Aquelarre con lelo resignado

—Y ahora que se repose —dijo doña Lucía, encendiendo un cigarrillo—. Los guisos están mejor de un día para otro.

—Entonces, ¿no vamos a oír el resultado? —preguntó doña Úrsula.

—Siiís —chifló doña Matildita—, alguien llega. Debe de ser Tano. ¿Qué hora es?

—Las diez menos veinticinco —respondió doña Lucía consultando su cronómetro de submarinista—. Por San Miguel las diez menos veinticuatro y por el reloj del Palacio de Comunicaciones de Madrid las diez menos veintiséis. Pero mi hora es Greenwich deducida y es la que vale. Se la ha ganado.

—Me tengo que ir —aclaró doña Úrsula—, y además no me gusta ver cómo reñís a Tanito.

—No le reñimos —dijo doña Matildita—, le reprendemos y le castigamos solamente cuando se lo merece. Un funcionario debe ser disciplinado, ¿verdad, Lucía?

—Así es. Aquí está.

Se oyó un tropezón en el pasillo. Las dos hermanas se atiesaron como a una voz de mando. Una tímida voz pidió permiso.

—¿Se puede?

—Adelante —ordenó doña Lucía.

—Buenas noches, mamá. Buenas noches, tita. Buenas noches, doña Úrsula.

—Al grano —dijo doña Lucía—. Dé su información rápidamente, que de lo demás hablaremos luego.

Cayetano se pasó la mano por la calva y se ajustó con el dedo medio de la mano derecha el puente de las gafas sobre la nariz. Con la mano izquierda hurgó en el bolsillo de su impecable americana de sport hasta que logró extraer una libreta diminuta.

—Comience —conminó doña Lucía.

Cayetano hizo un trémolo:

—Día catorce de octubre. Sábado. Nueve de la mañana. Me incorporo a la oficina. Sin novedad hasta las dos. Dos y cinco, vermut en la barra del casino. Conversación intrascendente con don Carlos, el médico. Dos y media…

—No hay conversaciones intrascendentes —dijo furiosamente doña Lucía—. Reproduzca.

—Es que no me acuerdo.

—Rememore.

—No sé —balbuceó Cayetano—. Cómo me voy a acordar… Hablamos de enfermedades.

—¿De enfermedades en general o de enfermedades en particular? —inquirió doña Matildita.

—De enfermedades…

—Tonterías —dijo doña Lucía—. Cuando dos hombres de más de cuarenta años hablan de esas cosas siempre lo hacen con referencia a alguien. Recuerde.

—No sé, mamá… Hablamos de enfermedades nerviosas… Ah, sí, ahora caigo: de que don Juan Alegre había estado en la consulta de don Patricio porque don Carlos se lo había recomendado…

—Acabáramos —dijo doña Lucía—. Pon cinco puntos en contra en el debe de Tanito, Matildita. Un dato tan interesante y hemos estado a punto de perderlo por pura incompetencia. ¿Y qué más dijo?

—Pues nada más, eso nada más… Que estaba muy nervioso, que estaba muy afectado…

—Vaya, vaya. Continúe —ordenó doña Lucía.

Cayetano buscó por el cuaderno de bitácora la hora en que estaba.

—Dos y media, comida. Tres y diez, vuelta al casino, café y copa de Soberano.

—Beba Fundador —dijo doña Matildita—. Es más barato. Sus dietas nos van a arruinar.

—Da lo mismo, que beba Soberano, pero que sea eficaz. Siga —dijo doña Lucía.

—Tertulia con mi jefe —prosiguió Cayetano—, don Armando el joyero y Perico Valle. Se habló de toros. En contra de El Cordobés.

—¡Imbéciles! —gritó furiosamente doña Matildita—. Aburridos, gentuza. El Cordobés es el mejor.

—A las cuatro y cinco entró el señor Ayalde. Pidió una copa de coñac francés y se sentó solo. A los diez minutos pidió otra. Salió a las cinco menos veinte. Le seguí de lejos. Pude ver que en la lotería de la calle Independencia compraba dos billetes completos del sorteo del día veinticinco y otros dos billetes del cinco de noviembre, que es sorteo extraordinario.

—Esto equivale a una confirmación de nuestros supuestos —dijo doña Matildita.

—No tan de prisa —pidió doña Lucía—. Siempre ha jugado a la lotería y su mujer a los ciegos. No hay que excederse. Es un vago indicio nada más por la cantidad. Continúe.

—A las cinco lo dejé en su oficina y regresé al casino. Seguía la tertulia de mi jefe. Procuré darle coba.

—Mal hecho —recriminó doña Lucía—. Usted no debe darle coba. Debe invitarle y significarle que vive de otra cosa, que vive muy bien. Así ascenderá, si no siempre será un piernas.

—Es que tita dice…

—Tita no tiene que decir nada al respecto, ¿entendido?

—Desde luego, mamá. ¿Puedo seguir?

—Sí.

—En el casino hasta las seis. A las seis y cinco vengo a casa, quiero decir al Comisariado. Tomo un vaso de leche y me cambio de traje. Salgo a las seis y media. A las siete, cine. Película del oeste.

—¿Va usted solo? —preguntó doña Matildita.

—Claro, solo —dijo titubeante Cayetano—. ¡Con quién había de ir!

—No sé, no sé, pero algo me huele a podrido —se escamó doña Matildita—. No nos gustaría que fuera una traición.

—A las nueve y diez salgo del cine y paseo hasta las nueve y media.

—Hasta las diez menos veinticinco —afirmó doña Lucía—. Pero todos estos asuntos de régimen interior los aclararemos después de cenar. Puede retirarse.

Cayetano guardó su libreta en el bolsillo y saludó:

—Buenas noches, doña Úrsula. Hasta ahora, mamá y tita.

Su pequeña figura gordinfloncilla tenía un balance de barquichuelo al andar.

—Este niño —dijo doña Matildita— vuelve a las andadas. Cualquier día nos da un disgusto. Está mucho en la calle y es un buen partido.

—Para evitarlo estamos nosotras —dijo doña Lucía.

Doña Úrsula se retocó con el lápiz de labios mirándose en un espejito de nácar regalo de su difunto.

—Mañana vendré pronto. A las cuatro retransmiten, en directo, el partido Real Madrid-Barcelona, y no quisiera perdérmelo.

—De acuerdo, Úrsula —dijo doña Lucía—. Después oiremos la cinta y haremos la escaleta psicológica.