La noche de los grandes peces

Las marrajeras estaban abarloadas en el muelle chico, en el rincón más africano del puerto. Olían las aguas pútridas del reguero que bajaba de los cuarteles dividiendo el baldío en escombrera y basurero de la población. Las ratas se paseaban por su asqueroso imperio sin aparente temor y cruzaban una vez y otra desde la escombrera de sus guaridas al basurero de sus banquetes, las cabecillas altivas hociqueando melindrosamente.

En el muelle los grandes bloques de cemento de las abandonadas obras del espigón entristecían con su siniestro parapeto y era allí donde los pescadores de caña probaban su suerte, sentados en los enormes cubos, bajo el sol de julio, en centinela impasible. Chinchorros inútiles, de maderas podridas y esponjosas, bidones de fuel-oil vacíos y derribados, postes para colgar las redes, blanquecinos o de color de huesos, con años de intemperie, amueblaban el reducido paisaje. Más allá del espigón la mar de añil extendía su virtud.

La marrajera Apasionada tenía a su tripulación de compras y solamente el pesca y su ayudante faenaban preparando los palangres. Bajo el toldo de proa hacían inspección minuciosa de los cestillos con las líneas y anzuelos, y mientras, mascullaban una conversación de fútbol, interrumpida momentáneamente por exigencias de la labor. Alguien les distrajo desde el muelle.

—Oiga, ¿cuándo venimos? —preguntó un tipo de aire impertinente y torerito—. ¿Cuándo es la hora buena?

—¿Usted es de los que vienen esta noche? —interrogó calmosamente el pesca.

—Sí, señor —gritó el hombrecillo.

—Pues… —dudó— como a las cuatro y media o cinco. Para salir en seguida, ¿eh? No vengan más tarde, porque ya estaremos en la mar. ¿Y cuántos son ustedes?

—Tres.

—Bueno, bueno… —dijo el pesca cazurramente.

El hombre se despidió y se fue con paso nervioso y contoneado hacia la población.

—¿Para qué quieren venir? —preguntó extrañado el ayudante—. ¿No estarían mejor divirtiéndose con alguna furcia?

—Aventuras —dijo el pesca—. Luego lo cuentan a sus amigos y presumen.

—Si se divierten… —condicionó, sin convencimiento, el ayudante.

—Tú eres muy chico para entender las diversiones de las gentes. Esto, para ellos, es una hazaña, una cosa muy grande. Ya están hartos de mujeres. ¿No lo comprendes?

—No —dijo tajantemente el ayudante—. No lo comprendo de ninguna manera. ¿Cómo se pueden hartar?

—Porque eso es como la mar para nosotros. Al cabo del tiempo, estraga.

El pesca y su ayudante guardaron silencio ensimismados. Las manos del pescador ponían orden, como una cuidadosa costurera en su cestillo, en el lío de cuerdas y anzuelos. El ayudante comprobaba el acetileno de los faroles y las corcheras de las boyas.

A las cinco de la tarde la tripulación estaba a bordo, pero los huéspedes no habían llegado. El costa traslucía sus altas meditaciones rascándose simiescamente y hurgándose con excesiva naturalidad e inquietud en el sexo. El costa, sentado en la incómoda cabina del puente, se iba enfadando.

—¿Va algo mal? —preguntó el pesca—. Por mí, todo está listo.

—Va todo mal. ¿A qué hora les dijiste a los maricas que había que estar embarcados?

—Pero… ¿son maricas? —interrogó asombrado el pesca—. Desde luego, el que vino, voz tiene.

—Son mierda de señoritos que no tienen vergüenza, ni dignidad, ni palabra, ni nada —estalló el costa—. No sé por qué me habré comprometido —añadió pesaroso.

—Las invitaciones tienen la culpa —reprochó solemnemente el pesca.

—No me cabrees, Miguel, que yo soy de los que se emborrachan gastándose el parné. No necesito invitaciones de nadie. Es el señor Marí el que tiene la culpa, el que se ha aplomado para que los llevemos.

—Pues larga amarras.

—No, no; hay que esperar por lo menos un cuarto de hora.

El pesca se fue hacia la proa dispuesto a echar un cigarro con su ayudante. La vejez y los años de mar habían dado a su andar vacilación y lentitud. Su ayudante estaba tumbado en la escotilla.

—¿Qué pasa? ¿No salimos?

—Calma, muchacho —dijo el pesca—. En un cuarto de hora doblamos la farola.

—¿Y el señor Antonio?

—Tragando quina.

—Pero las demás barcas ya han partido…

—Ya están aquí —dijo el pesca—. Ya han llegado. Por fin…

De un 2 CV bajaron tres hombres cargados de paquetes y se acercaron a la Apasionada.

—¡Ah, del barco! —gritó el que tenía tipo impertinente y torerito y parecía llevar la voz cantante—. ¿Se puede saltar ya?

