LA BÚSQUEDA DEL IDEAL

I


Existen, a mi parecer, dos factores que, por encima de todos los demás, han forjado la historia humana en el siglo xx. Uno de ellos es el desarrollo de las ciencias naturales y la tecnología, ciertamente la más grande historia de triunfo de nuestro tiempo; de hecho, en todos los ámbitos se le ha prestado gran y creciente atención. El otro, sin duda, consiste en las grandes tormentas ideológicas que han alterado la vida de virtualmente toda la humanidad: la Revolución Rusa y sus secuelas, las tiranías totalitarias de derecha y de izquierda, las explosiones de nacionalismo, racismo y, en ciertos lugares, la intolerancia religiosa que, curiosamente, no predijo ni uno solo de los pensadores sociales más sagaces del siglo xix.

Cuando nuestros descendientes, dentro de dos o tres siglos (si la humanidad subsiste hasta entonces), lleguen a contemplar nuestra época, estos dos fenómenos, creo yo, serán considerados las dos características sobresalientes de nuestro siglo; las que más necesiten explicación y análisis. Pero no está de más darnos cuenta de que estos grandes movimientos comenzaron con ciertas ideas en la mente de algunos: ideas acerca de lo que han sido las relaciones entre los hombres, lo que pueden ser y lo que deben ser; debemos comprender cómo llegaron a transformarse en el nombre de la visión de alguna meta suprema en la mente de los líderes, ante todo de los profetas apoyados por ejércitos. Tales ideas son la sustancia de la ética. El pensamiento ético consiste en el examen sistemático de las relaciones mutuas de los seres humanos, de las concepciones, los intereses y los ideales de los que brotan las maneras humanas de tratarse unos a otros, y los sistemas de valores en que se fundamentan tales fines de la vida. Estas creencias acerca de cómo debe vivirse la vida, sobre lo que son y lo que hacen los hombres y mujeres, son objeto de la investigación moral; y cuando se les aplica a grupos y naciones, y a la humanidad en conjunto, se les llama filosofía política, que no es más que la ética aplicada a la sociedad.

Si queremos llegar a comprender el mundo frecuentemente violento en que vivimos (y a menos que tratemos de comprenderlo, no podemos esperar ser capaces de actuar racionalmente en él y sobre él), no podemos confinar nuestra atención a las grandes fuerzas impersonales, naturales o hechas por el hombre, que actúan sobre nosotros. Las metas y los motivos que guían la acción humana deben contemplarse a la luz de todo lo que sabemos y comprendemos; sus raíces y crecimiento, su esencia y, ante todo, su validez, deben ser examinados críticamente con todos los recursos intelectuales de que disponemos. Esta apremiante necesidad, aparte del valor intrínseco del descubrimiento de la verdad acerca de las relaciones humanas, hace de la ética una disciplina de primera importancia. Sólo los bárbaros no sienten curiosidad respecto de dónde vinieron, cómo llegaron adonde están, adonde parecen ir, si quieren ir allí y, en caso afirmativo, por qué, o, en caso negativo, por qué no.

El estudio de la variedad de las opiniones acerca de la vida que encarnan tales valores y tales fines es algo a lo que he dedicado 40 años de mi larga vida, en un intento por aclararlas ante mí mismo. Deseo decir algo sobre cómo llegué a quedar absorto en este tema, y en particular, acerca de un punto crítico que alteró mis pensamientos con respecto a su núcleo mismo. Esto resultará, hasta cierto grado, inevitablemente autobiográfico y por ello ofrezco mis disculpas, pero no sé de qué otra manera explicarlo.

II

Cuando era joven leí La guerra y la paz, de Tolstoi, demasiado temprano. El verdadero impacto de esta gran novela sólo me llegó después, junto con el de otros escritores rusos de mediados del siglo xix, tanto novelistas como pensadores sociales, quienes influyeron mucho para determinar mi visión de las cosas. Me pareció, y aún me parece, que el propósito de estos escritores no era, en principio, hacer recuentos realistas de la vida y las relaciones mutuas de individuos, grupos sociales o clases, ni tampoco análisis psicológicos o sociales por los análisis mismos —aunque, desde luego, los mejores de ellos lograron precisamente esto, y de manera incomparable—. Me pareció que su enfoque era esencialmente moral: estaban preocupados profundamente por aquello que era responsable de la injusticia, la opresión, la falsedad en las relaciones humanas, el aprisionamiento, fuese por paredes de piedra o por conformismo —sumisión sin protestas a yugos creados por el hombre—, ceguera moral, egoísmo, crueldad, humillación, servilismo, pobreza, impotencia, ardiente indignación o desesperación de parte de tantos. En suma, estaban interesados en la naturaleza de estas experiencias y sus raíces en la condición humana: en primer lugar, la condición de Rusia pero, por implicación, de toda la humanidad. Y, a la inversa, deseaban saber qué podría traernos lo opuesto, un reino de verdad, amor, probidad, justicia, seguridad, relaciones personales basadas en la posibilidad de la dignidad humana, la decencia, la independencia, la libertad y la realización espiritual.

