IX

—Cada día me citas en sitios más siniestros —se quejó en voz baja Elisa—. No sé qué te ocurre conmigo.

—Imaginaciones —afirmó tajantemente Pablo—. Tienes demasiada imaginación. No me ocurre nada y éste es un sitio como cualquier otro. ¿Lo tuyo? —preguntó por la bebida.

—Lo mío —dijo Elisa dudosa, manchándose de lo más ingrato y vil.

—Te advierto que aquí la ginebra es de garrafón. Yo que tú tomaría ron con hielo. ¿O no te gusta?

—Supongo que también es de garrafón y me da igual.

—No, el ron es de esa barrica. Es barato y sabe muy bien.

En la taberna olía a sumidero y a mal tabaco. El tabernero guiñaba continuamente el ojo a Pablo y se había creado una especial expectación desde que ella entró. Los clientes, arrumbados como trastos viejos por los rincones, la miraban como algo comprable pero de precio inasequible. Un vejestorio con la colilla pegada a los labios se reía entrecortadamente como si sufriera escalofríos. El tabernero tenía derramadas las mejillas sobre la quijada y parecía un perro, feo y enfermo.

—Esta ginebra —dijo Elisa—, o lo que sea, sabe a demonios.

—Ya te lo dije. Déjala y bebe ron.

—No, no quiero beber. Quiero que nos vayamos.

—¿Por qué? Aquí se está bien y fresco. Ves —dijo alzando el brazo con la palma de la mano extendida—. No hay moscas. ¿Dónde encuentras tú un sitio en Madrid que no tenga moscas a finales de agosto?

—Eso es una tontería.

—Bueno, es una tontería —en la voz de Pablo había un cierto dejo cínico—, pero una tontería mía —dijo con énfasis—, como muchas otras. ¿No?

—No sé lo que quieres decir —respondió Elisa con temor y en guardia—. No sé lo que quieres decir —repitió.

—Nada, que hago muchas tonterías.

—¿A la señorita no le gusta? —preguntó el tabernero—. ¿Desea otra cosa?

—No, no desea, por lo visto, nada —dijo Pablo alzando la voz—. Otros días tiene más sed.

El tabernero volvió a sus guiños de ojos y se apartó de ellos hacia el codo del mostrador.

—¿Por qué has dicho eso? —inquirió Elisa.

—Ha sido una disculpa —aclaró Pablo—. No se puede ofender a la gente.

—Pero me has ofendido a mí.

—No, no te he ofendido. Es que eres demasiado susceptible. Primero no te gusta la taberna, que es muy bonita y muy típica —dijo mirando a su alrededor—, y luego no te gusta lo que te ponen de beber. Una catástrofe, pero no te enfades. Cálmate, no te enfades, que no he dicho nada ofensivo.

Elisa bebió de su cubalibre y sonrió forzadamente.

—De verdad, no quisiera enfadarme. Hoy debo estar muy nerviosa —se disculpó y de inmediato tuvo un gran interés por el trabajo de Pablo—: No me has dicho cómo quedaron las últimas cuando las revelaste. ¿Quedaron bien?

—Bien, como siempre. Es difícil fallar a estas alturas… Lo que ocurre es que no estoy conforme; eso es todo —terminó.

—Serán formidables, lo sé.

—No. ¿Y tu trabajo? Apenas hablas de tu trabajo.

Elisa hizo un mohín que nada significaba, pero sonrió, después, abiertamente pensando en sus vinculaciones profesionales.

—Voy muy lenta. Hago muy poco.

—De eso soy yo el culpable —dijo Pablo meditativo—. Eso es lo que tiene que ser importante para ti. Te has quedado en Madrid para trabajar, no para perder el tiempo. Yo te quito tiempo…

—También te lo quito yo a ti.

—No. Tú necesitas pensar más que yo. Lo mío es como una ocurrencia, como un chiste muy serio, pero de pronto y en un camino. ¿Me comprendes? En un camino… —dijo suspensivamente.

—Vámonos —urgió Elisa—. Vámonos, por favor.

—¿Puedes esperarte hasta que acabe el vaso?

Elisa no quería perderlo en la taberna. No deseaba que se alejara palabra a palabra, que se fuera. Salieron a la calle en cuesta y bajaron hacia la Ribera. Elisa se apoyó en el brazo de Pablo.

—Paseemos —dijo.

—¿Para qué? Tengo ahí la moto.

—Paseemos. Quiero pasear. ¿No te molesta que paseemos?

—No, por supuesto.

—Yo pensaba que sí… La taberna sí te gusta.

Bajaron del brazo caminando lentamente. Elisa se apretó a la musculosa contextura de Pablo.

—No sé lo que me pasa, Pablo. Tengo miedo y tengo alegría…

—¿Tú tienes miedo? —dijo sorprendido Pablo.

—Sí, te quiero y tengo miedo.

Elisa miró al suelo y repitió:

—Te quiero y tengo miedo, Pablo.

—Bien —dijo Pablo—, pero yo no quiero que me quieran, o por lo menos que me quieran así… No sé cómo explicártelo. Yo qué quieres que le haga… —dijo contrayéndose—. Tal vez sea muy raro, pero no me gusta que me quieran. Me siento apresado. Escucha, Elisa… Yo qué quieres que le haga… Por favor, tranquilízate… Me gustaría saber explicártelo… Yo qué quieres que le haga…

—Lo estás explicando muy bien —dijo Elisa sollozante.