Fuera de juego

Después de bendecir la mesa extendió la servilleta sobre su oronda barriga, prendiéndola por uno de los vértices en la escotadura del chaleco. Se refrescó los labios con un sorbo de vino y jugueteó, ensimismado, con el tenedor.

—El régimen del señor —advirtió la madre.

La doncella, duenda, leve, llevó la bandeja desde el aparador hasta la cabecera de la mesa. El padre se sirvió con desgana. La madre cumplió la observancia hogaril:

—¿Tomaste la gragea?

—Sí, Julia —dijo cansadamente el padre.

—¿Las gotas?

—Hoy, no. Tengo revuelto el estómago.

—Debes sacrificarte un poco, respetar estrictamente…

—Ya, ya…; pero hoy, no.

Era domingo. Daba el sol en los balcones; un sol blancote, de luz viscosa y movediza derramada por el suelo, la alfombra, los muebles. Estaba la calle silenciosa y desierta. Algún coche pasaba fugaz, espejeando, y hacía tintinear los colgantes de la araña, que chispeaban colores y cucaban en el techo. Comían en la casa las dos hijas y sus maridos. De un cuarto cercano llegaba el rumor de los nietos almorzando.

Los tres hombres hablaron de negocios. El padre masticaba aburridamente y las confidencias comerciales las hacía con la servilleta ante la boca, decoroso y reposado.

—No es día, Enrique —dijo la madre—. Los domingos se han hecho para descansar y para la familia. Tienes que despreocuparte…

—Es verdad, papá —dijo con viveza Nieves, la hija mayor—. Dejaos de negocios y hablad de cosas más divertidas. Paulino —señaló con un leve ademán a su marido—, en cuanto tiene ocasión y tú le das pie… Se pone imposible con el debe, el haber y todo ese cuento chino de las ocasiones…

Paulino se atusó el bigote entrecano y moro. Estaba satisfecho: él no perdía el tiempo, él no estaba acostumbrado a perder el tiempo, y para los negocios no había día de fiesta.

—¿A que no os podéis figurar a quién he visto en misa esta mañana? —preguntó la hija mayor y, sin esperar la respuesta tanteada continuó—: A Carmencita Ortiz y Vidal —una reminiscencia del colegio—, la casada con Miguel Sánchez, el ingeniero. ¿No os acordáis? Va a tener otra vez familia. ¡El séptimo!

—Pero esos no viven aquí —dijo la madre.

—Hace mucho tiempo —confirmó Nieves—. Les destinaron a Sevilla. Imagínate… Ha debido venir a ver a su madre, que está bastante delicada… Además, para aprovechar, porque, según sus primas, Sevilla no le gusta nada, nada.

—Con tantos hijos no andarán muy bien —dijo Paulino—. Sólo en colegios…

—Tiene un sueldazo —aclaró Nieves—. Lo que pasa es que allí no se siente a gusto. Aquí nos conocemos todos, y ¡cómo se va a comparar con un sitio donde no conoces a nadie…! Fíjate en lo de tu amigo Paqui, el que estudió contigo: cuando le destinaron a Alicante tuvo que pedir la excedencia porque Lupe, a los quince días de llegar, no podía soportar la ciudad.

—Es comprensible —abundó la madre—. Acostumbrarse a otra vida es muy difícil. Desde luego a mi edad. Pero aunque tuviera veinticinco años, aunque tuviera veinticinco años…

—Pues yo me iría —dijo seriamente Conchita, la hija menor—. Si éste quisiera, yo me iría.

—¡Qué cosas dices! Eso es una chiquillada —y Marcos agravó el gesto, aunque sus ojos, azules y acuosos, miraban indiferentes.

—¿Por qué no? Si tú quisieras…

—Pero como no quiero.

—Pero podría ser. Los Gamazo pusieron una armería en Málaga. Y les ha ido muy bien.

—Los Gamazo son ellos, y nosotros, nosotros.

—¿Y por qué no puede cambiar todo, di? Otros se han ido y están felices donde están.

—Nosotros somos felices aquí.

—¡Y eso qué tiene que ver!

—Bien, bien, lo que tú digas, Conchita; como eso no puede ser…

El padre bebió un poco de vino y se enjugó los labios. Solemne y docente comenzó su discurso:

—Hablar por hablar. Novelerías, hija. Ni se puede ni se debe pensar así. Cuando eras soltera, vaya… pero con tres hijos… Tu marido tiene su negocio aquí, eso es lo fundamental. Tiene su reputación, es conocido… Tú tienes que pensar en tu marido y en tus hijos y en nada más… La vida no es un juego, y bueno está el mundo para juegos. Los arrepentimientos tardíos no traen más que disgustos.

