qué no es. Su genio es devastadoramente destructivo. Sólo puede tratar de señalar su objetivo revelando los indicadores que son falsos, identificar la verdad aniquilando lo que no lo es; a saber, todo lo que pueda decirse en el claro lenguaje analítico que corresponde a la clarísima pero necesariamente limitada visión de los zorros. Como Moisés, debe detenerse a la vista de la Tierra Prometida; sin ella su viaje ha sido inútil; pero no puede entrar y sin embargo, sabe que existe. Y puede decimos, como nadie nos lo había dicho nunca, todo lo que no es; ante todo, no es nada que puedan alcanzar el arte o la ciencia o la civilización o la crítica racional.

Y lo mismo dice Joseph de Maistre. Es el Voltaire de la reacción. Toda doctrina nueva desde las épocas de la fe se hace añicos con feroz complacencia y malicia. Los pretendientes son expuestos a la burla, y derribados uno tras otro; el arsenal contra las doctrinas liberales y humanitarias es el más rico jamás reunido. Pero el trono permanece vacío, la doctrina positiva está lejos de ser convincente. Maistre suspira por la Época de las Tinieblas, pero en cuanto sus compañeros emigrados revelan sus planes de invalidar la Revolución Francesa y retornar al status quo ante, él los tilda de pueriles absurdos, de intentos de actuar como si lo que ha acontecido, cambiándonos irrevocablemente, nunca hubiese ocurrido. Tratar de invertir la Revolución, escribió Maistre, es como ser invitado a vaciar el lago de Ginebra embotellando sus aguas y colocándolas en una bodega.

No hay ningún vínculo entre Maistre y quienes realmente creían en la posibilidad de alguna clase de retorno: los neomedievalistas, desde Wackenroder y Górres y Cobbett hasta G. K. Chesterton y los eslavófilos y distributistas y prerrafaelitas y otros románticos nostálgicos; pues él creía, como Tolstoi, en lo exactamente opuesto; en el poder “inexorable” del momento presente, en nuestra incapacidad de deshacemos de la suma de condiciones que, acumuladas, determina nuestras categorías básicas, y de un orden que nunca podremos plenamente describir o siquiera llegar a conocer, como no sea por alguna inmediata conciencia de él.

Muy antigua es la pugna entre estos tipos rivales de conocimiento: el que resulta de la investigación metódica, y el más impalpable que consiste en el “sentido de la realidad", en la “sabiduría”. Y a las pretensiones de uno y otro generalmente se les ha reconocido cierta validez: los choques más brutales han sido sobre la línea precisa que marca las fronteras de los dos territorios. Los que atribuyen grandes derechos al conocimiento no científico han sido acusados por sus adversarios de irracionalismo y de oscurantismo, de rechazar deliberadamente —en favor de las emociones o del prejuicio ciego— fidedignos cánones públicos de la verdad comprobable; y ellos, a su vez, acusan a sus enemigos, los ambiciosos paladines de la ciencia, de tener pretensiones absurdas, de prometer imposibles y de hacer propaganda falsa, de tratar de explicar la historia, o las artes, o los estados del alma individual, y también de cambiarlos, cuando es clarísimo que ni han empezado siquiera a comprender lo que son, cuando los resultados de sus labores, aun en los casos en que no han sido nulos, suelen tomar direcciones inesperadas, a menudo catastróficas... y todo esto porque, siendo vanidosos y empecinados, no reconocen que siempre ignoran demasiados factores en demasiadas situaciones, que no están al alcance de los métodos de la ciencia natural. Más vale, desde luego, no jactase de haber calculado lo incalculable, no sostener que hay un punto arquimédico fuera del mundo, en el que todo es mensurable y modifica-ble; más vale aplicar, en todo contexto, los métodos que parecen más idóneos, que ofrecen los mejores resultados (pragmáticos); resistir las tentaciones de Procusto; ante todo, distinguir lo que es identificable y clasifi-cable, que puede ser estudiado objetivamente, a veces medido y manipulado con toda precisión, a partir de los rasgos más permanentes, ubicuos, inevitables, íntimamente presentes en nuestro mundo que, si acaso, son sobradamente conocidos, por lo cual su presión “inexorable”, demasiado conocida, casi no se siente ni se advierte, y no podemos concebir siquiera observarla en perspectiva o hacer de ella un objeto de estudio.

