I
Dejó el trozo de peine en uno de los ángulos del pequeño lavabo metálico con vaso en forma de cacerola. Con las palmas de las manos se planchó el pelo hacia la nuca. Silbaba. No se molestó en limpiar el peine; lo dejó donde lo había encontrado, junto al grifo, que daba un hilo de agua y no se podía cerrar. Orinó en el sumidero de la ducha. Recogió su reloj de pulsera de las cabillas del grifo, que tenía cortada la tubería de conducción. Distraído tocó ligeramente la lengua de jabón, áspero y azul, que resbaló, y unos instantes estuvo barqueando por el fondo del lavabo. Con el pañuelo se secó la melenilla. Se ahuecó en torno del cogote el cuello de la camisa, húmedo, gastado, seboso.
El cuarto olía a cañería de desagüe.
Desazogado estaba el espejo. Se le difuminaba el rostro en la neblina del cristal. Buscando dónde mirarse se alzó de puntillas. Movió la cabeza con repente de escalofrío para desorganizar de un modo natural el cuidadoso peinado. Un mechón se le desprendió. Tenía la camisa abierta, y hundiendo la barbilla en el pecho, conteniendo la respiración, miró. Y remiró entre cejas para ver el efecto en el espejo.
El cuarto olía a pared mohosa y a toalla siempre empapada y sucia.
Le gustaba llevar el cuello de la camisa sin doblar. Le gustaba tener el pelo largo. Le gustaba mostrar el tórax por la camisa, abierta hasta el peto del mono. Le gustaba que un mechón le velase parte de la frente. Detalles de personalidad, pensó. Y se sintió seguro.
Un momento se fijó en el párpado que le cubría blando, fresco y brillante como la clara de un huevo, el ojo derecho. Se recogió las mangas de la camisa muy altas, por encima de los bíceps. Una izquierda de camelo, pensó, una entrada de suerte. Se dio saliva en la ceja del ojo lastimado, peinándola, y salió.
El cuarto era como una axila del sótano y sabía salado, agrio y dulzarrón.
Silbaba. Hacían salón dos ligeros. Penduleaba tan levemente el abandonado saco que sólo en su sombra se percibía. El puching era como un avispero, lo había pensado muchas veces. La mesa de masaje tenía la huella de un cuerpo, hecho con muchos cuerpos. Sobre el ring colgaba una bombilla de pocas bujías. El suelo era de tarima; debía de haber ratas de seis onzas bajo las tablas. Encajó el puño derecho en el cuenco de la mano izquierda y se fue acercando al ring.
Una lona en el suelo y cuatro postes sosteniendo doce sogas forradas. Oía el chasquido de los guantes golpeando. Los guantes viejos suenan más que los nuevos. Los guantes viejos a veces cortan como navajas de afeitar, a veces levantan la piel como navajas desafiladas. Los guantes viejos infectan los cortes o hacen que en los rasponazos de la piel surjan puntitos de pus.
Ya no silbaba. Los dos ligeros se rajaban una y otra vez. Oía las advertencias acostumbradas: «Esa derecha, esa derecha… Sal de cuerdas… Esa guardia, levántala… Sal de cuerdas… Boxea». El maestro se aburría. Se aburrían todos los que contemplaban el asalto. Sin embargo, en el ring uno tenía miedo. Uno tenía ganas de dejarlo y esperaba que la voz, sin cambiar el tono, diese por finalizada la pelea. «Cúbrete», dijo el maestro. Pero la palabra no llegó a ninguno de los dos contendientes, que jadeaban entrelazados, empujándose. «Cúbrete al salir», dijo el maestro. Pero cuando salieron, los dos se separaron sin tocarse. Entonces el maestro dijo: «Basta». Y a los dos se les cayeron las manos pesadamente a lo largo del cuerpo.
Se lo sabían bien. Ahora diría alguien: «¿Hacemos un asalto nosotros? ¿Quiénes? Nosotros; Juan y yo, o el Conca y yo». Otra callejera con miedo. Otra payasada. Uno que estaba apoyado en la pared contemplando despreciativamente la pelea fue hacia el saco. Pensó que aquel sí podría ser boxeador; los demás, no. A los demás los conocía bien. Cinco meses de gimnasio bastaban para cada uno. Sabía cómo presumían en las tabernas del barrio, en los talleres, en los bailes del domingo. Se los imaginaba amagando un golpe a un compañero: «Te doy así…».
El maestro se acercó cansadamente.
—Estás flojo de piernas.
—Ya.
—No te descuides.
—Ya.
—Te veo sin muchas ganas.
—No, tengo ganas. Es el turno de noche. Cuando acabe volveré a estar bien.
—Bueno.
