IV
Llevaba unos minutos en la penumbra de la oficina sin decidirse a encender la lámpara. Garrapateaba palabras y dibujos sobre los dorsos de viejas facturas que el padre empleaba para realizar sus cuentas. Al cabo de un cuarto de hora serían las ocho y el padre cerraría el almacén e irían juntos a la casa, pasando por el muelle, probablemente haciendo un breve alto con algún conocido o amigo. El viejo Pachicha había terminado su jornada a las siete y media y los sacos estaban apilados y ordenados impidiendo que la mansa luz del atardecer penetrara en el chiscón.
Sonó la campanilla y su tintineo interrumpió la angosta calma. Toni se sorprendió atento y curioso a lo que sucedía más allá del mamparo. Temía la visita o el cliente de última hora, fiel como una moscarda al cristal, runruneante, bullidor y fastidioso.
—¿Usted? —oyó la voz contenida y temerosa de su padre.
—Sí, don Alfredo —dijo alguien que hablaba con lentitud y humildad.
—¿A qué viene? ¿Qué quiere usted de mí? —y escuchó las preguntas, entrecortadas por un profundo respirar.
Toni oía el descompuesto tono de su padre, asombrándose de su debilidad y desvalimiento, y crecieron, también en él, desvalimiento y debilidad. Ya no tenía la seguridad del padre y, como un animalillo acechado y cauteloso, atendió las palabras del gran cazador que había entrado en la fortaleza.
—Cálmese, don Alfredo —pidió con dulzura el hombre—. Cálmese, se lo ruego. Le necesito, y es algo que usted me debe, que usted únicamente puede hacer.
—Yo no puedo hacer nada. Yo no le debo nada. Yo no sé nada. Jamás he sabido. Váyase de aquí…
Pero eran palabras, ni siquiera disculpas, y todo delataba el miedo, y el gran cazador amenazó todavía más con su voz, con aquella firme y suave voz de mendigo, exigente, apagada, misteriosa.
—Usted lo vio. No le pido más que eso. Lo demás ya no importa. Quien lo hizo, no importa. Tiene que certificar la muerte de mi hijo porque necesito que no haya desaparecido, que esté muerto.
—Váyase —gritó el padre—, váyase con sus malditos asuntos de la guerra…
—Tendré que volver —dijo pesarosamente el hombre.
Toni estaba entendiendo, iba comprendiendo desde lo lejano. Había como un horizonte de tiempo donde estaban sucesos y aullidos que no formaban parte de su vida, y ahora regresaban, siniestros y en bandada.
—Márchese —gritó de nuevo el padre—. Le he repetido hasta cansarme que yo nunca he sabido de eso.
—Tendré que volver, don Alfredo —repitió el hombre con serenidad.
Toni sintió algo duro y doloroso en el pecho y se apretó las dos manos contra aquello. El chiscón estaba oscuro y él se doblaba hacia lo oscuro. Junto al mostrador, en el portillo del mamparo, se agitaba la figura del padre, que él no veía.
—No vuelva usted jamás, ¡jamás!
—Tendré que volver —dijo pacientemente el hombre.
Tintineó litúrgica la campanilla. La calle estaba coagulada de sombras. Las fachadas altas se decoraban de limón. El padre entró hacia la oficina llamando a Toni y tuvo de respuesta un quejido largo y jadeado.
—Hijo mío, pero ¿qué te pasa? No me asustes…
—Calma, papá, no es nada, creo que no es nada…
—¿Has oído, hijo?
—Sí, papá.
—Pues te lo juro que no sé nada, absolutamente nada, que nunca le he debido nada…
—¿Volverá? —preguntó Toni—. ¿Volverá? —repitió.
El hombre del otro lado de las montañas caminaba como había hablado: con lentitud y humildad, cargado de lutos antiguos.
Obra póstuma