Esta es la distinción que imbuye el pensamiento de Pascal y de Blake, de Rousseau y de Schelling, de Goethe y de Coleridge, de Chateaubriand y de Carlyle; de todos los que hablan de las razones del corazón, o de la naturaleza moral o espiritual del hombre, de la sublimidad y hondura del universo, de su visión más “profunda” por bardos y profetas, de los modos especiales de su entendimiento, de su comprensión interna, de fundirse en uno solo con él. A estos últimos pensadores pertenecen Tolstoi y Maistre. Tolstoi lo atribuye todo a nuestra ignorancia de las causas empíricas, y Maistre al abandono de la lógica tomista o de la teología de la Iglesia católica. Pero estas afirmaciones explícitas reciben un mentís en el tono y el contenido de lo que, en realidad, dicen los dos grandes críticos. Ambos reiteran, una y otra vez, el contraste entre lo “interno” y lo “externo”, la “superficie”, única iluminada por los rayos de la ciencia y la razón, y las “profundidades”, la “verdadera vida que viven los hombres”. Para Maistre, como después para Barres, el verdadero conocimiento -la sabiduría- se halla en una comprensión de la terre et les morís, en una comunión con ellos (¿qué tiene que ver esto con la lógica tomista?), el gran movimiento inalterable creado por los vínculos entre los muertos y los vivos y los nonatos y la tierra en que viven, y quizá sea esto, o algo afín, lo que a sus respectivas maneras han tratado de decimos Burke y Taine, y sus muchos imitadores.

En cuanto a Tolstoi, el conservadurismo místico le fue particularmente detestable, ya que su opinión evadía la cuestión con sólo reafirmarla como respuesta, oculta tras una nube de retórica pomposa. Y sin embargo también él, a la postre, nos presenta la visión, apenas vislumbrada por Kutuzov y por Pierre, de Rusia en su vastedad, y de lo que podría o no podría hacer o padecer, y cómo y cuándo; todo lo que no percibían Napoleón y sus consejeros (que sabían mucho, pero no de lo que era pertinente a la cuestión), y así (aunque sus conocimientos de la historia y de la ciencia y de las causas pequeñas acaso fueran mayores que los de Kutuzov o de Pierre) fueron, a su debido tiempo, llevados a su perdición. Las loas de Maistre a la ciencia superior de los grandes soldados cristianos del pasado, y las lamentaciones de Tolstoi por nuestra ignorancia científica no deben engañar a nadie respecto de la naturaleza de lo que en realidad están defendiendo: el conocimiento de las “corrientes profundas”, las raisons de coeur, que ellos en realidad no conocían por experiencia directa, pero al lado de las cuales (ambos estaban convencidos) los recursos a la ciencia no eran sino una trampa y un engaño.

Pese a su profunda diferencia y, de hecho, violenta oposición mutua, el realismo escéptico de Tolstoi y el autoritarismo dogmático de Maistre, son hermanos de sangre. Ambos gozan de una torturada fe en una única y serena visión, en que todos los problemas quedan resueltos, todas las dudas disipadas, la paz y el entendimiento al fin se logran. Privados de esta visión, concentraron todos sus formidables recursos, desde sus posiciones tan distintas y, de hecho, a menudo incompatibles, en la eliminación de todos los posibles adversarios y críticos de ella. Los credos por cuya simple posibilidad abstracta luchaban no eran, en realidad, idénticos. Tal fue el duro trance en que se encontraron y que los movió a dedicar sus fuerzas a una incansable tarea de destrucción, y fueron sus enemigos comunes y la gran afinidad de sus temperamentos los que hicieron de ellos extraños pero inconfundibles aliados en una guerra que, hasta el día de su muerte, estuvieron conscientes de estar luchando.

