EL DIVORCIO ENTRE LAS CIENCIAS Y LAS HUMANIDADES
I
El tema es la relación entre las ciencias naturales y las humanidades: más particularmente la creciente tensión entre ellas, y especialmente el momento de su gran divorcio, que habiendo estado elaborándose desde hacía algún tiempo, se hizo claro para todos los que tienen ojos. No fue un divorcio entre “dos culturas”; ha habido muchas culturas en la historia de la humanidad, y su variedad ha tenido poco o nada que ver con las diferencias entre las ciencias naturales y las humanidades. He tratado, y he fallado completamente, de comprender lo que se quiere decir al describir como culturas estos dos grandes campos de la investigación humana; pero parece que se les han adjudicado asuntos un tanto diferentes, y aquellos que han trabajado y están trabajando sobre el punto han perseguido distintos propósitos y métodos, algo que, para bien o para mal, llegó a hacerse explícito en el siglo xvni.
Comienzo con una tradición en la que muchos científicos eminentes aún se sostienen: la tradición de aquellos que creen que es posible lograr un progreso constante en toda la esfera del conocimiento humano; que los métodos y las metas son, o deberían ser, finalmente idénticos en toda esta esfera; que la senda del progreso ha sido, tan frecuentemente como no lo ha sido -tal vez un poco más frecuentemente—, bloqueada por la ignorancia, la fantasía, el prejuicio, la superstición y otras formas de sinrazón; que en nuestros días hemos alcanzado un nivel en que los logros de las ciencias naturales son tales que es posible derivar su estructura de un solo grupo integrado de principios o reglas claras que, si se aplican correctamente, hacen posible un indeterminado progreso posterior en el desentrañamiento de los misterios de la naturaleza.
Este acercamiento se conecta en línea directa con una tradición central en el pensamiento occidental que se remonta por lo menos hasta Platón.
Me parece que descansa cuando menos en tres suposiciones: a) que cada pregunta genuina tiene una respuesta verdadera y sólo una: todas las otras son falsas. A menos que esto sea así, la pregunta no puede ser verdadera pregunta, en algún punto de ella hay una confusión. Esta posición que se ha hecho explícita a través de algunos filósofos empíricos, ha sido transmitida con no menos firmeza por las opiniones de sus predecesores teológicos y metafísicos, contra los cuales se han comprometido en una guerra larga e intransigente, b) El método que conduce a las soluciones correctas de todos los problemas genuinos es racional en carácter, y en esencia es, si no en sus detalles de aplicación, idéntico en todos los campos.
c) Estas soluciones, sean descubiertas o no, son verdaderas universal, eterna e inmutablemente: verdaderas para todos los tiempos, todos los lugares y todos los hombres; como en la vieja definición de la ley natural, son “quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est”.7
Las opiniones dentro de esta tradición, desde luego, han diferido acerca de dónde hay que buscar las respuestas: algunos pensaron que sólo podían ser descubiertas por especialistas adiestrados, digamos, en el método dialéctico platónico, o en los tipos de investigación más empíricos de Aristóteles; o en los métodos de varias escuelas sofistas, o de los pensadores que trazan su descendencia desde Sócrates. Otros sostienen que tales verdades eran más accesibles a hombres de alma pura e inocente, cuyo entendimiento no había sido corrompido por sutilezas filosóficas, la complejidad de la civilización o las destructivas instituciones sociales como, por ejemplo, Rousseau y Tolstoi sostuvieron algunas veces. Hubo algunos, especialmente en el siglo xvii, que creyeron que la única senda verdadera era la de los sistemas basados en la idea racional (perfecto ejemplo ofrecía el razonamiento matemático), que producía verdades a priori; otros hicieron descansar su fe en hipótesis confirmadas o falsificadas por el experimento y la observación controlados; todavía otros preferían confiar en lo que les parecía simple sentido común —le bon sens—, reforzado por la observación cuidadosa, el experimento, el método científico, pero no reemplazable por las ciencias; y los hombres han apuntado otros caminos hacia la verdad. Lo que es común a todos los pensadores de este tipo es la creencia de que sólo hay un verdadero método o combinación de métodos; y lo que no puede ser contestado así no puede ser contestado. La implicación de esta posición es que el mundo es un solo sistema que puede ser descrito y explicado por el uso de métodos racionales; con el corolario práctico de que si la vida del hombre tiene que ser organizada un tanto y no dejada al caos y al juego de la suerte y de la naturaleza incontrolada, entonces sólo puede ser organizada a la luz de tales leyes y principios.
No es sorprendente que esta opinión haya sido más sólidamente sostenida y más influyente a la hora de los grandes triunfos de las ciencias naturales, ciertamente un logro mayor, si no el mayor, de la mente humana, y especialmente en el siglo xvn, en la Europa Occidental. Desde Descartes y Bacon y los seguidores de Galileo y Newton, desde Voltaire y los enciclopedistas hasta Sant-Simon y Comte, y Buckle y, en nuestro siglo, H. G. Wells y Bernal y Skinner, y los positivistas vieneses con su ideal de un sistema unificado para todas las ciencias, naturales y humanas, éste ha sido el programa de la Ilustración moderna, y ha jugado un papel decisivo en la organización social, legal y tecnológica de nuestro mundo. Tal vez esto fue dirigido para, más pronto o más tarde, provocar una reacción en aquellos que creían que las construcciones de la razón y de la ciencia de un solo sistema que lo abarcara todo, que pretendiera explicar la naturaleza de las cosas, o ir más allá y dictar, a la luz de esto, lo que uno debería hacer, ser y creer, fueran en alguna forma restrictivas, un obstáculo para su propia visión del mundo, cadenas sobre su imaginación, sus sentimientos o su voluntad, una barrera a la libertad social o política.