Algunos, como Tolstoi, encontraron esto en la visión de la gente sencilla, no contaminada por la civilización; como Rousseau, Tolstoi quiso creer que el universo moral de los campesinos no era distinto del de los niños, no estaba deformado por las convenciones e instituciones de la civilización que brotaban de los vicios humanos: codicia, egoísmo o ceguera espiritual; que el mundo sólo podría salvarse si los hombres veían la verdad que estaba bajo sus propios pies; con sólo buscar lo encontrarían en los Evangelios cristianos, en el Sermón de la Montaña. Otros rusos pusieron su fe en el racionalismo científico, o en una revolución social y política fundada sobre una verdadera teoría del cambio histórico. Algunos más buscaron las respuestas en las enseñanzas de la teología ortodoxa, o en la democracia liberal occidental, en un retorno a los antiguos valores eslavos oscurecidos por las reformas de Pedro el Grande y sus sucesores.

Lo que todas estas visiones tenían en común era la fe en que existían soluciones a los problemas centrales, en que podríamos descubrirlas y, con un suficiente esfuerzo desinteresado, llevarlas a cabo en este mundo. Todos ellos creyeron que la esencia de los seres humanos era su capacidad de elegir cómo vivir: las sociedades podrían ser transformadas a la luz de verdaderos ideales si se creía en ellos con suficiente fervor y dedicación. Si, como Tolstoi, a veces pensaron que el hombre no era verdaderamente libre sino que estaba determinado por factores fuera de su dominio, sabían bastante bien, como él, que si la libertad era una ilusión, sin esa ilusión no podríamos vivir ni pensar. Nada de esto fue parte de mi programa escolar, eí cual consistió en autores griegos y latinos; pero todo eso ha quedado conmigo.

Cuando llegué a estudiar a la Universidad de Oxford, empecé a leer las obras de los grandes filósofos y descubrí que eso mismo creían las principales figuras, especialmente en el campo del pensamiento ético y político. Sócrates pensó que si por métodos racionales se podía establecer certidumbre en nuestro conocimiento del mundo externo (¿no había llegado Anaxagoras a la verdad de que el Sol era muchas veces más grande que el Peloponeso, por muy pequeño que pareciera en el cielo?), el mismo método sin duda nos entregaría igual certidumbre en el ámbito de la conducta humana: cómo vivir, qué ser. Esto podría lograrse gracias al argumento racional. Platón pensó que una élite de sabios que llegara a tal certidumbre debía recibir el poder de gobernar a otros, intelectualmente menos dotados, obedeciendo pautas dictadas por las soluciones correctas a los problemas personales y sociales. Los estoicos creyeron que estas soluciones podían ser alcanzadas por cualquiera que se propusiese vivir de acuerdo con la razón. Judíos, cristianos y musulmanes (yo sabía muy poco acerca del budismo) creían que las verdaderas respuestas habían sido reveladas por Dios a sus profetas y santos elegidos, y aceptaron la interpretación de esas verdades reveladas por maestros calificados y por las tradiciones a las que pertenecían.

Los racionalistas del siglo xvii pensaron que las respuestas podían ser descubiertas por una especie de visión metafísica, una aplicación especial de la luz de la razón con que todos los hombres están dotados. Los empiristas del siglo xvm, impresionados por los vastos nuevos reinos del conocimiento abiertos por las ciencias naturales con base en técnicas matemáticas que habían disipado tantos errores, superstición y absurdos dogmáticos, se preguntaron, como Sócrates, por qué los mismos métodos no lograrían establecer leyes similarmente irrefutables en el ámbito de los asuntos humanos. Con los nuevos métodos descubiertos por la ciencia natural también se podía introducir el orden en la esfera social, podrían observarse uniformidades, formularse y probarse hipótesis por medio de experimentos; se podrían establecer leyes a partir de ellos, y luego se vería que ciertas leyes en regiones específicas de la experiencia podían deducirse de leyes más generales y éstas, a su vez, podrían deducirse de leyes aún más grandes, y así, siempre hacia arriba, hasta que se lograra establecer un gran sistema armonioso, conectado por irrompibles eslabones lógicos que pudieran formularse en términos precisos, es decir, matemáticos.

La reorganización racional de la sociedad pondría fin a la confusión espiritual e intelectual, al reinado del prejuicio y la superstición, a la obediencia ciega a dogmas no examinados, y a las estupideces y crueldades de los regímenes opresivos que esas tinieblas intelectuales habían engendrado y promovido. Todo lo que se necesitaba era la identificación de las principales necesidades humanas y el descubrimiento de los medios para satisfacerlas. Esto crearía el mundo feliz, libre, justo, virtuoso y armonioso que Condorcet tan conmovedoramente predijo en la celda de una prisión en 1794. Esta visión se encontró en la base de todo pensamiento progresista del siglo xix, y estuvo en el corazón mismo de gran parte del empirismo crítico que absorbí en Oxford cuando era estudiante.