VIII


Por muy opuestos que fueron Tolstoi y Maistre —uno, el apóstol del Evangelio de que todos los hombres somos hermanos; otro, el frío defensor de los derechos de la violencia, el sacrificio ciego y el sufrimiento eterno—, ambos estuvieron unidos en su incapacidad de librarse de la misma trágica paradoja: por su naturaleza, ambos fueron zorros de aguda mirada, inevitablemente conscientes de las diferencias puras, defacto, que dividen al mundo humano y las fuerzas que lo perturban, observadores incapaces de dejarse engañar por los muchos sutiles artificios, los sistemas unificadores y credos y ciencias con que los superficiales o los desesperados intentan ocultar el caos a sí mismos y a los demás. Ambos buscaron un universo armonioso, mas por doquier encontraron guerra y desorden, los cuales ningún intento de engaño, por bien hecho que fuese, podía comenzar siquiera a ocultar, y así, en un estado de desesperación final, ofrecieron arrojar a lo lejos las terribles armas de la crítica con que ambos, particularmente Tolstoi, habían sido tan abrumadoramente dotados, en favor de la gran visión única, de algo indivisiblemente sencillo y demasiado alejado de los normales procesos intelectuales para que pudiesen abordarlo los instrumentos de la razón y que, por ello, acaso ofreciera un camino hacia la paz y la salvación.


Maistre comenzó como liberal moderado y acabó pulverizando al mundo del siglo xix desde el bastión solitario de su propia variedad de catolicismo ultramontano. Tolstoi empezó con una visión de la vida y de la historia humanas que contradecía todos sus conocimientos, todas sus facultades, todas sus inclinaciones y, por consiguiente, difícil sería decir que la abrazó en el sentido de llevarla a la práctica como escritor o como hombre. De aquí pasó, en su vejez, a una forma de vida en que trató de resolver las flagrantes contradicciones entre lo que creía acerca del hombre y de los acontecimientos, y lo que pensó que creía o que debía creer, comportándose, al final, como si las cuestiones prácticas de esta índole estuviesen lejos de ser los asuntos fundamentales, sino tan sólo las preocupaciones triviales de una vida ociosa y mal dirigida, en tanto que los problemas verdaderos eran totalmente distintos. Mas todo fue inútil: la musa no se dejó engañar. Tolstoi fue el menos superficial de los hombres; no pudo nadar con la corriente sin ser atraído irresistiblemente bajo la superficie para investigar las oscuras profundidades, y no pudo dejar de ver lo que vio ni de dudar aun de eso; pudo cerrar los ojos, pero no olvidar que estaba cerrándolos; su sentido de lo que era falso, terrible y destructor, frustró este último esfuerzo por engañarse, como había frustrado todos los anteriores; y murió víctima de la angustia, oprimido por el peso de su infalibilidad intelectual y su sentido de perpetuo error moral, el más grande de los hombres que no han podido reconciliar, ni dejar irreconciliado, el conflicto de lo que es con lo que debe ser.


El sentido que Tolstoi tuvo de la realidad fue, hasta el fin, demasiado devastador para ser compatible con alguna idea moral que él pudiese construir a partir de los fragmentos en que su intelecto dejó el mundo, y dedicó todo el enorme poder de su genio y de su voluntad a negar este hecho durante toda su vida. A la vez locamente soberbio y lleno de odio a sí mismo, omnisciente y dudoso de todo, frío y violentamente apasionado, desdeñoso y buscador de humillaciones, atormentado y objetivo, rodeado por una familia que lo adoraba, por seguidores devotos, por la admiración de todo el mundo, y sin embargo casi totalmente aislado, Tolstoi es el más trágico de los grandes escritores, un anciano desesperado al que nadie pudo ayudar mientras deambulaba por Colono cegado por su propia mano.

Trad, de JuanJosé Utrilla


1

Por ejemplo, tanto Shklovsky como Eikhenhaum en las obras antes citadas.

2

¡On n’a pas rendu justice a Rousseau ... J’ai lu tout Rousseau, oui, tous les vingt volumes, y compris le Dictionnaire de musique. Je faisais mieux que l’admirer; je lui rendáis un cuite veritable’ ... [No se ha hecho justicia a Rousseau... He leído todo Rousseau, sí, los veinte volúmenes, incluido el Diccionario de la música. No sólo lo admiraba, le rendía un verdadero culto...] vid. infra, nota 50.