No es la primera ocasión en que este fenómeno ocurre: la dominación de las escuelas filosóficas de Atenas en el periodo helenístico fue acompañada por un notable incremento en los cultos mistéricos y otras formas de ocultismo y emocionalismo en los que elementos no racionales del espíritu humano buscaban una salida. Fue la gran revuelta cristiana en contra de los grandes sistemas legales organizados, fuera el de los judíos o el de los romanos; hubo rebeliones medievales antinomistas contra el establecimiento escolástico y la autoridad de la Iglesia; movimientos de este tipo desde los cátaros hasta los anabaptistas son prueba suficiente de ello; la Reforma fue precedida y seguida por la presencia de poderosas corrientes místicas e irracionalistas. No me demoraré en manifestaciones más recientes, en el alemán Sturm und Drang, en el romanticismo de principios del siglo xix, en Carlyle, Kierkegaard y Nietzsche y el vasto espectro del irracionalismo moderno, tanto a la derecha como a la izquierda.
No es, sin embargo, de esto de lo que intento tratar, sino del ataque crítico a la pretensión total del nuevo método científico para dominar el campo entero del conocimiento humano, en sus formas ya metafísicas —a priori- o empíricas-probabilísticas. Este ataque, sea que sus causas fueran psicológicas o sociales (y me inclino a creer que fueron, cuando menos en parte, debidas a una reacción por parte de los humanistas, especialmente de los cristianos de contemplación íntima, antimaterialistas, contra el avance todopoderoso de las ciencias físicas), estuvo basado en un argumento racional, y en su debido curso condujo al gran divorcio entre las ciencias naturales y las humanidades -Naturwissenschaft y Geisteswissenschaft—, divorcio cuya validez ha sido puesta en duda desde entonces y permanece hasta hoy como un asunto central y altamente controvertido.
Como todo el mundo sabe, los grandes triunfos de la ciencia natural en el siglo xvn dieron inmenso prestigio a los sustentadores del método científico. Los grandes liberadores de la época fueron Descartes y Bacon, que se opusieron a la autoridad de la tradición, la fe, el dogma o la norma dentro de cada campo del conocimiento y de la opinión, equipados con armas usadas durante el Renacimiento y, seguramente, desde antes. Aunque se evitó muy cautamente el desafio abierto a la creencia cristiana, el empuje general del nuevo movimiento todo lo arrastraría ante el tribunal de la razón: las más crudas falsificaciones e interpretaciones erróneas de los textos, sobre las que abogados y clérigos habían apoyado sus reclamaciones, fueron expuestas por los humanistas en Italia y los reformistas protestantes en Francia; los llamamientos a la autoridad de la Biblia, o de Aristóteles o de la ley romana, se habían encontrado con una poderosa resistencia acuciosamente argumentada, con base tanto en la erudición como en los métodos críticos. Descartes hizo época con su intento por sistematizar estos métodos, notablemente en su Discurso del método y su aplicación correspondiente en las Meditaciones, sus dos tratados filosóficos más populares e influyentes. El Tratado sobre la reforma del entendimiento, de Spinoza, su método casi geométrico dentro de la Etica, su lógica rigurosa, sus suposiciones severamente racionales en sus obras políticas y su crítica del Antiguo Testamento, llevaron la guerra muy adentro del campo enemigo. Bacon y Spinoza, en sus diferentes maneras, buscaron remover obstáculos para aclarar el pensamiento racional. Bacon expuso las que consideraba las principales fuentes del error: los “ídolos” de “la tribu”, “el antro”, “el mercado” y “el teatro”:8 efectos, en su opinión, de la aceptación acrítica de la prueba de los sentidos, de las propias predilecciones, del malentendido de las palabras, de las confusiones cultivadas por las fantasías especulativas de los filósofos, y así por el estilo. Spinoza hizo hincapié en el grado en que las emociones nublaban la razón, y conducían a odios y temores infundados que a su vez llevaban a prácticas destructivas; de Valla a Locke y Berkeley hubo frecuentes avisos y ejemplos de falacias y confusiones debidas al mal uso del lenguaje.