—Pero hacemos una vida de ostras, papá…

—Muchos la quisieran. Lo que hay que hacer es crearse menos necesidades, para no echarlas en falta.

Nieves y la madre platicaban un aparte. Denunciaban el secreto con grandes ademanes. Nieves hacía muecas, fingiendo acusar el asombro, el asco, el horror, la indiferencia y el menosprecio.

—¿Pero tanto dinero tienen ésos?

—Por lo visto.

—Para mí que hay gato encerrado. Me cuesta creerlo.

—Igual es de la prójima.

—Esa le ayudará a caer, pero no a otra cosa.

—Pues de algún lado tiene que salir.

—A mí me han dicho… —y las palabras fueron un susurro de confesonario hasta la interrupción de la madre:

—¡Qué horror! No me digas…

—Así como suena.

—¡Quién lo iba a decir! Aunque, pensándolo bien…

—Si no es verdad, pudiera serlo, mamá.

—En eso pocas veces se equivoca la gente. Cuando el río suena, agua lleva. ¿Y su pobre madre?

—Ya se enterará.

—Da náuseas.

El padre desmigaba pan sobre el plato vacío. Paulino dictaminaba fracasos.

—Muchos proyectos le he conocido a ése, pero ninguno tan descabellado.

—Pues se van a hacer un chalet en Lequeitio —dijo Conchita.

—No creo que ahora estén tan boyantes como para hacerse no un chalet, ni siquiera una cabaña de pastor. Si tú frecuentaras los Bancos, cuñada…

—¿En Lequeitio? —preguntó el padre—. Pues no se para en barras. El año que nosotros fuimos a veranear a Lequeitio ya vendían las parcelas caras.

—¿Te acuerdas, Enrique, del verano en Lequeitio? —dijo la madre—. Entonces vivía allí la emperatriz Zita. Vosotras erais muy pequeñas. A veces recibía a alguno de aquí. A los Uriberri les regalo una arqueta preciosa.

—Es que Uriberri, que era militar, se había casado con una hija de la marquesa —dijo el padre— y estaba muy bien relacionado.

—Me acuerdo de haber visto a la emperatriz —continuó la madre ahuecando la voz—. Era una señora, una señora… La pobre si que debió tener disgustos en su vida; pero se la veía tan señora, tan resignada…

—Yo creo que el palacio se quemó después que ella murió… ¿O fue antes?

—Me parece que no, Enrique… Me parece que el palacio se quemó… Ahora que lo pienso, no me acuerdo bien, pero para mí que fue en la guerra.

—Nosotros entramos por Durango —dijo Paulino— y nunca llegamos al mar hasta que estuvimos en Bilbao. Yo creo que los que entraron por la costa…

—No lo sé —dijo Marcos—; siempre estuve en el frente de Madrid, Somosierra, el Jarama, la Casa de Campo… Los tres años.

Paulino se servía abundantemente. La doncella inclinó la bandeja para favorecerle con la salsa.

—Basta —ordenó Nieves—. Te vas a poner como un cebón. Si sigues engordando, verás cómo acabas. Luego no te quejes de la tensión ni hagas pamplinas.

—Déjale hija —dijo con dulzura la madre—. Déjale… De vez en cuando… Los hombres tienen que comer mucho; no son como nosotras, que cualquier cosilla…

—Pero mamá, si pesa ochenta y tantos, y con la estatura que tiene va a parecer un queso de bola.

—¿Qué tal los niños? —preguntó Conchita a la doncella—. ¿Comen? ¿Son formales?

—Manolín es el único que no quiere comer.

—Dígale que, como no coma, voy a ir y le voy a dar unos azotes.

—Ya merendará —dijo la madre—. Antes de almorzar ha estado chupando un caramelo de palo, y eso le habrá quitado el apetito.

—Se lo tengo dicho al ama, que no quiero que les compre nada antes de comer; pero como si lloviera.

—Buen descanso tienes tú con el ama —dijo Nieves.

—No digo que no, pero también tiene sus manías, y cuando le da…

Se oyó un portazo. Alguien zanqueaba por el pasillo.

—¿Qué hora es? —preguntó el padre.

—Las dos y media exactamente —respondió Marcos.