III

En algún momento comprendí que lo que todas estas visiones tenían en común era un ideal platónico: en primer lugar que, como en las ciencias, todas las preguntas auténticas deben tener una respuesta y sólo una, siendo las demás necesariamente errores; en segundo lugar, que debe haber un camino seguro hacia el descubrimiento de estas verdades; en tercer lugar, que las auténticas verdades, una vez descubiertas, necesariamente deben ser compatibles entre sí y formar un todo común, pues una verdad no puede ser incompatible con otra: eso lo sabíamos a priori. Este tipo de omnisciencia era la solución del acertijo cósmico. En el caso de las verdades morales, podríamos entonces concebir cómo sería la vida perfecta, fundada como estaría en un debido entendimiento de las reglas que gobernaban el universo.

Cierto, puede que no llegáramos nunca a esta condición de conocimiento perfecto: pudiéramos ser demasiado necios o demasiado débiles o corrompidos o pecadores para lograrlo. Los obstáculos, tanto intelectuales como de carácter externo, pudieran ser excesivos. Además, como he dicho, las opiniones diferían grandemente sobre el camino recto que debía seguirse: algunos lo encontraban en las iglesias, otros en los laboratorios; algunos creían en la intuición, otros en el experimento o en visiones místicas o en cálculos matemáticos. Pero aun si no pudiésemos llegar a estas respuestas verdaderas o, en realidad, a] sistema final que las entrelaza, las respuestas deben existir; de otro modo, las preguntas no serían reales. Las respuestas debían ser conocidas por alguien: tal vez Adán en el paraíso las conoció; quizá nosotros logremos llegar a ellas al final de los días; si los hombres no pueden conocerlas, acaso los ángeles las conozcan; y si no los ángeles, entonces Dios las sabe. Estas verdades intemporales debían, en principio, ser cognoscibles.

Algunos pensadores del siglo xix -Hegel, Marx— opinaron que eso no podía ser tan sencillo. No había verdades eternas. Lo que había era un desarrollo histórico, un cambio continuo; los horizontes humanos se alteraban con cada nuevo paso dado en la escala evolutiva; la historia era como un drama de muchos actos impulsado por conflictos de fuerzas, a veces llamados dialécticos, en el ámbito de las ideas y de la realidad: conflictos que tomaban la forma de guerras, revoluciones, violentos trastornos de naciones, clases, culturas y movimientos; sin embargo, después de inevitables retrocesos, fracasos, recaídas y regresos a la barbarie, el sueño de Condorcet se realizaría. El drama tendría un final feliz, la razón del hombre había obtenido triunfos en el pasado, y no podría ser contenida para siempre. Los hombres ya no serían víctimas de la naturaleza o de sus sociedades en gran parte irracionales: la razón triunfaría; la cooperación universal y armoniosa, la verdadera historia, comenzaría al fin. Pues si esto no fuera así, ¿tendrían algún significado las ideas de progreso o de historia? ¿No hay un avance, por tortuoso que sea, de la ignorancia al conocimiento, del pensamiento mítico y las fantasías infantiles a la percepción de la realidad cara a cara, al conocimiento de las verdaderas metas, de los verdaderos valores, así como de las verdades de hecho? ¿Puede ser la historia una simple sucesión de hechos sin propósito alguno, causada por una mezcla de factores materiales y por el juego de la selección al azar, un relato lleno de sonido y de furia que no significa nada? Esto era impensable. Llegaría el día en que hombres y mujeres tomarían sus vidas en sus propias memos y no serían seres egoístas ni juguetes de fuerzas ciegas que no comprendían. Por lo menos, no era imposible concebir cómo sería ese paraíso terrenal; y era concebible que al menos tratásemos de marchar hacia él. Esto ha ocupado el centro mismo del pensamiento ético desde los griegos hasta los visionarios cristianos de la Edad Media, desde el Renacimiento hasta el pensamiento progresista del último siglo y, en realidad, muchos lo creen aún.

En cierta etapa de mis lecturas, naturalmente, conocí las principales obras de Maquiavelo. Me dejaron una profunda y duradera impresión y conmovieron mi anterior fe. De ellas no derivé las enseñanzas más obvias —cómo adquirir y retener el poder político, o por medio de qué fuerza o astucia debían actuar los gobernantes si querían regenerar sus sociedades o protegerse a sí mismos y a sus estados contra sus enemigos del interior o el exterior, o cuáles debían ser las mayores cualidades de los gobernantes, por una parte, y de los ciudadanos, por otra, si querían que sus estados florecieran—, sino otra cosa. Maquiavelo no fue historicis-ta, consideró posible restaurar algo parecido a la República romana o a la Roma de comienzos del Principado. Creyó que para hacerlo se necesitaba una clase gobernante de hombres valerosos, hábiles, inteligentes y talentosos que supieran aprovechar las oportunidades y utilizarlas, y ciudadanos que estuvieran adecuadamente protegidos, que fueran patriotas, orgullosos del Estado, ejemplos de las viriles virtudes paganas. Fue así como Roma subió al poder y conquistó el mundo, y fue la falta de este tipo de sabiduría y vitalidad y de valor en la adversidad, de las cualidades de los leones y, a la vez, de los zorros, la que a la postre causó su caída. Los estados decadentes fueron conquistados por invasores vigorosos que conservaban estas virtudes.