La tendencia general, si no universal, de la nueva filosofía fue declarar que si la mente humana podría ser liberada de dogma, prejuicio e hipocresía, de las oscuridades organizadas y la charlatanería aristotélica de los hombres de escuela, entonces, cuando menos, la naturaleza podría ser vista en la total simetría y armonía de sus elementos, lo que a su vez podría ser descrito, analizado y representado por un lenguaje apropiadamente lógico: el lenguaje de las ciencias matemáticas y físicas. Leibniz parece haber creído no sólo en la posibilidad de construir un lenguaje perfectamente lógico, que reflejara la estructura de la realidad, sino en algo no diferente de una ciencia general del descubrimiento. Sus opiniones se extendieron mucho más allá de los círculos filosóficos y científicos; ciertamente, el conocimiento teórico era concebido como una esfera indivisa; las fronteras entre filosofía, ciencia, crítica, teología, no estaban netamente trazadas. Había invasiones y contrainvasiones; la gramática, la retórica, la jurisprudencia, la filosofía hacían incursiones dentro de los campos de la erudición histórica y el conocimiento natural, y a su vez eran atacadas por éstos. El nuevo racionalismo se dispersó hacia las artes creativas. Precisamente como la Real Sociedad de Inglaterra se puso formalmente en contra del uso de metáforas y otras formas del habla retórica, y exigió un lenguaje llano, literal y preciso, así hubo en Francia por esa época una correspondiente invalidación de la metáfora, las expresiones embellecidas y grandemente coloridas como, por ejemplo, en las obras de Racine y Moliere, en los versos de La Fontaine y Boileau, escritores que dominaron la escena europea; y como tal exuberancia iba a perdurar en Italia, la literatura italiana fue adecuadamente denunciada en Francia por la impureza de su estilo. El nuevo método buscó eliminar todo lo que no pudiera ser justificado por el uso sistemático de métodos racionales, sobre todo las ficciones de los metaffsicos, los místicos, los poetas; ¿qué fueron los mitos y las leyendas sino falsedades con las que las sociedades primitivas y bárbaras fueron engañadas durante su primera, desamparada infancia? Cuando mucho fueron relatos fantasiosos o distorsionados de acontecimientos o personas reales. Aun la Iglesia católica fue influida por el clima científico y las grandes labores de los bolandistas y mauristas se condujeron con espíritu semicientífico.9
Fue bastante natural que la historia fuera una de las primeras víctimas de lo que pudiera llamarse el carácter positivista del nuevo movimiento científico. El escepticismo acerca de la veracidad histórica no era cosa nueva: Plutarco le atribuyó a Heródoto ignorancia y fantasía, así como invención maliciosa; y estos cargos contra la historia narrativa habían sido repetidos a intervalos por aquellos que preferían la certidumbre a la conjetura. El siglo xvi en particular, tal vez como el resultado de la movilización de la historia dentro de las guerras religiosas por las varias acciones, vio una elevación del escepticismo y la duda: Comelio Agripa, en 1531, insiste ampliamente sobre el descuido y las contradicciones de los historiadores y sus desvergonzadas invenciones para cubrir su ignorancia o llenar los huecos del conocimiento donde no se puede obtener prueba; sobre el absurdo de idealizar los caracteres de los principales actores del relato; habla de la deformación de los hechos, debida a las pasiones de los historiadores —deseos, odios y temores, deseos de complacer a un patrón, motivos patrióticos, orgullo nacional-; Plutarco glorificó a los griegos comparándolos con los romanos, y en su momento escritores polémicos ensalzaron las virtudes de los galos sobre las de los francos y viceversa. ¿Cómo puede emerger la verdad en estas condiciones? En la misma vena Patrizzi, al principio del siglo, declara que toda la historia finalmente descansa en pruebas de los testigos visuales, y alega que aquellos que están presentes se inclinan a interesarse en los asuntos, y por tanto, son propensos a convertirse en partes interesadas; mientras que aquellos que pueden permitirse el ser objetivos, porque son neutrales y no parte interesada, es improbable que vean la evidencia celosamente preservada por los partídarios y tienen que depender de los informes tendenciosos de las partes interesadas.
Tal pirronismo crece con el siglo: es característico de Montaigne, Charron, La Mothe le Vayer y, desde luego, mucho más adelante en el siglo y en una forma más extrema, de Pierre Bayle, para no tomar sino unos pocos ejemplos. En tanto la historia sea vista como una escuela de virtudes, cuyo propósito es celebrar el bien y mostrar la maldad, mostrar el inalterable carácter de la naturaleza humana en todas las épocas, y por doquier, ser simplemente filosofía moral y política que enseña mediante ejemplos, podría no importar mayormente que tal historia fuera o no exacta. Pero una vez que se afirma el deseo de la verdad por la verdad misma, nace algo más novedoso, el deseo de crear una ciencia avanzada, de acumular conocimiento, saber más que nuestros predecesores y ser conscientes de ello, lo cual conduce a darse cuenta de que esto puede ser logrado sólo si los practicantes reputados en el campo reconocen la validez de los mismos principios y métodos y pueden atestiguar las conclusiones recíprocamente, como ha sido (y es) en el caso de la física, la matemática o la astronomía y en todas las nuevas ciencias. Es esta nueva perspectiva la que hace tan precarias las pretensiones de considerar la historia como una provincia del conocimiento.
