Un paseo romántico accidentado

Cayetano e Isabelita se habían citado a la entrada del hermoso paseo central del parque. Cayetano esperaba a su enamorada amparado en las sombras de un castaño de Indias, junto a un crecido seto de boj. Diluviaba y el galán, con el cuello de la gabardina comando subido y con el ala del sombrero impermeable bajada, levantaba sospechas a cien pasos.

Isabelita hizo los últimos metros correteando, cuando entrevió a Cayetano y oyó su santo y seña.

—Pirupí. Chucurrucu.

—Chucurrucu. Pirupí.

Cayetano se permitió el mimo de un tironcillo de la espléndida pieza nasal de Isabelita, que revalidó con una estupidez verbal.

—Gretita. Lapin bleu.

—Charli. Lobo solitario —respondió Lapin bleu.

Se miraron intensamente hasta que lograron desasosegarse.

—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó el lobo solitario—. Porque si paseamos por el parque nos vamos a transformar en ranas. Y si no paseamos por el parque sólo podemos ir a los soportales de la plaza Mayor, que están llenos de espías. Y si nos quedamos aquí, con esta lluvia, el que pase y nos vea pensará que estamos haciendo cosas feas.

—¡Qué horror!

—Y a un café no podemos ir. Y a una taberna no está bien. Y al cine es demasiado tarde, porque una cosa es entrar con la película comenzada y otra entrar a media película, que no te enteras de nada, y a mí me gusta enterarme por lo menos de algo.

—Y a mí.

Cayetano reflexionó unos instantes.

—¡Eureka!, purrupurru, ya lo tengo. Voto al chápiro, no sé cómo no lo había pensado antes. Nos vamos al paseo de Los Arquillos, que estará vacío.

—Qué listo eres —dijo Isabelita con admiración—. No se me hubiera ocurrido jamás. Es un paseo muy romántico.

—Un paseo para dos almas gemelas y con el mismo destino —entonó Cayetano casi con ritmo de bolero.

El paseo de Los Arquillos era evidentemente un paseo romántico. Tuvo su vida en el tiempo del miriñaque, y ahora era una desolación. Construido en la parte vieja de la ciudad, grandes fanales con pequeñas bombillas de amarillenta luz le daban un viso escenográfico teñido de melancolía. Discurría por lo que hubiera sido el tercer piso de la manzana de casas en la que estaba construido como una gigante balconada o galena.

Cayetano e Isabelita soslayaron la plaza Mayor y buscando los disimulos de lo oscuro caminaron hacia el paseo. Jamás dos personas podrían dar a quien las observara más impresión de presunta culpabilidad. Iban hacia Los Arquillos regateando a la luz y a las personas, temerosos y equívocos. Se adivinaba en ellos la casa de citas hasta para el ojo más generoso y límpido.

—Buuuf —sopló Isabelita—. Ya estamos.

—Buuuf, buuuf —resopló Cayetano—. Lo conseguimos.

Cayetano tomó la mano de Isabelita y comenzaron a caminar lentamente, mirándose y sonriéndose.

—Nuestros enemigos nos persiguen —habló Cayetano—, no nos dan tregua, pretenden aniquilarnos —tragedió—. Pero seremos fuertes y acabaremos derrotándolos. Morderán el polvo, te lo aseguro, riquina…

—El amor siempre vence —confirmó Isabelita luchando contra las gotas de agua que le corrían por la nariz—. Además, tú eres fuerte —dijo embelesada—, y tan guapetón.

Cayetano enarcó el pecho bajo la gabardina comando y apretó los dientes.

—Nada debes temer —aseguró olímpico—, este brazo y esta espada toledana… —se excedió zarzuelero sin conseguir terminar la frase.

De pronto, Isabelita hizo un movimiento de recelo.

—¿Quién está ahí? —preguntó a Cayetano.

—¿Dónde, dónde?

—Ahí, tras la columna. Ese hombre. Ese que nos mira.

Cayetano tuvo dificultades para sacar las gafas del bolsillo de la chaqueta y calárselas. La pareja estuvo unos momentos inmóvil, esperando, temiendo, prestos a la huida. Retrocedieron unos pasos y se alzaron a una de puntillas.

—¿Quién es?

—No le veo bien.

—¿Será un espía de tu familia?

—No lo creo.

—Vámonos, Charli, vámonos.

Cayetano se hubiera largado con mucho gusto, pero todavía le quedaba el remusgo de la frase incompleta de la espada toledana para abandonar tan repentinamente el campo.

—¿Quién va? —preguntó tímidamente—. ¿Qué quiere usted?

Asomó la cabeza de don Juan Alegre. Mechones mojados le cubrían las sienes y la frente. Su mirada de cánido los estudió con detenimiento.

—¿Por qué me persiguen? —dijo—. ¿Por qué no me dejan en paz? ¿Qué les he hecho, santo Dios?

—Don Juan —dijo Cayetano— cálmese, no nos asuste. No le perseguimos.

—Entonces ¿por qué están aquí cuando debieran estar con todos?

—Venimos a pasear —afirmó Isabelita—. Los novios pasean, el amor…

—¿El amor? Espías, eso es lo que son, espías asquerosos, espías pagados. Pero tengo la conciencia bien tranquila. Digan a quien les envió que lo sé todo. Sé que sospechan de mí, sé que quieren acorralarme, pero esta boca no hablará. Yo no la he matado.

Don Juan Alegre avanzó hacia la pareja y la pareja retrocedió.

—Yo no la he matado, murió de muerte natural, ¿se enteran? De muerte natural, ya lo saben.

Don Juan Alegre volvió la espalda a la pareja y corrió hacia el extremo este del paseo. Cayetano e Isabelita corrieron hacia el extremo oeste.

En la seguridad de las calles transitadas, despreocupados del qué dirán por el susto, con las manos cogidas en una crispación, Cayetano e Isabelita avanzaban en silencio.

—Ese hombre está totalmente majareta —dijo Isabelita.

Una mínima lucecilla se hizo en el cerebro de Cayetano y dijo:

—¿Y si es otra cosa?

Terminaba la sesión de tarde en los cines de la ciudad, el paseo de la plaza Mayor se acrecía de gentes, los cafés de la calle principal estaban repletos de pudientes mojados. Cayetano acompañó a su casa a Isabelita. La madre de ésta los observaba por el mirador.

—Adiós, Charli querido —dijo Isabelita.

—Adiós, Gretita amada —dijo Cayetano.

Luego se dieron el santo y seña:

—Pirupí. Chucurrucu.

—Chucurrucu. Pirupí.

Cayetano caminó hacia la calle de la Libertad, sumido en hondas meditaciones.