Pero Maquiavelo, al lado de esto, también coloca el concepto de virtudes cristianas -humildad, aceptación del sufrimiento, desprendimiento de este mundo, la esperanza de la salvación en otra vida- y observa que si (como abiertamente lo prefiere) debe establecerse un Estado del tipo romano, estas cualidades no lo promoverán: quienes se atengan a los preceptos de la moral cristiana serán pisoteados en la implacable búsqueda del poder por parte de los únicos que pueden recrear y dominar la república que él quiere ver establecida. No condena las virtudes cristianas, se limita a señalar que las dos morales son incompatibles y no reconoce un criterio englobante por el cual podamos decidir cuál es la vida buena para los hombres. La combinación de virtü y valores cristianos es, según él, una imposibilidad. Sencillamente, nos pone a elegir; él sabe cuál prefiere.

La idea que esto sembró en mi mente fue la percatación (con un sobresalto) de que no todos los valores supremos buscados por la humanidad, antes y ahora, son necesariamente compatibles. Socavó mi anterior suposición, basada en la philosophia perennis, de que no podía haber conflicto entre fines verdaderos, respuestas verdaderas a los problemas centrales de la vida.

IV


Encontré entonces la Scienza nuova de Giambattista Vico. Por entonces, casi nadie en Oxford había oído hablar siquiera de Vico; pero había un filósofo, Robin Collingwood, que había traducido el libro de Croce acerca de Vico y me apremió a leerlo. Esto me abrió los ojos ante algo nuevo. Vico parecía preocupado por la sucesión de las culturas humanas: según él, cada sociedad tenía su propia visión de la realidad, del mundo en que vivía y de sí misma y de sus relaciones con su propio pasado, con su naturaleza, con aquello a lo que aspiraba. Esta visión de una sociedad es transmitida por todo lo que sus miembros hacen, piensan y sienten, expresada y encarnada en los tipos de palabras, las formas de lenguaje que emplean, las imágenes, las metáforas, las formas de culto, las instituciones que generan, que encarnan y transmiten su imagen de la realidad y de su lugar en ella, por las que viven. Estas visiones difieren con cada conjunto total sucesivo: cada cual tiene sus propios dones, valores, modos de creación, inconmensurables entre sí, cada una debe ser comprendida en sus propios términos; comprendida, no necesariamente evaluada.

Los griegos homéricos, la clase gobernante, nos dice Vico, eran crueles, bárbaros, viles, oprimían a los débiles; pero crearon la Ilíada y la Odisea, algo que nosotros no podemos hacer en nuestra época más ilustrada. Sus grandes obras maestras de creación les pertenecen a ellos, y una vez que cambia la visión del mundo, también desaparece la posibilidad de ese tipo de creación. Nosotros, por nuestra parte, tenemos nuestras ciencias, nuestros pensadores, nuestros poetas, pero no hay una escala de ascenso de los antiguos a los modernos. Si esto es así, tiene que ser absurdo decir que Racine es un poeta mejor que Sófocles, que Bach es un Beethoven rudimentario, que, digamos, los pintores impresionistas son la cúspide a la que aspiraron pero no alcanzaron los pintores de Florencia. Los valores de esas culturas son distintos y no necesariamente compatibles entre sí. Se equivocó Voltaire,1 quien pensó que los valores y los ideales de las excepciones ilustradas en un verdadero mar de tinieblas de la Atenas clásica, de la Florencia renacentista, de la Francia del grand, siecle y de su propia época- eran casi idénticos. En realidad, la Roma de Maquiavelo no existió. Según Vico, hay una pluralidad de civilizaciones (ciclos repetitivos de ellas, pero eso no tiene importancia), cada una con su propia pauta exclusiva. Maquiavelo transmitió la idea de dos visiones incompatibles; y aquí había sociedades cuyas culturas eran forjadas por valores, no medios hacia fines, sino fines últimos, fines en sí mismos, que diferían, no en todos los sentidos -pues todas eran humanas—, pero sí en algunas formas profundas, irreconciliables, no combinables en una síntesis final.

Después de esto, me volví, como era natural, al pensador alemán del siglo xviii Johann Gottfried Herder. Vico pensó en una sucesión de civilizaciones; Herder fue más allá y comparó las culturas nacionales en muchos países y periodos, y sostuvo que cada sociedad tenía lo que él llamó su propio centro de gravedad, que difería del de las demás. Si, como quería Herder, hemos de comprender las sagas escandinavas o la poesía de la Biblia, no debemos aplicarles las normas estéticas de los críticos de París del siglo xvni. Las formas en que los hombres viven, piensan y sienten, se hablan unos a otros, las ropas que llevan, las canciones que cantan, los dioses a los que rinden culto, los alimentos que consumen, las suposiciones, costumbres y hábitos que son intrínsecos a ellos es lo que crea comunidades, cada una de las cuales tiene su propio “estilo de vida”. Las comunidades pueden asemejarse unas a otras en muchos aspectos, pero los griegos difieren de los alemanes luteranos, los chinos difieren de ambos; por lo que luchan o a lo que le rinden culto apenas tiene alguna semejanza

A este concepto se le ha llamado relativismo cultural o moral; esto es lo que el gran sabio, mi amigo Arnaldo Momigliano, a quien grandemente admiré, supuso tanto en Vico como en Herder. Estaba equivocado. Esto no es relativismo. Los miembros de una cultura pueden, por la fuerza de una visión imaginativa, comprender (lo que Vico llamó entrare) los valores, los ideales, las formas de vida de otra cultura o sociedad, aun las más remotas en el tiempo o en el espacio. Estos valores pueden parecerles inaceptables, pero si abren lo suficiente su criterio podrán captar cómo alguien puede ser un humano completo, con quien podemos comunicarnos, y al mismo tiempo vivir a la luz de valores sumamente distintos de los nuestros, pero que podemos ver que son los valores por cuya realización los hombres podrían, asimismo, realizarse.

