II
Por la salvadera del escalón Pachicha empujó y retuvo la carretilla con el saco.
—Son quince, patrón —dijo.
—¿Cómo no los han desembarcado antes?
—Me he pasado la mañana diciéndoselo, y Juanito a reír y a coñearse. Faltan propinas, patrón; eso es lo que yo pienso.
—No van a ver ni una peseta.
—Usted manda —dijo Pachicha encogiéndose de hombros—, pero hay que darles aceite en los bolsillos, eso es lo que yo digo.
Pachicha había envejecido en el muelle y en los bares del muelle. Se llamaba Pachicha como otros se llamaban Escota, Mangas, Pollito, Potero o Torrón. Los nombres y los apellidos eran para los sutiles asuntos empresariales. Los del santoral del muelle servían para el trabajo y para la sociedad de los bares.
Pachicha conocía a Toni desde hacía muchos años, desde que era un niño y cuando le hablaba lo hacía con respeto porque era estudiante y con tutela porque era joven. Pachicha dejó el saco en el glacis del chiscón del escritorio e hizo un gesto interrogante y previo antes de hablar.
—¿Ya respiras mejor? ¿Ya te sientes?
—Voy mejor, Pachicha.
—Tienes que salir al aire puro, esto no es bueno para ti. El cerrado siempre es malo para lo que tú sufres.
—Tengo que descansar.
—¿Quemándote las cejas? Tú debieras estar o en la cama o en la calle. Si fueras hijo mío y si yo tuviera el negocio de tu padre, no estarías aquí.
—Prefiero estar aquí que en casa.
—Bueno, bueno, la gente que sabe a veces tiene sus equivocaciones —diagnosticó.
—Vuelve al muelle, Pachicha —ordenó el padre de Toni—. Aligérate, a ver si esos sacos están aquí antes de que atardezca.
—Estarán —respondió Pachicha—, aunque es mucho tomate para sólo dos brazos.
—Hay gente joven que lo hace —amenazó socarrón el padre de Toni—. Hay que jubilarse a tiempo y dejar paso a los que tienen ánimo para trabajar.
—La gente joven no quiere esto, patrón. Esto es para los viejos. En cualquier oficio se sale mejor. No iba a encontrar usted un sustituto. Aguántese con lo que tiene…
—Hasta que me canse —dijo sonriente el padre de Toni.
—No sería usted capaz —afirmó Pachicha.
—Claro que sería capaz. El negocio es el negocio. Todo lo que no es rentable es inútil.
—¿Después de veinte años? —preguntó Pachicha—. Después de tanto tiempo, ¿me iba a dar la patada?
—Anda, vete al muelle —dijo riéndose el padre de Toni— y échale un poquillo de energía.
Pachicha no quería echar energía al asunto de los sacos y se fue empujando lentamente la carretilla, camino del muelle de los veleros.
—Es un buen hombre —dijo Toni.
—Es un gandul como los demás —dijo el padre—. Un tipo que se pasa la vida en las tabernas no es otra cosa que un absoluto incapaz.
—Ha tenido muy mala suerte.
—Peor la han tenido su mujer y sus hijos, y por eso lo han abandonado.
Toni se levantó de la silla y comenzó a pasear por el almacén. El padre le contemplaba complacido y preocupado.
—Has crecido, hijo mío.
—No, no creo.
—Puede que hayas adelgazado y a mí me parezca que has crecido.
—Puede.
El padre comenzó a liar un cigarrillo sacudiéndose la picadura que le caía sobre el vientre.
—Creo que para el fin del verano estarás totalmente recuperado y podrás volver a tus estudios. Ojalá sea así. Yo sé que esto no es para ti.
—Estoy cansado —dijo Toni— y me duele mucho la espalda.
—Ahora que ha bajado un poco el sol, deberías darte un paseo por el pueblo. Acércate hasta el muelle y le echas el ojo a Pachicha.
—Bueno, papá.
Toni abrió la puerta.
—Deberías quitar esta campanilla —dijo.
—Ya veré, ya veré —respondió el padre.
Salió a la calle y el padre le siguió hasta el umbral. «Es alto como era su madre —pensó—, y escurrido de carnes; anda elegantemente, tiene un hermoso rostro cuando se quita las gafas y será alguien.»
Toni caminaba por la acera festoneada de una breve sombra. «Me quiere mucho —pensó casi emocionándose—, y está muy preocupado por mi corazón, que, como el de mi madre, no va bien, y es casi seguro que nunca irá bien.»
Toni volvió la esquina y el padre entró en el almacén. El padre al pasar hacia el escritorio acarició mecánicamente el lomo del gato, adormilado y vigilante en sus sidéreas pupilas.