—Dense prisa —ordenó el costa, al que se le había evaporado el malhumor—. Mauricio y Plácido, en cuanto ellos estén a bordo, soltar amarras… Venga, motor. Arriba, señores.

Saltaron a la barca y comenzaron a estrechar las manos de los tripulantes desocupados.

—Me llamo Íñigo; éste —indicó a uno de sus amigos de alborotada pelambre—, Paco, y éste es belga y se llama Jean. ¿Dónde podemos dejar todo esto? ¿Cuál es el sitio más a propósito? —daba la sensación de haber tomado posesión de la barca—. Es vino, chuletas y pasteles. Supongo que ustedes tendrán pan; la panadería estaba cerrada. El vino es un rioja estupendo. Tocamos a dos botellas por barba. También hemos traído una botella de coñac.

—De momento, se pueden dejar en la timonera —dijo el costa—. O mejor abajo, en los ranchos.

—Carmelo —llamó al ayudante del pesca—, echa todo este macizo para el rancho.

—Bueno, ya estamos a bordo, rumbo a la aventura —aclaró Íñigo a sus compañeros.

—¿Se marean ustedes? —preguntó el costa.

—Yo un poco, pero traigo pastillas —explicó el belga.

—Para no marearse, lo mejor es la distracción —afirmó el pesca—. Si esto les divierte, si la pesca se da…

—¿Cogeremos muchos? —inquirió Íñigo, y sin esperar respuesta urgió a sus compañeros—: Hay que retratarlo todo. Un viaje como éste no lo volvéis a hacer en la vida. Hay que llevarse recuerdos.

—Si hay suerte —dijo sonriendo el pesca—, se cogerá algo. Es difícil coger muchos. Los grandes peces son de picada, y si quieren picarán, y si no…

—Hoy tendremos suerte, estoy seguro —interrumpió Íñigo—. Y ahora vamos a organizamos. Lo primero es abrir unas botellas.

La Apasionada se fue separando del muelle con suavidad. El motor cloqueaba y la barca, ancha y baja, tenía algo gallináceo en su andar.

—Corra el tinto —dijo Íñigo con afectación—. Corra el zumo de la vid.

El pesca fue el primero que bebió del gollete de la botella destapada.

—¿Qué tal, maese? —preguntó Íñigo.

—Un buen vino —respondió el pesca chasqueando la lengua—. Debe costar unas cuantas pesetas…

—Sesenta la pieza, nostramo —aclaró Íñigo.

—Ya son pesetas. Da pena beberse tantas pesetas.

—Un día es un día. ¿Todo va viento en popa?

La Apasionada acababa de doblar la farola y se hacía a la mar libre. Al fondo el ocre de los islotes fulgía de oro. La isla grande aparecía opaca y polvorienta. La ermita del monte Atalaya espejeaba un mensaje heliográfico. La población desde la mar, al fondo de la bahía, era un rimero de construcciones sepulcrales.

Al anochecer habían navegado veinte millas y no se veían las islas. El pesca anunció la echada de los palangres. Se seguían descorchando botellas, pero ya más lentamente. Íñigo y sus dos compañeros fraternizaban con la tripulación. Se hablaba de mujeres en términos cuarteleros. El ayudante de el pesca babeaba de regocijo.

—Cuente usted, cuente usted…

—Pues aquella gachí…

—Venga, Rubio —advirtió el pesca—, que esto no puede esperar, luego habrá tiempo.

Los cebos habían sido sacados de la nevera y sobre la escotilla de proa, la marinería tajaba las aletas pectorales de los peces voladores. El barco acortó su andar. El pesca ayudado por Rubio dejó caer la boya maestra con la luz de pilas encendida.

—Ahora aprisa —indicó el pesca—. Antonio, el barco al rumbo. Id encendiendo las luces de las primeras boyas.

El pesca iba prendiendo en los anzuelos por los ojos parejas de peces voladores y los lanzaba de volea al agua.

—Acorta, Antonio, que va la primera boya.

La primera boya de acetileno fue posada en el sereno de la mar. Cabeceó un poco y luego tomó el casi imperceptible vaivén de las aguas.

—Más cebo —gritó el pesca.

—Esto es emocionante —dijo Íñigo a sus compañeros.

El belga sacaba fotografías una y otra vez.

—Es muy mala hora —explicó— y van a quedar mal.

—Usa el flash —recomendó Paco.

—Entonces se reduce el mar, se pierde panorama.

A las diez habían tendido tres millas de palangres y una procesión de luces cortaba la mar como si fuera la emigración de grandes peces fosforescentes en columna.

—Ahora a pasear —dijo el costa—. Ya no nos queda más que pasear y que piquen. Podemos ir cenando.

Se abrieron los paquetes de chuletas y se descorcharon botellas. El belga no tenía demasiadas ganas de cenar y percibía demasiado insistentemente para su estómago el balanceo de la Apasionada.

—¿Y tú, Paco? —preguntó Íñigo.

—¡Como nuevo!

—Y ahora ¿qué pasa? —inquirió Íñigo al pesca.