—Es Pablo —dijo con alegría Conchita—. Hoy le he visto con su novia, pero se ha hecho el distraído.

—¿Qué noticia es ésa? —se asombró la madre.

Crujía la tarima. Pablo silboteaba una melodía; entreabrió la puerta y asomó la cabeza.

—Voy a lavarme las manos. Buen provecho y buenos días.

—Tardes —dijo el padre ásperamente, siseando la letra final.

Nieves y su madre se miraron para decirse su mutuo disgusto. El padre se refugió en los negocios y sus chismorreos.

—Me han contado que hay un descubierto en la Agrícola de muchos miles de duros. Al parecer, no es oro todo lo que reluce.

—Se veía venir —explicó monótonamente Paulino—. Quien quiere hacerse millonario en poco tiempo, malo. Para mí cuando alguien se monta en ese tren, malo. Yo lo había comentado en el Círculo y decían que no, que no, que si ahí había dinero de gente muy gorda, que si en Madrid… Se veía venir como se ve lo del consuegro de don Rafael; ése se va a dar una bofetada pero que muy buena —sonrió regocijado—. Esos son los listos…

—Se la ha dado —afirmó Marcos—, y al parecer, irremediable. Pero eso nunca fue una empresa de alto vuelo como la otra.

Pablo ocupó su sitio en la mesa. Enjugó con la servilleta la última humedad de las manos.

—¿Quién es esa chica tan guapetona? —preguntó Conchita—. ¿Por qué no me la has presentado? No vas a decir que no me has visto.

—Ya te la presentaré —dijo Pablo—. Cada día estás más guapa, hermana —miró a Nieves—. Y tú también, Nieves.

—¿Por qué no me la presentaste? —insistió Conchita.

—Llevábamos prisa.

—¿Tú prisa? —dijo la hermana mayor—. Tú, que nunca has tenido prisa, andas ahora con prisas.

—La comida, con estas horas que tienes de llegar, estará ya…

—No te preocupes, mamá —dijo Pablo.

—Ya sabes que los domingos comemos a las dos, y tu padre…

—Me he retrasado un poco, no es para tanto.

—Esa chica no es de aquí, ¿verdad? —preguntó Conchita.

—No, es de Zamarra.

—¡Buen pueblo! —exclamó Nieves—. ¿Y ésa qué pinta aquí?

—Está trabajando.

—¿De mecanógrafa o de dependienta? —preguntó irónicamente Nieves.

—¡Nieves! —dijo el padre alzando la voz.

—Era pura curiosidad —se disculpó Nieves—. Como cada mes le conozco una novia. La última, peluquera; la anterior, la hija del portero de los Aguirre…

—¿Tiene eso algo de malo? —dijo Pablo iracundo—. ¿O es que todas tienen que ser señoritas inútiles? ¿O es que un colegio de monjas cambia la sangre a las personas?

—Pablo, no saques los pies del tiesto —amenazó el padre—. Tu hermana no te ha dicho nada tan grave que te dé derecho a esa violencia.

—Come, hijo —sugirió la madre.

—Pues será lo que quiera, pero es muy guapa —dijo Conchita.

—Déjalo ya —sentenció el padre.

La conversación se parceló. El padre y sus yernos volvieron a los negocios. La madre y Nieves hablaron de la boda del mes. Conchita y Pablo se sonrieron, cómplices.

—El abuelo —dijo el padre— llegó a la ciudad casi con lo puesto y en veinte años levantó el negocio hasta donde está hoy. El padre del abuelo era un menos que modesto campesino, pero en lo que pudo le dio una educación.

—Pero aquellos tiempos eran otros tiempos, papá —dijo Nieves interviniendo—. Hoy no lo podría hacer nadie.

—Los negocios se llevan en la sangre —dijo Paulino—. Voluntad y talento es lo que se necesita.

—¿Tú crees? —preguntó Nieves—. Tú, por ejemplo, si no hubieras trabajado en tu casa, ¿crees que sin la ayuda de nadie…?

—¿Y por qué no? —dijo el padre.

—Bueno, bueno, no digo que no. Pero las cosas están hoy muy claras para todos y las clases sociales…

La sonrisa de Pablo fue advertida. Nieves timbró su voz en la ira y el desprecio:

—Como a ti todo te da igual. Para ti lo mismo es una que otra, ¿no?

—Todas son mujeres.

—No seas vulgar, hijito —dijo Nieves—. Aplícalo a tus amigas.

