El virus bajo el microscopio

Angustias trajinaba por el pasillo. Hablaba sola salmodiada y quejosamente. Doña Lucía apagó su cigarrillo en el cenicero de concha.

—Por favor, Matildita, vete a ver lo que le ocurre a esa mujer. Me va a volver loca con su delirio, y sé buena y pon un disco…

—¿Qué quieres, Lucía?

—Jazz, por favor; jazz intelectual… Nada de Nueva Orléans.

Comenzó a sonar un disco y doña Lucía entornó los ojos y movió la cabeza rítmicamente. A los pocos momentos entró doña Matildita.

—Problemas de conciencia —dijo—. Quiere confesarse. Ha sido tentada por el maligno y ha escrito los anónimos. Nosotras al purgatorio y ella al infierno.

—Menos mal que nos salvamos de la quema.

—Le he dicho que se fuera a confesar.

—Bien, bien. Ahora silencio. Esto descansa.

Doña Lucía y doña Matildita escucharon jazz intelectual hasta que llamó a la puerta doña Úrsula, que parecía haber atravesado una tormenta atlántica. Chorreaba agua por todas partes e inmediatamente fue invitada a pasar al baño para que se desposeyera de su impermeable, de su sombrero parecido a un sueste, de sus chanclos y de su paraguas.

—¿Una copita? —ofreció doña Matildita.

—Se acepta —dijo castizamente doña Úrsula—. Este invierno va a ser memorable. Llueve en todas partes desde Irún a Tarifa, desde Alicante a Vigo. Y en París, Roma, Londres, Bilbao y las chimbambas.

—Buen invierno para los criminales —soñó doña Matildita—. Calles con poca luz, callejones horribles, lluvia en las ventanas, manos de estranguladores, los parques vacíos, pisadas y chapoteos, un coche a sesenta por hora…

—No seas novelesca —dijo doña Lucía, y añadió—: ¿Qué se rumorea por ahí, Úrsula?

—No vuelvo a San Pedro —dijo doña Úrsula—. Con todas sus pegas prefiero San Miguel, hay mayor cordialidad y más ambiente. Apenas hay noticias. Cosas de poca monta. Bodas y bautizos y lo consabido: el carcamal de turno que estira el zancajo.

—Hoy ha habido rebelión a bordo —alegró la conversación doña Matildita—. Menos mal que nos hemos hecho fuertes en el castillo de proa.

—Siiís —silbó doña Lucía—. Eso no tiene mayor interés que el familiar. Pasemos a los acontecimientos del día. ¿Fuiste a ver a Ayalde, Úrsula?

—Fui.

Doña Úrsula contó su entrevista con don Marcelino Ayalde y la apertura de cuenta corriente. Terminó:

—Y al final un crochet corto; le dije: «Tengo una firma muy extraña y muy difícil de imitar.» ¿Qué tal?

—¿Se desconcertó, claro? —preguntó doña Matildita.

—Cambió de color siete veces —afirmó doña Úrsula.

—Baja un poco la música o mejor quítala del todo, que hay que trabajar —ordenó doña Lucía, y prosiguió en las claves del box—: Noveno asalto; se acerca el final. Le llevamos la pelea a los puntos, pero… —reflexionó— ¿y su capacidad de recuperación? He de advertiros que la prueba magnetofónica ha sido un fracaso. La escaleta psicológica no es acertada.

—No nos solemos equivocar —dijo doña Matildita.

—Solamente la prueba contable puede darnos el quid de este asunto —afirmó con evidente sabiduría doña Lucía—. O esperamos a que tape todos sus trapicheos o lo pesquen en el ejercicio de fin de año… La prueba contable. Con números imaginados, pero que tengan una cierta realidad. Venga, Matildita, provéenos de papel y boli.

Doña Matildita cumplió la orden con celeridad. Las tres viejas se sentaron en torno de un velador de caoba. Sobre el velador caía la verde luz de una lámpara de flecos.

—Sueldo —dijo doña Lucía.

Cada una de ellas escribió una cantidad en su papel.

—Gastos generales de la casa —dijo doña Lucía.

Doña Úrsula trabajaba con celo e idoneidad, meditando y chupando la contera del bolígrafo. Al objeto de que doña Matildita no le copiara cubría las cantidades con la pantalla de su mano izquierda.

—Gastos superfluos, viajes y gastos de relación social —dijo doña Lucía.

Silencio. Solamente se oía el raspar de los bolígrafos sobre los papeles.

—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo doña Matildita.

—No. Luego —respondió doña Lucía—. Y ahora cantidad imaginada que gasta Ayalde al mes, distribuyéndola en los apartados que se crea oportunos.

El silencio se extendió por cerca de cinco minutos. Las tres viejas pedían inspiración al cielo con las manos sobre el velador.

—Esto se mueve —dijo de pronto con evidente susto doña Matildita—. Esto se mueve.

El velador se movió un poquito.

—Atención —pidió doña Lucía con la voz quebrada—. Entre nosotras hay una médium.

—Qué horror —dijo doña Matildita.

—Atención —pidió de nuevo doña Lucía—. Puesto que se nos da, empleemos a los espíritus en la investigación.

—De ninguna manera —dijo doña Úrsula—. Yo no quiero mezclar a mi Lauro en estos asuntos.

Doña Matildita y doña Lucía se miraron sorprendidas.