El maestro andaba algo encorvado. Si subiera las manos cubriéndose podía parecer que estaba en el ring. Había sido un buen boxeador. Nada demasiado importante, pero había peleado en París, en Londres… Fue a la Argentina… Había sido figura. Se defendía dando clase de gimnasia en dos colegios de frailes y con el gimnasio. Era un buen hombre, un poco amargado porque la gente de su gimnasio no tenía suerte. Les robaban las peleas… No, no las robaban… En el gimnasio apenas había gente que valiera la pena.
Oyó su nombre.
—Paco, ponle chicha a ese ojo.
Risas de compromiso. Contestó con una brutalidad. Se volvió de espaldas. Se acercó al que estaba golpeando el saco.
—¿Sales el domingo?
Esperó la respuesta. El que golpeaba el saco respiraba sonoramente cada vez que pegaba.
—¿Con quién te toca, Ruiz?
Ruiz hacía profundas aspiraciones y luego iba expulsando el aire como si se sonase. Dio cinco golpes con el puño izquierdo.
—Si es el de la Ferro, tienes que tener cuidado con su izquierda. Da duro.
Uno, dos. Ruiz se apartó y alzó los brazos respirando hondo y dejando escapar el aire por la boca. Tenía la camiseta sucia: llevaba un pantalón de fútbol; calzaba alpargatas y calcetines con grises soletas.
—Si sales puedo dejarte la bata.
Ruiz hizo un signo afirmativo. Paco guardó silencio. Pensó que aquel muchacho que salía al ring con todo prestado: las zapatillas, los calzones y la camiseta; con una toalla amarilla, que era lo único suyo, por los hombros. Pensó que en el gimnasio había más de uno que tenía dos pares de zapatillas, una de entrenamiento y otras para cuando alguna vez se decidiera a salir en un matinal de Price. Los de dos pares de zapatillas era difícil, muy difícil, que se decidieran a enfrentarse con un muchacho al que no conocían, durante diez minutos. Los de dos pares de zapatillas, dos calzones y camisetas con los colores del gimnasio era improbable que tuvieran verdadera afición al boxeo. Eran boxeadores para las novias y los tontos del barrio. Le dejaría la bata —un trofeo ganado en cinco combates— a Ruiz, que era un muchacho que se lo merecía.
—La cuidaré —dijo Ruiz.
—Si quieres salgo de segundo.
—Me lo ha pedido uno de esos —aclaró Ruiz señalando a los que charlaban junto al ring.
—Esos están para dar la botella.
Paco sonrió. Ni para dar la botella, pensó; se ponen nerviosos cuando la gente les mira o les gusta una broma. Pero les gusta estar cerca de la sangre. Después de los combates aconsejan al derrotado o celebran un gancho gesticulando.
—El domingo puedo ganar. Ya le he visto al de la Ferro. No tiene piernas —dijo Ruiz.
A Paco le pesaba el párpado y se lo tocó suavemente con la punta de los dedos.
—¿Duele? —preguntó Ruiz.
—No.
—No es de golpe.
—No. El dedo. Ése boxea todavía con las manos abiertas.
Ruiz volvió a golpear el saco. Paco se despidió y caminó hacia la puerta. Al pasar al lado de los colgadores cogió su chaqueta y se la puso sobre los hombros. Salió. Uno de los chicos del gimnasio salió con él. Comenzó a hablarle mientras subían las escaleras del sótano. Le hablaba con una confianza respetuosa. Paco silbaba.
—¿Tú crees que me sacarán alguna vez? —preguntó el muchacho.
—Claro, hombre.
—¿Tú crees que estoy preparado?
—Necesitas más tiempo. El año que viene seguro… No tengas prisa.
Continuó silbando en bajo. El muchacho comenzó a hablarle de sus esperanzas.
—Si tuviera suerte de aficionado, puede que me pudiera hacer profesional.
—¿Dónde trabajas? —dijo de pronto Paco.
Notó que el muchacho se azoraba.
—En un comercio —respondió el muchacho.
—¿En un comercio? —se extraño Paco—. Entonces…
Paco pensaba que trabajando en un comercio no se podía ser boxeador…
—Pero voy a dejarlo…
Paco sonrió pensando que aquel muchacho bailaría muy bien, que aquel muchacho debía haber tenido ya unas cuantas novias con las que seguramente había paseado buscando los oscuros de las calles cuando las acompañaba a sus casas; que había paseado con ellas muy apoyado, a pasitos cortos y chulones, diciéndoles cosas que las hacían respirar entrecortadamente.
Llegaron a la boca del Metro. El muchacho se adelantó a sacar los billetes. Paco le dejó hacer. Después se separaron; iban en direcciones opuestas. El andén estaba solitario.
En un comercio, pensó Paco, los días de invierno debe estar muy caliente y en los de verano muy fresco.
Estaba en el extremo derecho del andén. El ruido del tren crecía. Paco no se retiró cuando llegó, y aguantó al borde mientras le poseía una sensación de atropello.