3

   Véase Paul Boyer (1864-1949) ckez Tolstoi [Taxis, 1950), p. 40.

4

   Véase Adolfo Omodeo, Un Remíonario (Barí, 1939), p. 112, nota 2.

5

   “Chitayu “Maistre”, citado por B. M. Eikhenbaum, op. cit., vol. 2, p. 309.

6

,3 Véase Eikhenbaum, op. cit.

7

   La guerra y la paz, vol. 3, segunda parte, cap. 6.

8

   Ibid., vol. I. primera parte, cap. 3. En cuanto a la nota véase op. cit., vol. 13, p. 687.

9

   La guerra y la paz, vol. 4, tercera parte, cap. 19.

10

   S. P. Zhikharev, Zapiski sovremennika (Moscú, 1934), vol. 2, pp. 112-113.

11

w Ibid., p. 35.

12

Ibid., p. 2g.

13

   Ibid., p. 31.

14

   Ibid., p. 32.

15

Ibid., p. 33.

16

ñ4 Cartas del 14 de septiembre de 1812 al conde de Front, ibid., vol. 12, pp. 220-221.

17

05 La guerra y la paz, vol. 3, segunda parte, cap. 25.

18

Albert Sorel, “Tolstoi historien”, en Revue bleue, 41 (enero-junio de 188), p. 460. Esta conferencia, reproducida en versión revisada en las Lectures kistoriques de Sorel (París, 1894), ha sido injustamente olvidada por los estudiosos de Tolstoi; hace mucho para corregir las ideas de aquellos (como P. I. Biryukov y K. V. Pokrovsky en sus obras antes citadas, para no mencionar a posteriores críticos e historiadores de la literatura que dependen, casi todos, de su autoridad) que omiten toda referencia a Maistre, Émile Haumant casi es el único entre los antiguos estudiosos que pasa por alto autoridades secundarias y por sí mismo descubre la verdad: véase su obra La culture franqaise en Russie (1700-1900) (París, 1910), pp. 490-492.

19

Op. át., p. 462. Este pasaje se omitió en la reimpresión de 1894 (p. 270). “ Op. cit., p. 10.

20

   Tolstoi visitó a Proudhon en Bruselas en 1861, año en que este último publicó una obra que fue llamada La guerre et la paix, traducida al ruso tres años después. Sobre la base de este hecho, Eikhenbaum trata de deducir la influencia de Proudhon sobre la novela de Tolstoi, Proudhon sigue a Maistre al considerar los orígenes de la guerra como un oscuro y sacro misterio, y hay mucho confuso irracionalismo, puritanismo, amor a la paradoja y rosseaunismo en general en toda su obra. Pero estas cualidades son casi omnipresentes en el pensamiento radical francés, y es difícil encontrar algo específicamente proudhonista en La guerra y la paz de Tolstoi, aparte del título. El grado de la influencia general de Proudhon sobre todo tipo de intelectuales rusos durante este periodo fue muy grande; en realidad, más fácil aún sería defender la teoría de que Dostoievski -o Máximo Gorki— era proudhoniano que considerar a Tolstoi como tal; sin embargo, esto no sería más que un ocioso ejercicio de ingenio crítico, pues la semejanzas son vagas y generales mientras que las diferencias son más profundas, numerosas y específicas.

21

   Carta del 8 de octubre de 1834 a la condesa de Senfft, Felicité de Lamennais, Correspondence genérale, ed. Louis le Guillou (París, 1971-1981), vol. 6, carta 2338, p. 307.

22

Sin embargo, también Tolstoi dice que millones de hombres se matan entre sí, sabiendo que ello es física y moralmente malo, porque es “necesario”, porque al hacerlo “obedecen... a una ley zoológica elemental”. Esto es del más puro Maistre, y muy alejado de Stendhal o de Rousseau.

23

Casi en el mismo sentido en que esta frase es empleada por Montesquieu en el primer párrafo de El espíritu de las leyes.