—Cuando se apaga una luz, ha picado algo. Nosotros navegamos arriba y abajo de los palangres. Sabemos las luces que son. Cuando falta una, nos acercamos: ha picado algo grande y ha tirado a fondo la boya de acetileno…

El pesca contempló paternalmente a Jean.

—Bueno, hombre, debería echarse un rato. Ya le avisaremos cuando haya picada.

—Pica, picada —gritó con entusiasmo Íñigo—. Allá se ha apagado una luz.

—Todavía no —dijo el pesca—, aunque pudiera ser.

El ayudante estaba contando las boyas encendidas.

—Falta una en el segundo, señor Miguel —aclaró—, y están cabeceando las de los lados.

—Vamos por él —anunció el costa.

Interrumpieron la cena y arrumbaron hacia la boya apagada. Había en el barco expectación. Íñigo se movía a proa, estribor y babor, con la inquietud de la primera captura.

Paco preguntaba al ayudante.

—¿Qué puede ser?

—Casi seguro, un pez espada, no muy grande. Si fuera grande, hubiese sacado al palangre de su línea y probablemente apagado otra boya.

Era un pez espada de unos veinticinco kilos y no había luchado. Su mordida fue profunda y tenía el gran anzuelo prendido en el esófago. La línea de calco había herido su delicada piel y estaba como latigueado.

—Reventó —dijo el pesca—. Los grandes que ascienden vivos son tan bravos como toros y a veces se lanzan contra el barco, rompiendo la espada en el costado. Esta noche ha comenzado bien. Parece que ustedes nos han traído suerte.

—Esta va a ser noche de grandes peces —habló con entusiasmo Íñigo—. Tenemos que hacer una gran pescada. La pescada del siglo. Vamos a llenarlo todo hasta el pañol de popa.

Íñigo acrecía su vocabulario marinero a medida que avanzaba la noche.

A las dos de la mañana la pesca había aumentado: un gran pez espada, tres pequeños y una raya de aguijón. A las dos y media, el marinero que hacía de serviola anunció con grandes gritos que tres luces estaban apagadas en la primera línea, junto a la boya maestra. El barco se fue aproximando a la procesión.

—Éste sí que es bueno —dijo el pesca—. Éste puede ser un marrajo grande, o quién sabe, pero grande.

Por la amura de babor estaban al ojo los tripulantes. Íñigo se había subido en la escotilla y Paco se empinaba discretamente para no molestar a los pescadores. Del rancho salió con la cara desencajada el belga montando su máquina de fotografía.

—Ya lo veo —gritó el ayudante—: es tiburón. Blanquea allá abajo y ha enredado el palangre.

Blanqueaba a la luz de los focos como una movediza galaxia, y cuando ascendieron la línea y las boyas, ayudándose de gamos, de allá abajo, de las aguas de sus dominios surgió un gran pez como un remolino, golpeando con su larga aleta caudal, trayendo agonía y destrucción.

—Es un pez zorro —dijo el pesca—. Uno de los más hermosos que he visto en mi vida.

La barca estaba en la vorágine del animal, y cuando lo hirieron y sujetaron con los grandes gamos, logrando acercarlo a un costado, todos se llenaron de alegría.

A medida que lo izaban a la cubierta, el pesca y su ayudante lo iban rajando y desviscerando con sus cuchillos. Luego, en la cubierta golpearon su poderosa cabeza con mazos y estacas, hasta que dejó de boquear, y quedó tendido a babor y hacia proa, entre la escotilla y la amura, midiendo en toda su longitud cuatro metros largos.

—Ha habido muy buena suerte —dijo el pesca—. Creo que por esta noche tenemos bastante. Ya no volverán a picar. Hay demasiado espanto en los fondos.

Al amanecer comenzaron a recoger los palangres y a desanzuelar los peces voladores. Un marinero corrió hacia proa pasando por encima del pez zorro con los pies descalzos. Íñigo reclamó a Paco.

—Coge la máquina de Jean y hazme una fotografía sobre el pez.

Y asentó los pies sobre el costado absurdamente triunfal. El pez muerto se contrajo y después de un tremendo espasmo, que lanzó a Íñigo contra la escotilla, comenzó a coletear guadañando el aire. Íñigo extendió las manos para preservarse y en la última coletada el pez le golpeó la izquierda, haciéndole gritar de dolor.

A las nueve de la mañana la marrajera Apasionada estaba abarloada a sus hermanas en el muelle chico.

Por la tarde Íñigo, escoltado por sus amigos, bebía en los bares de la población. La mano izquierda, cuidadosamente vendada, reposada en un cabestrillo.

—El escualo… —decía Íñigo, y exageraba las medidas y el peso.

Luego llevó un dramático guante negro durante unos días hasta que se cansó. Más tarde, en el invierno, hablaba de la noche de los grandes peces y mostraba una pequeña cicatriz, entre el pulgar y el índice: un corte limpio y recto que desmentía la magnitud del animal de fondo.

Obra póstuma