I
—Déjate de fantasías…
La luz cenital de Santiago era una mugiente colada de alto horno, fluyendo por el laberinto de callejas, sobrándose en los umbrales de las casas. En las horas siguientes, tras de repuntar la anegación, irían creciendo hacia la noche sombras cárdenas, melancólicas escorias.
En el almacén, desde la puerta al espigón del mostrador, la luz movía sus informes y nacarados élitros, crepitando lejana como agua derramada sobre una rusiente chapa. Desde el mostrador hasta el tabuco de la oficina, fortificado por pilas de sacos de legumbres, la luz dejaba de ser algo cautivo y bordoneante para decantarse en una cripta de hondo, suave y misterioso color, acaso como de lilas, labios, venas.
—… la convalecencia será larga, Toni, no lo olvides…
El mar, rumiando en las playas, decorando en los cantiles, movedizo y nivoso en los arrecifes, pleno de modorra hasta el trazo del horizonte, invitaba al otro lado del pueblo. El mar dormía las barcas, guillotinaba a los bañistas, canturreaba en el muelle y era una satinada plana para la caligrafía de los snipes, las motoras y los esquiadores.
—… el almacén es fresco y estás mejor aquí que en la calle o en la playa y puedes echarme una mano, sin fatigarte, claro, tomándotelo con mucha calma…
Le hubiera gustado penetrar en el paisaje del calendario de las Publicaciones de Turismo, que un poco ajado y polvoriento pendía a la izquierda de la mesa de despacho. Sabinas, arenas, mar y la vela colorada de un balandro en la lontananza. El aroma de los árboles y de las aguas en vez de los olores que eran el alfabeto de su padre, olores estabulados en cajones, armarios, botes, frascos, sacos, grandes cajas, se confundían en uno solo e inolvidable, conocido y reconocido desde la niñez. El pimentón tramontano, la canela de Indias, la melaza de caña, los otoñales crepúsculos del azafrán, los aromas de Castilla y todo lo demás, formaban el olor a almacén, de una densidad casi tangible, agrio y al mismo tiempo dulzarrón.
—… entretente y no pienses. Los libros, las facturas y el resto de los papeles están bastante desordenados. Míralos con calma…
El padre estrenaba un crujidor guardapolvo, largo y gris. La prominencia del vientre entreabría la línea de la botonadura y el hábito era como una cortezuda sobre el cuerpo, arrugada en la divisoria del pecho y el estómago, tersa por la espalda y el faldón. Por la viga maestra se adivinaban arañas tejiendo trampas para gordas y torpes moscas del verano. Tal vez entre los sacos una rata glotona descansaba a su abrigo esperando la noche de la libertad y del hartazgo. El abúlico gato pelirrojo hociqueaba adormilado en el mostrador.
—… pero, ante todo, nada de esfuerzos. Cuando te canses, Toni…
La campanilla de la puerta tenía un sonido irritante. El padre cerraba la puerta para conservar la frescura y para que no entraran los hedores de los pozos negros antiguos y el huelgo insoportable de las bocas de los sumideros de la somera conducción de cloacas.
—No, no vendemos al detall —Toni escuchó la ronca voz de su padre—. Al detall tiene usted un par de tiendas al final de la calle. Esto es un almacén —clasificó con matizada insolencia.
Las confusas disculpas del comprador fueron borradas por el tintineo de la campanilla.
—Vaya usted con Dios —dijo el padre con aspereza.
Toni abrió el libro de asiento y se ajustó el arco de las gafas dispuesto a interesarse.
—Un pelmazo —dijo el padre escupiendo en el pañuelo, y añadió cariñosa y preocupadamente—: Tenemos que cuidar ese corazón, hijo mío, porque el corazón nunca avisa dos veces.