Lo más formidable del ataque vino de Descartes. Sus opiniones son bien conocidas: la verdadera ciencia descansa en premisas axiomáticas, de las cuales, mediante el uso de las reglas racionales, se puede sacar conclusiones irrefutables, como procedemos en geometría, en álgebra, en física. ¿Dónde están los axiomas, las reglas de transformación, las conclusiones innegables en los escritos históricos? El progreso del verdadero conocimiento es el descubrimiento de verdades eternas, inalterables, universales; cada generación de buscadores de la verdad se levanta sobre los hombros de sus predecesores y comienza donde éstos acabaron, añadiendo lo suyo a la creciente suma del conocimiento humano. Claramente éste no es el caso en la escritura histórica, o ciertamente en el campo de las humanidades en general. ¿Dónde, en esta esfera, está el único y siempre creciente edificio de la ciencia? Un niño conoce hoy más geometría que Pitágoras: ¿qué conocen nuestros más grandes eruditos actuales de la antigua Roma que no haya conocido la sirvienta de Cicerón? ¿Qué han añadido a la provisión de ésta? ¿Cuál es entonces la utilidad de todas estas sabias labores? Descartes insinúa que no desea evitar que el hombre se complazca en este pasatiempo —pudiera encontrar suficientemente agradable usar su ocio en tal forma-; no es peor, dice, que aprender algún dialecto raro, como el suizo o el bajo bretón; pero esta no es una ocupación para nadie seriamente comprometido con el conocimiento creciente. Malebranche rechaza la historia como chisme; a esto hacen eco otros cartesianos; aun Leibniz, quien compuso una obra histórica de importancia, hace una defensa convencional de la historia como un medio de satisfacer la curiosidad acerca de los orígenes de familias o estados y como una escuela de moral. Su inferioridad ante las matemáticas y la filosofía fundada sobre las matemáticas y las ciencias naturales y los otros descubrimientos de la razón pura, debe ser obvia para todos los hombres que piensan.
Estas actitudes no mataron, desde luego los estudios históricos. Los métodos de escolaridad habían avanzado grandemente desde la mitad del siglo xv, especialmente por el uso que se le dio a las antigüedades. Monumentos, documentos legales, manuscritos, monedas, medallas, obras de arte, literatura, edificios, inscripciones, baladas populares, leyendas podían emplearse como ayuda para (y algunas aun como sustitutos de), la dudosa historia narrativa. Los grandes juristas del siglo XVI, Budé, Alciati, Cujas, Dumoulin, Hotmann, Baudouin y sus discípulos y, en el siglo siguiente, Coke y Matthew Hale en Inglaterra, Vrank en los países bajos, De Gregorio en Italia y Sparre en Suecia, desarrollaron trabajos importantes de reconstrucción de textos legales, tanto romanos como medievales. La escuela de historiadores universales en Francia —Pasquier, Le Roy, Le Caron, Vignier, La Popeliniére y, ciertamente, el enciclopédico Bodino-originaron, cuando menos, la concepción de historia cultural;10 y fueron seguidos en el siglo xvii por escritores como el abad de Saint-Réal, Dufres-noy, Charles Sorel, el padre Gabriel Daniel y, desde luego, Boulainvilliers y Fénelon. Estos primeros esquemas de historia cultural, y en particular la creciente conciencia de las diferencias más bien que las similitudes entre distintas sociedades, épocas, civilizaciones, fueron un desarrollo nuevo que, en su debido curso, revolucionaron las nociones históricas. De todas maneras sus sustentadores demostraron mayor propensión a denunciar la erudición inútil y a formar programas de lo que los historiadores no deberían hacer, que a indicar métodos precisos para desarrollar estas tareas o, ciertamente, a desarrollarse ellos. Mucho de esto fue metahistoria o teorías de la historia, más que escritos históricos concretos. Más aún, el modelo científico (o “paradigma”) que dominó el siglo, con su fuerte implicación de que sólo lo que era cuantificable, o cuando menos medible —aquello a lo que en principio podría aplicársele métodos matemáticos— era real, reforzó fuertemente la antigua convicción de que para cada pregunta había sólo una verdadera respuesta, universal, eterna, incambiable; era o parecía ser, así en matemáticas, física, mecánica y astronomía, y pronto sería en química, botánica, zoología y otras ciencias naturales con el corolario de que el criterio más confiable de la verdad objetiva era la demostración lógica, o la medición o, cuando menos, una aproximación a esto.
La teoría política de Spinoza es un buen ejemplo de este abordamien-to: él supone que la respuesta racional a la pregunta de cuál es el mejor gobierno para los hombres es, en principio, descubrible para cualquiera, en cualquier parte y en cualesquiera circunstancias. Si los hombres no han descubierto antes estas soluciones atemporales debe ser a causa de la debilidad o el oscurecimiento de la razón por la emoción, o tal vez por la mala suerte: las verdades de las que suponía estar dando una demostración racional podían presumiblemente haber sido descubiertas y aplicadas por la razón humana en cualquier tiempo, de modo que la humanidad se hubiera ahorrado muchos males. Hobbes, un empírico, pero igualmente dominado por un modelo científico, también presupone esto. La noción de tiempo, cambio, desarrollo histórico, no choca con estas opiniones. Más aún, estas verdades, al ser descubiertas, aumentarán el bienestar humano. Consecuentemente el motivo de la búsqueda no es tanto la curiosidad o el deseo de conocer la verdad como tal, cuanto utilitaria: la promoción de una mejor vida sobre la tierra haciendo al hombre más racional y por tanto más sabio, más justo, virtuoso y feliz. Los fines del hombre están dados, por Dios o por la naturaleza. La razón, liberada de sus trabas, descubrirá lo que son: todo lo que es necesario es encontrar los medios correctos para su logro.