“Yo prefiero el café, tú prefieres el champaña. Tenemos gustos diferentes. No hay nada más que decir.” Esto es relativismo. Pero la opinión de Herder, y la de Vico, no es ésa, sino lo que yo describiré como pluralismo: es decir, la concepción de que existen muchos fines distintos que los hombres pueden buscar y, sin embargo, seguir siendo hombres plenamente racionales, hombres completos, capaces de entenderse unos a otros y de simpatizar entre sí y de derivar luz unos sobre otros, así como la derivamos leyendo a Platón o las novelas del Japón medieval: mundos, cosmovisiones muy remotas de las nuestras. Desde luego, si no tuviéramos algunos valores en común con estas figuras distantes, cada civilización estaría encerrada en su propia burbuja impenetrable y no podríamos comprenderlas en absoluto. A esto es a lo que equivale la tipología de Spengler. La intercomunicación entre culturas en el tiempo y el espacio sólo es posible porque lo que hace humanos a los hombres es común a todos, y sirve como puente entre ellos. Pero nuestros valores son nuestros, y los de ellos son suyos. Somos libres de criticar los valores de otras culturas, de condenarlos, pero no podemos simular que no los comprendemos en absoluto, ni considerarlos simplemente subjetivos, como productos de criaturas en circunstancias diferentes, con gustos distintos de los nuestros, que no nos hablan para nada.

Este es un mundo de valores objetivos. Con ello me refiero a esos fines que los hombres persiguen por los fines mismos, para los cuales otras cosas sólo son medios. No estoy ciego ante lo que supieron apreciar los griegos; sus valores pueden no ser míos, pero puedo captar cómo sería vivir bajo su luz, puedo admirarlos y respetarlos, y hasta imaginar que yo mismo los busco aunque no los busque ni quiera buscarlos, y tal vez tampoco podría si lo deseara. Las formas de vida difieren. Muchos son los fines y los principios morales, pero no son infinitos: deben estar todos ellos dentro del horizonte humano. Si no lo están, entonces están fuera de la esfera humana. Si descubro a unos hombres que adoran los árboles, no porque sean símbolos de fertilidad o porque sean divinos con una vida y misteriosos poderes propios, o porque ese bosquecillo fue consagrado a Atenea, sino sólo porque son de madera; y si cuando les pregunto por qué adoran la madera me contestan “porque es madera” y no me dan otra respuesta, entonces no sabré lo que quieren decir. Si son humanos, no son seres con quienes yo pueda comunicarme, pues hay una auténtica barrera. Para mí, no son humanos; no puedo llamar ni siquiera subjetivos sus valores si no puedo concebir lo que sería llevar semejante vida.

Lo que es claro es que los valores pueden chocar; por ello, hay civilizaciones incompatibles. Los valores pueden ser incompatibles entre culturas o entre grupos en la misma cultura, o entre usted y yo. Usted cree que debe decir siempre la verdad, pase lo que pase: yo no, porque creo que a veces puede ser demasiado dolorosa o demasiado destructiva. Podemos discutir sobre nuestros puntos de vista, podemos tratar de llegar a un terreno común, pero a la postre lo que usted busca puede no ser reconciliable con los fines a los que descubro que he dedicado toda mi vida. Los valores fácilmente pueden chocar dentro del pecho de una sola persona. Y de allí no se sigue que, en ese caso, unos deban ser verdaderos y otros deban ser falsos. La justicia, la justicia rigurosa, es para algunos un valor absoluto, pero no es compatible con los que pueden ser valores no menos definitivos para ellos -la piedad, la compasión- como surge en casos concretos.

Tanto la libertad como la igualdad se encuentran entre las metas básicas que los seres humanos han buscado durante muchos siglos; pero la libertad total para los lobos es la muerte para los corderos, la libertad total de los poderosos, de los talentosos, no es compatible con el derecho a una existencia decente de los débiles y los menos dotados. Un artista, para crear una obra maestra, puede llevar una vida que hunda a su familia en la miseria y el dolor a los cuales él es indiferente. Podemos condenarlo y declarar que la obra maestra debió ser sacrificada en aras de las necesidades humanas o podemos ponemos de su lado, pero ambas actitudes encarnan valores que para algunos hombres o mujeres son últimos, y que son inteligibles para todos nosotros si tenemos alguna empatia o imaginación o comprensión de los seres humanos. La igualdad puede exigir la limitación de la libertad de quienes desean dominar; la libertad —sin un poco de la cual no hay elección y por tanto no hay posibilidad de ser seres humanos, tal como comprendemos el término- tendrá que ser constreñida para dejar espacio al bienestar social, para alimentar a los hambrientos, vestir a los desnudos, alojar a los que no tienen hogar, para dejar espacio a la libertad de los otros, para permitir que se ejerza la justicia o la imparcialidad.

