II

De todas maneras tenía que engrasarla antes de que apareciera el jefe del taller. El jefe de taller llevaba chaqueta y pantalones azules. Y corbata negra. Asomaban por el bolsillo superior de su chaqueta el capuchón de una estilográfica, la contera de un lápiz, el alambre espiral de un bloc pequeño. Lo primero que se veía del jefe de taller cuando se estaba engrasando la máquina eran sus zapatos de color. Cuando se veían los zapatos se oía su voz, porque el jefe de taller no hablaba hasta que el obrero volvía la cabeza para ver sus zapatos. Su voz caía sobre los hombros del obrero y pesaba.

Paco se arrodilló en el portland. Le entró frío. Un frío que le ascendió hasta el estómago vacío. Hacía cuatro horas que había cenado. Tenía un bocadillo en el bolsillo de la chaqueta, que pensaba comer cuando acabara de engrasar la máquina. En el turno de noche, no sabía por qué, siempre pasaba hambre. Comería el bocadillo y, al amanecer, ya cercano el relevo, sentiría náuseas. Náuseas que desaparecerían con sólo comer. «La noche del hambre», pensó Paco, y se puso al trabajo. Cuando vio los zapatos del jefe de taller estaba terminando. Alzó los ojos y recorrió todo su cuerpo hasta la barbilla prominente. Al jefe del taller le caían las gafas sobre la punta de la nariz.

—Esto ya está —dijo Paco.

No obtuvo respuesta.

—Si usted quiere —dijo Paco—, paso a echarles una mano a los del grupo.

El jefe del taller preguntó:

—¿Ese ojo?

—Entrenándome.

—¿Cuándo boxeas otra vez?

—Dentro de dos semanas.

—¿Cuándo empiezas a ganar dinero?

—Dentro de dos semanas. Es mi primero como profesional.

—Bueno, hombre.

—No es en Madrid; si no le daría de las entradas que nos suelen dar a los boxeadores.

—Bueno, hombre. Muchas gracias. ¿Dónde boxeas?

—En Valencia.

—Pues que tengas suerte.

El jefe del taller hizo una pausa, luego dijo:

—Vete a echarles una mano a los del grupo.

—Sí, señor.

En el grupo viejo trabajaban dos obreros. Paco estuvo viéndoles trabajar en tanto se comía el bocadillo. Uno de los obreros era alto, delgado y amarillo. Moqueaba continuamente y se pasaba el dorso de la mano izquierda, libre de herramienta, por la nariz. El otro era de mediana estatura, con un pelo rizoso y empastado. Llevaba patillas en punta. Discutía con su compañero, daba órdenes, cantaba. Paco terminó el bocadillo y cogió el botijo de color muerto, con la huella de grasa de una mano grande en su panza, y bebió. El estómago acusó el trago de borborigmos. Se dio unas palmadas en el vientre que sonaron como golpes en un tambor con el parche roto.

—¿Cómo va eso? —preguntó Paco.

El obrero alto, delgado y amarillo no llegó a tiempo de explicar cómo iba el trabajo, porque era tartamudo y su compañero se le adelantó. Se limitó a pasarse la mano por la nariz.

—Hay que echar un año, figura, para arreglar esto. Pero tú ves…

Paco se acuclilló junto al grupo. El obrero que le había llamado figura tenía un color de vino clarete en la cara.

—Nos hemos metido en un tango que verás.

Paco meditaba produciendo trinos de después de comer con la lengua y los dientes. Torcía la boca. Dijo:

—Se acaba hoy, Tanis. Está listo para el turno.

Tanis se incorporó.

—Vamos a verlo, figura.

De pronto se asombró espectacularmente.

—¿Quién te ha puesto persiana en ese tragaluz, chacho? ¿Estabas dormido? No nos desacredites. Al que te ha dado hay que ponerlo en la Prensa.

Paco sonrió.

—Dime quién ha sido, que ficho por él —dijo Tanis—, y Pedrito también, ¿verdad?

—Sí —silbó Pedrito el tartamudo e hizo ruidos con la nariz.

—Poca cosa —dijo Paco—, ni sostiene los guantes. Los que pasan miedo y no saben boxear, de vez en cuando, volviendo la cabeza, meten las manos y te dan; es un chaval que está empezando.

Paco pidió una llave inglesa a Pedrito. Tanis fumaba un cigarrillo Peninsular. Guardaba dos Bisontes para la salida. Uno para él, otro para el jefe del taller, al que se lo daría al pasar si no estaba fumando y estaba en la puerta del pabellón: «Señor Luis, ¿un pito?». A los jefes hay que darles su faena, decía siempre Tanis. Lo decía tan convencido que a Paco ni siquiera le indignaba y a los de la cuadrillo del turno les traía sin cuidado. No se lo reprochaban.