Este es el ideal desde Francis Bacon hasta H. G. Wells y Julian Huxley y el de muchos que, en nuestros días, creen en los acuerdos morales y políticos basados en la teoría científica de la sociología y la psicología. La figura más famosa en todo este movimiento, no en el de la ciencia misma sino en la aplicación de sus descubrimientos a la vida de los hombres—ciertamente su más talentoso promotor- fue Voltaire. Su primero y más fuerte opositor fue el filósofo napolitano Giambattista Vico. El contraste entre sus opiniones pudiera servir para arrojar luz sobre la diferencia radical de actitudes que marcaron una división crucial de los caminos.
II
Voltaire es la figura central de la Ilustración porque aceptó sus principios básicos y usó todo su incomparable ingenio y energía y habilidad literaria y brillante malicia para propagar estos principios y sembrar el estrago por el campo enemigo. El ridículo mata con más seguridad que la indignación salvaje; y Voltaire probablemente hizo más por el triunfo de los valores de la civilización que ningún escritor que haya vivido. ¿Cuáles fueron estos principios? Permítame repetir la fórmula una vez más: hay verdades eternas, intemporales, idénticas en todas las esferas de la actividad humana: moral y política, social y económica, científica y artística; y hay sólo una manera de reconocerlas: por medio de la razón, que Voltaire interpretó no como un método deductivo de lógica o matemáticas, que era demasiado abstracto y sin relación con los hechos y necesidades de la vida diaria, sino como le bon sens, el buen sentido que, aunque no pudiera conducir a la absoluta certidumbre, lograba un grado de verosimilitud o probabilidad absolutamente suficiente para los asuntos humanos, para la vida pública y privada. No muchos hombres están armados con esta excelente facultad pues la mayoría parece ser incurablemente estúpida, pero esos pocos que la poseen son responsables de los mejores momentos de la humanidad. Todo lo valioso en el pasado son esos mejores momentos: de ellos sólo podemos aprender cómo hacer hombres buenos, esto es, sensatos, racionales, tolerantes o, en todo caso, menos brutales, estúpidos y crueles; cómo hacer leyes y gobiernos que promuevan la justicia, la belleza, la libertad y la felicidad y disminuyan la brutalidad, el fanatismo, la opresión de lo que está llena la mayor parte de la historia del humanidad.
La tarea de los historiadores modernos es, por tanto, clara: describir y celebrar estos momentos de elevada cultura y contrastarlos con la oscuridad reinante, las edades bárbaras de la fe, el fanatismo y los actos crueles y estúpidos. Para lograrlo tales historiadores deben prestar más atención que los antiguos a “costumbres, leyes, maneras, comercio, finanzas, agricultura, población”:11 y también al negocio, la industria, la colonización y el desarrollo del gusto. Esto es mucho más importante que los relatos de guerras, tratados, instituciones políticas, conquistadores, tablas dinásticas, asuntos públicos a los que los historiadores, hasta ahora, han dado la mayor importancia. Nos cuenta Voltaire que madame du Chátelet le dijo: “¿Qué sentido tiene para una francesa como yo [...] saber que en Suecia Egil sucedió al rey Haquin; o que Ottoman fue hijo de Ortogul?”.12 Estaba perfectamente en lo justo: el propósito del trabajo que él escribió ostensiblemente para la ilustración de esta dama (el famoso Ensayo sobre las costumbres) es, por tanto, no “saber en qué año un príncipe, que no merece ser recordado, sucedió a otro príncipe bárbaro de alguna nación primitiva”.13 “Deseo mostrar cómo llegaron a existir las sociedades humanas, cómo se vivió la vida doméstica, qué artes se cultivaron, más que volver a decir la vieja historia de desastres y desgracias [...] esos ejemplos familiares de la malicia y la depravación humanas.”14 El intenta volver a contar los logros de “el espíritu humano en la más ilustrada de las épocas”,15 pues sólo lo que es digno de mención es digno de la posteridad.