—No creas que tu hermana va tan desrazonada como tú crees —dijo el padre—. Las cosas están como están por alguna razón.

Marcos y Paulino asentían con movimientos de cabeza. La madre reconocía en el padre sutiles argumentos de posición social, dinero, honradez y buenas costumbres.

—No todos somos iguales —dijo el padre—. Aunque lo debiéramos ser; pero ya la vida te enseñará y no vas a venir tú a reformar la vida. Lo demás son ideas anarquistas que para nada valen. ¿Es que tu madre es igual a una verdulera o tus hermanas iguales que cualquier muchacha, que será todo lo honrada que quieras, pero que…? Hay una cultura, una educación: eso es lo que hace al hombre o a la mujer. Y eso no se puede saltar, como tú piensas.

El padre se enjugó las manos en la servilleta y terminó:

—Y vamos a dejarlo. Piensa lo que quieras, pero para ti. No vamos a tener todos los domingos un altercado.

El padre se levantó de la mesa para ir a ver a sus nietos. Cuando salió del comedor, la madre dijo:

—Has disgustado a tu padre, Pablo, y no le debes dar disgustos. No está bien de salud y no lo debes hacer.

—Lo siento mamá. Yo no había comenzado esta discusión.

Nieves tenía la mirada brillante y sonreía.

—Yo no he dicho nada que te pudiera ofender —dijo Nieves—. Yo he dicho lo que creo que es la verdad. No contra ti; tienes una susceptibilidad…

—Bien. No quiero discutir.

—Ves cómo te pones en seguida.

Paulino hizo un ademán indicando silencio a su mujer.

—Tú sabrás —terminó Nieves.

Pablo dobló la servilleta y se levantó de la mesa.

—Voy a mi cuarto —dijo a su madre.

Su salida se respetó con un silencio.

—¿Y es guapa la chica? —preguntó la madre.

—Monilla —dijo Nieves.

—Es muy guapa —afirmó Conchita.

Nieves enarcó las cejas en un gesto suficiente.

—Es una pena, una pena, que Pablo no sirva para el negocio —dijo la madre ensimismada—. Si por lo menos fuera algo… Si le hubiéramos dejado estudiar… Este hijo, este hijo…

—No te preocupes, mamá —hizo el consuelo Nieves—. ¡Qué se le va a hacer! A ver si encuentra algo que le guste y se arregla. Además, es probable que no hubiera servido para estudiar.

—Sí, sí, hija mía, pero…

—En todas las familias hay un garbanzo negro, mamá. Ayer me encontré con la de Alegría; pues su hermano, lo mismo que Pablo. Yo ni sé por dónde anda. Lo colocaron en una empresa de Logroño y les alborotó a los obreros. Luego fue a Madrid. En fin, una alhaja, Menos mal que a Pablo no le ha dado revolucionaria.

—Me acuerdo yo —dijo Paulino— que había en el colegio un muchacho muy inteligente y que parecía que iba a triunfar en la vida en cualquier cosa que hiciera. Se llamaba Gálvez, Francisco Gálvez Ugarte. Bueno, pues me lo encontré en Bilbao de cobrador. Me hice el desentendido para no preguntarle nada. Allá cada uno.

—No se sabe, no se sabe cómo acertar —dijo la madre.

—A unos, la guerra; a otros, que en la casa no había mano dura; a otros, que no servían, que eran muy inteligentes, pero que no servían para la vida… —Paulino descifraba los enigmas de los éxitos— porque hay quien sirve para estudiar y no sirve para la vida. Y la vida es la que manda. Todos esos de los que dicen que tienen muy buenas cabezas, tate; luego, igual dan el petardazo y a la cuneta. Más de uno conozco yo que daría bastante por estar detrás de un mostrador propio, y están por ahí pasándoselas negras.

—A los Amézcoa les dio un buen disgusto uno de los hermanos —dijo Nieves—. Aquél se casó con una chica de bar. Un escándalo. ¿Tú te acuerdas, Conchita?

La calle se poblaba de ruidos. Tintineaban los colgantes de la araña y transitaban por el techo colores, sombras guiñantes y luces agrias.

—¿Qué hora es ya? —preguntó Conchita.

—Las tres —respondió Marcos.

—Hay que prepararse, que el partido comienza a y media. Hay que darse prisa.

—¿Habéis traído coche? —preguntó Marcos a Paulino.

—Os llevamos nosotros —dijo Conchita.

—Os tenéis que dar prisa —dijo la madre.

De Santa Olaja de Acero (1968)