Alta finanza

—Quiero que me reciba el propio director —dijo doña Úrsula—. Soy una señora de bastante edad y no deseo tratar mis problemas con tenientillos.

—Veré si don Marcelino la puede recibir —dijo el joven y pulido empleado con visible irritación—. Estos días está muy atareado, y fuera de casos muy excepcionales…

—No sea tan impertinente, joven —el empleado cambió varias veces de color—. Mi caso es tan excepcional como el más excepcional.

—Sí, señora —suspiró el financiero jugando nerviosamente con la cadena de su reloj de pulsera.

—Muy bien —aceptó doña Úrsula—. Diga a su director que desea ser recibida doña Úrsula Villangómez de Ortiz. Él me conoce perfectamente.

—Sí, señora.

Doña Úrsula se sentó en uno de los durísimos sillones de la galería del Banco y sonrió satisfecha.

Don Marcelino Ayalde recibió con gran estilo a doña Úrsula Villangómez de Ortiz. Había apagado su cigarrillo para no ser descortés y lució sus mejores fórmulas de salutación y su pavorosa dentadura.

—Bien, señor Ayalde, sé que está usted muy ocupado. Lo sé por ese joven —dijo con absoluto desprecio— que como todos los jóvenes de hoy es, además de irreflexivo, bastante mal educado.

—Es mi sobrino —dijo algo amoscado don Marcelino.

—No empece —respondió doña Úrsula—. Un perfecto caballero puede tener como sobrino a un perfecto gañán. Pero dejemos estas cuestiones. He venido a abrir una cuenta corriente en este Banco, porque he considerado que es el que me coge más cerca de casa y yo ya no tengo las piernas para trotar por las calles.

—Buena idea que, además, es muy de agradecer —reverenció don Marcelino—. Esta es su casa y estoy a su disposición.

—Gracias. Voy a abrir la cuenta con una pequeña cantidad, y si veo que el Banco se porta bien trasladaré mi dinero aquí y solamente trabajaré con ustedes.

Doña Úrsula ofreció un cigarrillo a don Marcelino, que éste correctamente rehusó.

—Fumo rubio, señora.

—Mal asunto. El rubio destroza los bronquios y propicia el cáncer. ¿No lo ha leído en los periódicos?

—Sí —dijo dubitativamente don Marcelino— pero la costumbre. Ya sabe usted…

—Mal hábito —dijo implacable doña Úrsula—. Hay que cuidar la salud. Por cierto que no tiene usted demasiado buena cara.

—Las preocupaciones, el trabajo…

—Hágase un chequeo, porque puede que no sean solamente las preocupaciones, puede que tenga usted cualquier cosilla. ¿Qué edad tiene usted?

—Cincuenta y cinco.

—A los cincuenta y cinco hay que vigilarse. Cualquier cosilla, claro, y luego las preocupaciones…

Don Marcelino creyó adivinar un punto de retintín en las palabras de doña Úrsula y cayó en guardia:

—Tendría que consultar, ésa es la verdad, pero no tengo tiempo.

—Y además las preocupaciones —insistió doña Úrsula—. Y que se acerca fin de año y tendrán ustedes mucho trabajo con eso del cierre de ejercicio, o como demontre se llame.

—Claro, claro —se escurrió don Marcelino—. Bueno, si usted me permite llamaré para que rellene usted la ficha y firme.

—Muy bien.

El sobrino de don Marcelino apareció en el marco de la puerta, hasta entonces entreabierta.

—Para cuenta corriente —dijo don Marcelino.

—Es curioso —pajareó doña Úrsula—. Los casos de mucha tensión, las hepatitis y las úlceras de estómago se dan abundantemente entre ustedes. ¿Cómo anda de colesterol? Perdón, se me había olvidado que no se chequeaba. Todo eso lo producen las preocupaciones. Parece mentira cómo se puede desarreglar el neurovegetativo, ¿verdad?

El sobrino de don Marcelino apareció con el papeleo de la cuenta corriente.

—Al salir, cierra, Josechu —dijo don Marcelino.

Indicó a doña Úrsula dónde tenía que firmar y le ofreció una pluma estilográfica. Doña Úrsula apoyó su temblorosa mano en la mesa del director del Banco.

—Tengo una firma muy extraña y muy difícil de imitar —dijo sonriente.

Don Marcelino Ayalde se pasó la lengua por los labios resecos.