La historia es un desierto árido con unos cuantos oasis. Sólo hay cuatro grandes épocas en Occidente en las que el espíritu humano se eleva a su total estatura y crea civilizaciones de las que puede estar orgulloso: la época de Alejandro, en la que incluye la época clásica de Atenas; la época de Augusto, en la que incluye la República romana y el Imperio en su culminación; Florencia durante el Renacimiento, y la época de Luis XIV en Francia. Voltaire asume a través de todo ello que estas son civilizaciones elitistas, impuestas sobre las masas por oligarquías ilustradas, por la falta de valor y raciocinio de aquellas, que sólo quieren ser divertidas y engañadas y así son presa natural de la religión, que es, para él, superstición abominable. “Sólo los gobiernos pueden [...] elevar o disminuir el nivel de las naciones.”16
La suposición básica es, desde luego, que las metas perseguidas en estas cuatro grandes culturas son finalmente las mismas: la verdad, la luz, son las mismas en cualquier parte, siendo erróneo considerarles miríadas de formas. Más aún, es absurdo confinar el examen a Europa y esa porción del Cercano Oriente de la que brotan poco más que las crueldades, el fanatismo y las creencias faltas de sentido de judíos y cristianos que, pese a lo que Bossuet trate de demostrar, eran y siguen siendo enemigos de la verdad, el progreso y la tolerancia. Es absurdo ignorar el enorme y pacífico reino de China, gobernado por mandarines ilustrados, o la India, o Caldea u otras partes del mundo que sólo la absurda vanidad de la Europa cristiana excluye de la órbita de la historia. El propósito de la historia es impartir verdades instructivas, no satisfacer la curiosidad ociosa, y esto sólo puede ser llevado a cabo estudiando las cimas de los logros humanos, no los valles. El historiador no debería difundir fábulas, como Heródoto, que es como una vieja que cuenta cuentos a los niños, sino enseñarnos nuestros deberes sin parecer que lo hace así, pintando para la posteridad no los actos de un hombre aislado sino el progreso del espíritu humano en las épocas más ilustradas. “Si usted no tiene más que decirnos que un bárbaro sucedió a otro bárbaro en las riveras del Oxo o del Yaxartes, ¿qué tan útil será usted al público?”17 ¿Por qué deberíamos interesamos en el hecho de que “Quancum sucedió a Kincum y Kicum sucedió a Quancum”?18 No deseamos conocer la vida de Luis el Gordo o Luis el Obstinado, ni aun la del bárbaro Shakespeare o del tedioso Milton, sino los logros de Galileo, Newton, Tasso, Addison; ¿quién quiere saber acerca de Salmanasar o Mardokempad? Los historiadores no deben atascar la mente de sus lectores con relatos de guerras religiosas u otras estupideces que desagradaron a la humanidad, a menos que sea para mostrar cuán bajo pueden hundirse los seres humanos: los relatos de Felipe II de España o de Cristian de Dinamarca, son relatos precautorios para prevenir a la humanidad de los peligros de la tiranía; o si, como Voltaire mismo, uno escribe una vivaz y entretenida biografía de Carlos XII de Suecia, es con el único fin de apuntar a los hombres los peligros de una vida de impmdente aventura; lo que es valioso saber es por qué el emperador Carlos V no se aprovechó más de su captura del rey Francisco I de Francia; o cuál fue el valor de las sólidas finanzas de Isabel de Inglaterra, o de Enrique IV o de Luis XIV de Francia, o la importancia de la política dirigiste de Colbert comparada con la de Sully. Por lo que toca a horrores también deberán ser detallados si es que queremos evitar otra Noche de San Bartolomé u otro Cromwell.
La tarea de historiador, dice una y otra vez, es relatar los logros de esos lamentablemente raros periodos en que las artes y las ciencias florecieron y la naturaleza cubrió las necesidades, la comodidad y los placeres de los hombres. Meinecke describió correctamente a Voltaire como “el banquero de la Ilustración”, el conservador de sus logros, una especie de anotador en la competencia de la luz contra las tinieblas, de la razón y la civilización contra la barbarie y la religión, la Atenas y la Roma de los Césares virtuosos contra Jerusalén y la Roma de los papas, Juliano el Apóstata contra Gregorio Nacianceno. Pero, ¿cómo vamos a decir lo que realmente ocurrió en el pasado? ¿Acaso Pierre Bayle no arrojó terribles dudas sobre la autenticidad de informes particulares de hechos, y mostró cuán infieles y contradictorias pueden ser las pruebas históricas? Esto puede ser así, pero no son tanto los hechos particulares los que importan, de acuerdo con Voltaire, como el carácter general de una época o una cultura. Los actos de hombre solos son de pequeña importancia, y el carácter individual es demasiado difícil de dilucidar: cuando difícilmente podemos decir cómo fue el carácter de Mazarino, ¿cómo podríamos decir algo acerca de los antiguos? “Alma, carácter, motivos dominantes, toda esa suerte de cosas es un caos impenetrable que nunca puede ser aprehendido firmemente. Quien después de siglos trate de desanudar este caos simplemente creará más.”
¿Cómo, entonces, vamos a recuperar el pasado? Por la luz de la razón natural: le bon sens. “Cualquier cosa que no esté de acuerdo con la ciencia natural, con la razón, con la naturaleza (tempre) del corazón humano, es falsa.” ¿Por qué molestarse con los delirios de los salvajes y las invenciones de los bribones? Sabemos que los monumentos son “mentiras históricas” y “que no hay un solo templo o colegio de sacerdotes, ni una sola fiesta en la Iglesia que no se origine en alguna estupidez”. El corazón humano es el mismo en todas partes, y el buen sentido es suficiente para hallar la verdad.