—En el primer combate —dijo Tanis— tienes que ganar por K.O.: un primer combate de profesional no vale a los puntos.

Tanis estaba apoyado en la ventana: su silueta se recortaba negra en el amanecer.

—¿Sabes cómo se llama el punto? —preguntó.

—Bustamante —respondió Paco.

Tanis alzó las cejas, echó el humo, estuvo unos instantes reflexionando.

—Lo he oído —dijo.

—Tiene siete combates de profesional —dijo Paco—. Cinco victorias, uno nulo y una derrota. El último le dieron. Querrá sacarse el clavo.

Tanis expelió el humo por la nariz y por la boca, se rascó un costado.

—No son muchos.

—¿Pero qué habéis hecho aquí? —preguntó Paco.

—No son muchos —insistió Tanis—. Puedes estar tranquilo, con los que tú llevas se puede salir. Hablo sólo de salir, no cuento lo que tú eres.

—Es… tá mal en… ca… ja… do… —dijo repitiendo sílabas Pedrito.

—Hay que desmontarlo todo —afirmó Paco.

—¿Cuántos asaltos? Eso lo debes cuidar. Para un primer combate tienes suficiente con ocho. No te dejes engañar. Siete combates dan fuelle. ¿Sabes algo de él?

—Es zurdo —dijo Paco.

—Es-tá for-za-do enormemente —habló Pedrito.

Paco y Pedrito comenzaron a desmontar el grupo. Tanis iba acabando su cigarrillo.

—Un buen resultado te dobla el precio en el combate siguiente. ¿Cuánto le sacas a éste?

—Mil —hizo un esfuerzo Paco que abrió un silencio—. Mil y los viajes en segunda y un hotel de segunda.

—Vaya. ¿Quién va contigo?

—Voy solo.

—Mal. Eso no lo debes hacer. Que te acompañe tu maestro.

—No puede.

—Un segundo de allá no te conviene.

—Da igual.

—Ya-es-tá —dijo Pedrito.

Tanis pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad del amanecer, se iba aclarando el día. Pedrito se irguió y señaló el grupo a Tanis.

—Tú.

Luego sacó de su bolsillo un tubo metálico y lo destapó. Se echó una palmadilla de bicarbonato y se lo llevó de golpe a la boca. Bebió del botijo.

Tanis comenzó a cantar. Pedrito eructaba discretamente junto a ventana. El jefe del taller estaba parado junto a un soldador. El resplandor de la llama del soplete azuleaba su figura. El rumor del trabajo crecía o decrecía según los turnos de las máquinas, unas libres y otras ocupadas. Para Paco se perdió la canción de Tanis cuando, en un momento, el rumor fue creciendo, rompió su tono y se desbordó de golpe en un ruido ensordecedor. Mil personas gritando cuando uno es golpeado en la cabeza y ya no puede controlar con el oído la fuerza de un golpe, el jadeo del contrario, la propia respiración. Pedrito se desgañitaba intentando decirles que se acercaba el jefe del taller. Acabó señalándoselo con la mano cuando estaba junto a ellos.

El jefe del taller contempló el trabajo desde su altura, luego dobló la cintura y, apoyando las palmas de las manos en los muslos, comenzó a hablarle a Tanis.

Paco estiró el rostro y se tocó el párpado hinchado con la muñeca. El párpado le escocía. De vez en vez se le escapaba una lágrima que enjugaba violentamente en el hombro. Pensó que cuando tuviera que hacer un asalto con el muchacho que le había lastimado iba a darle un par de buenos golpes de los que hacen daño, de los que se sienten durante una semana al hacer un esfuerzo, de los que despiertan y desvelan al iniciar un movimiento en el lecho. Los que no saben, en los gimnasios siempre son de temer. De ellos son los rodillazos, los golpes con la cabeza o con los antebrazos, los marcajes bajos.

Sonó sordamente la sirena. Segundos después el ruido del taller fue decreciendo, hasta que se pararon casi todas las máquinas. Paco terminó de poner apresuradamente una tuerca. Tanis ya caminaba emparejado con el jefe del taller hacia la puerta de salida. Entraban los primeros obreros del turno de la mañana. Paco vio al jefe de taller parándose a encender un cigarrillo: el cigarrillo de Tanis.

El aire de la mañana de primavera no tenía aroma. Era todavía muy temprano. Cansaba el respirar como cansa beber un vaso de agua demasiada fría que no mitiga la sed. Un aire sin aroma como un vaso de agua muy fría son elementos demasiado puros. Paco se subió el cuello de la chaqueta y, al lado de Tanis, Pedrito y tres compañeros más, echó a andar hacia la parada del tranvía. El sol comenzaba a dorar el vaho de Madrid cercano; el aire principiaba a tener sabor. Las palabras vencían el rumor del taller, del que se iban alejando paso a paso.