Antígona se enfrenta a un dilema al que Sófocles le da una solución, Sartre ofrece la respuesta, mientras que Hegel propone la “sublimación” en un nivel más elevado; éste es un pobre consuelo para quienes se ven abrumados por dilemas de esta índole. La espontaneidad, maravillosa cualidad humana, no es compatible con la capacidad de planeación organizada, del preciso cálculo de qué, cuánto y dónde (del cual en gran parte depende el bienestar de la sociedad). Todos estamos conscientes de las angustiosas alternativas del pasado reciente. ¿Debe un hombre oponerse a toda costa a una tiranía monstruosa, a expensas de la vida de sus padres o de sus hijos? ¿Se debe torturar a los niños para sacarles información acerca de traidores o criminales peligrosos?

Estos choques de valores son parte de la esencia misma de lo que son los valores y de lo que somos nosotros. Si se nos dice que estas contradicciones se resolverán en algún mundo perfecto en el que todas las cosas buenas puedan armonizarse en principio, entonces debemos responder a quienes nos dicen esto que el significado que ellos atribuyen a los nombres que para nosotros denotan valores en conflicto no es el mismo que para nosotros. Debemos decir que el mundo en el que lo que vemos como valores incompatibles no está en conflicto, es un mundo que está más allá de nuestra imaginación; que los principios que se armonizan en este otro mundo no son los principios que en nuestra vida cotidiana conocemos; si se les transforma, será en concepciones que no conocemos en la Tierra. Pero es en la Tierra donde vivimos, y es aquí donde debemos creer y actuar.

V

El concepto del todo perfecto, la solución última, en que coexisten todas las cosas buenas, me parece no sólo inalcanzable -esto es una perogrullada-, sino conceptualmente incoherente; no entiendo lo que significa una armonía de esta índole. Algunos de los grandes bienes no pueden vivir juntos. Esta es una verdad conceptual. Estamos condenados a elegir, y cada elección puede entrañar una pérdida irreparable. Felices los que viven bajo una disciplina que aceptan sin cuestionar, que libremente obedecen las órdenes de sus jefes, espirituales o temporales, cuyo mundo es cabalmente aceptado como una ley inquebrantable; o quienes, por sus propios métodos, han llegado a convicciones claras e inquebrantables sobre lo que deben hacer y lo que deben ser, y que no admiten una posible duda. Sólo puedo decir que quienes yacen en tan confortables lechos de dogma son víctimas de una miopía causada por ellos mismos, con unas anteojeras que pueden dejarlos contentos, pero no darles un entendimiento de lo que es ser humanos.

Hasta allí llega la objeción teórica, a mi parecer fatal, al concepto del Estado perfecto como meta adecuada para nuestros esfuerzos. Pero existe, además, un obstáculo sociopsicológico más práctico, un obstáculo que puede ponerse ante aquellos cuya simple fe por la cual la humanidad se ha alimentado durante tanto tiempo, es resistente a argumentos filosóficos de cualquier clase. Cierto es que algunos problemas se pueden resolver, algunos males curar, en la vida tanto individual como social. Podemos salvar a los hombres del hambre o del dolor o de la injusticia, podemos rescatar a algunos de la esclavitud o la prisión, y hacer el bien; todos los hombres tienen un sentido básico del bien y del mal, cualquiera que sea la cultura a la que pertenezcan, pero cualquier estudio de la sociedad muestra que cada solución crea una nueva situación que engendra nuevas necesidades y problemas, nuevas demandas. Los niños han obtenido aquello que sus padres y abuelos anhelaron: mayor libertad, mayor bienestar material, una sociedad más justa; pero los viejos males se olvidan y los niños se enfrentan a nuevos problemas causados por las soluciones mismas de los antiguos, y estos nuevos problemas, aun si a su vez pueden resolverse, generan nuevas situaciones, y con ellas nuevos requerimientos -y así, para siempre e impredeciblemente-.

No podemos legislar contra las consecuencias desconocidas de consecuencias de consecuencias. Los marxistas nos dicen que una vez ganada la batalla y comenzada la verdadera historia, los nuevos problemas que surjan generarán sus propias soluciones, que podrán realizarse pacíficamente por los poderes unidos de una sociedad armoniosa y sin clases. Este me parece a mí un ejemplo de optimismo metafísico del que no existe prueba en la experiencia histórica. En una sociedad en que los mismos valores son umversalmente aceptados, los problemas sólo pueden ser de medios, resolubles todos ellos por métodos tecnológicos; se trata de una sociedad en la que la vida interna del hombre, la moral y la imaginación espiritual y estética ya no nos dirán nada. ¿Es en aras de esto que deberemos destruir a hombres y mujeres, o esclavizar sociedades enteras? Las utopías tienen su valor -nada abre más maravillosamente los horizontes imaginativos de las potencialidades humanas—, pero como guías para la conducta pueden resultar literalmente fatales. Heráclito tenía razón: las cosas no pueden detenerse.