Le bon sens sirvió bien a Voltaire; lo capacitó para desacreditar mucha propaganda clerical y muchos absurdos ingenuos y pedantes. Pero también le dijo que los imperios de Babilonia y Asiria posiblemente no pudieron haber coexistido puerta a puerta en un espacio tan confinado; que las leyendas de las prostitutas del templo eran claras necedades; que Ciro y Creso eran seres de ficción; que Belus y Ninús no podían haber sido reyes babilonios pues la terminación “us” no es una terminación babilónica; que Jeijes no vapuleó el Helesponto. El Diluvio es una fábula absurda, pues las conchas halladas en las cimas de las montañas se pudieron haber caído de los sombreros de los peregrinos. Por otra parte no halló dificultad en aceptar la realidad de sátiros, faunos, el Minotauro, Zeus, Teseo, Hércules o el viaje de Baco a la India, y aceptó alegremente un fantasioso clásico indio, el Ezour-Veidam. Sin embargo, indudablemente Voltaire expandió el campo de interés propiamente histórico más allá de la política, la guerra, los grandes hombres, insistiendo en “la necesidad de describir cómo los hombres viajaron, vivieron, durmieron, vistieron, escribieron”, sus actividades sociales, económicas artísticas. Jacques Coeur fue más importante que Juana de Arco. Se quejaba de que Pufen-dorf, que había tenido acceso a los archivos estatales de Suecia, no nos hubiera dicho nada de los recursos naturales del país, las causas de su pobreza, qué parte jugó en las invasiones de los godos al imperio romano; estas son demandas nuevas e importantes. Voltaire denunció el euro-centrismo, bosquejó la necesidad de la historia social, económica, cultural, que, aun cuando él mismo no llevara a cabo su programa (sus propias historias son maravillosamente legibles pero de carácter grandemente anecdótico, donde no hay un real intento de síntesis) estimuló el interés de sus sucesores en un campo más vasto. Al mismo tiempo devaluó la naturaleza histórica de la historia, pues sus intereses son morales, estéticos, sociales: como philosophe Voltaire es en parte moralista, en parte turista y feuilletonists, y totalmente periodista, si bien de genio incomparable. No reconoce, aun como historiador cultural —o catalogador-, la multiplicidad y relatividad de valores en diferentes tiempos y lugares, o la dimensión genética en la historia: la noción de cambio y crecimiento es grandemente ajena a él. Para Voltaire sólo hay épocas brillantes o sombrías, y lo sombrío se debe a los crímenes, locuras e infortunios de los hombres. A este respecto es mucho menos histórico que algunos de sus predecesores en el Renacimiento. Ve la historia de un modo flojo, como una acumulación de hechos, casualmente conectados, cuyo propósito es mostrar a los hombres bajo qué condiciones estos propósitos centrales, que la naturaleza ha implantado en el corazón de cada hombre, pueden realizarse mejor: quiénes son los enemigos del progreso y cómo serán derrotados. Por eso Voltaire probablemente hizo más que ningún otro para determinar la entera dirección de la Ilustración; Hume y Gibbon fueron poseídos por el mismo espíritu.
Hasta que la reacción contra la clasificación de toda la experiencia humana en términos de valores absolutos e intemporales —reacción que principió en Suiza e Inglaterra entre críticos e historiadores de literatura griega y hebrea y, al penetrar a Alemania, creó la gran revolución intelectual de la que Herder fue el apóstol más influyente- hizo historia como la entendemos hoy, hizo valer sus méritos. De todos modos es a Voltaire, Fontenelle y Montesquieu (quien, contrariamente a la opinión aceptada acerca de él, estaba no menos convencido de la naturaleza absoluta e intemporal de los últimos fines humanos pese a que muchos medios y métodos pudieran variar de clima a clima) a quienes debemos las ramas más científicas de los posteriores escritos históricos: historia económica, historia de la ciencia y la tecnología, sociología histórica, demografía, todas las esferas del conocimiento del pasado que deben su existencia a técnicas cuantitativas, estadísticas u otras. Pero la historia de la civilización que Voltaire supuso que estaba iniciando, finalmente fue creada por los alemanes que lo vieron como el archienemigo de todo lo que ellos consideraban querido.
Sin embargo, aun antes de la contra-Ilustración de los suizos, los ingleses y los alemanes, tomó cuerpo una nueva concepción del estudio de la historia. Fue de carácter antivoltairiano y su autor fue un oscuro napolitano de quien Voltaire casi con seguridad nunca había oído; y si hubiera oído de él lo habría tratado con desdén.
Véase Georg Willhelm Friedrich Hegel, Samtliche Werke, ed. Hermann Glockner (Stuttgart, 19271951!* vol. 7. P- 448.
La moral de su mejor comedia, Mandragora, me parece cercana a la de las obras políticas: que las doctrinas éticas profesadas por los personajes son completamente discordantes de lo que hacen para lograr sus varios fines: virtuaimente cada uno de ellos obtiene al final lo que quiere; si Callimaco hubiera resistido la tentación, o la dama a la que seduce la hubiera apenado el remordimiento, o si Fra Timoteo hubiera intentado practicar las máximas de los Padres y los Escolásticos con los cuales sazona liberalmente sus discursos, esto podría no haber ocurrido. Pero todo gira hacia lo mejor, aunque no desde el punto de vista de la moral aceptada. Si la obra castiga la hipocresía y la estupidez, el punto de vista no es el de la virtud sino el del cándido hedonismo. La noción de que Callimaco es una especie de príncipe en la vida privada, con buen éxito para crear y mantener su propio mundo mediante el uso correcto de la astucia y el fraude, el ejercicio de la virtú, un osado reto a la fortuna, etc., parece plausible. Para esto véase a Henry Paolucci, Introducción a la Mandragora (Nueva York, 1957).
Tiene un origen más antiguo [cf. p. 211). El acostumbrado proverbio legal “Necessitas non habet legem” aparece, por ejemplo, como una glosa de Acursio al texto de Justiniano, Digesto, 1. 10. 1. 1 (“De officiis consulis”, glosa a “expedire”), sig. CIr en su comentario al Digestum vetus (Venecia, 14Th- Mas ya desde el siglo 1 a. C. Publio Siró incluye la misma idea en uno de sus apotegmas: “Necessitas dat legem non ipsa accipit”, Sententiae, 444, en Minor Latin Poets, ed. y trad. J. Wight Duff y Arnold M. Duff ,L°n‘ dres/Cambridge, Mass., 1934). [H. H.J
por ejempi0 en ios pasajes de los Discursos citados arriba, o cuando él dice, “Creo que el mayor bien se puede hacer y el que más place a Dios es aquel que uno hace por su ciudad natal”. Debo agradecer a Myron Gilbert por esta referencia a A Discourse on Remodelling the Government of Florence {Gilbert, op. cit., supra, nota 46, vol. I, pp. 113-114). En ninguna forma es único este sentimiento en las obras de Maquiavelo, pero haciendo a un lado su deseo de adular a León X, o el riesgo de todos los autores de caer en los clichés de su propia época, ¿debemos suponer que Maquiavelo trata de hacemos pensar que cuando Filipo de Macedonia trasplantó las poblaciones en una forma que (inevitable como se dice que fue) causó náusea aun a Maquiavelo, lo que hizo Filipo, dado que era bueno para Macedonia, era grato a Dios y per contra, el fracaso de Giovanpaolo Baglioni en su intento de matar al papa y a la curia, desagradó a Dios? Tal noción de la deidad es, para decir lo menos, remota de la del Nuevo Testamento. ¿Las necesidades de la patria son automáticamente idénticas a las del Todopoderoso? ¿Hay quienes se permiten dudar de esto por el peligro de caer en herejía? Pudiera ser que a veces Maquiavelo haya sido representado como demasiado maquiavélico; pero suponer que él creía que los derechos de Dios y de César eran perfectamente reconciliables reduce su tesis central al absurdo. Sin embargo, esto no prueba que él estaba ayuno de todo sentimiento cristiano: la Esortazione alia penitenta compuesta en el último año de su vida {si es genuina y no una falsificación posterior) muy bien pudiera ser absolutamente sincera, como lo creen Ridolfi y Alderisio; Capponi puede haber exagerado el punto de que él “echó de su corazón a la religión”, aun cuando “no estaba totalmente extinguida en su pensamiento”. El punto es que habrá escasamente trazas de tales états d’áme en sus escritos políticos, únicos de los que nos ocupamos. Hay una discusión interesante de esto en Giusseppe Prezzolini, en su artículo ya citado (nota 67, supra) en la que esta actitud se traza hasta Agustín, y la tesis de Croce es, por implicación, controvertida.
Citado por Prezzolini, op. cit, ñola 1, supra; versión inglesa, pp. 222-223.
Quaderni delta “Critica”5, núm. 14 (julio, 1949), pp. 1-9.
Vicent de Lérins, Commonitorium, 2. p. 3.
Novum organum, I. 39.
M. H. Fisch ha anotado correctamente que la disolución de los monasterios liberó una masa de pruebas documentales de las que no se ha dispuesto hasta ahora, y esto contribuyó al hecho de que la Iglesia, al repeler ataques contra sus reclamaciones históricas, recurrió a armas de investigación histórica.
Frases como “les saisons et mutations de moeurs d’un peuple” o “la complexion et humour” de una nación, o “fagons de vivre”, “forme de vivre”, “la police” o “les motifs, les opinions et les pensées des hommes”, “le génie du siécle, des opinions, des moeurs, des idées dominantes”, “les passions qui con-duisaient les hommes” fueron muy comunes durante los siglos xvi y xvii.
“Histoire”, en Dictionnaire phiíosophique, p. 365, en (Euvres completes de Voltaire [ed. Louis Moland] (París, 1877-1885) (en lo sucesivo M) vol. 19. Las referencias subsecuentes a Voltaire remiten a esta edición, a menos que se especifique lo contrario, por volumen y página: M, XIX, 365.
Prefacio al Essai sur l'histoire universelle, vol. III (1754): M, XXIV, 41.
Essai sur les moeurs, “Avant-propos”: M, XI, 157.
Ibid., cap. 81: M, XII, 53.
Siécle de Louis XIV, Introducción: M, XIV, 155.
Carta a Maurice Pilavoine, 23 de abril de 1760.
Op. di., nota 5, p. 367.
Essai sur les moeurs, cap. 195: M, XIII, 162.