Así concluyo que el concepto mismo de una solución final no sólo es impracticable sino que, si tengo razón y algunos valores no pueden dejar de chocar, también es incoherente. La posibilidad de una solución final —aun si olvidamos el terrible sentido que estas palabras adquirieron en tiempos de Hitler- resulta ser una ilusión; y una ilusión muy peligrosa. Pues si realmente creemos que es posible semejante solución, entonces, sin duda, ningún costo será excesivo para alcanzarla: para hacer que la humanidad sea justa y feliz, creadora y armoniosa para siempre... ¿qué precio podría ser excesivo? Para hacer semejante omelette, sin duda no hay límite al número de huevos que deban romperse: tal fue la fe de Lenin, de Trotsky, de Mao y, hasta donde yo sé, de Pol Pot. Puesto que yo conozco el camino único hacia la solución última del problema de la sociedad, sé por dónde guiar a la caravana humana. Y puesto que vosotros sois ignorantes de lo que yo sé, si se quiere alcanzar la meta no se os puede permitir la libertad de elección ni siquiera dentro de los límites más estrechos. Declaráis que una determinada política os hará más felices o más libres u os dará espacio para respirar. Pero yo sé que estáis equivocados, yo sé lo que necesitáis, lo que todos los hombres necesitan; y si hay resistencia, basada en la ignorancia o en la malevolencia, entonces debe ser quebrantada, y cientos de miles habrán de perecer para que millones sean felices para siempre. ¿Qué otra opción nos queda a quienes poseemos el conocimiento, que estar dispuestos a sacrificarlos a todos?

Algunos profetas armados tratan de salvar a la humanidad, y algunos otros sólo a su propia raza por causa de sus atributos superiores, pero cualquiera que sea el motivo, los millones sacrificados en guerras o revoluciones -cámaras de gas, gulags, genocidios, todas las monstruosidades por las que será recordado nuestro siglo— son el precio que los hombres deberán pagar por la felicidad de las generaciones futuras. Si vuestro deseo de salvar a la humanidad es sincero, habréis de endurecer vuestro corazón y no calcular el costo.

La respuesta a todo esto fue dada hace más de un siglo por el radical ruso Alexander Herzen. En su ensayo Desde la otra orilla, que en efecto es un obituario de las revoluciones de 1848, dijo que durante su tiempo había surgido una nueva forma de sacrificio humano, es decir, seres humanos en los altares de abstracciones como nación, Iglesia, partido, clase, progreso o las fuerzas de la historia. Todos ellos fueron invocados en su época y en la nuestra; si éstos exigen la matanza de seres humanos, habrá que satisfacerlos. Estas son sus palabras:

Si el progreso es la meta, ¿para quiénes estamos trabajando? ¿Quién es este Moloch que, cuando se le acercan los esforzados, en lugar de recompensarlos retrocede? Como consuelo a las multitudes exhaustas y condenadas que gritan “morituri te salutant”, sólo puede dar [...] la burlona respuesta de que, después de la muerte de ellos, todo será bello sobre la tierra. ¿Deseáis realmente condenar a los seres humanos que hoy viven el triste papel [...] de míseros galeotes que, hasta las rodillas en el lodo, tiran de una barca [...] que lleva como bandera “el progreso del futuro”? [...] una meta infinitamente remota no es meta [...] sólo [...] un engaño; una meta debe estar más cerca, al menos debe ser el salario del trabajador, o el placer encontrado en el deber cumplido.2

De lo único de lo que podemos estar seguros es de la realidad del sacrificio, de los moribundos y los muertos. Pero el ideal por el que mueren sigue sin realizarse. Hemos roto los huevos y crece el hábito de romperlos, pero la omelette sigue invisible. Acaso puedan justificarse los sacrificios efectuados por metas a corto plazo, así como la coerción, si la situación de los hombres es lo bastante desesperada y en la realidad exige tales medidas. Pero los holocaustos en aras de metas distintas son una cruel burla de todo lo que es caro a los hombres, lo mismo hoy que en todos los tiempos.

VI

Si la antigua fe en la posibilidad de realizar la armonía última es una falacia y si son válidas las posiciones de los pensadores a quienes he acudido —Maquiavelo, Vico, Herder, Herzen—, entonces, si aceptamos que los grandes bienes pueden chocar, que algunos de ellos no pueden vivir juntos, aunque otros sí puedan —en resumen, que no es posible tenerlo todo, ni en principio ni en la práctica—, y si la capacidad creadora humana puede depender de toda una variedad de elecciones que se excluyen mutua-

mente, entonces, como una vez preguntaron Chernyshevski y Lenin: “¿Qué hacer?” ¿Cómo elegimos entre distintas posibilidades? ¿Qué y cómo debemos sacrificar, en aras de qué? Me parece a mí que no hay una respuesta clara. Pero las colisiones, si no se pueden evitar, sí se pueden suavizar. Las pretensiones pueden equilibrarse, es posible llegar a acuerdos; en situaciones concretas, no todos los derechos son de igual fuerza: tanto de libertad y tanto de igualdad; tanto de marcada condena moral, tanto de comprensión de una situación humana; tanto para toda la fuerza de la ley y tanto para la prerrogativa de la piedad; para alimentar al hambriento, vestir al desnudo, curar al enfermo, albergar al que no tiene hogar. Se deben establecer prioridades, pero nunca finales y absolutas.

La primera obligación pública es evitar los extremos de sufrimiento. En situaciones desesperadas, pueden requerirse revoluciones, guerras, asesinatos, medidas extremas. Pero la historia nos enseña que sus consecuencias rara vez resultan las previstas; no hay garantía, a veces ni siquiera hay suficiente probabilidad, de que tales acciones producirán una mejora. Podemos correr el riesgo de emprender una acción drástica, en la vida persona] o en la vida pública, pero siempre debemos tener clara conciencia, no olvidar nunca que podemos estar equivocados, que la certidumbre acerca del efecto de tales medidas invariablemente conduce a un sufrimiento inevitable de los inocentes. Así, debemos participar en los llamados trueques; reglas, valores y principios deben ceder unos a otros en diversos grados, en situaciones específicas. Las soluciones utilitarias a veces son erróneas pero, sospecho yo, más a menudo son benéficas. Lo mejor que puede hacerse, por regla general, es mantener un equilibrio precario que impedirá que suijan situaciones desesperadas, elecciones intolerables: tal es el primer requerimiento para una sociedad decente, por la que siempre podamos esforzamos a la luz de la limitada gama de nuestro conocimiento y aun de nuestra imperfecta comprensión de personas y sociedades. En estas cuestiones es muy necesaria cierta humildad.

Ésta puede parecer una respuesta muy tibia, no el tipo de cosa que quisieran los jóvenes idealistas para, en caso necesario, luchar y sufrir por ella, por la causa de una sociedad nueva y más noble. Y desde luego, no debemos dramatizar la incompatibilidad de valores: hay mucho acuerdo general entre personas de diferentes sociedades y durante largos periodos, acerca de lo que es justo o injusto, lo que es bueno y lo que es malo. Desde luego, las tradiciones, las visiones y las actitudes pueden diferir legítimamente; los principios generales pueden separar muchas necesidades humanas. La situación concreta lo es casi todo. No hay escape: debemos decidir cómo decidimos; a veces no se puede evitar el riesgo moral. Todo lo que podemos pedir es que no se pase por alto ninguno de las factores pertinentes, que los propósitos que tratamos de realizar deben verse como elementos de una forma total de vida, que puede ser mejorada o dañada por las decisiones.

Pero, a la postre, no se trata de un juicio puramente subjetivo: es dictado por la formas de vida de la sociedad a la que pertenecemos, una sociedad entre otras sociedades, con valores sostenidos en común, ya sea que entren o no en conflicto, por la mayoría de la humanidad a lo largo de toda la historia conocida. Existen, si no valores universales, al menos un mínimo sin el cual las sociedades apenas podrían persistir. Hoy, pocos desearían defender la esclavitud o el asesinato ritual o las cámaras de gas nazis o la tortura de seres humanos por placer o lucro o hasta por bien político, o el deber de los niños de denunciar a sus padres que exigieron las revoluciones francesa y rusa, o el asesinato sin motivo. No hay ninguna justificación para entrar en componendas con esto. Mas, por otra parte, la búsqueda de la perfección me parece una receta segura para el derramamiento de sangre, y no es mejor aim si la exigen los más sinceros idealistas, los más puros de corazón. No ha vivido nunca un moralista más riguroso que Immanuel Kant, pero incluso él dijo, en un momento de iluminación: “De la madera torcida de la humanidad nunca se ha hecho cosa recta”.3 Meter por la fuerza a las personas en los limpios uniformes que exigen los esquemas más dogmáticamente sostenidos es, casi siempre, tomar el camino de la inhumanidad. Sólo podemos hacer lo que podemos: pero eso debe hacerse, contra todas las dificultades.

Desde luego, ocurrirán colisiones sociales o políticas; el simple conflicto de valores positivos ya lo hace inevitable. Y sin embargo, creo, se les puede minimizar promoviendo y conservando un difícil equilibrio, constantemente amenazado y en constante necesidad de reparación: sólo eso, repito, es el requisito para unas sociedades decentes y para una conducta moralmente aceptable; de otra manera, es seguro que nos descarriemos. Una solución bastante mediocre, ¿verdad? ¿No es la materia de la que están hechos los llamados a la acción heroica por jefes inspirados? Y sin embargo, en esto hay algo de verdad y tal vez nos baste. Un eminente filósofo estadounidense de nuestros días dijo una vez: “No hay razón a priori para suponer que la verdad, cuando se la descubra, necesariamente resultará interesante”. Puede bastar que sea verdad, o siquiera una aproximación a la verdad; por consiguiente, no pido disculpas por proponer esto. La verdad, dijo Tolstoi, “ha sido, es y será hermosa”.4 Yo no sé si esto es así en el ámbito de la ética, pero me parece bastante cercano a lo que la mayoría de nosotros desea creer como para desecharlo a la ligera.